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El Catoblepas, número 24, febrero 2004
  El Catoblepasnúmero 24 • febrero 2004 • página 8
Historias de la filosofía

Investigador privado

José Ramón San Miguel Hevia

Del caso criminal desentrañado por el más grande razonador

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En el año veinte del reinado de Filipo de Macedonia, Aristóteles estaba sentado en el pórtico de su mansión delante de una gigantesca fuente, llena de erizos de mar, que diseccionaba cuidadosamente, anotando la disposición de sus miembros, y después saboreaba con gula. Desde allí contemplaba a lo lejos la isla de Tasos, y frente a él el puerto de Estagira en el Egeo, donde se escuchaba el bullicio desacordado y jubiloso propio de una villa marinera. Y pensó en la extraña cadena de circunstancias que le habían convertido en su restaurador, pues sólo doce años atrás, como efecto de la conquista de Olinto y la guerra del rey de Macedonia contra la confederación calcídica, Estagira había quedado destruida, y sus habitantes esparcidos por toda la península.

Por aquella época estaba todavía en la escuela de Platón, pero su condición de macedonio descargó sobre él tantas enemistades que sólo un año más tarde tuvo que trasladarse a Assos en Misia. Su gobernante, Hermias, se había convertido en el principal aliado de Filipo, porque desde su privilegiada posición en Asia Menor cerraba el paso a los persas. Allí pudo abrir una especie de sucursal de la Academia, desarrollando ya una de sus grandes aficiones, el estudio de las formas políticas y de las constituciones, tal como efectivamente son en la realidad. Después trasladó su enseñanza a Mitilene de Lesbos, donde fue huésped de su gran amigo Teofrasto.

Recibió entonces, hacia sólo seis años –de eso se acordaba muy bien– una carta llena de admiración del rey de los macedonios, su viejo compañero de juegos infantiles. «Doy gracias a los dioses inmortales, no tanto por tener un hijo varón cuanto porque ha nacido en un momento en que puede ser discípulo de Aristóteles.» El contestó aceptando aquella petición, pero pidiendo a cambio dos condiciones «que Filipo y su hijo Alejandro habían de seguir en todas las ciudades y colonias conquistadas, para asegurar la realidad de sus dominios». Exigía que se reconstruyese Estagira y volviesen otra vez a ella sus antiguos ciudadanos.

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Filipo cumplió generosamente esa condición, hasta tal punto que le había invitado a trazar el plano de la nueva ciudad de acuerdo con las pautas de urbanismo racional aprendidas en la Academia de Platón. Aristóteles había aceptado la propuesta, tanto más cuanto que Estagira estaba en un punto excepcional para la vida marinera y la correspondiente investigación científica, al lado del lago Volvi, de su ría y del golfo Strimónico en el Egeo. Propuso entonces crear una ciudad anfibia, con una larga hilera de casas que tuviesen sus pórticos orientados hacia la llanura Calcídica al Sur, disfrutando de una zona de ocio común, y que al mismo tiempo estuviesen resguardadas por su parte Norte, donde sus barcas navegaban a lo largo del lago, del río y el mar.

La construcción de pórticos abiertos al Sur formando una especie de calle, además de su indudable dimensión estética, obedecía a uno de los principios que estableció la Academia para aprovechar racionalmente el calor y mantener constante la temperatura, cualquiera que fuese la estación del año. Durante el invierno los rayos del Sol, describiendo un arco de círculo muy bajo, calentaban directamente el lado delantero del edificio, y en el verano, mucho más cálido, el pórtico era como una defensa, proyectando una agradable sombra y haciendo soportable la vida doméstica. Al mismo tiempo los muelles del Norte eran en una ciudad como Estagira el centro de la vida pública y profesional, sustituyendo con ventaja al ágora y al barrio de los artesanos.

La casa donde vivía Aristóteles estaba separada de todas las demás por el río y el lago Volvi, y más cercana a la ciudad de Anfípolis. Había pertenecido a su venerable padre Nicómaco, médico de la corte macedonia, justamente el mismo que asistió al nacimiento de Alejandro, y su imponente fábrica denunciaba la nobleza de su dueño. Cuando destruyó Estagira, Filipo, que nunca olvidaba los agravios y los beneficios recibidos, no sólo respetó el antiguo edificio, sino que le añadió una considerable extensión de terreno.

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Por su parte Aristóteles recordaba con nostalgia los tres años en los que, en pago a estos favores recibidos de Filipo, había sido el maestro particular de Alejandro en el retiro de Mieza. Los dos leyeron y aprendieron de memoria los versos de la Iliada en las primeras versiones de Pisístrato, que el filósofo había copiado y corregido en Atenas, consultando la biblioteca de la Academia. La figura de Aquiles, que desde su heroísmo individual había desafiado todas las convenciones, elevándose por encima de los reyes y cambiando el destino de la historia, era el modelo y el ideal del joven discípulo. Nunca, ni siquiera para dormir, se separaba de los dos grandes poemas de Homero.

