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El Catoblepas, número 25, marzo 2004
  El Catoblepasnúmero 25 • marzo 2004 • página 7
La Buhardilla

Manifestaciones y manifiestos

Fernando Rodríguez Genovés

Hace un año, a raíz de las multitudinarias manifestaciones celebradas en todo el planeta en contra de la guerra de Irak, se creó una perversa ilusión: la emergencia de la «opinión pública mundial» como poder político que se expresa a través de la «acción directa» y las demostraciones de masas. La opinión pública se puso entonces de manifiesto

«Hoy aquel ideal [el pueblo como ente soberano] se ha convertido en una realidad, no ya en las legislaciones que son esquemas externos de la vida pública, sino en el corazón de todo individuo, cualesquiera que sean sus ideas, inclusive cuando sus ideas son reacciones: es decir, inclusive cuando machaca y tritura las instituciones donde aquellos derechos se sancionan. A mi juicio, quien no entienda esta curiosa situación moral de las masas no puede explicarse nada de lo que hoy comienza a acontecer en el mundo.» José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas (1930)

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Manifestaciones

La constitución de la opinión pública no es un hecho social nuevo ni reciente. Tampoco puede en rigor ser interpretado como un acontecimiento en sí mismo. Si bien se trata de un concepto netamente moderno, cuya datación suele fijarse entre el Setecientos y el Ochocientos, sus referencias primarias se encuentran en la base de la propia articulación y funcionamiento de la sociedad. De esta convicción es firme valedor, entre otros, el sociólogo alemán Jürgen Habermas:

«A finales del siglo XVII surge el término inglés publicity, derivado del francés publicité; en Alemania aparece la palabra en el siglo XVIII. La crítica misma se expone en forma de "opinión pública", noción acuñada en la segunda mitad del siglo XVIII a partir de la francesa opinion publique. Casi por la misma época, surge en Inglaterra public opinion; y hacia tiempo que se hablaba ya de general opinion.» (Historia y crítica de la opinión pública [öffetlichkeit]. La transformación estructural de la vida pública).»

Con todo y sin embargo, en los últimos tiempos, la opinión pública está en el candelero y en pleno ámbito callejero; su presencia y su aspiración de poder, como poder público, implican ya un hecho indiscutible y a escala global. Ha alcanzado tal grado de publicidad y de influencia, que de objeto de la acción y de la vida públicas ha llegado a erigirse en sujeto que todo lo justifica, a quien muchos cortejan y pocos se substraen a su pujanza y fuerza gravitatoria, y aun diría, a su fascinación.

El desarrollo de la opinión pública se revela en su inevitable tendencia a ponerse de manifiesto, a hacerse visible y patente, a ganar influencia, todo lo cual pasa necesariamente por ocupar espacios físicos y mentales, susceptibles de instituirse en espacios de poder, o mejor, de contrapoder. Pues, como ha señalado el mismo Habermas, la constitución del público y de lo público se describe como la apropiación de la publicidad reglamentada desde arriba, para convertirla en una esfera de crítica del poder público (op. cit.). Para buena parte de la interpretación posmarxista que hoy recorre Europa y el mundo occidental bajo distintas etiquetas –nueva/vieja izquierda, movimiento antiglobalización, grupos alternativos y no-gubernamentales, republicanismo, etcétera–, la perspectiva de una praxis colectiva basada en la participación ciudadana y en la acción directa, en el «humanismo cívico» movilizador, en el asambleísmo, etcétera, ha compuesto uno de sus rasgos identitarios y reivindicativos más característicos. Parecía que los viejos postulados de la izquierda realmente existente –y realmente postrada y humillada tras la implosión de la mayoría de regímenes socialistas de finales de los años ochenta y principios de los noventa del siglo pasado–, postulados tales como «revolución», «dictadura del proletariado» o «anticapitalismo», entre otros, habían pasado a la historia, al proclamarse su fin (F. Fukuyama), es decir, al estallar por los aires el escenario mundial del orden bipolar y al confirmarse la vitalidad de una unipolaridad (no confundir con el equívoco concepto de unilateralismo, tan traído y maltratado en nuestros días) mundial, representado por la posición hegemónica de Estados Unidos en el tablero internacional y la certificación de la democracia liberal como forma de organización social, política y económica, y también como forma de vida, sin alternativas razonables en el horizonte inmediato.

