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El Catoblepas, número 23, enero 2004
  El Catoblepasnúmero 23 • enero 2004 • página 24
Libros

Origen, nudo y desenlace
del judaísmo nazareno en el cristianismo

José Manuel Rodríguez Pardo

Reseña al libro de Mario Javier Saban, Las raíces judías del cristianismo,
Editorial Futurum, Buenos Aires 2001

«Sobre todo, cada una de nuestras religiones, con plena conciencia de los muchos vínculos que la unen a la otra y en primer lugar de ese vínculo del que habla el Concilio, quiere ser reconocida y respetada en su propia identidad, fuera de todo sincretismo y de toda equívoca apropiación.»

Este texto, parte del discurso que pronunció el Papa Juan Pablo II en la Sinagoga de Roma, el 13 de Abril de 1986, está incluido en la página 13 del libro de Mario Saban, y marca de algún modo la relación entre judíos y cristianos que desea desentrañar el autor, de quien merece la pena pararse a analizar brevemente su trayectoria. Según la propia contraportada del libro, Mario Javier Saban es argentino, abogado licenciado por la Universidad de Buenos Aires, e historiador de los orígenes judíos de muchas familias argentinas. Ha realizado asimismo una serie de trabajos sobre los judíos y la inquisición en España y Portugal, y ha recibido numerosas becas por sus brillantes investigaciones.

El libro de Mario Saban se dedica, en consonancia con sus líneas de investigación, a esclarecer el momento en el que judaísmo y cristianismo, en principio el segundo generado a partir de variantes del primero, vivieron en comunión de intereses y de ciertos ritos, hasta su separación final. Tal circunstancia aconteció principalmente, a decir del autor, durante los siglos I y II después de Cristo:

«Nunca en la historia universal, estuvieron los judíos y los cristianos tan cerca como en estos dos siglos: el I y el II. Se consideraban hermanos, y lograron crear un estado espiritual entre los romanos que fue la base para la destrucción de la idolatría pagana. Lamentablemente, la historia posterior dividió a los hijos del mismo "Dios". Sin embargo, tanto judíos como cristianos debemos analizar en profundidad la historia de aquellos dos siglos, porque allí nos encontraremos unidos por el mismo objetivo: la lucha contra la idolatría pagana.» (pág. 16.)

Pasemos por lo tanto, a comprobar cómo acontecieron estos dos siglos, siguiendo la pluma de Mario Saban.

Este período histórico, ya reseñado al comienzo de la obra, es concretado por el autor más adelante, al afirmar que el mismo abarca desde la muerte de Jesús de Nazaret (año 33 d. C.) hasta aproximadamente el año 200, cuando se consolida la religión monoteísta que «desnacionalizó a Dios, y se entregó a uno de los proselitismos más importantes de la Historia» (pág. 21). Asimismo, con el objeto de mostrar uno de los aspectos de esta evolución, Saban incluye una lista de los sabios y dirigente religiosos del judaísmo en Israel y Babilonia entre los siglos I y II, desde los Sumos Sacerdotes del Parlamento judío o Sanedrín, hasta los Procuradores romanos desde el año 6 hasta el 66, en que se desató la revolución judía (págs. 23-28), con el objeto de comprender mejor el propio desarrollo histórico.

Así, el comienzo del verdadero análisis de Saban se encuentra en el carácter mesíanico redentor del judaísmo, que, dentro de su propia nematología, hará culminar la historia universal con el profeta que, siendo del linaje del Rey David, provocará la restauración judía en Sión. Argumento este de mucho peso en los tiempos de la ocupación romana y del maestro Jesús de Nazaret (los judíos veían necesaria la figura de un líder que les ayudase a librarse del dominio romano), mientras los zelotes instigan la independencia, y otros grupos, como los esenios, practicaban la más absoluta pasividad ante todo lo que acontecía en Judea (grupo del que por cierto derivará la institución del bautismo) (págs. 31 y ss.). Ciertamente, y siguiendo las referencias que nos aporta Saban, hemos de señalar que el concepto de Jesús de Nazaret estuvo encerrado, hasta el año 60, dentro del marco nacional judío (pág. 35).

