Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 21 • noviembre 2003 • página 20
Hace casi dos mil quinientos años en Mileto
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Una enorme abertura circular de cuatro metros de diámetro dejaba pasar la luz del sol en la Escuela Náutica e iluminaba una escena que podría parecer extravagante a cualquier paracaidista, si ese peligroso oficio existiese ya en la ciudad de Mileto. Alrededor de una especie de disco, seis varones de la más variada condición manifestaban interés creciente por aquel extraño objeto, que en su interior no seguía ninguna norma geométrica ni por supuesto representaba una figura del mundo natural.
El primero de ellos, Trasíbulo, elegido hacía cinco años pritano por la aristocracia de armadores, había convertido su magistratura en una tiranía para guardar el orden público en una sociedad cada vez más desgarrada. Por lo demás mantenía buenas relaciones con los otros tiranos del Egeo con y con los mismos filósofos de Mileto, y durante su gobierno la ciudad seguía su imparable progreso económico. Le acompañaban un fabricante de tejidos de púrpura, famosos en las dos orillas del Egeo y un traficante en aceite y vino, pues representaban más que nadie la potencia comercial de Mileto.
Todavía daba más solemnidad a aquel encuentro, la presencia del sacerdote del Templo de Apolo, que dominaba el puerto y estaba vecino a la Escuela Náutica, y el sucesor de los Bránquidas, que presidía el Didimeion, una verdadera institución sagrada colocada en una altura y muy alejada de Mileto. A pesar de ello tenía una influencia decisiva en los asuntos de la ciudad por tratarse de un auténtico banco, donde depositaban sus efectivos los comerciantes.
Pero la figura más estrafalaria era el sexto personaje, pues su aspecto era más bien trágico. Patizambo, bizco y algo tartaja, había tenido suerte de no nacer en Esparta, pues sus virtuosos ciudadanos, en vista de sus malformaciones congénitas, no habrían dudado en precipitarlo por el Taigeto, para que no manchase la reputación de la pólis. En cambio ahora, Anaximandro estaba al frente de los estudios náuticos, en ausencia de Tales, que se había desplazado a la isla de Samos, para fundar una sucursal con la ayuda de su discípulo Foco.
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—Después de consultar en la Ainaute con los armadores de la ciudad –empezó diciendo Trasíbulo– he decidido establecer una nueva colonia entre el estrecho de Bósforo y la desembocadura de los grandes ríos que dan al Ponto Euxino. Quiero que esa ciudad, que por ahora es anónima, consolide y potencie la actividad de Odessos, Tomoi, Istros, y las otras factorías que hacen un anillo alrededor de nuestro mar. Les he reunido para comunicarles esta decisión.
—No sé si se habrá tenido en cuenta –le comentó el comerciante– que la marina de Megara domina el estrecho que está al norte de la Propóntide y que cualquier nueva penetración en el Ponto puede provocar un roce innecesario y hasta un grave conflicto internacional. Lo más prudente desde el punto de vista político y comercial es contar con el punto de vista de nuestros vecinos.
—Puede tener la seguridad –dijo Trasíbulo– de que sus negocios seguirán viento en popa. Hemos llegado a un acuerdo con los megarenses, que aleja a nuestras dos ciudades de la hybris. Por mi parte les he asegurado la posesión tranquila de las dos partes del estrecho y hasta su defensa frente a terceros países. A cambio de esto he obtenido el paso libre al Ponto sin ninguna restricción. En cuanto a los negocios de Mileto y Megara, son, como sabes de sobra complementarios, y nunca nos haremos la competencia.
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—Todo eso está muy bien –refunfuñó el sumo sacerdote del Didimeion– pero no veo la necesidad de hacerme venir desde mi templo, donde hasta ahora se centralizaban todas las informaciones y se preparaban los viajes para hacer domicilio en el Ponto y el Mediterráneo, a esta modesta escuela, donde los dioses y sobre todo el iluminador Apolo, parece que están de más. Y tampoco me parece necesario reunir a los ciudadanos más ilustres de Mileto alrededor de este trasto circular, porque eso parece más bien una burla de mal gusto.