Aristóteles se daba ahora cuenta de que estuvo a punto de cumplir el sueño de su maestro, porque podía enseñar la filosofía política a quien estaba llamado a ser rey. Durante tres años instruyó a Alejandro sobre las constituciones de las ciudades y en particular sobre los principios que aseguraban la continuidad de la realeza. Le enseñaba además que al crear de nuevo una colonia debía tener en cuenta las condiciones existentes y transigir con la realidad, porque esa era la mayor muestra de valor y de inteligencia y lo que evitaba las revoluciones y la disolución de las sociedades. Aristóteles había adornado estas clases de derecho político con lecciones complementarias sobre el arte de pensar y la composición de los seres vivos, sin darse cuenta del efecto que ejercían sobre el espíritu de Alejandro.

Cuando al cumplir los dieciséis años su discípulo fue llamado a la corte de Pella como regente, para sustituir la necesaria ausencia de Filipo, Aristóteles volvió a su casa natal de Estagira. Acababa de casarse con Pitia, la sobrina de Hermias, que había huido a Macedonia, cuando los persas asesinaron a su tío. Aprovechando la generosa donación del rey rodeó la finca de un extenso parque botánico, donde florecían innumerables especies vegetales, y al mismo tiempo amplió y preparó la casa para que fuese lugar de estudio y de prolongado sosiego. Y parecía haber conseguido un ideal tan envidiable, pues desde su llegada, hacía cuatro años, nada había turbado su tranquilidad ni interrumpido sus escritos y experimentos.

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La casa miraba también al Sur, hacia el mar y su pórtico era la habitación más noble donde Aristóteles tenía su mesa de estudio y un amplio porche, que de vez en cuando recorría de un lado a otro, cuando quería poner del todo en claro sus ideas. Ultimamente escribía unos pocos libros de política, que pensaba enviar a Alejandro para completar su enseñanza de rey. Había llegado a la conclusión –que ahora ya le parecía trivial– de que un régimen político, cualquiera que sea, es nulo cuando no es real. De esta forma generalizaba los principios que había tenido ocasión de exponer en sus lecciones de Mieza.

La parte izquierda del pórtico comunicaba, a través de su puerta trasera con una biblioteca, donde Aristóteles registraba el resultado de sus experimentos y guardaba el esquema de las constituciones de todas las ciudades de Grecia, que había obtenido por sí mismo, o por sus amigos de la escuela de Platón y de sus sucursales de Assos y de Mitilene. Otra puerta simétrica situada a la parte derecha, se abría a una sala de disecciones, dedicada a la investigación biológica, sobre todo de animales de mar o de río, y a veces de alguna especie salvaje, cazada en el monte Athos por sus amables vecinos de Estagira.

Detrás de la casa estaba el gineceo, la zona destinada a las mujeres, donde Pitia cuidaba a su hija de apenas tres años, y dirigía a las esclavas, enseñándoles las artes femeninas en un amplio taller de confección. Aristóteles la había conocido ya en su infancia, cuando su tutor y cuñado Proxeno le llevó, recién muerto su padre, a Atarneo, pero volvió a verla en la corte de Assos y finalmente en Macedonia. El filósofo creía que la mujer era un varón incompleto, pero procuraba que Pitia fuese lo menos incompleta posible, y le hablaba de las poesías de Safo, de las heroínas de las tragedias y de la tranquila Penélope, llenándola de entusiasmo y admiración por la cultura griega.

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Los experimentos biológicos de Aristóteles y la correspondiente merienda, quedaron aquel día interrumpidos por el ruido de los cascos de un caballo que después de llegar a Estagira, vadeaba el río Volvi y corría apresurado hacia la mansión solariega. La inicial contrariedad del filósofo se cambió en alegría al reconocer el rostro juvenil de Calístenes, el más cercano pariente varón de su familia, aficionado a la ciencia, gran admirador de su tío y su ayudante en las lecciones del retiro de Mieza. Pero, cuando después de los saludos, su sobrino le entregó la brevísima carta en que Alejandro solicitaba ayuda, su frente se llenó de arrugas y sus ojos se abrieron, en una expresión de asombro.

—Querido sobrino, he oído muchas veces cómo te burlabas de mis pretensiones de llegar por deducción a conclusiones desconocidas desde datos al parecer insignificantes pero seguros, y lamento mucho hacerte una demostración de mi lógica en una circunstancia tan triste. Después de leer estas dos líneas sé con toda certeza que el rey Filipo ha muerto, asesinado en misteriosas circunstancias. Es muy amarga la muerte, pero lo es mucho más cuando alcanza a los hombres en el momento de mayor gloria, y cuando están a punto de iniciar la suprema aventura de su vida.

—Por otra parte –siguió diciendo imperturbable Aristóteles– el nuevo rey de los macedonios desconfía de la guardia real y de todos los elementos de seguridad del reino y no quiere iniciar una investigación oficial. Tampoco puede ocuparse personalmente del misterio, porque tiene demasiada prisa en imponerse a sus enemigos del Sur, del Este y del Norte. En vista de ello encarga directamente la investigación a su amigo Calístenes, que completamente desorientado, se acuerda de su tío y sin pensarlo dos veces vuela hasta su casa de Estagira para poner en prueba su arte de razonar.

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—Además es seguro –siguió Aristóteles ante la expresión cada vez más perpleja de su sobrino– que se trata de un asesinato político, cometido en el transcurso de la boda de Cleopatra, hija de Filipo, y de Alejandro de Epiro. Y me atrevería a jurar que los primeros investigadores informales le atribuyen una motivación personal, por ejemplo, un agravio pasional o el resentimiento por una grave injusticia. A pesar de ello, todos están de acuerdo en resaltar la importancia y las consecuencias políticas del suceso.

