Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 26 • abril 2004 • página 7
Avance del libro La escritura elegante. Narrar y pensar a cuento de la filosofía (Alfons El Magnànim, Valencia, 2004), del que es autor el mantenedor y responsable de la presente sección
Introducción
Una advertencia adventicia
Escribe el filósofo norteamericano Thomas Nagel en su libro Mortal Questions estas palabras concisas y graves: «La sencillez y la elegancia nunca son razones para pensar que una teoría filosófica es verdadera; por el contrario, por lo común son fundamentos para pensar que es falsa.» Y esto que sigue lo declara el filósofo español José Ortega y Gasset en ¿Qué es filosofía?: «Siempre he creído que la claridad es la cortesía del filósofo.» Semejante aserto, proferido por un pensador laico, quien en otro lugar afirma, citando a Dante, que «Dios es el príncipe de la cortesía», puede suscitar variadas consideraciones, pero se convendrá, con todo, en que no debe tampoco tomarse por afirmación gratuita, algo que se dice por decir, viniendo como viene de pensador tan riguroso y discreto como es Ortega. Vayamos entonces a las fuentes para buscar mayor aclaración en sus palabras. La fuente a la que me refiero se encuentra en la tercera conferencia que Ortega dictó en Buenos Aires en el año 1928, titulada «El sexo de nuestro tiempo». En esta charla, el filósofo habla, en verdad, muy poco de sexo, nada del sexo de los ángeles, pero bastante de elegancia. Allí, por ejemplo, disertando sobre la elegancia matemática, proclama la prueba que desvela el ser y el hacer elegante:
es la manifestación de un intelecto rebosante y elástico, que supera la dosis exigida, que representa un exceso de potencia, un hijo de la mente. Hay otras formas opuestas de manifestarse este lujo y esta sobra de potencia, por ejemplo, la que consiste en complicar excesivamente los problemas. Entonces no hay elegancia.
Sopesando estas tres sentencias –o mejor, los dos módulos de sentencia, el de Nagel y el de Ortega–, es fácil reconocer en su asunto e intención dos maneras opuestas de entender el oficio de filosofar, o sea, la tarea de pensar, y que alberga a su vez dos declaraciones de principios que nos interesa aquí cotejar, no tanto con el propósito de desarrollar un análisis comparado de distintas estéticas filosóficas cuanto con el de identificar la presencia allí de la particular ética de la responsabilidad intelectual que acompaña el acto de elegir una perspectiva intelectual y un determinado modelo de escritura que le sirvan de vehículo, todo ello en el contexto de la distinción entre géneros literarios.
Ciertamente, la primera de las convicciones expuestas, la adusta y severa de Nagel, aun leída como una manifestación personal, y harto singular, no debería ser interpretada como de naturaleza particular ni privativa, pues a su alrededor bulle un profundo sentimiento de larga tradición intelectual. La segunda, sin embargo, la percibimos como veredicto exclusivo, excelente e insuperable, amén de raro, en el sentido en que Spinoza hablaba de lo excelso como un atributo del alma tan difícil como raro, ya que arduo, nos dice, debe ser lo que tan raramente se encuentra. Junto a Michel de Montaigne y Friedrich Nietzsche, acaso sea Ortega el ejemplar de pensador que mejor ha sabido aunar en su obra dos virtudes intelectuales magníficas, como son la inteligencia puesta al servicio del conocimiento y la escritura elegante, a las cuales si le sumamos su común proclividad hacia la gaya scienza, o el ejercicio del saber en la alegría, nos da como resultado la imagen del tríceps más poderoso que la musculatura filosófica universal haya moldeado jamás. En el panorama del pensamiento hispánico, el caso de Ortega es inconfundiblemente único.
Con todo, no juzgo imprudente, sino casi ineludible, haber convocado a los dos personajes que abren nuestras páginas a fin de dar la medida completa del asunto que nos va a ocupar en las páginas que siguen, pues uno y otro suelen ir unidos, el modelo y su copia, o según expresión del mismo Ortega, el elegante y su sombra, esto es, su snob inseparable.
