Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 22 • diciembre 2003 • página 7
Segunda parte de la crónica comentada de las XI Jornadas Liberales Iberoamericanas celebradas los días 11 y 12 de octubre de 2003 en Albarracín (Teruel) bajo el título de «Liberalismo y defensa. Los casos de Irak y Colombia»
1
Hoy en el espacio geopolítico iberoamericano no ocurre nada extraordinario ni misterioso ni fenomenal, si lo comparamos con el resto del mundo. Los mitos, los arcanos, el realismo mágico y el folclore porfiarán sin descanso en ofrecernos una perspectiva poliédrica de su realidad, como si ésta fuese radicalmente distinta de la de los demás. Por otra parte, se recurrirá una vez más a la perezosa argucia intelectual de mostrar que todo allí es muy complejo, para así dejarlo estar, para que todo siga igual y para no intervenir y dar justa solución a las desdichas. O se echará mano de la coartada prejuiciosa y cómplice, que sólo beneficia a los poderes locales y nativos, proclamando que lo que haya de hacerse, eso sólo los iberoamericanos lo saben y están en condiciones de (legitimados para) actuar. Los problemas de los hombres son, sin embargo, esencialmente los mismos en toda época y lugar: quieren libertad, seguridad y bienestar.
Estos principios generales que definen el horizonte humano se fijan, claro está, en episodios históricos y marcos sociopolíticos. Si en la naturaleza no hay nada que no tenga explicación ni se produzca contra sus leyes, hoy, cuando vivimos en la era de la globalización, no basta con afirmar que nada humano nos es ajeno. Sucede que todo está interrelacionado como nunca lo estuvo, y los problemas, con pequeños ajustes, suelen tener soluciones parejas, cuando los tienen o pueden tenerlos. Mas, si en verdad son problemas, sin duda que los tienen. Pues de no serlo, en lugar de problemas, hablaríamos de obstáculos y de inconvenientes, por un lado, y de frustraciones, desencantos y fantasías, por el otro. Una fiera no tiene problemas de subsistencia (ni de ninguna otra clase), tiene urgencias que aplacar. Un ser humano sí se marca fines y objetivos que superar, dentro de sus posibilidades de humanidad, y si se empecina en quebrantarlos los límites, se inserta en un espacio de locura, delirio o utopía, o todo junto, y sólo puede proporcionarle miedo y esperanza; olvidando así el sabio dictamen del filósofo Baruch de Spinoza:
«Así, pues, cuanto más no esforzamos en vivir bajo la guía de la razón, más nos esforzamos en depender menos de la esperanza y librarnos del miedo, y en dominar, en cuanto podemos, a la fortuna, y en dirigir nuestras acciones con el consejo seguro de la razón.» (Ética, IV, 47, escolio).
2
Así pues, ¿qué está pasando en la Iberoamérica de nuestros días? Está pasando por delante de sus narices unas posibilidades de desarrollo y libertad que lamentablemente se están desperdiciando en la mayor parte de sus países. Como en el resto del mundo, tras el fin de la Guerra Fría y la caída del Muro de Berlín se abrieron grandes oportunidades de darle un giro radical a la situación de parálisis y atraso en la que se ha vivido durante tantas décadas a través de la introducción de políticas liberales y democráticas que favorecieran la creación de riqueza, crearan y abrieran los mercados al exterior y expulsaran los fantasmas del pasado que han colapsado durante ese tiempo el presente y el futuro iberoamericano. Según palabras del escritor mexicano Enrique Krauze, «los jinetes cabalgan de nuevo», los cuatro jinetes del Apocalipsis iberoamericano: el militarismo, el caudillismo populista, el marxismo revolucionario y la economía estatalizada y cerrada.{1}
Tras años de golpismo y asonadas, tras largos periodos de actitudes de fuerza para salir de situaciones paralizantes y de administraciones militares incapaces y corruptas, las Fuerzas Armadas perdieron prestigio e influencia, y esta circunstancia se está revelando ahora muy grave, cuando es necesaria su intervención a la hora de garantizar la seguridad (por ejemplo, en la lucha contra el narcoterrorismo en Colombia), y para que ésta sea factible y eficaz, necesita de reconocimiento y ayuda, interior y exterior. Hoy los alzamientos militares de tanqueta y taconazo no son ya una amenaza manifiesta en el horizonte iberoamericano; lo son los caudillismos populistas estilo Chávez, los autogolpes a lo Fujimori; lo son las «caceloradas» y los motines de la muchedumbre manipulada y exaltada, cuando no los explícitos golpes de Estado civil a la boliviana. He aquí el patrón de los nuevos/viejos alzamientos que viene a perpetuarse y a ponerse al día en las sociedades iberoamericanas (pero no sólo en ellas) con los mismos efectos perversos: totalitarismo, parálisis de la sociedad civil y generación de actitudes de resignación.
