Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 25, marzo 2004
  El Catoblepasnúmero 25 • marzo 2004 • página 10
Estética

El valor de la música religiosa

Raúl Angulo Díaz

Se describen y discuten diversas formas de recuperar la música
conservada en los archivos procedentes de la Iglesia católica en España

Problema

La musicología pretende rescatar un conjunto de obras musicales que han sido dejadas de lado por el canon de obras interpretadas. En España el mayor corpus musical es el dejado por las catedrales, colegiatas y monasterios de la Iglesia católica. Se trata de obras olvidadas, despreciadas y aún inutilizables tanto por las instituciones musicales como por las eclesiásticas. Es preciso, por tanto, preguntarse por qué habrían de ser interpretadas de nuevo. El simple testimonio histórico bien pudiera ser una justificación suficiente. Para la historia estas obras son documentos del pasado, sean dignos o despreciables, materiales para poder explicar los usos de una institución como la Iglesia, su poder y esplendor hasta el siglo XVIII y su declive en el siglo XIX. Pero esta justificación no es suficiente a la hora de interpretar estas obras en una sala de conciertos o alrededor de otras instituciones, ya que en este caso que sean considerados dignos o despreciables es de capital importancia. Debemos, pues, reflexionar sobre su posible valor.

Para algunos el problema radicaría en la secularización, entendida ésta como el paso (algunos dirán pérdida) de ciertos valores e ideas a otros. Las antiguas obras eclesiales habrían sido creadas bajo el soplo inspirador de tales ideas y valores, incompatibles con los actuales. Este tipo de respuesta deja intencionadamente de lado el papel de las instituciones, como la Iglesia o el Estado. El problema estaría mejor planteado de este modo: la Iglesia católica, como institución religiosa terciaria, es incapaz de re-utilizar estas obras que en otro tiempo surgieron a su amparo, por considerarlas actualmente carentes de valor. Algunos pondrán la causa en la nueva liturgia, surgida del Vaticano II: según esta liturgia, los textos en latín están proscritos, ciertos textos (como el Credo) que antes se cantaban, ahora sólo se recitan, y se exige que sea la asamblea que entone la mayor parte de los textos. Pero el problema no reside tan sólo en esta superficie normativa. Las instituciones no sólo se componen de normas, sino también de ideologías –que no tienen por qué ser superestructuras accidentales–. Y estas obras, hoy olvidadas en los archivos, formaban antaño parte de la maquinaria ideológica de la Iglesia católica en España. Y hoy esta misma Iglesia, por diversos motivos que no vamos a tratar aquí, las considera incluso nocivas para su existencia y propagación.

La salida para estas obras consiste en entrar bajo la órbita de otras instituciones que puedan hacerse cargo de ellas. La más importante, y a la que los musicólogos deben su pan, es el Estado. Pero no deberíamos desdeñar otras muchas instituciones que podrían rescatar estas obras de música, siempre y cuando sean valiosas para ellas: instituciones musicales privadas (algunas salas de concierto), conciertos organizados en honor a ciertos personajes ilustres o ricos, ayuntamientos... sin olvidar otras instituciones que, aunque no se encuentren entre las que actualmente interpretan músicas del pasado, no podrían ser descartadas en principio: diversas sectas, asociaciones de animales (que podrían aprovechar las referencias a los diversos animales que se encuentran en estas músicas), &c. Todas las reutilizaciones de las obras por parte de instituciones distintas a la Iglesia católica tendrán que colocar el valor de esas obras fuera de las ideologías eclesiales que tradicionalmente lo habían justificado.

Según lo expuesto, parece que se trata tan sólo un problema de compatibilidad de estas obras con otras ideologías distintas a la eclesiástica. Pero las obras de música son peculiares respecto a otras obras artísticas, como pinturas o esculturas (y, en parte, edificios arquitectónicos). Estas últimas obras se dan ya acabadas y consisten en lo que fenomenológicamente percibimos. El cierre fenoménico de las obras musicales, en nuestra tradición occidental, pasa por su notación musical, lo que exige que para ser percibidas han de ser interpretadas. Debido a ello, no son obras acabadas y cerradas: a la hora de la interpretación, se puede cambiar el texto, la instrumentación, se les puede añadir o quitar algunas de sus voces, se pueden suprimir fragmentos o añadir otros, &c. Por ello una revalorización de las mismas puede pasar por diversos cambios que no destruyan la identidad de la obra. Éste es un tema que requeriría mayor profundización, pero para nuestro propósito basta con lo dicho. Puede servir de ejemplo los cambios que pueden realizarse en el texto (práctica frecuente en los músicos) sin alterar por ello la obra musical. Händel, por ejemplo, empleó la música que hizo para un poema sobre el amor para el aria de su oratorio El Mesías «For unto us a child is born». La música es compatible con las dos letras porque posee la emoción de la alegría; si la música es capaz de contener emociones, éstas son lo más vagas posible, y por tanto no es capaz de distinguir la alegría por el amor correspondido de la alegría por el amor al Dios nacido (como tampoco el terror a las serpientes o el terror a los ratones). Todo ello permite un amplio margen para su reutilización en distintas instituciones.