Debo advertir, antes de seguir adelante, que no es éste, en rigor, un ensayo sobre Ortega, sobre su vida y obra, ni siquiera sobre su teoría de la elegancia –empresa aún pendiente y que urge acometer más pronto que tarde, como diría, y de hecho dijo, Ortega–, aunque sí está compuesto intencionalmente desde la perspectiva orteguiana de lo que significa hacer filosofía en la elegancia. Ortega no llegó a escribir nunca un libro consagrado a la elegancia –tampoco a la ética, por otra parte–, y sus referencias al asunto son tan contadas como dispersas. Pero aun así, y como ocurre con otros ejemplos de su producción intelectual, lo que sugiere y premedita en tales huellas patentiza un legado y una promesa de realización muy útiles para posteriores navegaciones.
Efectivamente, Ortega anunció un libro sobre la ética y una «meditación sobre la elegancia», y ninguna de las dos promisiones llegó a materializarse textualmente. Nos quedamos al fin sin esa prometedora pareja de libros, mas no por ello sería justo colegir que el filósofo incumplió su palabra, pues la práctica totalidad de sus textos acoge el sentido pleno de ambas llamadas, que representan, más que meros llamamientos o invocaciones, la proyección de una genuina vocación. Cierto, aunque Ortega no escribió expresamente muchas páginas dedicadas a la elegancia, si las comparamos con el volumen total de su producción, toda ella sigue el pulso inconfundible de lo elegante.
Reconocemos una demostración matemática como ejemplar elegante, observa Ortega, cuando consigue probar un teorema con el menor número de ideas intermedias. Por esta convicción arribamos al conocimiento del módulo de la elegancia, a saber: «la expresión más sobria de una máxima potencialidad, de un poder activo y funcional.» El dinamismo vital se revela en la sobriedad, pero en la sobriedad bien entendida, no como impostura envuelta en falsa modestia, sino como dechado de discreción, mesura y compostura. De Ortega podríamos afirmar lo que él a su vez enuncia del capitán Alonso de Contreras: que tenía una erudición elegante. En ese sentido preciso y pleno, es en el que advertimos en la escritura de Ortega un movimiento lujoso y exuberante, relumbrante y magnífico, característico de la escritura elegante.
Para el propósito de este libro, entenderemos aquí por escritura elegante, y a cuento de la filosofía, la exquisita y selecta manera de decir, de comunicar, de hacer pública, una penetrante meditación sin tener que mudar por ello de género literario, sin tener, por tanto, que caer en brazos de la Literatura. Se trata, en consecuencia, de una clase de inspiración –pero también de ejercicio– que habilita para pensar con bello estilo sin perder las formas, haciendo con ello posible un pensamiento distinguido, por así decirlo.
El ensayo filosófico se caracteriza, según creo, por la voluntad de estilo, pero también por la voluntad de conocimiento. Esta circunstancia feliz ha provocado, empero, graves turbulencias en la tradición cultural hispánica, y española, más en particular, hasta nuestros días, por considerar ambas categorías incompatibles entre sí; es decir, que donde hay belleza y elegancia de estilo no puede haber rigor y conocimiento, y viceversa. No pocos autores defensores de este rigorismo censurador se muestran, no obstante, muy generosos a la hora de transitar entre géneros, y no menos satisfechos de borrar, en consecuencia, la menor distinción entre narrar y pensar, ficción y realidad, fábula y verdad, sentido y significación, argumento y argumentación.
Con insistencia, y cierto tinte melancólico, suele escucharse también la vieja leyenda lastimera que habla desde el arcano de una cultura española e hispánica huérfana o vacante de filósofos, y que en su estremecimiento no logra señalar una causa principal que concite un consentimiento unánime. Por mi parte, me decido aquí, si no a ofrecer una explicación que satisfaga a todos, sí al menos a señalar un síntoma de nuestro presumido sino, con la voluntad de no enemistarme con nadie; helo aquí: han existido, y existen todavía, en suelo hispano más filósofos con vocación literaria que filosófica. Y eso es lo que nos pasa. La presunción imprime carácter, funda mitos y leyendas, al tiempo que fomenta usos sociales, oficios y pautas profesionales que urge señalar y clarificar.
Te dejo, lector, sin más preámbulos, con La escritura elegante. Libro que ofrezco a tu benevolente juicio, y cuyo acrónimo, fíjate bien, reza Lee. Pues, eso.
[...]
I. 4.
Ensayo y escritura elegante
«La vida elegante no excluye ni la reflexión ni la ciencia: se consagra a ellas. No debe aprender solamente a disfrutar del tiempo, sino a emplearlo mediante un orden de ideas extremadamente elevado.»