Sin embargo, es a partir de entonces cuando el grupo de los judíos denominados nazarenos, es decir, los seguidores de Jesús de Nazaret, mantiene una continuidad que otros grupos, que apologetizaban a su Mesías particular, no podían mantener. Mientras surgían numerosos grupos anunciando a su propio Mesías, el grupo apostólico mantuvo su continuidad en el tiempo. Los doce apóstoles, según el autor, eran asimismo representación de las doce tribus de Israel, los judíos que habían ingresado en Egipto. (pág. 41) Así, es destacable que este grupo de judíos se distinguía además por un rasgo fundamental que llevaría a su diferenciación. Se trataba del reconocimiento de que el Mesías ya había llegado: «La primera diferencia entre los judíos nazarenos y el resto de la población judía, era que para ellos el Mesías de Israel había llegado y no había sido reconocido por las autoridades del Judaísmo» (pág. 45).

Esta primera comunidad se estableció en Jerusalén y comenzó a comunicar el carácter mesiánico de Jesús a los judíos que acudían desde la Diáspora en peregrinación a la Ciudad Santa (pág. 46). No obstante, pronto este grupo se encontró en dificultades por la distinta interpretación de los dogmas del judaísmo. Por ejemplo, en el tema de la resurrección de los muertos, objeto de división entre saduceos y fariseos (de los que provenían los nazarenos). Como señala Mario Saban:

«Como sabemos los judíos fariseos creían en la resurrección de los muertos con la llegada mesiánica. Además sostenían que la función del rabino jefe religioso sinagogal tenía cierta influencia sobre los feligreses. En cambio, los judíos saduceos no creían en la resurrección futura de los muertos, ya que decían que esta idea no provenía del Judaísmo sino de las influencias babilonias que los judíos habían recibido durante el primer exilio, en el siglo sexto antes de nuestra era [...] Es por las razones arriba apuntadas que los judíos nazarenos que seguían las enseñanzas de Yeshu [Jesús] de Nazaret, hayan sufrido exilios y persecuciones por parte del poder político saduceo. Su afiliación ideológica era netamente farisea. [...] Es así como los primeros mártires del grupo judío nazareno (cristiano), no eran hombres considerados herejes dentro del Judaísmo oficial, sino judíos fariseos que se encontraban en una lucha política contra los judíos saduceos (es decir aquellos judíos aliados del Imperio Romano). Todo lo contrario, los judíos nazarenos como parte del movimiento fariseo, defendían en cierto modo las bases auténticas del Judaísmo rabínico, que con el transcurso del tiempo se plasmaría en el Talmud» (págs. 47-48, negritas del autor).

Así se puede decir que, según Saban, la filiación del cristianismo primitivo con el judaísmo fariseo es evidente. Aunque éste se consolidaría posteriormente a partir del Talmud, las similitudes eran evidentes y sin duda bien fundadas.

Otra cuestión que comenzaba a perfilar el carácter del cristianismo era la disputa sobre si debían permitirse las conversiones de gentiles griegos a la fe judaica, quienes ya se encontraban en gran número en Jerusalén. Situación que contrastaba con los primeros seguidores de Jesús, que eran en su mayoría galileos o de Judea, es decir, sin influencia helenizante alguna. Para administrar la nueva situación, surgieron los siete diáconos, el mismo número de hombres que poseía el Consejo Municipal Judío en cada una de sus ciudades. Estos diáconos asumían las mismas funciones que los antiguos levitas del pueblo judío, ayudando a los doce apóstoles. Este grupo de siete se mostró más audaz en sus prédicas, y chocó con el Sanedrín o Parlamento Judíos, por los conceptos idólatras que arrastraban los helenistas. Así, la versión de Saban de estos primeros acontecimientos es que no se persiguió a los nazarenos originarios, sino a los de origen helenista, por su propagación de ideas paganas (págs. 51-57).