La intención del compositor: ninguna revalorización es posible

En música se suele dar una importancia determinante a la intención del compositor. La interpretación de una obra musical se suele explicar como el seguimiento de las directrices de la intención del compositor. Esta intención suele quedar plasmada en la partitura, pero muchas veces ésta es insuficiente a la hora de determinar la intención del autor, y por ello se suele acudir a documentos históricos (tratados musicales contemporáneos, cartas, comentarios de otros músicos, etc). Respecto a nuestro tema, la intención del autor impediría cambio alguno en las obras musicales con el objeto de revalorizarlas: texto, orquestación, orden de las obras, técnicas interpretativas, &c. Y lo que es más importante, como el autor tuvo la intención de insertar sus obras en cierto contexto litúrgico e ideológico, cualquier interpretación de sus obras bajo otras instituciones que no sean la Iglesia católica postridentina o al amparo de otras ideologías ajenas a la idea de Gracia, sería una falsificación de esas obras. Acudir a la intención del autor impide por tanto cualquier re-valorización o re-inserción: sólo cabría rescatar estas obras en contextos semejantes a los intencionados por los compositores, y si esto no es posible, las obras están perdidas para siempre.

La solución clásica al problema de las intenciones del autor ha sido distinguir el finis operis –o la lógica objetiva de la obra– y el finis operantis –las intenciones subjetivas del autor. En vez de identificarlas, como haría la postura vista en el párrafo anterior, habría que disociarlas por varias razones. La obra artística estaría por encima de las representaciones subjetivas del artista. Esto se ve claramente a partir de los problemas que presenta una teoría intencionalista del arte (una teoría que sostiene que las intenciones subjetivas son condición necesaria y suficiente de la obra de arte, y consecuentemente son norma de su interpretación). Aparte de la dificultad de conocer esas intenciones, el principal problema es que esta teoría tendría que postular la existencia, para una obra determinada, de varias intenciones incompatibles entre sí. Veamos algunos ejemplos. Supongamos, como obvio, que todo compositor tiene la intención de que sus obras se interpreten sin ruidos ni interferencias. Pero en el siglo XVIII era normal llevar el compás con un rollo de papel (en Francia con un bastón que se golpeaba en el suelo) que hacía bastante ruido. El compositor tenía entonces la intención de que su obra fuera escuchada con ese ruido constante de fondo. Hoy en día el director mantiene unida la orquesta gracias a la batuta y a los ensayos. Ahora bien, ¿por qué aceptamos una intención y rechazamos la otra si nuestro deber es respetar como sagradas las intenciones del autor? Muchas incompatibilidades surgen de lo que se ha llamado «interpretación histórica» o «auténtica» de la música, cuando ésta se entiende como interpretar la música tal y como se la representó el compositor. En concreto, en el ámbito del uso de instrumentos antiguos: se supone que los compositores tienen la intención de que sus obras suenen afinadas, precisas, con el tempo justo, sin otros ruidos distorsionadores. Y ya se sabe que respecto a todo esto los instrumentos antiguos están en peores condiciones que los modernos. ¿Cuál de estas dos intenciones hay que respetar y por qué? Parece que esto nos obliga acudir a la noción de la mejor interpretación.