—Quien cometió el crimen, con toda seguridad utilizando un arma de corto alcance, pongamos un puñal, pertenecía a la guardia personal de Filipo y gozaba de toda su confianza. Pero los innumerables personajes que han tenido interés en su desaparición, estaban ausentes o demasiado visibles, de modo que escapan a toda sospecha. Para complicar más las cosas ese autor material del crimen ha sido eliminado, de forma que se desconoce el nombre de los inductores del delito. Pero en fin, estas son generalidades fácilmente deducibles, y lo que ahora necesito es una exposición detallada de la tragedia y sus posibles protagonistas.

—Estoy dispuesto a contártelo todo fielmente –dijo Calístenes– pero antes quiero que me expliques cómo has averiguado sin equivocarte en un punto, desde este retiro de Estagira, un acontecimiento que tuvo lugar hace menos de setenta y dos horas. Pues no puede ser que alguien se haya adelantado a mí, ni te lo ha comunicado un pájaro indiscreto. En cuanto a que poseas el don de la adivinación, tampoco es posible, pues muchas veces oí como te burlabas de las respuestas ambiguas de los oráculos y de las sibilas, que pretenden anunciar las cosas futuras, a las que no alcanza el testimonio de los ojos y de los otros sentidos.

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—Querido sobrino. Parece mentira que a estas alturas y después de ser mi mejor ayudante en las clases de Mieza, ignores los principios más elementales de la filosofía. Casi me da vergüenza explicarte lo que de por sí está más claro que la luz. Es evidente que Filipo ha muerto, porque viviendo, su hijo no podría reinar. Ahora bien, la carta está escrita por «Alejandro, rey de los macedonios», y este simple enunciado nos permite conocer que su padre le ha dejado la vida y el reino. Porque no es posible que una cosa sea y no sea al mismo tiempo.

—Por otra parte su muerte no ha sido efecto necesario de una enfermedad o de cualquier accidente, pues en este caso no habría ningún misterio que desvelar y Alejandro no pediría auxilio a su amigo Calístenes. Sólo cuando un acontecimiento del porvenir depende de la voluntad y los actos de los hombres tiene una causa contingente, que necesita ser suficientemente averiguada. Además, si el autor material del crimen hubiese sido atrapado con vida, sería muy fácil descubrir por su testimonio el motivo y los lejanos responsables, y por consiguiente ha podido huir o más probablemente ha sido eliminado.

—También se puede inferir a través de un razonamiento riguroso la probabilidad casi igual a la certeza de que el asesinato sea político. Porque sería prácticamente imposible que entre los innumerables personajes de la corte de Macedonia el azar hubiese elegido precisamente al rey en el momento de mayor gloria. Es también muy probable que los asesinos hayan buscado la máxima publicidad de sus actos, eligiendo para su acción el momento en que estuviesen presentes los embajadores de todas las ciudades de Grecia. En fin, la noticia de una boda real, celebrada justamente hace tres días, llega fácilmente a Estagira, aunque esté relativamente alejada de la antigua corte de Macedonia.

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—Los demás detalles que he conocido por deducción son producto del más elemental sentido común. Es muy difícil agredir a un rey en una ceremonia oficial desde lejos, utilizando una jabalina o una lanza, sobre todo cuando está rodeado de todos los personajes de la corte y de multitud de visitantes ilustres. Por consiguiente el atentado sólo se pudo realizar a inmediata distancia y con un arma corta, y únicamente los guardias de corps tienen el doble privilegio de no sugerir sospechas y de estar continuamente junto a su Filipo. Además quienes han organizado la conspiración procuran por sí mismos o por sus ayudantes desviar la atención del verdadero motivo y convertir el crimen en un ajuste de cuentas privado, para quedar ellos libres de toda sospecha.

—También está a la vista que el nuevo rey, Alejandro, te ha encargado la investigación directamente –porque este billete no tiene nombre de destinatario– pero estoy dispuesto a ayudarte, a condición de que no me ocultes ningún detalle, por muy desagradable que sea. Porque un razonamiento correcto sólo puede llegar a conclusiones ciertas cuando parte de principios verdaderos, mientras que de la falsedad, aunque sea parcial y bien intencionada, se derivan enunciados indeterminados, con lo cual nunca se puede conocer nada.

—Todo lo que te puedo decir –contestó Calístenes– ya lo has averiguado tú por medio de razonamientos que desde ahora prometo venerar como una revelación de los dioses. Pero quienes de una forma u otra estaban interesados en la muerte de Filipo son tantos y tan variados que me parece casi imposible llegar hasta la primera causa del crimen. Sólo puedo añadir que Pausanias –casi el nombre del asesino es lo único que no has podido conocer por deducción– uno de los guardias que acompañaban a caballo al rey, le hundió en el pecho un puñal afiladísimo, y sin dejar el arma cabalgó hacia una lejana arboleda, donde le esperaban sus cómplices. En ese momento decisivo alguien –no se sabe si los otros guardias o cualquiera de los dos Alejandros– lo atravesó con una lanza, matándolo en el acto. Sus compañeros, probablemente al verlo caer, salieron también huyendo.