También como en el resto del planeta, el marxismo revolucionario, certificada su defunción en 1989, está siendo rehecho y reconstruido (aunque, lamentablemente, no regenerado ni siquiera reparado) por los nuevos movimientos de irredentismo anticapitalista, los adoradores de la pobreza, los nostálgicos de la jaula de hierro y del populismo más demagógico, en forma de zapatismo posmoderno, rancio indigenismo, narco-guerilla y grupos antiglobación. Estas agrupaciones, reposiciones de la nueva/vieja izquierda, subsisten y se reproducen sobre los rescoldos de arcaicos mitos y leyendas, a la sombra del espíritu del Che Guevara y del cadáver político insepulto de Fidel Castro. Todo ello bajo el paraguas de la gran Coartada justificadora de todos los males de la «comunidad latinoamericana», a saber, los Estados Unidos de América, los USA.
El cuarto paradigma histórico del atraso iberoamericano se advierte en la resistencia, todavía poderosa en sus sociedades, a dejar atrás los planteamientos populistas y estatistas de gestión y gobierno, para abrirse a las políticas liberales de crecimiento económico y de estabilidad política, anunciadas por las tendencias que hace algunos años impulsaron las economías de Chile, acaso México y de alguna otra economía centroamericana. Los patrones económicos autárquicos y proteccionistas conducen a la parálisis y la ruina, como se ha mostrado paradigmáticamente en la reciente sublevación en Bolivia a propósito de la comercialización del gas a Estados Unidos y México. En el caso boliviano encontramos las constantes del drama iberoamericano: anacronismo, indigenismo, insurrección, marxismo-leninismo reconstituido y fascinación política e ideológica por la pobreza. Bolivia tiene de todo eso y más: gas y miseria, necesidad de modernización y mitología. Tras Venezuela, Bolivia retiene en sus intestinos la mayor reserva de gas del continente. La comercialización de esta riqueza natural permitiría aliviar la estrechez económica en la que viven miles de ciudadanos. Sin embargo, la presión de la calle, agitada por los movimientos de izquierda y del indigenismo, ha frustrado la iniciativa comercial, negándose a sacar fuera del país lo que les pertenece –el gas, dicen, sólo es de ellos y para ellos; pero así no se come– y menos para dárselo al gringo: éstas serían, pues, las «políticas de progreso» de la izquierda revolucionaria. El presidente Sánchez de Lozada tuvo que dimitir e instalarse en Miami, mientras el país sigue penando su miseria y denunciando la falta de oportunidades de desarrollo. Democracia, economía liberal y sentido común versus indigencia, autarquía e indigenismo: he aquí el dilema.
Son muchos, en efecto, los focos de infección que malogran el avance de las sociedades iberoamericanas, aunque unos en particular se perciben como los verdaderamente inquietantes: el indigenismo emergente de Ecuador, Perú y Bolivia; el caudillismo de Chavez en Venezuela; la agresiva demagogia con trazas de orgullo del pobre desplegada por Kirchner en Argentina; el maniobrerismo tardoizquierdista de Lula da Silva; la omnipresencia ominosa del castrismo en Cuba; y, en fin, la funesta asociación de narcotráfico y de terrorismo que mina la existencia y la prosperidad de Colombia. A Colombia vamos, pues.
3
La segunda sesión de las XI Jornadas Liberales Iberoamericanas celebradas en Albarracín en septiembre de 2003, y de cuya primera parte dimos noticia y comentario en el anterior número de El Catoblepas, dentro de nuestra sección de «La Buhardilla», se ocupó de la problemática de la defensa y del terrorismo en Colombia. Las dos ponencias encargadas de poner sobre la mesa las más importantes claves de este asunto estaban firmadas por Miguel Posada y Andrés Mejía-Vergnaud. Con el texto titulado, Las relaciones entre Estados Unidos y Colombia. Análisis de una alianza difícil, Miguel Posada{2} abrió esta parte del debate.