Ocurre que la izquierda política ha sido tocada de muerte tras la decadencia y caída de sus experimentos de gobernanza, la desacreditación de los sistemas poscomunistas que aspiraban a sustituirse a sí mismos, así como la crisis profunda de la socialdemocracia, y además no ha sabido ofrecer un modelo unitario, convincente y estable de ejercicio del poder y creación de riqueza y bienestar, tanto en el ámbito nacional como mundial. De esta (mala suerte), se ha visto animada a sacudirse las telarañas y a desafiar nuevamente a sus sepultureros (en rigor, la propia ciudadanía, o si se quiere, su pueblo) iniciando así su resurrección.

Los intentos de lograr un moderado y discreto aggiornamiento a través de alternativas, como la «tercera vía», que no pusieran en cuestión el Sistema ni el orden institucional mundial, sus alianzas de defensa y de seguridad, los valores del mundo occidental, el pragmatismo, la lealtad a la legalidad establecida por acuerdos vinculantes, la democracia representativa, el equilibrio presupuestario de las economías domésticas y la estabilidad internacional, se han visto sobrepasados por la tentación de la insurrección, la confrontación y la agitación como pautas de actuación política por parte de los representantes de la via antiqui (la posición política del primer ministro británico Tony Blair, y sobre todo la reacción furibunda desatada contra él por la vieja-nueva izquierda, a propósito de la tercera crisis de Irak, es un claro indicador de este fenómeno). A esto se añade el rescate de principios ideológicos y de objetivos estratégicos antañones, como los añejos patrones del anticapitalismo, el particularismo y el nacionalismo, el antiimperialismo y anticolonialismo, que pasan por la recusación de reglamentaciones básicas para el ordenamiento social en libertad, como la economía de mercado, o en las recreaciones de revuelta anticolonial, las cuales se creían superadas por los tiempos y las circunstancias.

Una muestra de esta vencida creencia, ahora recuperada o resucitada, sería, por ejemplo, aquella que se solaza con «la idea de que todos los seres humanos son iguales y la de que cada grupo humano tiene el derecho de gobernarse a sí mismo sin injerencia extranjera», según ha descrito tan concisa como inquietantemente Michael Ignatieff en una reciente entrevista. Es ésta, entre otras, una creencia débil que ha sido elevada a la categoría de uso social, de «opinión pública global», que tanto sirve para un roto como para un descosido, para una aspiración de revolución por parte de minorías agitadoras, como para un nuevo diseño de rebelión de masas, y que moviliza a poscomunistas, a progresistas de toda la vida, a radicales y anarquistas, a nacionalistas etnicistas irredentos, a nostálgicos y supervivientes del tercermundismo, a los no-alineados, con no menor ardor que al ordinary people, a la gente de la calle...

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Este hecho, en verdad extraordinario, se hizo patente en las movilizaciones antiglobalización, que cobraron carta de naturaleza –más que de cultura– en el espíritu de Seattle y en la generación de Porto Alegre, y ha llegado en volandas, a trancas y barrancas, a golpe de grito y barricada, hasta el 15 de febrero de 2003, día en que tuvieron lugar simultáneamente en un gran número de ciudades del mundo cientos de manifestaciones que atrajeron y arrastraron a multitudes, entre 15 y 20 millones de personas, según los cálculos aproximados de algunos observadores y medios de comunicación, de un total de 6.200 millones de habitantes de la Tierra, según barajan los estudios demográficos. No obstante esto, desde esa fecha pasmosa, el entusiasmo y la excitación arrolladora de sus convocantes y animadores; de los patrocinadores y paladines de la Gran Parada, de los media, siempre dispuestos a atender las grandes noticias (en ocasiones, a provocarlas, según sostenía el célebre dictum del magnate de la prensa William Randolph Hearst, que Orson Welles, por su cuenta, publicitó en su película Ciudadano Kane: «Querido Wheeler, usted ponga los poemas en prosa que yo pondré la guerra»), a magnificar lo inmenso, a tirar de largo y por lo alto; de columnistas e intelectuales –orgánicos e inorgánicos–, etcétera, ha llevado a que se celebrara el hecho como si se tratase de la consagración de la Manifestación Global y, al mismo tiempo, la materialización y encarnación de la Opinión Pública Mundial. Muchísimo más que la simple expresión de la vox populi, estos hechos constituirían, nada menos, que la afirmación sin paliativos de la Voz de la Humanidad. Estos y otros excesos y exageraciones –pero, téngase en cuenta que en este asunto nos las tenemos con un asunto descomunal y vasto, como es el clamor y fervor de las masas, lo cual explica la exuberancia, aunque no la dispense– pueden escucharse por doquier, junto a consideraciones varias que a bote pronto, con prisas y a la carrera se han propalado, y acaso merezcan una serena reflexión.