—Tratándose de una figura pública tan contestada debemos tener en cuenta en primer lugar la hipótesis de una conspiración. En este sentido los interesados en la muerte de Filipo son tantos que forzosamente debo apelar de nuevo, pero esta vez con entera confianza, a la fuerza del razonamiento deductivo. Los primeros sospechosos –lo digo con dolor– son el mismo Alejandro, que tuvo la precaución de no consultar a Aristóteles, y su madre Olimpia, que fue capaz de matar en su cuna a la hija de Filipo y de su última mujer, Eurídice.

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—En estos primeros momentos de la investigación, conviene utilizar razonamientos negativos para ir eliminando posibles culpables. Es consolador para los dos deducir con toda seguridad que nuestro amigo y discípulo Alejandro no ha tenido nada que ver en estos desagradables acontecimientos. Efectivamente, ningún hombre inteligente produce situaciones difíciles y casi insostenibles, como las que arrastra la desaparición de Filipo. Pues Macedonia debe enfrentarse ahora al mismo tiempo a la amenaza de los persas, a la rebelión de las ciudades griegas, animadas por la muerte de su peor enemigo, a los pueblos ilirios del norte y a una posible guerra civil entre sus tribus, cuando ya no existe el poder central. Ahora bien, los dos estamos seguros de que Alejandro es un varón inteligente. Por consiguiente jamás se metería voluntariamente en tan descomunal avispero.

—Siguiendo el mismo razonamiento hay que dejar de lado a su madre, porque ama lo bastante a Alejandro para no entregarle a tan gran peligro. Piensa además que su misma conducta perversa con Eurídice y su pequeña hija la disculpa de su participación en el atrevido magnicidio de Filipo. Efectivamente, todo el que se ensaña con una criatura inocente es cobarde, sobre todo si comete su crimen cuando ya está indefensa, después de la muerte de su padre. Pero quien atenta directamente contra un rey en su mayor poder y majestad no es cobarde: así que tampoco ha sido culpable Olimpia ni por motivos políticos, ni por un ataque de celos.

—Por otra parte ya conoces mis observaciones sobre las pasiones de los hombres y según ellas ni el hijo ni la madre han tenido motivo suficiente para detestar a Filipo con odio de muerte. Alejandro acababa de llegar de un exilio a que fue condenado, y en el momento del perdón y del nuevo encuentro el ánimo de quienes se reconcilian está más unido que nunca, a pesar de los enfados y las tensiones. En cuanto a la mujer celosa y vengativa he visto cómo, tanto en la vida como en las tragedias, dirige sus dardos, no al varón que la engaña, sino a su nueva amante y sus hijos. Así que olvídate de esta pista y háblame de todos los demás que han tenido interés en la desaparición del rey.

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—Si es correcto tu razonamiento –dijo riendo Calístenes– el misterio de la muerte de Filipo se hace más impenetrable, porque todos los que salen favorecidos con su asesinato político disponen de una coartada perfecta. Amintas, que por su cercano parentesco con el rey es uno de los sucesores más inmediatos de la corona, y que últimamente estaba cortejado por los más ilustres cortesanos no se separó de Alejandro en toda la ceremonia, prometiéndole, el primero de todos, obediencia, para evitar mayor derramamiento de sangre. Tu discípulo quedó profundamente agradecido por este gesto.

—Atalo, el representante de la antigua nobleza macedonia y padre de Eurídice, la última mujer del rey, está luchando junto a Parmenión en Asia en la zona de los estrechos, y no creo que a estas horas se haya enterado del magnicidio. Además, si quisiera desviar la línea de sucesión de la monarquía aunque fuese a largo plazo, habría esperado por lo menos a tener un descendiendo varón, porque su hija sólo le ha dado esa desgraciada niña de pocos meses. Lo eliminé rápidamente de mi lista de sospechosos, porque, sean las que sean sus ambiciones, en este preciso momento no ha tenido ni ocasión, ni motivo para atentar contra Filipo.

—Tampoco Arrideo, hijo de Filipo y una mujer plebeya, Filina, deseaba la muerte de su padre. A pesar de no tener un proyecto político propio, o precisamente por eso, el rey apreciaba su docilidad y había dispuesto su matrimonio con la hija mayor del sátrapa de Caria, al sur del Asia Menor, con la intención de ponerle en la nómina de posibles sucesores al trono de Macedonia. Es evidente que en estas circunstancias Arrideo no necesitaba forzar los acontecimientos, aparte de que su debilidad mental no le permitía ni siquiera pensar en una conspiración tan complicada, y de que el día de la ceremonia estaba en lejos de la corte, presa de una de sus frecuentes crisis epilépticas.

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—En vista de que los posibles interesados en una conspiración política quedan eliminados gracias a tus razonamientos y mis evidencias, no queda más remedio que invertir la investigación y descubrir las finalidades, en principio desconocidas, de Pausanias, quien ha aprovechado la ocasión para consumar el crimen. Confieso mi falta de originalidad, porque en esto sigo los datos proporcionados por la policía oficial del reino de Macedonia, pero cuando te exponga la secuencia de acontecimientos estoy seguro de que serás también de nuestra común opinión.

