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El Catoblepas, número 24, febrero 2004
  El Catoblepasnúmero 24 • febrero 2004 • página 17
Filosofía y Locura

Locura de la filosofía

Cosmin Caluser

Sobre una posible situación del discurso filosófico

El diálogo más extenso de Platón, que, desde el punto de vista del contenido, cubre casi la completa temática platónica, el Fedro, propone una diferencia fundamental entre la «locura humana» y la «locura de los dioses». La primera es aquélla que hoy llamamos desvío psicológico o más bien psiquiátrico, mientras la segunda no es nada más que lo que llamaremos «inspiración» o «musa». Existe en el mismo texto platónico una descripción completada por el diálogo Ión del modo en que esta dicha «locura divina» es transmisible del dios al poeta, del poeta al intérprete y luego al espectador.

Esta mismo relación entre la locura propiamente dicha y la locura como inspiración divina constituye el punto de salida de cualquier análisis de la posible relación que el discurso filosófico mantiene con la locura; y desde este punto de vista vamos a intentar no sólo defender esta relación sino demostrar la imposibilidad de disociar el discurso filosófico de la locura.

La tradición filosófica contra el sentido común

El eterno debate de los filósofos contra el sentido común, lucha elitista entre esoterismo y suficiencia endémica, representa una de las llaves que vamos a usar para sacar a la luz la identidad cosmológica entre el loco y el filósofo. La misma polis griega del siglo V a.c es un monumento de orden socio-cosmológica que excluye dos categorías «profesionales». El tema del «lugar propio» de las cosas deja fuera de la ciudadela a dos personas: el guardián y el filósofo. Los dos tienen como objeto íntimo que justifica sus propias existencias EL LÍMITE; el primero, el guardia, es el hombre del límite «físico»{1} y por lo tanto no tiene lugar en la polis; el segundo, el filósofo, es el que cuestiona otro límite, del mundo metafísico{2} o, más bien, los límites de sí mismo dentro de la polis, lo que da la medida de su propia inutilidad.

En la sociedad utilitaria –y la sociedad siempre está acompañada por un criterio de utilidad– ambos son «prácticamente» inútiles, pues son utopías{3} de la ciudad, son prescindibles. El caso que menos nos interesa, el del guardián, lo vamos a dejar para los que entienden de política (nota bene - polis, política), añadiendo sólo que a la persona que da los límites físicos de la ciudad se le va a asociar el estatuto de «mal necesario». La condición mínima para la existencia de la ciudad como parte del cosmos es la integridad física.

El filósofo, sin embargo, representa un intruso que escapa a la vigilancia del primero. Propiamente dicho, el acceso del filósofo en la ciudad sería prohibido según los criterios del guardián. En sí, el filósofo es nada. Tenemos aquí dos posibles situaciones (por situación vamos a entender el hecho de situarse): a) el filósofo fuera de la ciudad se sitúa en una circunstancia de exterioridad con respeto a toda la ciudad, con lo cual, el objeto ciudad es único y entero; y b) el filósofo dentro de la ciudad mantiene con la ciudad una relación que le causa la aparente esquizofrenia –al mismo tiempo el filósofo está dentro y fuera: dentro por su situación intelectual, por la posición de su punto de vista, que cubre toda la ciudad sin molestar con una presencia real, siendo utópico, y fuera porque su objeto no es menos único ni menos entero que en el momento de su exterioridad. Por lo tanto podemos decidir que:

Primera tesis: la situación del filósofo dentro o fuera de la ciudad no tiene importancia ninguna cuanto al posible objeto de sus ideas. O sea, el filósofo no necesita un espacio propio.

Segunda tesis: desde el punto de vista del sentido común el filósofo sólo puede estar loco, pues es contradictorio para el dicho sentido estar dentro y fuera (como conceptos) en el mismo momento y en el mismo lugar.

De las dos tesis concluimos: Como parte de la sociedad, el filósofo no tiene sentido. Y al revés, el sentido común no entiende y no puede justificar la existencia del filósofo (dentro de la sociedad).{4} El filósofo no es y no puede convertirse en parte de la ciudad. Su lugar es el límite metafísico que define el conjunto dentro-fuera o cualquier conjunto conceptual antinómico que se escapa al sentido común. La dialéctica del discurso filosófico es la que pone en las manos del filósofo la paleta total de las posibles situaciones en espacio y tiempo, ofreciendo la máxima apertura del dicho discurso hacia la posibilidad de la diferencia.

De la demostración de la inutilidad sensible del discurso filosófico surge la misma definición del pensamiento abstracto: filosofía sólo puede ser la aplicación del espíritu humano para cosas que fundamentalmente (y naturalmente) no son suyas. La Crítica de la razón pura (teórica) de Kant es, sin duda, el mejor retrato de la insuficiencia que el sentido común presenta ante la problemática del genio. El genio mismo, entendido como entidad exclusivamente intelectual, no puede existir dentro de la ciudad, entre los humanos. O, mejor dicho, la existencia del genio no tiene nada que ver con la situación física en espacio y tiempo. Recordemos que el mismo Kant nunca salió de su ciudad en la vida entera, y por lo tanto, del punto de vista de la posibilidad ontológica de cualquier existencia antes de la nada, Kant conocía por fuera los principios del mundo (metafísico). En términos del sentido común, Kant era, como todo filósofo, un loco. No podemos afirmar alguna relación cierta entre la palabra loco y el locus-lugar latino. Por esa razón vamos a dejar de llamarlo loco, llamándolo simplemente utópico.