H. de Balzac, Tratado de la vida elegante.
Esta acomplejada situación en la que vivimos produce, desde mi punto de vista, un impacto violento y de consecuencias muy negativas, en un género literario de prestigioso pasado, conflictivo presente e imprevisible futuro: el ensayo. O para decirlo con mayor precisión: el ensayo filosófico. Porque difícilmente puede concordar un saber que se ha plegado a las estrechuras del sucursalismo y del especialismo de últimas noticias con las maneras propias del ensayo: la originalidad, la subjetividad, la soltura expositiva, la comunicación y la escritura elegante.
Traer a escena a personajes contradictorios y alterables, como puede serlo Jean-Jacques Rousseau, con el pretendido propósito de apoyar e ilustrar el argumento que uno formula, es empresa muy arriesgada, porque lo que afirman aquí, lo niegan allá, y lo que justifican hacer ahora, lo desmiente su acción postrera. Son autores éstos a los que, por prudencia, conviene no tomar muy en serio, aunque tampoco sería justo borrarlos del mapa intelectual con una enmienda a la totalidad, pues entre sus muchas afirmaciones y negaciones, entre la espesa hojarasca de sus libros y testimonios, hallamos, en cualquier caso, momentos de gran inspiración y, por qué no reconocerlo, de gran verdad, que sería necio desestimar. Y es que de estos filósofos volubles, como de los más consecuentes, habrá que reconocer lo que de esencial se les debe: no que tengan razón siempre, sino que preceptivamente se armen de razones, y no que digan verdad en todo momento, sino que se mantengan firmes en su afán por encontrarla. Afirmo, pues, que J.-J. Rousseau se equivocó en muchas cosas y proclamó tremendas sandeces en algunos de sus libros, pero añadiré a continuación que también sabía expresarse con claridad y finura este rudo plebeyo de sutil escritura, como en esta ocasión: «Comoquiera que sea, ruego a los lectores que dejen aparte mi bello estilo y examinen tan sólo si razono bien o mal; porque, en definitiva, del solo hecho de que un autor se exprese con bellos términos no veo cómo se puede concluir que no sabe lo que dice.»
Ciertamente, leídas estas palabras del ginebrino en sí mismas, es decir, aislándolas de lo que sabemos de él por sus otros escritos, sus andanzas errantes por un mundo que no le comprendió, y viceversa, debería concluirse que la reclamación que contienen es justa, pues recusa la creencia muy extendida entre comentaristas y analistas según la cual el buen razonamiento y el bello estilo son incompatibles. Para esta presunción, el texto filosófico, cuando está bien escrito, se transforma inmediatamente, como por prodigioso encanto, en pura literatura, y –variación sobre el mismo tema– si lo que se busca es argumento y meditación, debe irse derechito a la filosofía de gesto adusto, talante ascético y fundamento mostrenco.
Allí donde se arriman de consuno claridad y rigor, ingenio y agudeza, verdad y belleza, allí, hay algo más que un imposible: allí hay gato encerrado. O por decirlo con palabras de José Luis Molinuevo: «En España escribir bien y no ser aburrido es una maldición que descalifica como pensador profundo.» Para los portadores de este prejuicioso criterio, resulta decididamente desconcertante (rompe sus estrechos esquemas) encontrar grandes pensadores y científicos que sumen a su sabiduría la gentil cualidad de una escritura elegante, un saber decir al decir del saber, probablemente porque como a ellos eso no les pasa, perciben el hecho cual si fuese un extraño portento. Ante su desconcierto, les crece un delirio en la cabeza, altivo cual cresta o penacho, como es el pensar que ser filósofo u hombre de ciencia, y al mismo tiempo persona capaz de componer bellos textos, constituye algo más que una maravilla: una maña capciosa propia de quien utiliza la escritura como pretexto o coartada al objeto de ocultar su escasez de tesis, razonamientos y sentencias profundas. Pero, como no entienden de elegancia, no les pasa por la cabeza emplumada que la escritura elegante, como el porte garboso, responde más a un don o a un donaire que a un cálculo premeditado. Quiero decir: aunque sea condición aconsejable para escribir bien un ensayo, la elegancia no es objeto de ensayo.