—Al parecer Filipo se había fijado en uno de sus guardias, que tenía un espléndido cuerpo masculino, y lo hizo su amante. Pero bastante después se casó con Eurídice, en medio del entusiasmo de su suegro Atalo y de toda la nobleza macedonia. El rey, ante aquella mujer, recién salida de la adolescencia, y ante su nueva paternidad que le volvía joven, se olvidó por completo de quien hasta hace poco era su favorito y ahora estaba ninguneado, obligándole a seguirlo como un baúl. Sólo Pausanias ha tenido la ocasión –su cercanía a Filipo– y motivo –los celos–. Lo mismo debió pensar Alejandro, cuando ordenó desnudarle, empalarlo y ponerlo al sol en la puerta de la ciudad hasta que se pudra.

—Siempre me ha molestado –dijo Aristóteles– la afición que tienen los soldados al teatro, y a veces me parece que Alejandro se ha tomado la Iliada un poco al pié de la letra. Pero todo tiene su parte positiva, pues el empalamiento de un varón desnudo despierta una tan grande expectación, que los asistentes al acto se olvidan de un detalle tan insignificante como sus vestidos y lo que hay dentro de ellos. En cuanto a la explicación oficial, me parece un folletón producido por una imaginación tan escasa como interesada en desviar la atención de una posible conspiración , olvidar los culpables indirectos y declarar definitivamente cerrado el caso. Pausanias seguramente tenía otro motivo, mucho más elemental y más simple para consumar su atentado, pero no podré saber cuál es hasta que me enseñes el arma asesina.

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—No hace falta que me digas nada, Calístenes, pues quieres saber mediante qué razonamientos he podido llegar a una conclusión distinta de la oficial, y sobre todo, cómo conozco que me ocultas un peligroso puñal. Cualquiera –vamos por partes– sea varón o mujer puede estar cautivo de la pasión amorosa y desesperado por los celos, y en ese sentido cualquiera tendría motivo para asesinar a un amante olvidadizo, pero esta hipótesis es tan general que precisamente por ello no demuestra nada. Por lo demás Filipo, tan admirable por todo lo demás, no tenía ya edad para despertar ardores turbulentos ni provocar crímenes pasionales; y además en Macedonia y en toda Grecia el amor masculino y femenino son dos pasiones tan distintas y compatibles como el deseo de un buen vino y la afición a los juegos Olímpicos.

—Pero además os olvidasteis de un detalle: esos cómplices, que esperaban a distancia, y que según el testimonio, probablemente de los montañeses, se retiraron después de que abatieran al asesino. Su presencia en aquel momento y lugar no casa con una simple venganza privada, y en cambio tiene todo su sentido si pensamos que estaban dispuestos a dar un golpe de estado y aniquilar a la espantada corte de Macedonia, una vez eliminado su rey. Y se marcharon, no porque viesen a Pausanias huir y caer alanzado, sino por todo lo contrario, porque no apareció, como si el atentado hubiese fracasado o hubiese sido aplazado para mejor ocasión.

—Que tienes el arma oculta es bien fácil de deducir por lo que antes me has dicho de ella. Todo el que asegura que un puñal es sumamente cortante, necesariamente ha tenido ocasión de examinarlo durante cierto tiempo con toda tranquilidad y sin que nadie le moleste. Sólo así lo podrá sostener con su mano izquierda, mientras que el dedo índice derecho va recorriendo su borde lentamente y con todo cuidado. Y como Calístenes ha asegurado que el puñal es afiladísimo, eso quiere decir que ha dispuesto y con toda seguridad todavía dispone de él. Probablemente ha aprovechado la ocasión del empalamiento de Pausanias y ha encontrado ese tesoro con el que pretendía llenar de asombro a su tío.

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—Estamos ante un conspirador tan maligno como inteligente. Este puñal es al mismo tiempo el arma y el motivo del crimen, algo que hasta ahora no se le había ocurrido a nadie, ni siquiera en el mundo imaginario de la tragedia. Fíjate, Calístenes, en que el mango es una pieza de oro macizo y que pesa entre tres y cuatro minas, pero además está acuñado, con lo cual adquiere todavía más valor. Con toda probabilidad era un adelanto, de forma que al entregar la hoja llena de sangre, los organizadores del atentado darían al asesino el resto del oro prometido, tal vez hasta un talento. Lo que Pausanias codiciaba –terminó Aristóteles mientras con la mayor naturalidad guardaba para sí el puñal– es una cosa tan vulgar como la riqueza.

—No sabía tío, que fueses tan amante del oro, y estoy seguro de que si Diógenes contemplase esta escena aprovecharía para despreciarte, él que presume de tomar lentejas y vivir en una perrera antes de adular a los reyes y dejarse llevar por los placeres de una vida cómoda. En cuanto a mí, de buena gana me privo de esa arma y te la doy, en pago de una información tan preciosa como la que me acabas de proporcionar. Ahora me doy cuenta de que todos estábamos muy equivocados y de que tengo que comenzar otra vez la investigación de un suceso cada vez más tenebroso.

—Es una solemne necedad rechazar la riqueza –contestó Aristóteles– porque sin ella nunca sería realidad el modelo de una vida suficiente, feliz y honorable. Yo mismo he recibido de Filipo quince talentos de oro anuales mientras duró la educación de Alejandro, y durante estos años en Estagira nunca me faltó su generosa ayuda. Pero lo más importante en el hombre, su actividad propia que le diferencia de los demás vivientes es la razón y el saber. No te asombres de mi inesperada alegría, Calístenes, pues ahora ya sé quién ha sido el lejano asesino del rey de los macedonios.