—Tiene que ser comprensivo –dijo Anaximandro con voz grave– Nuestra humilde escuela de navegación nunca podrá tener la grandeza del Didimeion, ni sus maestros descienden de una eminente dinastía, como sucede con los Bránquidas. Y como no quiero que penséis que despreciamos a los dioses, propongo –si Trasíbulo lo permite– que la nueva colonia lleve el nombre de Apolo, porque no está en la desembocadura de ningún río que le dé nombre. Estoy seguro que la idea no puede desagradarle a Tales, que es un querido de las Musas.
—En cuanto a esto que llamáis trasto, estoy verdaderamente orgulloso de él, pues es el medio más sencillo de conocer todas las tierras y de planear la navegación con entera seguridad. Y quien esté en posesión de su secreto –por otra parte muy fácil de enseñar y de entender– es preferible, con todos mis respetos, a los oráculos de vuestros adivinos. Pero veo que todos estáis ansiosos por conocer las virtudes de este talismán mágico o sus defectos y fracasos.
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—Todo empezó cuando mi maestro Tales descubrió que si dos triángulos son semejantes por tener los ángulos iguales, uno de ellos puede ser figura del otro, aunque sus lados posean una descomunal desigualdad. Comprobé después por el testimonio de los viajeros que hacían de forma rutinaria la ruta de Italia, que la isla de Sicilia es un triángulo rectángulo casi perfecto con el lado mayor al sur. Y tuve la idea de trazar sobre el bronce una figura que guardara proporción con el original y fuese su reproducción exacta, aunque naturalmente, infinitamente más pequeña.
—Después de eso, en virtud del mismo principio de proporcionalidad, pude grabar en esa figura las distintas ciudades de la isla, con su posición y su distancia precisa con relación a todas las demás. Claro está –añadió señalando con un puntero un triángulo colocado en medio del disco– que esas medidas que me proporcionaron los habitantes de Sicilia, son inexactas, pero lo bastante precisas para que un navegante experimentado se oriente.
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—Ahora viene lo más difícil –dijo con aire triunfal Anaximandro–. Se me ocurrió la idea de que esta propiedad de los triángulos era transportable a cualquier otra figura geométrica, de forma que los polígonos de muchos lados, con la única condición de que sus ángulos sean iguales, son semejantes y pueden ser figura unos de otros, independientemente de su longitud. Y lo que es más extraño, la regla de proporcionalidad es aplicable a contornos irregulares, siempre que se respete la norma sagrada de mantener sus superficies correlativas y los ángulos correspondientes iguales.
Después, llamé a la Escuela Náutica a todos los navegantes que han hecho la ruta a la delta del Nilo a la factoría de Naucrátis, a los que caminaron hasta Italia y Sicilia a lo largo del Mediterráneo, y en fin, a todos los que hicieron domicilio en el Ponto Euxino, para que me dijeran con la mayor exactitud la situación de las tierras descubiertas y la inclinación de su navegación en cada punto del mar. Y con esta ayuda, pude grabar sobre bronce en pequeñas dimensiones –mi pínax apenas tiene diez metros de ancho– la figura de todo el mundo conocido.
Ahora sólo queda señalar con toda comodidad el punto exacto donde queremos hacer apoikía. Trasíbulo ha dicho –y no hay por qué llevarle la contraria– que ha de estar entre el estrecho del norte y la desembocadura del Istros. Gracias a este aparato podemos calcular en esta cómoda habitación el lugar más apropiado, sin estar sometidos a los vaivenes del mar, al capricho de una tripulación revoltosa, o lo que es mucho peor, a un error fatal en el punto de llegada.
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—Antes de empezar cualquier aventura –dijo el fabricante de telas de púrpura– quisiera que nos explicases la configuración de tu pínax, porque hasta ahora sólo veo una figura, que con alguna piedad se puede llamar extravagante. Y a pesar de todas tus explicaciones, todavía tengo serias dudas sobre las virtudes de tu descubrimiento, al parecer sensacional.
—Para simplificar el problema –contestó Anaximandro– he supuesto que la Tierra puede ser figurada por un cilindro con su base dos o tres veces mayor que su altura. Por supuesto que sólo la zona superior es habitable, mientras que el Austro nos es del todo desconocido y no debemos preocuparnos de él. El único trabajo es diseñar el círculo donde habitamos, y la disposición de todas las tierras y las islas que lo conforman, siempre contando con la preciosa ayuda del principio de proporcionalidad de mi maestro.