El caso de Colombia, aun soportando unas características nacionales propias, no se aparta demasiado del mosaico que ofrece la realidad iberoamericana en su conjunto ni se encuentra de espaldas a los principales focos de influencia mundial. El narcoterrorismo es, en efecto, el problema número uno del país, pero sus raíces y sus vías de solución pasan por una dimensión común a todas las demás naciones. Lo dijimos en nuestro capítulo anterior [«Liberalismo, guerra y terrorismo (1)»]: la cuestión central de las alianzas para la paz y la estabilidad mundiales pasan hoy por el papel que asuma de facto Estados Unidos en América y en el globo; quiere decirse, por el trance de decidir si contrae la responsabilidad y el riesgo (el «reto» o el «desafío», dicho en lenguaje diplomático, vacuo y cursi) de ser y actuar como la potencia hegemónica democrática en el planeta, para lo cual debe vencer, en primer lugar, resistencias internas (domésticas) para pasar a la acción con todas las consecuencias. Por otra parte, es necesario también determinar si las naciones del resto del mundo se suman a la gran coalición en defensa de las sociedades libres y del bienestar, teniendo que superar para ello, asimismo, las fieras obstrucciones y las barricadas que se ponen en el camino. Lo cierto, con todo, es que este planteamiento genérico es especialmente impactante en Colombia, donde las relaciones entre este país y EEUU no han sido siempre fáciles.
Ambas naciones se precisan mutuamente, pero con distintos grados y urgencias. Para Colombia, EEUU es su primer mercado de exportación, pues a aquel mercado se dirige el 44 por ciento de las exportaciones nacionales. Colombia no tiene gas ni petróleo como para atraer el interés económico de la superpotencia, pero el narcotráfico, el terrorismo y la ubicación geográfica del país concita la atención y la preocupación norteamericana. En especial, desde que los tres factores se han unido a la hora de tomarse en serio el asunto.
La guerrilla insurreccional en Colombia emerge en los años cincuenta cuando los grupos marxistas se infiltraron en las agrupaciones facciosas que crecieron alrededor del denominado esperpénticamente Partido Liberal que se enfrentaba entonces al Partido Conservador. El conflicto se soluciona de modo habitual en esta castigada región del mundo: un golpe de Estado dirigido por el general Rojas Pinilla reúne ambas fuerzas políticas en un solo Frente y negocia la paz con la milicia residual. La mayor parte de la «guerrilla liberal» entrega las armas, pero una pequeña sección del pelotón resiste y se reorganiza, y, animada por el revolucionarismo importando por Cuba, constituye en los años 60 el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Durante la década de los 60 y 70, esta organización insurgente compartirá protagonismo con otros grupos (M-19. Quintín Lame, Ejército Popular de Liberación o EPL), pero, finalmente, mientras que éstos se van disolviendo con el tiempo, es el ELN la tropa que se mantendrá y a la que se unirán en el escenario de la «lucha armada» las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Por su parte, EEUU ve cómo se le complica la guerra de Vietnam, a cuyo calor crecen los movimientos pacifistas-izquierdistas junto al auge de las drogas y del «hipismo». El consumo de marihuana no desarrolla un negocio transnacional, entre otras razones, porque queda resuelto mediante la producción local. No pasó lo mismo con la cocaína. Esta droga sí que generó poderosos cárteles colombianos y un próspero negocio de tráfico con dirección a tierra estadounidense. La guerrilla marxista, alejada en sus orígenes de este filón, comienza a intervenir en el negocio, entra en sus cadenas de comercialización y encuentra ahí su principal fuente de financiación, así como de atracción de numerosos adeptos, muchos de ellos sujetos forjados en la delincuencia y el crimen, quienes perciben en estos ambientes la manera de lograr con facilidad dinero, poder y dominio. En esto, las autoridades norteamericanas sólo miran de reojo hacia Colombia y tienen como divisa no ensuciarse las manos innecesariamente. Esta convicción es alimentada por dos circunstancias: la presión, primero, de los grupos de inspiración marxista, del campus californiano y de los medios periodísticos y políticos demócratas de Nueva York y Washington, y, más tarde, por la pujanza de la política aislacionista que crecerá tras la caída del Muro de Berlín, al considerar que la misión anticomunista estaba cumplida y había que volver a casa, no ser estúpidos y preocuparse, más que nada, de la economía doméstica, A lo más que llega la ayuda y la colaboración entre ambos países es a la asistencia de EEUU a la Policía Nacional colombiana, y restringida exclusivamente a las operaciones contra el narcotráfico.