Fue esta persecución, originada a partir del año 37 d. C., y con el consiguiente martirio de Esteban, la que provocó, aunque no inicialmente, la paulatina expansión del judaísmo nazareno por otros lugares del Mediterráneo. Así, desde las primeras prédicas de los nazarenos de Chipre y la Cirenaica, que llevaban la idea mesiánica de Jesús de Nazaret a los gentiles (págs. 61 y ss.), a las conversiones de Cornelio, centurión romano (págs. 69-72) y la persecución practicada por Herodes, rey-marioneta de los romanos, y su hijo a los nazarenos, (págs. 69-75) fue abandonándose la idea de que la prédica dependía de los doce apóstoles en última instancia, aunque la realizasen los diáconos. Así, en el Decreto Apostólico del 50, se decidió la prédica del grupo nazareno como más independiente del judaísmo tradicional.

No obstante hubo grupos, como el esenio, que buscaban el Judaísmo huyendo de la realidad trágica de su época, ni aliándose con Roma ni combatiéndola. Trataban, desde su postura pasiva, de librarse del paganismo que había infectado al judaísmo (págs. 81-84). No obstante, será con Saúl de Tarso (San Pablo), judío fariseo, quien se convertirá en ferviente discípulo de las enseñanzas nazarenas, cuando podamos hablar propiamente de Cristianismo, según Mario Saban (pág. 87). Saúl de Tarso, en tanto que judío de la Diáspora, plantea la problemática de qué labor realizar con los judíos que no residen en Judea. Para él el judaísmo es un sistema de pensamiento más que una ideología nacionalista. En consecuencia, planteará una nueva discordia entre el judaísmo tradicional y el nazareno. Su ansia proselitista le llevó a predicar en las sinagogas de Damasco, entre los judíos de la Ciudad Santa y en las sinagogas de Antioquía (pág. 92).

Es precisamente en este contexto, no sólo de prédicas entre los judíos, sino también de conversión de los gentiles, en los que aparecen divergencias sobre cómo han de ser convertidos estos últimos. El Concilio del año 50 las acentúa, sobre todo en el rito de la circuncisión: «Entre el 49 y el 50 aparecieron diferentes metodologías de conversión de gentiles al Judaísmo. Para algunos, los gentiles debían abrazar la fe con el cumplimiento ritual de la circuncisión, lo que implicaba la entrada formal al Judaísmo. Para otros, lo podían realizar con el simple bautismo» (pág. 95). Así, en el Concilio de Jerusalén, en el año 50, se produjo una fuerte polémica en lo referente al rito de la circuncisión, como señala Mario Saban transcribiendo el Capítulo XV de los Hechos de los Apóstoles: «Bajaron algunos de Judea que enseñaban a los hermanos: "Si no cincuncidáis conforme a la costumbre mosaica, no podéis salvaros". Se produjo con esto una agitación y una discusión no pequeña de Pablo y Bernabé contra ellos; y decidieron que Pablo y Bernabé y algunos de ellos subieran a Jerusalén, donde estaban los Apóstoles, y Presbíteros, para tratar esta cuestión» (pág. 101). Así, después de un fuerte debate, se prescribió, por orden de Santiago el Menor, que los gentiles no estaban obligados sino a abstenerse «de todo lo contaminado por los ídolos, de la impureza, de los animales estrangulados y de la sangre» (pág. 102).

Este conflicto acabará siendo fuente de una profunda desunión, pues según algunos judíos de Antioquía, «sin el cumplimiento de la Ley de Moisés no existe salvación» (pág. 103), aunque en otros casos se exige el cumplimiento de las leyes Noajidas (instauradas por Noé), que permiten a varones gentiles y virtuosos salvarse (págs. 103 y ss.). De este modo, según argumenta Saban, «vemos que la oposición judía que tiene Saúl de Tarso (San Pablo) no está radicada en una desviación del Judaísmo, sino en que sus esfuerzos van encaminados a la noejización de los gentiles y no a su conversión en forma directa al Judaísmo» (pág. 105). Sobre este caso, Saban nos ofrece el ejemplo de Timoteo, que era hijo de padre gentil y madre judía (judío de estirpe según la legislación hebrea), pero no circuncidado bajo la Torá. De este modo, se puede afirmar sin problemas que los judíos nazarenos tan sólo se diferenciaban del resto de grupos en afirmar la calidad de Mesías atribuida a Jesús de Nazaret, proselitismo que muchos judíos de la Diáspora, como Timoteo, abrazaban (págs. 123-126).