Utopía espacio-temporal y filosofía

Tenemos, pues, la imagen utópica del discurso filosófico. Es cierto que la dicha utopía tiene dos caras: espacial y temporal. La imposibilidad física espacial del discurso filosófico la hemos tratado, creemos, suficientemente.

La situación temporal del filósofo es por su parte, igualmente absurda:

De manera atemporal vamos a proponer dos de las definiciones más ilustrativas del discurso filosófico, la de Platón y la de Kant.

Platón y la eterna juventud

El principio del diálogo Parménides, probablemente uno de los más problemáticos de sus diálogos, contiene la llave de lectura para toda su escritura. El cuadro presenta las afueras de la ciudadela y tres personajes: Parménides, Zenón de Elea y Sócrates. La llave consiste en la misma edad de cada uno - Parménides era un viejo experimentado (que se rumoreaba que quería a Zenón); Zenón era un hombre en el mejor momento de su vida, maduro y todavía lúcido; mientras Sócrates «era, en aquel momento, joven». Si la situación espacial del filósofo no presenta ninguna importancia para el discurso filosófico, es obvio que tampoco es importante la situación temporal. Lo que sí hace la diferencia es la situación simultánea (en este caso, se trata de Sócrates) en la prudencia de la madurez y el lúdico de la juventud. La mente experimentada y en el mismo tiempo sin el vicio de la experiencia es la garantía de posibilidad de la situación dubitativa del filósofo.

Conclusión: El filósofo, por su actitud, es el joven viejo (o al revés), sin que exista una experiencia satisfactoria que justifique la calidad de ser un buen filósofo. La locura de la situación consiste en la imposibilidad del criterio de validez del discurso del punto de vista que hemos nombrado anteriormente: para el sentido común, no hay ninguna posibilidad de reconocer un discurso o una cuestión filosófica. Por el otro lado parece muy obvio el hecho de que la filosofía no es una ocupación útil y, sobre todo, no es una ocupación que uno pueda hacer bien o mal. La filosofía, como discurso no es nada más ni nada menos, que la apertura hacia la diferencia, hacia la alternativa (sin consideraciones naturales sobre el bien y el mal). Si esta idea que propone la definición de la filosofía como cuestión sobre la posibilidad de cuestionar el mundo que se define como diferencia es errónea, la tesis contraria es válida. Pero la tesis contraria es la alternativa a la que proponemos aquí, demostrando una vez más nuestra apertura por lo diferente –en consecuencia–, que el discurso que proponemos es filosófico.

Kant y el transcendental. El solipsismo como ejercicio moral

La crítica kantiana sobre el uso abusivo (absoluto) de la razón en los momentos que identificamos con Descartes y Berkeley es, sin duda, una crítica epistemológica más que una ontológica, dejando la posibilidad de proponer –y creemos que Kant lo hizo– el mismo modelo solipsista: pero un solipsismo que es simplemente moral o ético. La voluntad verdaderamente libre que Kant define en la tercera crítica, del poder del juicio (o, por la traducción española, discernimiento) es la imagen perfecta de la existencia única e infinitamente libre de una entidad que no se dirige en ninguna forma según ideas particulares (conceptos empíricos) y ni siquiera según la idea más libre de la perfección. La voluntad libre actúa sin hacer de sus actos metas particulares. Por esa razón, la filosofía de la acción que presentamos aquí es, sin duda alguna, la propuesta de un solipsismo que podría parecer anárquico, pero no lo es. El mismo concepto de desorden moral está inseparablemente fijado en el suelo de la realidad que llamamos empírica, mientras las leyes de la solitud moral traspasan de manera transcendental (es decir, sin ninguna diferencia gradual, sino absoluta) el mundo físico.

Conclusión: en el dominio de la relatividad espacio-temporal, que es el de la soledad ética, el espacio de acción ética (paralelo al tiempo de las ideas teóricas) se suspende hasta tal punto que el juicio sobre el bien y el mal pierde cualquier significado. El filósofo no puede actuar de manera buena o mala. De ahí su locura.

Por fin, el filósofo queda fuera de toda consideración espacio-temporal. Lo mismo pasa con su discurso. Y este mismo discurso, según hemos presentado, sólo puede ser ingenuo (es decir, genial), liberado de cualquier substrato físico o experiencial. La posibilidad de dicha libertad viene de la misma locura, de la situación utópica de la filosofía y del filósofo.

Notas

{1} La palabra «física» tiene sus raíces en el griego physis, que denomina a la naturaleza. Queda, cierto, abierto el debate sobre la pregunta: ¿La naturaleza es una cualidad de las cosas –en el sentido de propiedad– o es, en sí, una entidad? Lo que sí queda claro es el hecho de que el que cuida los márgenes de la realidad física de la ciudad es el guardia.

{2} Aunque se podrían escribir miles de páginas sobre el asunto, vamos a limitarnos a la definición más «original» del concepto: meta ta physis, lo que está al otro lado de la realidad. La palabra que mejor comprende esta definición es, creemos, la palabra francesa au dela de.

{3} Del griego a topou - sin lugar En el análisis cosmológico, todo ciudadano tiene que ser útil para tener su propio lugar dentro de lo que es la ciudad. Honestamente hoy pasa lo mismo: el filósofo no tiene ningún lugar que pueda revindicar; el empresario, y sobre todo el productor de bienes físicos, sí. Es muy obvio la dificultad que uno puede sentir a la hora de encontrarse apreciado por lo que piensa, dada la inmaterialidad de sus pensamientos. En otras palabras, en el mundo físico las ideas no tienen sentido.

{4} Esa conclusión justifica el punto de vista de la naturaleza humana. Como el sentido común sólo considera como sana o válida la naturaleza humana, el pensamiento filosófico es antinatural desde este punto de vista.

 

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