Según el análisis de Posada, la izquierda norteamericana, así como gran parte de las asociaciones «humanitarias» y Organizaciones No Gubernamentales (ONG), instigaron con fuerza a las Autoridades de Washington al objeto de impedir cualquier auxilio a las Fuerzas Armadas de Colombia, para que de esta forma no se extendiera la represión sobre las organizaciones guerrilleras complicadas con el terrorismo y el narcotráfico. Dos pretextos dan cuerpo argumental a esta interferencia antimilitarista selectiva: el mito de que estas organizaciones son fuerzas revolucionarias que luchan por la libertad y la justicia y, por otra parte, la coartada de la defensa de los derechos humanos. Curiosamente, mientras las Fuerzas Armadas gozan en Colombia de buena imagen y del favor de la población (justamente por sus tareas de extirpación de la coacción totalitaria de la guerrilla sobre los campesinos y aldeanos, se encuentra entre las instituciones mejor valoradas del país, con un 83 por ciento de opinión favorable, superior a la de la Iglesia Católica: Encuesta Gallup, julio de 2003), la propaganda izquierdista ha logrado extender la especie de que todas las Fuerzas Armadas son un nido de corrupción y el responsable de los peores crímenes y violaciones contra los derechos humanos. Ciertamente, es una vieja artimaña terrorista ésa de denunciar malos tratos y torturas por sistema, que a nadie debe ya sorprender ni confundir. El problema surge cuando se multiplican sus abogados y procuradores, otorgando fiabilidad y cobertura a estas maniobras orquestales en la oscuridad.
Con la victoria de George W. Bush en las Presidenciales del 2000 y con la pérdida de la mayoría demócrata en el Senado (que vetaba sistemáticamente toda ayuda antiterrorista a Colombia), la situación inicia un leve movimiento de inflexión más sensible a la problemática colombiana, aunque no lo suficiente. Sobre este asunto, tuvo que producirse el 11-S para que las alianzas de defensa y antiterrorismo cambiaran su naturaleza y sus estrategias.
EEUU es atacada en su corazón. De inmediato se percibe que la cosa no acaba ahí, y que el día de la vesania sólo marca el inicio de la larga marcha del Terror Internacional para acabar con las democracias, después de que el nazismo y el comunismo lo intentaran por su cuenta el siglo pasado; hoy las fuerzas liberticidas cultivan asimismo sus nuevas alianzas. América reacciona y abre todos los frentes. Más vale tarde que nunca. Para la administración norteamericana ya no cabe ninguna duda sobre las terribles expectativas que supone para la población civil el vivir bajo el peso del miedo y sobre la implicación de las FARC en las redes del terrorismo mundial; y para que no quepa la menor duda, el «Mono Jojoy», haciendo honor a su cariñoso apelativo, declara, por su parte, la guerra sin cuartel a Bush y a América: el zoológico se anima. Ya nadie (casi nadie) vacila tampoco a la hora de reconocer las connivencias existentes entre el ELN y las FARC y el IRA y la ETA, por ejemplo. Aun así, señala Miguel Posada, sólo recientemente se ha incluido a las FARC entre los objetivos de investigación del FBI. Y sólo hace pocos meses, añadimos nosotros, las Autoridades norteamericanas se han decidido a incorporar a ETA y Batasuna en la lista internacional de organizaciones terroristas: ¡antes incluso de que lo hiciesen las Autoridades europeas!
La ayuda de Estados Unidos a Colombia es fundamental para frenar la tremenda presión que tiene que soportar la sociedad colombiana por parte de las organizaciones narcoterroristas: ayuda política a la administración del presidente Uribe, quien debe de soportar graves intimidaciones y dificultades en su tarea, pero sobre todo, colaboración militar, en particular, en el campo de la inteligencia y los dispositivos técnicos de lucha antiterrorista. El disponer de aeronaves especiales facilita la detección de campamentos y concentraciones de la guerrilla, tanto como los aparatos de visión nocturna. En el pasado, afirma Posada, la noche era de los terroristas; hoy ocurre todo lo contrario. La selva era el refugio seguro y santuario de los insurgentes, hoy ya no. Estas medidas no sólo favorecen una más efectiva inmovilización de los grupos terroristas, sino que al hacer más complicados sus movimientos, disuade a muchos individuos a unirse a una guerrilla que actuaba hasta la fecha con gran impunidad y con cuantiosos beneficios. Y recuérdese que, frente a lo que sostiene la propaganda izquierdista, los grupos terroristas no son en Colombia, en España, en Bagdad ni en Gaza representantes del «poder popular» ni héroes de la «resistencia», sino la mayor causa de desgracias y padecimientos de los ciudadanos: «Vale la pena recordar –concluye Posada– que menos del 2 por ciento de la población [colombiana] simpatiza con las FARC y el ELN. En esas condiciones, la subversión sólo puede lograr control territorial por intimidación.»