Así, Saban continúa en las páginas siguientes de su obra narrando las vicisitudes y viajes de San Pablo por diferentes lugares, tras haber sufrido persecuciones, mostrando en sus prédicas que la salvación por medio de Jesús de Nazaret es posible, sin que ello suponga en principio una retirada de la dogmática judaica de aquella época. Después de la persecución sufrida por los nazarenos, muchos de ellos acabaron en Roma, lo que facilitó sus prédicas: «Fue así como los primeros cristianos de Roma, provenían en su mayoría de aquellos judíos que ingresaron al grupo judeonazareno al mando de Saúl. No existen dudas también de que ya muchos judíos nazarenos se encontraban agrupados en Roma, y provenían seguramente de comunidades nazarenas (cristianas) formadas desde la década del 50, y que llegaron a la capital imperial posteriormente. Es así que Saúl de Tarso pudo haber encontrado elementos cristianos a su llegada» (pág. 153).

Tras la rebelión de los judíos contra Roma, acontecida entre los años 66 y 73, la distancia entre el cristianismo y el judaísmo, a juicio de Saban. Así, las tendencias ebonitas o judeocristianas, que sucederán durante los siglos I y II, que pretendían recordar en las mismas fechas la Pascua y la esclavitud y posterior liberación de los israelitas de Egipto, volverán a suponer un nuevo conflicto: «Sin embargo esta idea no prosperó. No se pudo lograr una conmemoración con un doble sentido. El Cristianismo basó su religión en el sentido cristológico y el Judaísmo basó la suya en el sentido nacional» (pág. 170). Así, Saban señala en negritas y resalta en forma de cuadro la siguiente idea que caracterizará al Cristianismo: «Unidad en el Canon, aceptación de grupos intermedios, y Cristología, llevaron al Judaísmo nazareno a evolucionar hacia el Cristianismo y crear así finalmente una religión independiente» (pág. 171). Será no obstante en el período 100-140 cuando el judaísmo nazareno se transformará en un corto lapso de tiempo en una religión distinta de su raíz hebrea (pág. 183). Sin embargo, en este período los judíos de la diáspora se sublevan contra Roma, que, a juicio de Saban, provoca el temor de los romanos a ser reconquistados por los judíos, una buena muestra de que cristianos y judíos mantenían estrechos vínculos (págs. 184-187).

No obstante, hasta entonces los judíos nazarenos, a pesar de ser en gran número gentiles, estaban siempre dirigidos por judíos de linaje. No será sino bajo el último período imperial de Adriano (138-140), cuando el primer gentil, Marcos, asuma la dirección del grupo judeo cristiano de Jerusalén. «Por lo tanto, podemos afirmar que todos los Obispos de Jerusalén desde la muerte de Jesús en el 33 hasta el 138-140 provenían del pueblo judío. Y que la división entre el Judaísmo oficial y el judeocristianismo se realiza en forma clara entre el 140 y el 199» (pág. 202, negritas del autor). Dentro de este período destaca la famosa Querella Pascual, discutida entre las comunidades cristianas de Oriente y la comunidad cristiana de Roma, debido a que los cristianos del Asia Menor y del Oriente celebraban la Pascua el 14 de Nisan del calendario hebreo, mientras que los cristianos romanos lo hacían en Domingo. Querella que se produjo con mayor fuerza durante el primado del Papa San Aniceto I, (155-166). Tras múltiples querellas, a la muerte del Papa San Clemente I, 90-99, los pontífices romanos comenzaron a celebrar la Pascua en Domingo, olvidando la fecha del 14 de Nisan (págs. 219-228).

La parte final del libro de Mario Saban señala otros movimientos que influyeron en el proceso de separación del judaísmo y el cristianismo, como el marcionismo (un intento de desligar el cristianismo totalmente de sus raíces judías) el ebionismo judío (que negaba la divinidad de Jesús) y el cerentianismo (movimiento que buscaba reorientar el nazareísmo nuevamente hacia el judaísmo). Finalmente, el cristianismo abandonaría las leyes noejidas en el siglo IV, desligándose completamente de los rituales judíos aplicados para la gentilidad, y acuñando los suyos propios (pág. 307).