—Si es verdad lo que yo supongo y consigo dar de ello una demostración necesaria, que desafíe al tribunal de la razón y a la opinión exigente de los jueces, tú mismo podrás comunicar al rey la solución de un enigma que parecía indescifrable a la inteligencia humana. Mientras tanto debemos guardar silencio, que el más elemental realismo político aconseja no acusar a los poderosos mientras mantengan su dominio. Ahora gózate con estos frutos, los más deliciosos del Ponto, descansa en la habitación que tengo siempre preparada para ti, y cuando mañana vuelvas con Alejandro manténme bien informado de todos sus pasos.

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Habían pasado tres años desde aquella conversación en Estagira, cuando Aristóteles, convertido en el maestro de moda, impartía sus lecciones y sus conferencias en las espléndidas instalaciones del Liceo. Cuando Alejandro se aseguró el dominio de las ciudades griegas de Europa, había pedido a su maestro que abriese escuela en Atenas, poniendo a su disposición sin ningún límite todos los medios y todo el oro de que tuviese necesidad. El filósofo aceptó el encargo por gratitud a la monarquía macedonia y porque así veía cumplida su aspiración de enseñar en la capital intelectual de Grecia.

Los estatutos de la Ciudad no permitían que un extranjero adquiriese en propiedad bienes inmuebles, por lo que tomó en arrendamiento unos edificios nobles, con pórticos, pérgolas y amplísimos jardines, situados en el norte de Atenas, en el bosque dedicado a Apolo Licio y las Musas. La disposición de la escuela era tan simple como original : no había aulas y sí un amplio paseo porticado, lleno de toda especie de plantas y animales en libertad, que rodeaba al edificio central y se recorría a pasos lentos en una media hora. Por aquella superficie verde paseaban todas las mañanas Aristóteles y los miembros más conspicuos del Liceo, en grupos de tres o cuatro, sin jerarquía ni cátedra ni orden del día, observando las cosas y particularmente los seres vivos tal como son en sí antes de la intervención artificial del hombre, pues según la expresión del maestro «mientras usemos los pies, no usaremos las manos».

El edificio central era fundamentalmente una gran biblioteca con centenares de manuscritos, una buena colección de mapas e ilustraciones diversas de historia natural. Al parecer Aristóteles seguía interesado sobre todo en la vida política y en la descripción de toda suerte de animales y plantas. Había conseguido reunir hasta ciento cincuenta constituciones de las ciudades griegas, estudiando además su historia, y gracias a esta preciosa información pensaba en un segundo momento investigar las causas de su fortaleza y su disolución. En otro departamento había clasificado los animales en más de quinientas especies, y el número de este virtual parque zoológico crecía continuamente a medida que, por orden de Alejandro, todos los pescadores, monteros y cazadores de Macedonia y las tierras conquistadas daban cuenta de nuevas observaciones. Otro de los grandes orgullos del Liceo era la sección de botánica, dirigida por Teofrasto, que había plantado en los jardines y descrito en la biblioteca hasta mil doscientos vegetales.

El patio interior de la biblioteca estaba también porticado, y en él celebraban los miembros del Liceo una comida mensual, a imitación de las que Platón había propuesto en su Politeia para los guardianes de la ciudad y los filósofos. Aristóteles había organizado minuciosamente esta actividad de la escuela, redactando un reglamento en siete apartados y señalando de una forma general los posibles temas de conversación, la fecha y hasta la duración máxima, para que una reunión gratificante no derivase en una sobremesa fastidiosa.

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A cierta distancia del paseo y de la biblioteca, el filósofo había habilitado un hemiciclo con capacidad para considerable número de oyentes, a quienes los maestros del Liceo exponían de tarde una serie de tópicos políticos o religiosos, que por su complejidad sólo admitían soluciones probables, dejando abierta la discusión. Aristóteles sabía por experiencia que todos los ciudadanos pretendían entender estos temas dudosos, mientras que paradójicamente los discursos de la ciencia y la filosofía primera eran incomprensibles para ellos, pero no por su dificultad, sino al revés, por su absoluta sencillez y evidencia.

De ellos hablaba en sus paseos matutinos con los otros filósofos de la escuela, haciendo ver en medio de aquellos jardines llenos de toda especie de animales y plantas que la realidad primera no eran los cuatro elementos, ni una composición armónica de los mismos, ni tampoco los números o las ideas, como pretendían los itálicos o su maestro Platón. También se equivocaba Demócrito de Tracia, a quien de todas formas admiraba profundamente, cuando explicaba el mundo a base de un rompecabezas de átomos que en un movimiento azaroso formaban los seres compuestos. Por todos estos caminos se desembocaba en algo totalmente contradictorio, una naturaleza tan artificial como los edificios que los arquitectos atenienses construían con piedras de mármol o las figuras que los ceramistas dibujaban, combinando los cuatro colores.

Aristóteles comentaba cómo lo que verdaderamente tiene consistencia son las entidades individuales, y muy particularmente cada uno de los seres vivientes, tal cómo es de suyo, antes que la mano o la caprichosa imaginación de los hombres lo descomponga en unos principios pretendidamente más simples. Comprobaba además divertido cómo cuando decía que la realidad primera era este pájaro o esta planta, los ciudadanos comunes y hasta los filósofos de otras escuelas marchaban decepcionados, pensando que con esta salida de pata de banco quería ocultarles la profundidad de su pensamiento, y se aferraban a otras explicaciones, cuanto más complicadas mejor.