4
Afirmar que los atentados terroristas de Nueva York y Washington del 11 de septiembre de 2001 cambiaron bruscamente la perspectiva del presente y futuro de la humanidad e hicieron replantearse radicalmente muchos de los principios ideológicos y de las normas de acción política, en particular de inspiración liberal, que se venían manteniendo hasta entonces, no significa ni una claudicación ante la brutalidad del ataque ni una declaración retórica. Supone una reconsideración crítica y racional de unos postulados determinados que al ser golpeados por la fuerza de las cosas exige ponerlos de acuerdo con la experiencia y con la necesidad. Para una concepción realista de la política, como puso de manifiesto explícitamente Nicolás Maquiavelo, las nociones de la virtù y la fortuna sostienen su querella sobre la base terrenal e imperiosa de la necessità, que es la instancia que define las prioridades y orienta, en última instancia, el sentido de la acción. Puede estar uno convencido de que está en lo cierto al sostener un punto de visto concreto –que la razón y la virtud le asisten– y confiar en que razón y virtud serán convenientemente recompensadas algún día. Pero con este bagaje no puede perfilarse una orientación política cabal, si no se contrastan con el rumbo de los acontecimientos.
El terrorismo criminal y liberticida que golpeó el 11-S lo hizo sirviéndose de las inmensas posibilidades de libertad de movimiento que conceden las sociedades libres, esas mismas sociedades que maldicen y pretenden destruir. Esto no es nuevo, pero sí significó un hecho que se hizo patente de manera trágica en aquella fecha fatídica. Pero, además, por las dimensiones del envite y el desafío global a las democracias que implicaba, el Terror cuenta con seguir beneficiándose de las contradicciones del sistema capitalista y de la democracia liberal, de las pautas de conductas abiertas y los hábitos liberales, del espacio de libertad y de tolerancia sin restricción propios de las sociedades abiertas, para darles el golpe final. Es precisamente esto lo que debe revisarse y replantearse desde una perspectiva liberal: cómo seguir defendiendo los patrones básicos que sostienen una vida en libertad y bienestar junto a la necesidad de asegurar las condiciones para que este modelo de vida no se arruine y siga funcionando. Un asunto que lleva, en fin, a reflexionar sobre las relaciones entre la libertad y la seguridad en las nuevas condiciones impuestas y sobre el papel que debe cumplir el Estado en este escenario.
El tema que enunciamos tiene una dimensión global, pero ahora nos interesa seguir en Colombia, para situar en este país las coordenadas del debate. Y este es el objetivo de la ponencia presentada por Andrés Mejía- Vergnaud en la reunión de Albarracín de septiembre de 2003, titulada La problemática de seguridad en Colombia desde una perspectiva liberal.{3}
Como ocurrió con los españoles y los ciudadanos de otros países golpeados diariamente por el terrorismo, a los colombianos el 11-S les sorprendió, horrorizó y alarmó, pero no tuvo que despertarles de ningún sueño dogmático ni concienciarles de un grave problema nuevo. Colombia vive desde hace décadas un clima de presión terrorista a gran escala que le impide el poder desarrollar una vida en condiciones plenas de libertad y seguridad. En Colombia existe un desafío a la legalidad y a la democracia desde el momento en que la guerrilla revolucionaria se propuso no sólo desgastar al gobierno de la nación y aterrorizar a la población civil sino llanamente declararle la guerra al Estado y tomar el poder por la fuerza de las armas. El problema viene de lejos y no se ha detenido. El día 7 de febrero de 2003 un coche-bomba estalló en un centro recreativo de Bogotá, conocido como Club El Nogal. El resultado fue estremecedor: 36 personas muertas y 160, heridas. Todas las víctimas eran civiles. Las FARC estaban detrás de la fechoría. El rayo que no cesa.