Y culmina el libro de Mario Javier Saban interrogándose el autor, tras hallar múltiples semejanzas entre ambos credos, si no buscan en realidad lo mismo: «¿No será que ambos de dos modos diferentes estamos esperando lo mismo?» (pág. 313). Asimismo, nos ofrece, a modo de apéndices, una serie de completos listados con costumbres heredadas del judaísmo por el cristianismo, personajes de su santoral comunes a ambas religiones, así como una útil cronología de la etapa histórica estudiada en la obra, junto a la abundante bibliografía consultada (págs. 315-334).

No obstante, a pesar de la interesante exposición del autor, pensamos que ella es insuficiente para comprender lo que supondrá el fenómeno cristiano. Sin duda que la experiencia judaica es una base del cristianismo, pues en el seno de las comunidades judías pudo dar éste sus primeros pasos. Sin embargo, vemos que los fenómenos posteriores, de los que no hemos realizado completo acopio por ser esto una reseña, ya no dependen tanto de esa comunidad judía originaria, sino de una estructura política con pretensiones de universalidad, un imperio universal, el Imperio Romano. Los judíos nazarenos que huyen en la Díaspora no emigran hacia Asia, sino que se dispersan por todo el Imperio Romano y se convierten en ciudadanos suyos, uno de los detalles que favorece la predicación de San Pablo.

Y es precisamente el cristianismo el movimiento que, aprovechándose de las estructuras imperiales romanas (las calzadas romanas de las que decían los cristianos posteriores, en evidente anacronismo, pero con fondo de verdad, que fueron construidas para favorecer la prédica del cristianismo), alcanzará su carácter de religión que busca realizar proselitismo y prédicas a toda la Humanidad. De hecho, la figura del Papa, a raíz de la caída del Imperio Romano, ocupa el papel de autoridad religiosa que poseían los césares, la de Pontifex Maximus. Y la pretensión de la Iglesia romana es la de convertirse en la continuación de ese Imperio Romano fragmentado en feudos tras la pavorosa revolución. Es decir, que ante todo la Iglesia Romana, máxima institución del cristianismo, es Derecho Romano y Filosofía Griega, como señalaba Miguel de Unamuno.

El hecho de que el cristianismo sea una rama escindida del judaísmo, no implica que los creyentes en ambas religiones «busquen lo mismo», pues los dos credos han elegido distintas vías de asimilación y distintas formas de comportamiento de sus fieles. Del mismo modo que el sistema de numeración digital tiene su génesis en los dedos de las manos (dígitos), pero no por ello podemos reducir el sistema de numeración decimal al hecho de contar con los dedos, así el cristianismo ha surgido del judaísmo, pero sin poder asimilarse el uno al otro. Una religión que se ha convertido, como bien señalaba el propio Mario Saban al comienzo de su obra, en un fenómeno que «desnacionalizó a Dios, y se entregó a uno de los proselitismos más importantes de la Historia» (pág. 21), ya no tiene mucho en común con otra que aún mantiene el carácter nacional del Mesías, del que aún espera su llegada al mundo.

Es decir, que mientras el judaísmo, tras múltiples avatares, ha acabado ciñéndose a la especificidad de un grupo concreto (al principio toleraba la conversión de los gentiles, como nos señala Mario Saban), el judío, permitiendo la pertenencia a la misma a aquellos que formen parte de la estirpe del Rey David, es decir, que sean judíos de linaje, el Cristianismo, y más concretamente hoy día su versión católica, ha desembocado en una religión que pretende universalizarse y extenderse a toda la Humanidad. Podría decirse que ambas religiones, judaísmo y cristianismo, son del mismo linaje, pero no por ser hijas del mismo padre, sino como los Heráclidas, por provenir del mismo tronco. Sin embargo, estas objeciones no son óbice para despreciar el trabajo minucioso de Mario Javier Saban, que cumple los objetivos que él mismo se había propuesto inicialmente: investigar las raíces judías del cristianismo. Aunque la obra no sirva para esclarecer todas las fuentes del Cristianismo, al menos una de ellas se encuentra muy bien analizada.

 

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