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Siempre tomando como modelo de la realidad la biología, el maestro y los paseantes del Liceo decían que el ciclo vital de cada entidad individual se repetía fielmente en el epiciclo de la especie, que venía a ser de esta forma una entidad segunda. De todas formas esta concesión dejaba insatisfechos a quienes exigían una explicación más unitaria y totalista y por toda respuesta escuchaban que lo que en verdad existía con realidad distinta e irreductible aunque derivada, eran las innumerables especies de aves, de animales marinos y de plantas, cada una con una actividad propia, que la define frente a todas las demás.

Y no se detenía aquí Aristóteles en este ejercicio de simplificación, porque cuando alguien pretendía descomponer al ser viviente en cuerpo material y principio de animación, tanto si era un aire inteligente, o una colección de átomos sutiles o una mente siempreviva, capaz de entender el mundo estable de las ideas, le respondía que todo era infinitamente más sencillo, pues lo que en realidad de verdad existe es siempre un animal viviente, y su organismo y animación son tan inseparables como una posibilidad y la actualidad correspondiente.

Cuando le preguntaban por el hombre, decía que es también un ser vivo, y que su actividad definitoria no es la contemplación ensimismada, sino al revés, la capacidad de hablar comunicándose con los demás y formando ciudades. Así que el hombre cabal será al mismo tiempo el perfecto ciudadano y el canon y medida de sus actos será aquella conducta , que –como sucede en todas las artes– sea proporcionada, sin caer, por más o por menos, en la desmesura. Así que el departamento de política de la biblioteca era una prolongación de las secciones de botánica y zoología.

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En todos estos años Aristóteles había recibido cartas de su sobrino, informándole puntualmente de la marcha de los asuntos de Alejandro. Supo así que después de pacificar las ciudades griegas de Europa, convertido en general de la confederación de Corinto, había pasado los estrechos y el río Granico, aniquilando la resistencia de Mitrídates, invadiendo el Imperio medo y dominando la satrapía de Sardes y los puertos jónicos del Asia Menor.

La última carta le comunicaba que después de asaltar Mileto, el rey había sometido a un durísimo y largo asedio a la ciudad de Halicarnaso, donde una extraña coalición, formada por el tirano griego Pixodoro, el sátrapa de Caria y un numeroso grupo de nobles macedonios, le ofreció tenaz resistencia. Al parecer la información no sorprendió demasiado a Aristóteles, que después de recabar una serie de noticias en la misma Atenas determinó que había llegado por fin el tiempo de desvelar el enigma. Se pasó toda aquella tarde escribiendo en la biblioteca, mientras que Eudemo de Rodas sacaba a pública discusión el tópico platónico de la constitución ideal, en la sala de conferencias del Liceo.

Unos días después, aprovechando que una nave hacía el trayecto desde el Pireo hasta Cos, Cnido y Halicarnaso, envió a Calístenes un correo por duplicado, con el encargo de que entregase uno de los dos ejemplares a Alejandro, guardando el otro para él. Y así los dos podrían conocer los entresijos de los acontecimientos que habían tenido lugar hacía ya tres años en la corte de Macedonia. La carta sorprendió al general cuando estaba todavía en la capital de Caria, a punto de continuar su aventura hacia el corazón del Imperio persa, puestos los ojos en el doble obstáculo que le ofrecían las puertas de Cilicia y de Siria.

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Aristóteles a Alejandro, rey de los macedonios, salud. Gracias a las preciosas informaciones obtenidas por mi sobrino, a quien hace más de dos años encargaste la investigación de la muerte de tu padre Filipo, he podido averiguar las circunstancias de un crimen, que no pertenece a un pasado lejano, pues te ha perseguido hasta ahora y todavía marcará tu destino en el futuro. El mismo Calístenes te entregará esta carta y podrá testificar la verdad de los extremos que han servido de punto de partida a mis razonamientos. Te voy a comunicar estas deducciones de forma ordenada, para que los innumerables detalles de esta complicadísima trama no lleven la confusión y la oscuridad al pensamiento.

Has de saber, rey, que cuando tú ordenabas una ejemplar venganza en el cuerpo desnudo del asesino, Calístenes ya buscaba la razón del atentado en el mismo puñal oculto entre el bulto de ropa olvidado. Efectivamente, quien considera que un arma ya no tiene valor la deja dentro del cuerpo de la víctima. Pero como Pausanias llevaba el arma consigo, es evidente que seguía teniendo para él una utilidad añadida a la de matar a Filipo. Cuando la examinamos en mi retiro de Estagira, pudimos comprobar que era una auténtica joya con mango de oro macizo, diferente al que los reyes de Macedonia obtenéis de las minas de Pangeo.

Gracias a mis estudios sobre las constituciones y la historia de los pueblos bárbaros más eminentes pude comprobar que el puñal tenía una marca jeroglífica acreditándolo como un oro puro, acuñado primero por los faraones y adoptado después por el Imperio oriental, cuando Artajerjes convirtió a Egipto en satrapía. Además el crimen llevaba marca, pues los persas creen que el poder de los reyes es absoluto, y su ausencia produce un vacío político tan grande que es un juego de niños sustituirlo si alguien tiene preparado el relevo. En cuanto a Pausanias había recibido el peso en oro antes de matar a Filipo y corría a exigir el pago de su acción consumada lleno de confianza en la promesa de sus instigadores, pues sabía que, aunque eran capaces de los mayores crímenes ninguno de ellos había mentido nunca, ni faltado a la palabra dada.