Tras las administraciones encabezadas por el presidente Samper y por el presidente Pastrana, y que adolecieron de excesiva negligencia, cuando no condescendencia con el terrorismo guerrillero, la administración del actual presidente Álvaro Uribe Vélez ha protagonizado un giro importante en la voluntad y determinación en derrotarlo, y no ya de llegar a acuerdos con sus representantes o todo lo más suavizar sus acometidas, como se pretendió en administraciones pasadas. Se ha comprobado, de esta manera, que todo proceso de negociación con los grupos terroristas y toda promesa de tregua que no se vea acompañada por una renuncia explícita de la violencia y del terror para conseguir objetivos políticos, así como de la entrega de las armas y la nítida rendición, sólo conducen a treguas-trampa y al reforzamiento de las fuerzas insurgentes. Aunque la administración del presidente Uribe pasa hoy por serias dificultades –crisis de gobierno por dimisión de ministros; no haber podido culminar con éxito su propuesta de referéndum del 25 de octubre, en el que proponía combatir la «corrupción y la politiquería» y reducir el gasto público{4}–, la figura y la personalidad del presidente conserva un gran nivel de apoyo de la población colombiana, en particular, en relación con su políticas de seguridad democráticas. Pues bien, ¿en qué deben consistir tales políticas?
Los problemas de seguridad de Colombia se reparten en varios frentes. Por un lado, la propaganda de la izquierda, condescendiente, y aun cómplice, con la actividad terrorista de la guerrilla revolucionaria, ofrece una interpretación de la defensa legal y constitucional de la sociedad en clave de actitud autoritaria y antidemocrática, mientras continúa presentando la actividad insurgente como representativa del sentir del pueblo y como expresión de una rebeldía justificada, movida por causas elevadas, y enfrentadas a un poder ilegítimo, o sea, el gobierno democráticamente elegido por los ciudadanos.{5} Por otra parte, dentro del pensamiento liberal surgen algunas dudas y vacilaciones sobre la corrección de defender la ley y el orden y de fortalecer el papel del Estado en su función garantizadora de los mismos, junto a la preocupación principal de la seguridad, por considerar que esta actitud atenta contra los intereses prioritarios (y casi diríamos sagrados) de las libertades individuales.{6} Como la primera patraña se descalifica sola (y ha sido asimismo planteada en las anteriores secciones de este artículo), centremos nuestra atención en este segundo asunto, el cual, por lo demás, responde al título y propósito de la conferencia de Mejía-Vergnaud.
Es cómodo, aunque no infundado ni disparatado, proponer como solución liberal al problema del narcoterrorismo la legalización total de las drogas. Pero cabe cuestionarse también si el calibre de la calamidad que sufre Colombia sería contrarrestado por esta medida, que no superaría en la practica el plano de lo testimonial, cuando lo verdaderamente central del colapso del Estado colombiano no es el dominio abusivo del Estado sino precisamente la falta efectiva de Estado. Y aquí se halla la clave de la discusión. ¿Es compatible con el pensamiento liberal la defensa del Estado como elemento determinante en la solución de los problemas de la sociedad? En justa ortodoxia, podría pensarse que no. Pero, antes de pronunciarse con convencimiento, habría que revisar la teoría y la filosofía políticas de la tradición liberal para encontrar y cotejar en ellas distintas interpretaciones sobre el particular. Y recordar que para Locke, Hobbes, Spinoza y Mill, por ejemplo, la prioridad de la seguridad no sólo no contradice la causa de la libertad sino que se erige en su soporte básico. Si atendemos, por un momento al último autor citado –John Stuart Mill– comprobaremos, en efecto, cómo en su trabajo El Utilitarismo, establece que la utilidad general consiste esencialmente en garantizar la seguridad del conjunto de la sociedad, «como el interés más vital».{7} En este punto, lo que significa ser más vital coincide con lo más general, esto es, el estar todos y cada uno de los individuos por igual interesados en él: «Las reglas morales que prohíben que unos causen daño a otros [...] son más vitales para el bienestar humano que ninguna otra máxima».{8} Hasta aquí las citas de Mill. Pero tal vez la cuestión no deba tratarse en términos de ortodoxia (planteamiento del caso, por cierto, muy poco liberal, por ideologicista y excesivamente doctrinario) sino de importancia, de certidumbre y, como decíamos antes, de necesidad.