A esta dificultad el intencionalista puede responder con una jerarquización de las intenciones: existen intenciones más importantes que otras, y ante una colisión de intenciones, se habrá de respetar las más importantes. Ésta es la estrategia del filósofo de la música Pedro Kivy, que distingue ad hoc tres clases de intenciones del compositor: a) intenciones de bajo nivel (tipo de instrumentos, digitación, &c.), b) intenciones de nivel medio (lo que tiene que ver con el sonido, como el temperamento, el timbre, el ataque, el vibrado, &c.), c) y las intenciones de nivel alto (los efectos que el compositor pretendía producir al oyente). Muchas cosas pueden decirse de esta triple clasificación, pero quedémonos con esa apelación (no manifiesta) a la teoría intencional del significado de Pablo Grice. Como es sabido, esta teoría, en el fondo, reduce el significado de una expresión al significado del hablante, a los efectos que el hablante pretende con la enunciación. Se desechan, como irrelevantes, los significados que tengan de hecho las expresiones, o los significados que tengan para el oyente. En el caso de la música se llega al absurdo de relegar a un segundo y tercer plano los aspectos sonoros de la música (los instrumentos, el timbre, el ataque, el vibrado y hasta el tempermento y afinación); como si no importara realmente cómo suena la música, tan sólo las intenciones (¿de qué tipo, si no son sonoras?) del compositor. Sea lo que sea, este tipo de jerarquización puede hacer frente a los problemas antes planteados: en el primer caso, sugiriendo que el ruido del rollo de papel es un medio para conseguir que la orquesta esté unida, que es la intención principal, por lo que otros medios que consigan lo mismo (como la batuta) serán adecuados; y en el segundo caso, siendo la instrumentación una intención de nivel medio, está subordinada a la intención de causar una impresión en el oyente con un tempo rápido, por ejemplo.

A tres problemas se enfrenta esta salida del intencionalismo. El primero que la jerarquización de las intenciones es un fenómeno que se explica mucho mejor desde la interpretación óptima, coincida ésta o no con las intenciones del compositor. Si elegimos interpretar una obra dirigida con una batuta en lugar de un rollo de papel que haga ruido es porque se trata de una interpretación mejor; y lo mismo se diga de la elección de instrumentos antiguos o modernos: habrá que decidir cuál es lo mejor, o la sonoridad de los instrumentos antiguos o las posibilidades ofrecidas por los instrumentos modernos. Y el intencionalismo no parece capaz de responder a esta perspectiva; no ofrece argumentos en contra. En segundo lugar, esta versión del intencionalismo se ve forzada a admitir que las intenciones no son psicológicas o mentales. Porque parece que hay que ensanchar demasiado las intenciones que realmente tenía el compositor para hacerlas coincidir con las interpretaciones actuales que se hacen actualmente de sus obras. Un compositor difícilmente se podría imaginar la obra sin los ruidos del rollo de papel, o sin la sonoridad de los instrumentos antiguos. Intenciones como las de «quiero que la orquesta esté unida al tocar esta obra» o «quiero que esta obra se toque con precisión a un tempo rápido» difícilmente podrían estar disociadas en el compositor de las otras intenciones «quiero que esta obra se dirija con un rollo de papel» o «quiero que esta obra la toquen estos violines», por lo que hay que declararlas inexistentes. Pedir que un compositor tenga explícitamente estas intenciones al componer, ya es mucho pedir, pero mucho más que además mentalmente las tenga jerarquizadas. Por todo ello el intencionalista tiene que recurrir a la estratagema de que se trata de intenciones que el compositor tendría si viviera en el momento actual de la interpretación: intenciones que habría seguramente tenido de conocer que la orquesta se puede mantener unida con una batuta no ruidosa, o que se puede tocar mucho más rápido y preciso con instrumentos modernos. Esto es, se acude a la noción de «mundos posibles», lo que tal o cual compositor habría pretendido de vivir en unas condiciones diferentes a las suyas. Ahora bien, postular estas intenciones inexistentes en la mente del compositor permite justificar interpretaciones que vayan más allá de las intenciones existentes en la mente del compositor. Y con ello se desbloquea el proceso re-valorizador de estas obras, que es el asunto que estamos tratando, pues siempre sería posible que si los autores estuvieran vivos ahora, tendrían la intención de que sus obras se interpretaran en otros contextos y bajo ideologías diferentes de las de la Iglesia católica en España. En tercer lugar, hay que decir que esta postura no histórica de las intenciones del compositor es incompatible, por descontextualizada, con una interpretación proléptica de las intenciones. Desde una perspectiva proléptica –según la cual lo que el músico proyecta (se «representa mentalmente») son otras obras previamente dadas, confrontadas entre sí, analizadas y compuestas según las normas del arte musical– no cabe decir que si Bach viviera hoy le gustaría que sus obras fueran interpretadas en un piano Steinway o en un sintetizador, por la simple razón que nunca pudo escuchar una obra tocada en estos instrumentos. La interpretación proléptica de las intenciones sólo deja abierta la vía de la interpretación óptima, que permite la re-valorización de las obras musicales por medio de un cambio institucional y hasta de elementos no esenciales de las mismas obras, siempre y cuando esto sea lo mejor.