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Los organizadores del atentado habían de tener en la misma Macedonia unos cómplices que pusiesen punto final a la política expansionista del Norte, confirmando el dominio del enorme Imperio medo sobre las ciudades de Grecia. En aquel momento y ocasión la corte de Filipo era más débil que nunca, pues Alejandro, el único que proyectaba continuar la lucha contra Persia, estaba completamente aislado, sus embajadores presos y sus generales exiliados. Sólo faltaba la desaparición del rey para dar un definitivo golpe de gracia a quienes le rodeaban, pero los dioses inmortales dirigieron una lanza sobre Pausanias antes de que pudiese anunciar su crimen y dar la orden de ataque.

La conspiración era tan complicada en los de talles como sencilla en su planteamiento. Los persas se habían puesto de acuerdo con Atalo, representante de la nobleza macedonia y desde hacía un año suegro de Filipo, para que su partido, después del atentado, asaltase la corte proclamándole regente. En aquel momento Atalo dirigía en los estrechos una expedición de quince mil hombres, pero esperaba la llegada de un correo anunciándole el éxito de la operación, para emprender la marcha a Pella y tomar posesión del trono vacante, reconociendo la hegemonía del Imperio y la independencia de las ciudades, y renunciando a la guerra.

De todas formas, el extraño maquinador de esta operación quería asegurarse de la obediencia del nuevo regente, que debía reconocer como monarca nominal de Macedo a tu hermanastro. Arrideo se casaría con la hija mayor del tirano de Halicarnaso, tal como había pensado Filipo, pero a condición de vivir en aquella ciudad, como en jaula de oro, después de haber ofrecido al sátrapa de Caria la tierra y el mar. La muerte de Atalo a manos de Parmenión cortó de raíz este doble proyecto, dócilmente aceptado por tu débil hermano, pero no pudo devolver la vida a tu padre y hasta estuvo a punto de frustrar tu avance por Asia, hasta ahora mismo en que tomaste Halicarnaso, derrotando definitivamente a la coalición formada por Pixodoro, Orontóbates y los nobles macedonios.

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Tengo que hablarte ahora del personaje que en aquel año fatal tenía todo el poder en Persia, y desde allí pudo planear el atentado contra Filipo. Recuerda cómo en nuestras lecciones de Mieza te advertía del dominio que sobre los Reyes ejercía el eunuco Bagoas, que se fue haciendo más temible a medida que pasaba el tiempo. Mi esposa Pitia me contó, cuando ya estábamos de nuevo en Pella, que fue él quien en el año quince de Filipo dio una muerte artera y cruel a su tío Hermias, a quien venerábamos como un padre. Poco después envenenó al gran Rey Artajerjes y a continuación planeó una operación que de tener éxito le hubiese dado el control sobre todos los reyes, tiranos y demagogos de Oriente y de Grecia.

Primero de nada envenenó a Arsés, el hijo de Artajerjes y continuador de su linaje real, y durante un año estuvo prácticamente como regente, reservándose el poder de buscar un monarca de extracción plebeya, al que inventaría el parentesco lejano con alguna rama secundaria de los aqueménides. Pero la aparición de un rey títere en Persia era muy peligrosa y casi equivalía a un suicidio político, mientras se respetase la vida y el dominio de una personalidad tan agresiva y poco manejable como Filipo de Macedonia.

Bagoas fue moviendo los hilos de la conspiración con la ayuda de los sátrapas de Sardes y de Caria, y aprovechando los residuos de resistencia que ofrecían a Filipo los nobles de Macedonia. Gracias al sistema de información del Imperio pudo elegir la circunstancia y el momento más oportuno. Al mismo tiempo comunicó en secreto a Demóstenes de Atenas la inminencia del atentado, para que tuviese preparada la rebelión contra sus enemigos. El orador, con su actitud vanidosa, heredada de sus maestros megáricos, anunció a sus conciudadanos que conocía el atentado por una revelación divina, recibida en sueños, pero después de leer toda esta carta ya sabes quién ha sido el dios mensajero.

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Cuando en el año segundo de tu reinado iniciaste la guerra contra el Imperio persa me di cuenta, Alejandro, de que sin darte cuenta estás convirtiéndote en un héroe de tragedia. Pues resulta que ese mismo año el nuevo Rey de Reyes Darío tercero, hizo tomar a Bagoas el veneno que el eunuco había utilizado para asesinar a Artajerjes y Arsés. Al mismo tiempo tú entrabas en Asia por el río Granico con lo cual se hacía inevitable el conflicto y quedabas obligado a llevar a la ruina, puede ser que a la muerte, por un destino fatal, al mismo vengador de tu padre.

Estos días he empezado a escribir un libro sobre la creación poética, y al reflexionar sobre la tragedia, el género que más admiro, me ha venido a la cabeza la idea de componer un «Alejandro», pues tu aventura, que al principio era una epopeya digna de Homero, parece cada vez más una creación del gran Sófocles. Si por fin consigues la victoria sobre Darío, no te olvides de lo que sin querer hizo por ti, y dedícale un homenaje digno del más grande de los reyes.

 

El Catoblepas
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