Pues bien, son la incertidumbre y la perplejidad dos de los grandes sentimientos tiznados de desastre que pesan hoy en la sociedad colombiana. Incertidumbre ante un escenario no resuelto de inseguridad y alarma constante que frenan las inversiones y el desarrollo económico. Y perplejidad, porque se da por descontado que, en una comunidad, el Estado es el garante último de la vida, la libertad y las propiedades de las personas. Sucede que en Colombia no se está asegurando estos derechos básicos del hombre por causa de un profundo y grave déficit democrático. A estas alturas, ya no debería provocar demasiadas discusiones el reconocimiento del siguiente hecho: defender la vida, la seguridad y la libertad con la fuerza de la ley es un derecho democrático que sólo el terrorismo cuestiona (y la izquierda frivoliza).{9} O este otro: no hay mayores defensores y adalides de la propiedad privada que los pobres y los desposeídos, ciertamente porque carecen de ella y la disfrutan poco. ¿Quién ha escuchado jamás a un desheredado, desamparado o mendigo maldecir la propiedad que tanto ansía y que le sacaría de su estado de penuria? ¿Qué clase de pobre sería aquel que despreciara la prosperidad? ¿Cuántos discursos de izquierda, sin embargo, dirigidos miserablemente a los pobres, pueden oírse alentando a los necesitados para que ataquen la propiedad privada y la creación de riqueza?
Cuando las democracias se ven en la necesidad de justificarse a sí mismas y ante otros (¡a veces ante los mismos liberticidas!) por ejercer la fuerza para defenderse ante quienes aspirar a socavarla, ello significa que hemos llegado a un nivel de ignorancia o de cinismo político que urge discernir y discriminar. Por lo demás, queden tranquilos los liberales sinceros y sosiéguense los libertarios inteligentes porque las políticas de seguridad en manos de amantes de la libertad no deben provocar recelo ni desconfianza. Ocurre simplemente que idearios puristas, como los de la autodefensa particular sin necesidad del Estado y el absolutismo incondicional de la libertad sin restricción de ningún tipo, no son en estos momentos objetivos inadecuados por contravenir los principios teóricamente liberales, sino porque, considerados y aplicados a rajatabla ahora mismo, resultarían prácticamente suicidas para los individuos y las sociedades; y supondrían la mejor noticia que podría darse al liberticidio terrorista. No hay, pues, nada sospechoso desde la perspectiva de la libertad en la acción de delegar en el Estado las tareas de la defensa y de la seguridad. Acaso ocurre todo lo contrario: justamente porque los individuos necesitamos dedicarnos a nuestras tareas y actividades propias, a nuestros trabajos y nuestros días, a nuestros placeres y nuestras virtudes (y nuestros vicios), nuestros ocios y nuestros negocios, es por lo que precisamos desesperadamente de la libertad y de la seguridad, las cuales cada uno de nosotros no podríamos garantizar por nosotros mismos, entre otras razones, por y para no abandonar nuestra esfera particular de acción.
La inseguridad ya es en sí misma una tiranía, porque embrutece al hombre y le impide vivir en plenitud. Reduce a los individuos a un estado precario y espantadizo. Los deja desasistidos y sin vida privada y pública, predispuestos a la concesión, al sometimiento y a la rendición. Recelosos de todo, no confían en nada ni en nadie; atemorizados, se convierten en rebaño dócil que los demagogos, los sátrapas y los fanáticos dominan con gran facilidad. La inseguridad es la tiranía de la incertidumbre y de la perplejidad.
«Colombia –afirma Mejía-Vergnaud– sufre de ausencia de autoridad, de esa autoridad legítima y sujeta a las leyes». Y añade a continuación: «El valor de la democracia, por ejemplo, no tiene forma real alguna cuando los alcaldes son obligados a dejar sus poblaciones, cuando los candidatos son asesinados o amenazados, y cuando mediante las armas y el terror se impide a las personas ejercer libremente sus derechos políticos.» Cierto, tal cosa ocurre hoy en Colombia. También en Bagdad, Estambul y San Sebastián. ¿Todavía hay quien es incapaz honestamente de no reconocer que todos los terrorismos son iguales?
La seguridad, como la libertad y la propiedad, son derechos de la persona que bajo ningún concepto se pueden negociar. El terrorismo juega a poner entre las cuerdas y de rodillas a la sociedad para que claudique y ceda ante la presión y la fuerza. Todos los hermanos de la película fueron valientes, pero los hombres en general no lo son casi nunca (las muchedumbres, nunca). Muchos se espantan y firman lo que les pongan sobre la mesa para que se los lleven por delante. El terrorismo y la coacción esperan, pues, una solución negociada a sus demandas: la solución al «conflicto»; la dimisión y el abandono de los presidentes democráticamente elegidos; la paz por territorios... He aquí el dictamen de Mejía-Vergnaud: «Para obtener la paz, la garantía de la vida, la libertad y la propiedad, la sociedad no debe otorgar nada a cambio. Estos bienes le pertenecen, y si están en peligro no ha sido por la propia voluntad de los individuos, sino por los actos criminales de los grupos armados.»