Una interpretación proléptica de las intenciones del compositor (expuesta por Gustavo Bueno, entre otros textos, en Ensayo de una Teoría antropológica de las Ceremonias) nos lleva a una redefinición de las relaciones entre el finis operis y el finis operantis. No se trata de una relación entre lo objetivo y lo subjetivo, de la irreductibilidad de lo objetivo a lo subjetivo, en el momento en que el finis operantis no consiste en la representación mental de la obra que va a componerse (es imposible, salvo para una mente infinita, representarse objetos que no existen ni han existido) sino el «mecanismo», por así decir, que lleva a cabo la influencia causal entre ciertas obras musicales previas y la obra que se está componiendo. Este «mecanismo» funcionaría recordando ciertas obras musicales, que están confrontadas con otras obras y estilos diversos, analizándolas en un proceso de sus partes formales (temas, ritmos, timbres, armonías, &c.) y componiéndolas según las normas del arte musical. El finis operantis sería, pues, necesario (puesto que sin su puesta en funcionamiento, una obra musical no podría realizarse, a diferencia de los procesos naturales), pero no suficiente (puesto que en cierto sentido serían otras obras musicales la causa de la nueva obra musical, y sin ellas ni siquiera la proyección intencional de la obra sería posible). También se explica por qué el finis operis no se reduce al finis operantis. Porque el compositor no tiene en mente un doble, una reproducción mental de la obra que lleve luego a cabo, sino más bien ha contrastado y analizado, según las disciplinas musicales, obras previas. Estas representaciones pueden, por tanto, ser inadecuadas. Sin embargo, el finis operis, la lógica material de la obra, se ha de abrir camino a través de las esas representaciones, aunque sean inadecuadas, oscuras o confusas, ha de actuar a través de ellas, de lo contrario la obra no se llevaría a término.

Re-valorizaciones en el ámbito de lo sagrado

Existe una vía abierta para la re-valorización de las obras musicales conservadas en los archivos procedentes de la Iglesia católica en España. Se cree que el hecho de que estas obras sean sagradas no afecta sólo a su superficie, sino en su misma estructura. Estas obras no son sagradas por el mero hecho de contener textos litúrgicos, poseer usos litúrgicos, estar en posesión de archivos diocesanos, &c., sino que lo sagrado ha afectado tanto a la estructura misma de las obras que su desacralización arruinaría su valor artístico, de modo que de que los ateos e impíos serían incapaces de apreciar estas obras. Por tanto, aunque no puedan tomar su valor desde la institución de la Iglesia católica en España, si han de rescatarse, lo será desde otros ámbitos de lo sagrado. Dos estrategias se dibujan en este punto: a) una revalorización desde el género de lo sagrado; b) una revalorización desde otras especies de lo sagrado.