Se ha hablado, a propósito de las manifestaciones –pero también de los manifiestos, los sondeos de opinión, las encuestas, las exhibiciones públicas, las interpretaciones corales, los desfiles, los despliegues de fuerzas, los actos de afirmación política, las proclamaciones callejeras, la agitación y la movilización popular, los levantamientos ciudadanos, etcétera, y que en ocasiones se transforman en descalificaciones públicas de los adversarios, y aun enemigos políticos, en insultos, en amenazas, en coacción e intimidación colectiva a las personas particulares, en amago de linchamientos, en ruido y mucha furia–, se ha hablado, digo, de todo esto para llegar a determinadas cadenas de argumentos, y de sus respectivas conclusiones, que postulan una nueva praxis política, una política manifiesta, que urge tantear, sopesar y evaluar.

Para esta concepción de la publicidad como hecho político, las manifestaciones, y sus variantes, representan la máxima expresión de la vitalidad y civismo de la población, del pulso e impulso moral de la comunidad, un notable estímulo de la participación ciudadana, el exponente de la salud democrática, el recipiente y la verdadera urna en la que se vierten la opinión pública, el depositario de la soberanía popular, o mejor, del poder público o del pueblo, el principal sostén y fundamento de la voluntad general, y, en consecuencia, la evidente demostración de la naturaleza y el vigor de la democracia. Constituyen además el paradigma del ejercicio de las libertades civiles y políticas, de su sanción y amparo, las cuales no se satisfarían sólo (o ni siquiera) en un sistema institucional y ordenado, jerarquizado y vertical, con división de poderes, gobierno representativo y reglamentación basada en la legalidad y la legitimación que entrañan, en última instancia, las elecciones, sino también, y sobre todo, en un régimen de opinión pública, sustentado por la presión de la gente, la influencia de los sondeos de opinión y las encuestas, la acción directa, la proclamación, la aclamación y la censura en pronunciamientos de masas, por el referéndum, la asamblea y el mitin, el clamor popular, las reivindicaciones y actos de protesta, las huelgas y, naturalmente, las manifestaciones.

La política manifiesta tendría, por consiguiente, y aunque se crea lo contrario, más de aliento moral y moralizante –pero no de temple ético, ni acaso moralizador– que de verdadero impulso político democrático, el cual debe estar necesariamente basado en el pluralismo, la tolerancia, la pedagogía social, el debate racional, la negociación, el consenso y la votación con el fin de dar salida y amparo a la voluntad libre e individual de las personas. Una política, pues, muy poco política, construida por el frágil soporte del instinto, el sentimiento, la emoción y la pasión, todo lo más por la buena voluntad, pero de unas consecuencias onerosas y lesivas para los reales intereses de la sociedad. Una política, en suma, reconvertida en moral rampante, más próxima al modelo de la ética de los principios que a la ética de la responsabilidad, de las que hablaba Max Weber.