Cuando la escritura elegante se pretende, el artificio y la artimaña toman posesión del lugar, y la retórica se adueña de la situación. Ocurre así con la elegancia lo mismo que con la ejemplaridad: «el hombre verdaderamente ejemplar no se propone nunca serlo» (Ortega y Gasset, 1924/1983: 356). Y, en fin, como también dijo Balzac: «La elegancia elaborada es a la verdadera elegancia lo que una peluca al pelo.»
La ofuscación que aquí refiero es de tal calibre que con facilidad se hermana con la insidia. A algunos simples lectores y a reseñadores antojadizos no les supone gran esfuerzo el desautorizar un elegante ensayo filosófico bajo la acusación de que eso no es en realidad filosofía sino texto literario –más o menos curioso, eso sí, obra acaso de un hábil escritor, entiéndase, que no está mal porque está bien escrito–, en un acto quizá reflejo y seco, como lo es una coz. Pues bien, acaso se nos antojen algo más que cándidos estos prejuicios, si los relacionamos con la desconfianza con que se recibe el ensayo filosófico en nuestro ámbito cultural. Y digo esto porque tengo para mí que ensayo y escritura elegante son conceptos que van entrelazados desde su mismo origen, y corren, en consecuencia, la misma suerte, es decir, la suerte de la circunstancia: uno no se salva sin el otro; si uno se hunde, el otro se ve arrastrado asimismo en la caída. Los dos rasgos que, a mi parecer, reúnen en abrazo amoroso a los términos mencionados son la elección y la distinción.
En el mundo de la vida humana no existe la predestinación, que es creencia muy supersticiosa y claudicante, pero sí creo, con Ortega, que puede hablarse con rigor de la manifestación de un destino propio y regidor en la existencia de los hombres. Desde el prisma de la superstición, la realidad de las cosas y nuestro trato con ellas están definidos o escritos de antemano, siendo así que el papel del hombre en el mundo se limita a conformar la existencia a la esencia, a asumir una duración de marioneta programada y gobernada por un maestro de ceremonias que dirige los pasos. El ser del hombre se torna así un padecer: la vida humana no se realiza, sino que se sufre. Y se paga, en el deplorable caso de que el sentimiento de culpa haya llegado a posicionarse sobre el espinazo del sujeto, y allí instalado, como buitre en su nido patrio, no se considere ya huésped sino patrono. En realidad, cosa semejante acontece con otros sentimientos de similar linaje: la fe religiosa y la fe nacionalista, incubadas no para la autonomía sino para la sumisión –el huevo de la serpiente– y no para la supervivencia sino para el sacrificio –la cría crecida que devora a la propia madre–.
El destino tiene un significado distinto: no se nos impone, sino que, en todo caso, nos sobreviene. Ocurre como con la fortuna, que imprevisible y caprichosamente cruza la puerta para penetrar en nuestros recintos, aunque, por lo general, simplemente entra sin llamar. De cualquier modo, se presenta de súbito, sin anunciarse. Nuestro destino, el destino de cada cual, es entonces promesa de contingencia, no una condenación. Digámoslo de otra manera: si bien no nos es dado dirigir el destino de la vida, sí somos, en cambio, dueños y responsables de nuestro destino, el cual podrá ser horizonte lejano, pero nunca ajeno (alienus), por cuanto se construye merced a decisiones puntuales que comprometen el yo en las acciones presentes y venideras. Con la asunción y aceptación de nuestro destino, se cierra el círculo de nuestra vida, y no para estrangularla, sino para poseerla plenamente. Desde ese instante ya no es posible escoger cualquier opción, sino la que nos pertenece propiamente: comenzamos de este modo a ser existencialmente propietarios, es decir, individuos moralmente libres.
Decía Ortega: «Entre las muchas cosas que en cada caso se pueden hacer hay siempre una que es la que hay que hacer.» (Ortega y Gasset, 1958/1992: 376). El aforismo, en su generosa holgura, contiene una especial dimensión ética, pues en su primer recorrido se torna flecha que alcanza una diana muy prometedora: el sentido de la elegancia. Recuerda Ortega, a este respecto, que la acción de elegir fue establecida ya en el latín más antiguo dentro de la órbita de la elegancia, al legar para la descendencia el participio presente elegans, el cual nos indica que elige quien es elegante y «eligente», y, por ende, «in-teligente». La persona elegante, e inteligente, es, en consecuencia, aquella a quien no todo le da igual, sino que lo suyo es discernir y discriminar, escoger y preferir. «Elegante es el hombre que ni hace ni dice cualquier cosa, sino que hace y dice lo que hay que decir.» (Ortega y Gasset 1945/1983: 350).