Revalorización desde el género de lo sagrado

Es la estrategia más común, sobre todo desde la misma Iglesia. Aunque estas obras fracasen como parte de la institución e ideología eclesial actual, pueden recuperarse acudiendo al «fondo» genérico de lo sagrado que se manifiesta en ellas. No sirven para celebrar específicamente la Navidad o el Corpus, pero sí para manifestar eso sagrado que es «común a la humanidad», y así despertar en los oyentes ese deseo por lo Absoluto, o lo «totalmente otro» que no es propiedad exclusiva de la Iglesia. En este punto es normal acudir a la teoría de lo sagrado de Rodolfo Otto y Mircea Elíade. Esta teoría se podría resumir en dos afirmaciones: a) lo sagrado es lo «totalmente otro», lo que implica una ruptura radical con lo profano; b) lo sagrado se define positivamente como lo significativo, lo ordenado, lo valioso, &c. frente a lo profano, que se definiría simplemente como lo no-sagrado. La música sagrada sería, por tanto, la manifestación de ese ente, lo «totalmente otro», fuente de valor, orden, de sentido, &c. Pero hay que decir que si ese ente estuviera más allá de todo, no podría manifestarse en unos sonidos, a no ser que fuera una música que también estuviera más allá de nosotros (cosa que, ciertamente, no lo es esta música, demasiado parecida a estilos y formas cortesanas) Y parece que la caracterización positiva que esta teoría aplica a lo sagrado parece ajustarse mejor a lo profano. Éste sería precisamente aquello transparente, con sentido y valioso, aunque de modo no marcado, ordinario, cotidiano. Lo sagrado se definiría dialécticamente como lo no-profano, caracterizándose sui generis respecto a lo profano. La dialéctica entre lo sagrado y lo profano sólo cabe estudiarla histórica o etnográficamente, siendo precisamente la cualidad sui generis de estas obras musicales el estar bajo el «Reino de la Gracia», esto es, bajo una de la propiedades de la institución e ideología de la Iglesia histórica. Estas músicas eran obras de la Gracia santificante, esto es, medios para la elevación de los oyentes-creyentes. Un autor tan interesante como Diego Pérez de Camino (ca. 1738-1796), maestro de capilla de las catedrales de Santo Domingo de La Calzada (La Rioja) y Calahorra (La Rioja), compone Cantadas afectuosas a fin de impedir pasiones que alejarían a los fieles de Dios y provocar los afectos que unan a los fieles entre sí y con Dios. Se trata de obras sagradas puesto que son obras de la Gracia santificante, y no tanto porque manifiesten un Absoluto (por el simple hecho de que esto es sencillamente imposible) Pero es precisamente por ser obras de la Gracia por lo que han perdido su valor, ya que la misma Iglesia parece haberles negado ese papel (la Gracia santificante actuaría más bien en cantos que cantados por la asamblea, tan horteras y ridículos como el Tú has venido a la orilla) y el ateísmo rechaza totalmente que algo pueda ser obra de la Gracia.

El problema, por tanto, de esta estrategia de re-valorización es que ha hipostasiado un ente (lo Absoluto o lo «totalmente otro») que está más allá de las «hierofanías» o manifestaciones de lo sagrado. Por ello no se trata en absoluto de una re-valorización que proceda de la especie (la religión terciaria) al género (lo sagrado), sino de una nueva versión de la religión terciaria, pues el «Absoluto», el «Misterio», lo «totalmente otro» no son más que versiones, quizá más vagas e indefinidas, del Dios terciogenérico llamado «Yahvé». Con ello la Iglesia, que es la que más suele suscribir interpretaciones de este tipo, consigue un apoyo aparentando neutralidad. Y es que desde una teoría materialista de lo sagrado y de la religión, no es posible este regreso de la especie al género, como si lo sagrado tuviera entidad sin relación a las concepciones emic, históricas y etnográficas, de lo extraordinario, anómalo, no-cotidiano, no-prosaico (no hay, pues, un sagrado universal), o sin relación con ciertos valores etic asociados a contenidos del espacio antropológico.

Tres son los ejes del espacio antropológico (radial, circular, angular), y tres son, por tanto, los modos de lo sagrado: fetiches, santos y númenes. Son, pues, estos tres los ámbitos en que cabe una re-valorización de la música que aquí tratamos.

Re-valorización dentro del modo sagrado de los fetiches

Dentro de este modo quedan abiertas dos posibilidades. La primera entra dentro de lo que Bueno ha llamado religación cultural (o religación de primer género), establecida entre sujetos humanos y elementos no subjetuales, aunque inmanentes al campo antropológico.Algunas obras musicales pueden promover una relación con objetos de culto, como el viril, o pueden adaptarse para que hagan referencia a otras herramientas, sin olvidar que las mismas obras son productos culturales que pueden promover un culto a sí mismas (una religión del arte) La segunda posibilidad sería dentro de la religación cósmica (o de tercer género), establecida entre sujetos humanos y elementos no subjetuales y trascendentes al campo antropológico. Éste sería el caso, más frecuente de lo que parece, de la música que trata de ríos, tormentas, astros, &c. Es verdad que tanto en el primer caso como en este segundo, originariamente estas referencias son más bien metafóricas bajo el «Reino de la Gracia» (sin desdeñar tampoco posibles interferencias y refluencias que con el fetichismo haya tenido la Iglesia católica en España) Esta re-valorización consistiría entonces en una literalización de los referentes no subjetuales.