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Ortega Al objeto de contrarrestar, y con suerte neutralizar, esta exaltación de lo masivo y ruidoso, lo violento y coactivo, que comporta la política manifiesta, o la fascinación por la aglomeración y el desfile de masas, siempre tan atrayente para las sensibilidades totalitarias, bien estará que nos sumerjamos en las aguas claras y plácidas del discurso orteguiano para poder así comprender mejor lo que aquí está pasando. En 1937, a propósito de la primera edición francesa de su gran clásico La rebelión de las masas (cuya edición original se remonta a siete años atrás), Ortega escribe el «Prólogo para franceses», donde confiesa que su libro «no es, a la postre, sino un ensayo de serenidad en medio de la tormenta». El acto de convocar aquí y ahora esta obra ejemplar no puede ser, creo, más oportuno y aun necesario.

Nuestra vida presente y nuestro entorno social están llenos de gente, de masas y de multitud de opiniones. Todas ellas ingobernables, en estado de rebelión, al haber establecido su propia ley, que no es ni de lejos la ley despótica de las mayorías –ya de por sí problemática–, sino la que marca su ser y estar, su presencia misma, así como sus nucleares atributos: la presión y la expansión. Muchedumbres ha habido siempre. Ocurre que es ahora (desde comienzos del siglo XX) cuando se han hecho visibles y se han puesto en marcha, moviéndose con maneras de paquidermo, arrasando e imponiéndose sobre los individuos –sobre los personajes principales y dotados de excelencia, muy en particular–: «Ya no hay protagonistas: sólo hay coro.»

El Poder Público, cuando es ejercido directamente por las masas, se torna literalmente omnipotente; diríamos con los antiguos romanos, que su acción se rige sólo por la potestas, nunca por la auctoritas. No obstante, la pujanza de las masas, de sus expresiones y sus manifestaciones, la situación y el estado de cosas que determina, son antes que una realidad efectiva y constructiva, un espejismo, incluso una ficción.

El hombre-masa, el hombre-medio, está a la vez en todas partes y en ninguna. Su función consiste, en realidad, en estar en medio de las cosas, pero sin llegar a poseerlas plenamente, porque no las piensa, ni comprende lo que son o puedan ser. Dice Ortega que se encuentra con ideas dentro de sí, pero carece de la función de idear. Lo suyo es opinar: opinar de todo (un poco), pero sin hacerse cargo, ni la más remota idea, de los requisitos que comporta todo opinar (que son muchos y prolijos). Las masas, el público, se expresan en general, y lo expresado no siempre armoniza bien con el discurso de las personas en particular, con las creencias individuales y propietarias: «La opiniones no públicas –afirma Habermas– actúan en –nutrido– plural, mientras que "la" opinión pública es en realidad una ficción» (op. cit.).

Ha llegado a constituir una práctica extendida en el seno de la vida pública actual el que los sondeos de opinión, las encuestas y los estudios demoscópicos marquen la marcha concreta y la acción determinada de los partidos políticos, los movimientos sociales y hasta de los mismos gobiernos, en lugar de ser al contrario, lo cual, deberá convenirse, representa un comportamiento más maduro y democrático. La consecuencia de aquella praxis ha conducido al establecimiento acrítico de la «sondeo-dependencia» (Giovanni Sartori) y las «democracias de opinión» (Alain Minc).

Afirmar que las masas, la opinión pública, siempre tienen razón y que la tarea democrática de los gobernantes es escuchar y seguir la voz de la calle no sólo constituye una sandez propia de políticos demagogos e irresponsables, sino que la confesión misma anuncia además la presencia de un personaje que gusta demandar más que mandar; a un pusilánime, en fin. Mandar, asevera Ortega, es dar quehacer a las gentes. Esto es así en el mandar, que representa un «poder espiritual», pero algo similar podríamos decir del gobernar. La política debe significar una tarea dirigente y prudente, ponderadamente conducida desde los gobernantes hacia las masas, y no al contrario, según sostiene la política manifiesta. La acción política no puede entenderse cabalmente como un escenario en el que la muchedumbre exija derechos sin más y plantee problemas y tareas a la gobernación de un país sin nada que ofrecer a cambio. Esto significaría agitación, no acción política. Son las clases dirigentes, los políticos de verdad y los intelectuales veraces, los destinados a plantear problemas a la sociedad, a ponerle deberes, a emplear, en suma, la pedagogía social con el fin de promover la cultura cívica y la responsabilidad ciudadana, única posibilidad de generar ciudadanos cultos.