Viene esto a cuento del narrar y del pensar, porque entiendo por escritura elegante aquella clase de escritura que reúne bajo su aura tanto al autor que elige su medio de expresión – no quien vaga por los géneros–, cuanto al lector que escoge su lectura con inteligencia –no el que lee por obligación, sino por predilección–. Sostener que todos los géneros son igualmente válidos –esto es, polivalentes–porque aseguran el mismo fin, verbigracia, la consagración del lenguaje, y, con parecido desparpajo, defender la ocurrencia de que no importan las rutas o destinos viajeros escogidos, porque lo apreciable es viajar sin más, o porque, después de todo, decidamos lo que decidamos, todos los caminos conducen finalmente a Roma, es definición de itinerarios muy amoldable y resignada, casi prosaica.
Además de esto, ahora sabemos que es poco elegante y, en verdad, muy informal el hacer pública la especie según la cual en asuntos de escritura, y en el fondo de todo, uno no sabe lo que quiere, o que todo le da igual, que no le importa. Y digo que lo es porque tal actitud desorienta al lector y desvía la atención del verdadero objeto de interés en este asunto: el propio texto y su adecuada recepción por parte del lector. Tampoco es elegante jugar al escondite, al mentiroso o a la ruleta de la fortuna con el lector. Lo elegante, en cambio, es presentarse e identificarse, mostrar el género y mantenerse al margen de las técnicas de representación. Como hace el ensayo. Efectivamente, en el ámbito del pensar, el ensayo filosófico ofrece las mejores posibilidades de expresión, y la más probada acreditación: a diferencia del tratado o el manual escolar, el ensayo filosófico se escribe y se lee por gusto, no por necesidad ni por obligación. Estos rasgos amables, y otros de los que hemos hablado más arriba, se aúnan en un resultado que comunica gentilidad y buenas maneras.
En el ensayo se reúnen gratamente la meditación, la reflexión, el análisis, la disertación, el sentido del humor y la complicidad, un flamante conglomerado de virtudes del pensamiento y el lenguaje que inspirados, combinados y bien aprovechados resultan altamente estimulantes. En el ensayo es posible presentar asimismo un razonamiento o una crítica de alcance sin perder el sentido de la gracia y la elegancia, sin perder los estribos, sin aturullar ni agobiar, sin regañar ni querer impresionar, sin dar lecciones ni adormecer. El ensayista sabe que debe cargarse de razones, pero no para despeñarlas sobre el lector, sino para persuadirle: en sus modos y modales se juega su destino. No se trata de adornar el pensamiento ni de pretender encandilar, sino de cuidar las formas y cuidarse; de interesar, en definitiva.
Digámoslo así: hay escritos que se leen movidos por la obligación –manuales, tratados, libros de textos, tesis doctorales–; otros por evasión, recreación y placer por la evocación –teatro, narrativa y poesía–; y otros, en fin, atraídos por la seducción, el afán de conocimiento y por interés –los ensayos filosóficos–.
Sepa el lector que el texto que aquí fluye se mueve en las coordenadas de esta tercera categoría, el ensayo filosófico, y aspira a pensar justamente acerca de la suerte del ensayo escrito en la España del presente, con algunas paradas en tierras americanas, y sobre las glorias y miserias del cruzamiento de la literatura y la filosofía. Aquel que se haya confundido de destino, que sepa que está a tiempo de dejarlo y de cerrar aquí el libro, que no se le tendrá en cuenta ni penalizará, porque no se tiene que examinar de él.
Quién sí esté dispuesto a continuar, que no se distraiga, porque en las páginas que siguen no se le reservan palabras elevadas, fábulas, aventuras ni otras maravillas que le vayan a transportar más allá de las nubes. Que esté atento porque las opiniones, sentencias e ideas razonadas que va a encontrarse están escritas con agrado, pero no para agradar, y con convicción, pero no para convencer. Si tras su lectura se concluye que aún queda mucho de qué hablar y que hay que seguir ensayando, no me sentiré afrentado por ello sino, en verdad, muy reconocido. Porque habrán confluido nuestros destinos.