Revalorización dentro del modo sagrado de los santos

Una revalorización tal es bastante sencilla, tan sólo considerando que los atributos que estas obras dirigen a los santos, vírgenes y cristos son atributos amplificados de grandes hombres y mujeres, al modo de Feuerbach. Otro modo de revalorización circular sería, no tanto a través de los atributos, sino de los afectos contenidos en la música: en lugar de dirigirse a los númenes, estos afectos se dirigirían a los hombres. Una cantada que expresara el amor del cristiano por Cristo transustancializado en pan y vino puede convertirse en una romanza de amor humano entre dos amantes. En general esta revalorización circular tendría que eliminar, o condenar a lo accidental, la subordinación de lo santo al Reino de la Gracia que se suele dar en estas obras. El recitado de una Cantada de Diego Pérez de Camino, compositor antes citado, dirigido a Santo Domingo de La Calzada dice: «Feliz Domingo, palma y Atlante de La Rioja, soberano, que en suave dulce calma suspendes al discurso más ufano, viendo en tu extensa mano universal consuelo, coloca a tus devotos en el cielo.» El elemento circular es bastante evidente en este texto, que considera a Santo Domingo soberano y Atlante de La Rioja, como si fuera un héroe. Sin embargo se trata de un Atlante que, gracias a sus dimensiones, coge con su mano a sus devotos y los coloca en el cielo: esto es, que gracias a su mediación actúa la Gracia santificante. Desde una perspectiva circular, habría que quedarse tan sólo con la excelencia y virtudes de Domingo.

Revalorización dentro del modo sagrado de los númenes

Dentro de este modo quedan abiertas tres posibilidades de acuerdo a los tres géneros de religión. Estas obras podrían ser recuperadas por religiones primarias que hicieran hincapié en las alusiones a los animales que se encuentran en estas obras (el cordero, el león y la paloma aparecen numerosas veces); o bien por diferentes religiones secundarias que entendieran las referencias a Jesucristo, la Virgen o a los Santos como referencias a distintos démones (no sería impensable que una secta rescatara todas estas obras referentes a los santos como expresión de culto a démones –¿extraterrestres?– que nos visitaron en el pasado); o bien por diferentes religiones terciarias (un ejemplo, solapado, de lo cual hemos podido ver al hablar de lo Absoluto, el Misterio o lo «totalmente otro»). Aunque parezca a primera vista lo contrario, por ser compuestas estas obras musicales al amparo de una religión terciogenérica como la Iglesia católica, es más fácil su revalorización desde los otros dos géneros de religión que por las religiones terciarias. En éstas subsiste una tendencia iconoclasta, puesto que el Dios terciogenérico, como Yahvé, no puede representarse o manifestarse adecuadamente de ninguna manera, siendo por tanto toda representación pretendida de ese Dios una mentira y una impiedad. De hecho la existencia de música dentro de la Iglesia católica hace dudar de su pureza como religión terciaria, y explica muchas de las tensiones y persecuciones que contra esa música se ha llevado a cabo.

Revalorizaciones exteriores a lo sagrado

Para que este tipo de revalorizaciones sean posibles, estas obras de música deben poder entenderse y apreciarse desde un ámbito no sagrado. Para que esto sea así hay que admitir que o bien el que hayan sido hechas para una institución e ideología concreta, como la Iglesia católica en España, es sólo un dato superficial, o bien que puede neutralizarse de alguna manera. Lo primero es difícilmente sostenible, aunque no es del todo claro. Generalmente se suele decir que hay géneros y estilos musicales «propiamente» religiosos, como el canto llano (el gregoriano) y la polifonía clásica, y que los demás géneros, aunque fueran empleados por la Iglesia católica, en el fondo son profanos. Esta idea, común en la musicología, tiene una razón histórica: el repliegue de la Iglesia católica hacia el ideal medieval de la cristiandad (que va desde el neotomismo, el neogótico y neorrománico en arquitectura hasta el gregoriano). Además esta postura suele basarse en la tesis de Mircea Elíade de que entre lo profano y lo sagrado hay una ruptura radical, si bien esta ruptura supuestamente «radical» se cifrará tan sólo en el uso de violines, el Da Capo, la homofonía, &c. Además de que no se ve razón alguna de por qué el uso de violines será profano y el canto «a capella» sagrado, hay que descartar por falsa la idea de una ruptura especial entre lo sagrado y lo profano, como ya hemos visto, pudiendo haber rupturas más profundas entre lo profano o entre lo sagrado (entre númenes y fetiches, por ejemplo). Es innegable que los géneros de la música eclesiástica se tomaron del teatro (sobre todo de Calderón) y de la corte, pero esto no significa que estas obras no estuvieran bajo el «Reino de la Gracia». Una de las ideas más fuertes que permitía el uso de géneros cortesanos en la música religiosa era la de «corte celestial», de la que era una realización terrena cada una de las catedrales. El obispo era visto como un vicario (o virrey, ya que el Rey no podía ser otro que Dios), el Cabildo como los ministros y cortesanos, el edificio de la catedral como un palacio, y los músicos como criados de la corte. Y los géneros teatrales se sacralizaban gracias, entre otras cosas, a la teoría de los afectos: los afectos que salían a escena podían volverse «a lo divino», a fin de unir a los fieles entre sí y con Dios. Volviendo a lo que estamos discutiendo –si la estructura de la música queda determinada o no por los contextos religiosos para los que fue creada– parece difícil negar esto, ya sea en la polifonía o en las cantadas a una voz e instrumentos, aunque sea tan sólo de una forma negativa, la de evitar algunos géneros y estilos. Según los ejemplos expuestos, las ideas de «corte celestial» y de «unión afectiva» guiarán las producciones musicales: esto último será realizado por modos, armonías y melodías especialmente afectivas, o letras con diminutivos y abundantes exclamaciones. Esto no quiere decir, por supuesto, que esta música posea alguna propiedad «misteriosa» que nos conecte con lo Absoluto o Yahvé, o incluso con ciertos démones, por la simple razón de que éstos no existen.