La presencia de las masas y de la opinión pública representan, en efecto, un hecho sociopolítico fenomenal y omnipotente, pero también efímero y caprichoso. Las gentes salen a la calle a manifestarse sin razón alguna; por lo común, movidos por una pasión o un instinto de supervivencia. Asimismo por una suerte de pulsión autoafirmadora (que supone a la vez una fuerza negadora de la individualidad). Pero también por una descarga de tensión, cuando el apremio y el miedo les paraliza y necesitan sacudírselos de encima buscando la calle y la gente, el amparo del cielo protector y el contacto con los otros (como ocurre, por ejemplo, al producirse una catástrofe, un terremoto, un incendio). Elias Canetti, quien junto con Ortega –y en la actualidad también Peter Sloterdijk– mejor ha comprendido el fenómeno y la fenomenología de la masa, denominó justamente «descarga» a su más característico movimiento interior:

«Sólo todos juntos pueden liberarse de sus cargas de distancia. Eso es exactamente lo que ocurre en la masa. En la descarga, se desechan las separaciones y todos se sienten iguales.» (Masa y poder).

Y así como ayer sostenían una cosa, hoy o mañana pueden mantener exactamente lo contrario. Las prospectivas sociológicas y los sondeos de opinión que registran la intención de voto o la impresión de la gente acerca de un asunto puntual conforman tendencias que no se pueden minimizar, pero tampoco magnificar, ni tomarlas como indicios suficientes para establecer el rumbo principal de la acción política. Toda conciencia y toda opinión pueden ser manipuladas con suma facilidad, pero las de raíz pública, todavía más. Como fórmula de compensación ante la presión de la propaganda colectiva, al menos los procesos electorales han previsto una jornada de reflexión (individual) para el día anterior a la celebración del sufragio universal. Pero esto no ocurre ante la convocatoria de manifestaciones callejeras:

«El hombre-masa –escribe Ortega– no afirma el pie sobre la firmeza inconmovible de su sino; antes bien, vegeta suspendiendo ficticiamente en el espacio. De aquí que nunca como ahora estas vidas sin peso y sin raíz –déracinées de su destino– se dejan arrastrar por la más ligera corriente. Es la época de las "corrientes" y del "dejarse arrastrar"» (La rebelión de las masas).

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Nuestra vida y nuestro entorno social, ya lo hemos dicho, están repletos de opiniones. Ortega vuelve a preocuparse seriamente por este asunto –pero desde la jovialidad que distingue y vivifica su pensamiento– en El hombre y la gente, texto que dejó inacabado en 1949-50, y fue publicado póstumamente en 1957. La circunstancia del hombre, objeto de meditación, ya no es ahora y explícitamente la masa, como ocurría en La rebelión de las masas, sino la gente, pero seguimos tratando del mismo problema colosal: de la perspectiva eminentemente histórica se pasa ahora a la específicamente sociológica. El individuo humano intelectualmente activo se esfuerza en afirmarse por medio de sus ideas, pero en su tarea y misión algo se le interpone: la gente, compuesta por muchos otros hombres sociales, y aun más, socializados:

«El hombre suele vivir intelectualmente a crédito de la sociedad en que vive, crédito de que no se ha hecho cuestión nunca. Vive, por tanto, como un autómata, de su sociedad.» (El hombre y la gente. La cursiva es mía).

Se deben distinguir, entonces, entre dos clases de opiniones: las particulares y las «reinantes». Las primeras se sustentan, mal que bien, en razones, a veces con algo de timidez o con cierto temor por el qué dirán. Luego está el decir de la gente, que compone un coro nutrido de voces que opinan más o menos lo mismo y se estructura en forma de «usos establecidos» u opinión manifiesta, todo lo cual indica que nos hallamos ante suntuosas «vigencias», usos sociales que no precisan para su extensión de comprensión sino, tan sólo y primariamente, de presión. Se ponen de manifiesto porque sencillamente se imponen. La sociedad, la gente, no tiene ideas. La colectividad no piensa, y, estrictamente hablando, tampoco tiene opiniones, sino que las contiene y en ellas está. Van derramándose sobre ella no porque sean verdaderas o falsas sino por la fuerza de arrastre y por la coacción de unos grupos e individuos concretos que logran imponerlas y hacer que reinen. Luego, por la fuerza de la costumbre se generalizan hasta que entran en desuso, por cansancio o por su desvelamiento.