Colombia es hoy una nación ferozmente castigada. Acaso junto con Israel, acoge la pareja de sociedades más martirizadas por el terrorismo. Pero también lo está España desde hace décadas. Al Qaeda, las FARC, Hamás, la ETA han declarado la guerra a las sociedades libres y al mundo civilizado, y éstas tienen el derecho y el deber de defenderse y derrotar a la vesania: Colombia, Israel, EEUU, España y el mundo entero. Vivimos un tiempo de excepción, y las medidas excepcionales son necesarias: representan la mejor inversión para abonar la libertad futura. En manos de los defensores de la libertad, sabemos que estos sacrificios serán transitorios y con las mayores garantías. No es en éstos en quienes debe lanzarse la carga de la duda ni de la prueba, porque nada ansían más que volver a la normalidad, siempre que ésta sea justa y sin concesiones a la libertad. Los hombres libres aborrecen la guerra y el ejercicio del poder, pero más les repugna la opresión, la tiranía y el fanatismo.
¿Es posible, pues, una síntesis concluyente? Es posible y conveniente. Perfectamente expuesta, para finalizar, por Andrés Mejía-Vergnaud:
«El liberalismo político, es decir, la idea según la cual la primacía del individuo sobre el poder de la autoridad debe ser la piedra angular de cualquier construcción política, concibe al poder público como una institución necesaria para evitar que los derechos de los individuos sean vulnerados por los actos de otros, y para asegurar que los convenios entre individuos libres se cumplan. Las políticas de defensa y seguridad que se encaminen hacia la restauración de este papel fundamental del Estado son plenamente válidas dentro del contexto liberal. Si el poder público no cumple tal función a cabalidad, ni las libertades individuales ni la democracia podrán tener vigencia plena. Incluso en algunos casos, es necesario ceder en algunos aspectos marginales para impedir que la sociedad sea arrastrada hacia regímenes en esencia anti-liberales.»
Notas
{1} Enrique Krauze, «América Latina: los paradigmas de su atraso», El País, 15 de noviembre de 2003.
{2} Miguel Posada pertenece al Centro de Análisis Sociopolíticos de Colombia.
{3} Andrés Mejía-Vergnaud es director general del Instituto Desarrollo y Libertad con sede en Bogotá. Al no poder asistir a las XI Jornadas Liberales Iberoamericanas, su texto fue presentado por Felipe Quintero, titulado en Derecho por la Universidad de los Andes.
{4} Una crónica sobre este referéndum y un análisis de sus antecedentes y consecuencias, confeccionada por Andrés Mejía-Vergnaud, titulada «Lo ocurrido en el referendo», fue publicada el día 3 de noviembre de 2003 por el diario en la Red, Libertad Digital.
{5} Que la problemática que aquí analizamos, aunque centrada en Colombia, conmueve a todo el planeta es idea que venimos insistiendo desde las primeras líneas de nuestro texto. Pues bien, para una perfecta declaración de la actitud y la valoración de las izquierdas con respecto a las políticas de seguridad, debe leerse el artículo de José Vidal-Beneyto, «El terrorismo de la seguridad» (El País, 29 de noviembre de 2003). Declaración inconfundiblemente expresada desde el mismo título de la (quinta) columna periodística.
{6} Para una reflexión sobre este particular, léase la entrevista a Michael Ignatieff en el diario madrileño ABC (30/11/2003), de donde entresaco la siguiente manifestación del politólogo canadiense: «Un liberal cree en la autonomía de cada persona o pueblo para autodefinirse y gobernarse como mejor crea. Pero muchos liberales no se plantean que, en ocasiones, no se puede restaurar libertad y autodeterminación en los Balcanes a no ser que te plantes allí. La guerra no hubiese terminado allí si los americanos no hubieran intervenido decisivamente en 1995. Por eso es por lo que hablo de política imperial, y uso "imperio", porque me gustan aun menos palabras como "comunidad internacional", que es un engañabobos.» Donde dice «Balcanes», muy bien podría escribirse también Irak.
{7} J. S. Mill, El utilitarismo, Alianza, Madrid, cuarta reimpresión, 1999, pág. 118.
{8} Ibíd, pág. 126.
{9} Véase nota 5.