Si esta música es capaz de ser apreciada será porque su origen y contenido sagrado ha sido neutralizado y sustituido positivamente por otros valores. Muchas son las estrategias que pueden seguirse en este sentido, y pueden dividirse en globales y categoriales.

Revalorizaciones globales: desde la idea de Cultura

La revalorización de estas obras pasaría por convertirla de música de culto a música culta, pasando del «Reino de la Gracia» al «Reino de la Cultura». Esta música antaño interpretada en los Templos, debe ahora interpretarse en los Teatros. La argumentación que subyace a estos lemas es que las obras musicales conservadas en los archivos procedentes de la Iglesia católica en España son valiosas porque brotan de la Cultura, que es fuente de todo valor. En esto precisamente consiste lo que Gustavo Bueno ha llamado el «mito de la cultura»: se ha sustantivado o hipostasiado la Cultura (de ahí que esta solución sea global) y se atribuye a esta sustancia la condición de «fuente de valores». Si esto es así, no habrá obras malas, ya que todas recibirán valor por su pertenencia a la Cultura. Esta consecuencia puede verse en el siguiente texto, de efecto hilarante a pesar sin duda de las intenciones de su autora:

«Cuando, perdido en el fondo de un rincón de la sacristía de una iglesia rural, aparece un papel pautado y escrito en lo que parece ser una partitura de música sacra, es necesario iniciar el mismo proceso de recuperación, investigación, restauración, estudio y catalogación que ante el hallazgo de un resto arqueológico, una construcción romana, una talla romanista o un incunable. Es decir, todo aquello que hemos asumido a lo largo de los siglos como patrimonio histórico artístico, lo que la ley vigente troquela como bien cultural; y es que esa sencilla partitura musical forma también parte de aquel bloque de testimonios de la creatividad, la fe y las estructuras sociales y culturales del pasado.» (María Pilar Camacho Sánchez, La música y los músicos en la iglesia riojana de Briones, que ha sido tesis doctoral de su autora.)

Ahora bien, precisamente es esta consecuencia la que pone en tela de juicio el mito de la cultura aplicado a la valoración de las obras musicales. Pues se enfrenta al hecho de la incompatibilidad de los valores de las realizaciones culturales (los recursos destinados a un concierto de rock han de tomarse de los recursos destinados a un concierto de las sinfonías de Beethoven y aún de ese papel perdidito en un rincón de la sacristía de una iglesia rural). Pero desde la Cultura, todas las obras musicales, aún más, todos los productos culturales, serán valiosos de entrada. Se podría responder a esta objeción diciendo que la Cultura aseguraría un valor a todos los productos culturales, aunque cabría establecer una jerarquía axiológica entre ellos, de modo que a lo más valioso se le destinaran más recursos. Pero el principio subyacente al mito de la Cultura, según el cual cualquier producto cultural «es valioso por brotar de la Cultura» es ineficaz a la hora de establecer los criterios de esta jerarquización, con lo que habrá que acudir a otros principios axiológicos distintos de la Cultura, dejando así ésta de ser la fuente de «todos» los valores al menos para los productos culturales. Pero es que ni siquiera se puede mantener que la Cultura proporcione un valor «de fondo» o básico que luego pueda conjugarse con otros principios axiológicos, puesto que la Cultura misma necesita de valoración en el momento en que existen productos culturales horrendos (como seguramente ese papel oculto en el rincón de la sacristía). La musicología se encuentra continuamente con obras despreciables o simplemente indiferentes que desgastan la idea de la Cultura como fuente de «algún» valor.