Por este procedimiento se forma la «opinión pública», esto es, «la opinión efectivamente establecida y con vigencia» (El hombre y la gente). ¿Por qué se generalizan con tanta facilidad los mensajes en la opinión pública, y tanto más cuanto que más sencillos y simples? Por simple comodidad y conveniencia. Porque de esta manera no tiene uno que pensar por sí mismo sino pensar lo que todo el mundo piensa y no podría ser de otro modo, y, vaya, porque es así. Ortega concluye, entonces, que la publicidad de la opinión conquista los corazones de los hombres ordinarios (ordinary people) porque se funda en «tópicos».

Preguntarle a un sujeto por teléfono a la hora de la sobremesa si desea la paz o la guerra ante la perspectiva de afrontar un conflicto mundial reclama una respuesta tan tópica y tan formidable como sondear a un tropel de colegiales si prefieren clase o recreo. ¿Qué va uno a decir? ¡Lo que todo el mundo diría! ¿Desea tener usted conflictos? ¿Está usted a favor o en contra de que suban los impuestos y el precio de la gasolina? El Gobierno lo hace todo bien, ¿verdadero o falso? ¿Mataría usted a un niño de hambre? ¿Cree usted que otro mundo es posible? ¿Sí o no? Se trata, pues, en el fondo y en la forma, de cuestiones triviales, retóricas y aun capciosas, que más que claras son huecas, que no admiten matizaciones ni más consideraciones. O sí o no. También queda no saber o no contestar, pero al precio de ser tomado por ignorante o maleducado o poco participativo.

«¡Trámites, normas, cortesía, usos intermedios, justicia, razón! ¿De qué vino inventar todo esto, crear tanta complicación?» (La rebelión de las masas).

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Las gentes, afirmaba Ortega en La rebelión de las masas, gustan reconocerse como eternamente «jóvenes», lo cual tiene mucho de cómico, y algo de patético. Hacen tal cosa porque han oído la especie de que el joven tiene más derechos que deberes, que lo suyo es reclamar y exigir. Y en esas estamos. Algunos miembros de la «vieja Europa» acomplejada se enojan cuando se les hace ver, y no sólo desde el otro lado del Atlántico, su declive y sus contradicciones, cuando se les pone ante el espejo de la historia y ante su responsabilidad. Una reacción posible y manifiesta consiste en embadurnarse con toneladas de autocomplacencia, chovinismo, maquillaje y maniqueísmo («¡Europa representa la inteligencia, la diplomacia, la paz, la negociación, el altruismo y la ética, frente a América, que simboliza la rudeza, la violencia, la guerra, el egoísmo, la economía y los negocios!») para así salir a la calle a poner de manifiesto la energía de sus ideales y el nervio de sus pasiones.

Hoy, no sólo los jóvenes se manifiestan, claro está, ni todos los jóvenes siquiera. Mas tras el espíritu de pancarta y proclama, de acción directa, que se ha instalado en el escenario público de las democracias occidentales liberales modernas –las que no lo son, están libres de esta preocupación– se descubre un alma juvenil y juvenal –hija, curiosamente, de Júpiter, dios del rayo, del trueno y la guerra–, un pecho bravo a la intemperie, una garganta poderosa que grita consignas sencillas, del tipo «¡Guerra, no! ¡Paz, sí!». ¿Cómo contrariar, y no digo ya contradecir, a la muchedumbre impúber, a la mocedad?

«Con los jóvenes –decía Ortega– es preciso entenderse siempre. Nunca tienen razón en lo que niegan, pero siempre en lo que afirman.» (La rebelión de las masas.)

 

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