La musicología vigente está afectada, en general, del mito de la cultura. La idea de Cultura sería una idea-fuerza que impide la real discusión acerca del valor y significado de las obras conservadas en los archivos. Esto se hace evidente en la comprensión que tiene la musicología acerca de su trabajo. Cree que con la publicación de estas obras hoy olvidadas y con el estudio de los aspectos técnicos de su ejecución, automáticamente se interpretarán y el público acudirá a los conciertos. Todo esto por la simple razón de que forman parte de nuestro patrimonio. Se supone que los músicos son meros ejecutantes que dan a la luz esas obras valiosas de por sí, y el oyente un mero admirador de ese patrimonio. Sin embargo, la experiencia nos dice que esto no sucede. Se publican algunas obras (pocas) y se interpretan aún menos, y esto gracias a las subvenciones de conciertos puntuales. Ni músicos ni público están interesados. La musicología se echa a sí misma la culpa, y desde hace mucho tiempo se oyen quejas sobre el mal estado de la musicología en España. Con estos lamentos se deja intacta la idea-fuerza de Cultura que recorre la musicología. Si se quiere progresar en este terreno, conviene empezar no dando por supuesto el valor de estas obras, y dar paso a su discusión concreta.

Revalorizaciones categoriales

Los modos categoriales nos permiten redefinir con mayor rigor, dejando de lado toda la retórica de la Cultura, en qué se cifra el valor de estas obras musicales. Podemos distinguir dos tipos de revalorizaciones categoriales: a) la revalorizaciones musicales, b) las revalorizaciones no musicales.

Revalorizaciones no musicales serían las revalorizaciones desde la sociología, la psicología o la antropología. Desde estas disciplinas se valorarían algunas obras musicales conservadas en archivos eclesiales por su función social o psicológica. En general, se valorará lo que estas músicas contribuyan a la organización de la vida social y su potencial «poetizador» de la vida prosaica. A la hora de juzgar el valor actual de estas obras musicales sería esencial investigar su posible función en nuestras sociedades democráticas. Como ejemplo de unas revalorizaciones no musicales, en el caso de los villancicos y cantadas a Santo Domingo de La Calzada, éstos se pueden interpretar como ceremonias que proporcionan organización e identidad social a la ciudad de Santo Domingo de La Calzada, mediante la identificación del santo y la ciudad. Esta interpretación está del todo justificada por los propios textos, como aquel que dice «Domingo agradecido / tu grande caridad / hoy mueve a tus paisanos / y a esta noble ciudad», de un Recitado y Rondó fechado en 1836 del maestro de La Calzada Blas Hernández (1810-1900), y puede también ensayarse la relación del culto a este santo y la aparición de una identidad riojana, como puede verse en este manojo de títulos: Nuestro patrón riojano; Que el pueblo riojano con veneración concurra; Riojanos, venid a ver un portento; Venid, riojanos, a ver la rueda hermosa; Moradores de Rioja. Y no sólo al texto cabe atribuir tal función, también a la música, que muchas veces está cogida de tonadas populares.

La revalorizaciones sociológicas, psicológicas o antropológicas no dicen nada del valor propiamente musical de las obras musicales, pues lo que interesa es tan sólo la función que estas obras musicales realizan, sean músicas excelentes, despreciables o regulares. Para juzgar sobre esto no hay más remedio que acudir a las distintas disciplinas musicales que analizarían las obras en su pura «armadura musical»: melodía, ritmo, armonía, timbre, &c. Dentro de las categorías musicales entraría la posibilidad de cambiar de género a las obras musicales: convirtiendo las arias a solo en movimientos de concierto (haciendo que un instrumento solista toque la parte de la voz solista), haciendo óperas aprovechando diversos números sueltos, &c.

 

El Catoblepas
© 2004 nodulo.org