—El resultado de todas estas operaciones es muy sencillo y lo tienen a la vista. En el centro del sistema está el Ponto, desde el que los navegantes de Mileto y los otros jonios, han creado un gran imperio marino, compuesto por factorías y ciudades satélite. Alrededor de ese anillo se disponen tres continentes, aproximadamente iguales, a los que la mitología o la piedad –dijo Anaximandro mirando sucesivamente a los dos sacerdotes de Apolo– han dado el nombre de Europa, Asia y Libia.
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—Según esto, la ciudad de Apolo estará situada casi con toda exactitud aquí, dijo Anaximandro, requiriendo otra vez el puntero y señalando un punto del pinax. Esto figura al Ponto Euxino y esta es su orilla en la mitad del estrecho y los grandes ríos –siguió diciendo el filósofo, como si enseñase a una clase de párvulos–. Si salimos de Mileto y bordeamos la costa siempre rumbo al norte, no será difícil la navegación, sobre todo si contamos con el favor de nuestros aliados.
—De todas formas va a ser muy difícil –ironizó el sumo sacerdote del Didimeion– que una nave ligera pueda cargar con todo el peso de este artefacto de bronce. Y lo más prudente sería quedar en el puerto para evitar que se hunda, llevando consigo al mar tan precioso descubrimiento. En cuanto a mí, sigo pensando que un oráculo de Apolo puede proporcionar tan preciosas informaciones, y además sería más fácil de llevar.
—También he pensado en esto, santidad, y he encargado a la nave que hace comercio con Egipto y que ha llegado hace dos meses a Mileto, una escasa colección de papiros, en vista de que son carísimos. Otra vez usando el principio de Tales, he trazado en uno de ellos una reproducción en superficie de eso que ahora con más respeto llamáis artefacto, siempre guardando relación de semejanza entre las figuras. Y estoy por apostar que un papiro, por mucha que sea su magnitud, ha de pesar menos que un oráculo de Apolo.
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Trasíbulo –que como buen político no deseaba ningún conflicto entre los sacerdotes y los filósofos– cortó la discusión preguntando cuándo estaría Tales de vuelta de su viaje de promoción cultural y se alegró de saber que no tardaría diez días en llegar a Mileto para hacerse cargo de la Escuela Náutica. Después, haciendo alarde de diplomacia, se dirigió al filósofo.
—Quiero ver si este maravilloso instrumento de que tanto presumes, es capaz de llevarte a la ciudad de Apolo sin ningún contratiempo, o si por el contrario, como ya supongo, tendré que volver al Didimeion para consultar a sus adivinos. Y no veo mejor manera que enviarte como ecistas de la expedición a la nueva colonia. Supongo que el descendiente de los Bránquidas será de mi misma opinión, tanto más cuanto que está seguro de tu fracaso.
Así terminó la reunión de trabajo de todas aquellas fuerzas vivas de Mileto, y ya sólo quedaba esperar a Tales, que a su vuelta, habló largamente con su discípulo sobre las extraordinarias propiedades geométricas y astronómicas de su principio. Al parecer no sólo servía para conocer la configuración interna de la tierra, porque además trazaba el camino de los navegantes y hasta distribuía justamente los lotes de terreno de los colonos que hacían apoikía.
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Trasíbulo, que en último término era el responsable de aquella aventura y deseaba en secreto que tuviera éxito, se ocupó de pertrechar con abundancia la nave para que nada faltase en el viaje aunque se alargase por un capricho de la naturaleza. Después eligió la tripulación entre los marinos más expertos y más disciplinados de la ciudad, les ordenó obedecer ciegamente a Anaximandro, y les prometió los más estupendos premios en la nueva colonia si cumplían fielmente su misión.
En cambio el filósofo parecía ajeno a todos estos preparativos, pues encerrado en la Escuela Náutica estaba empeñado en la construcción de un instrumento que consistía simplemente en una vara vertical de unos veinte centímetro que corría a lo largo de una escuadra. Tales había enseñado que con ese artilugio tan sencillo y con los conocimientos geométricos y astronómicos de la Escuela era posible medir la altura del sol, pero su discípulo sospechaba que su utilidad era mucho mayor para orientarse en el mar.
Efectivamente, Tales, que procedía de una familia de fenicios, había aprendido de aquel pueblo de navegantes que las estrellas del Carro guardaban la misma posición, siempre que la nave estuviese en la misma latitud y comunicó esta propiedad astral a todos los estudiantes de su escuela. Anaximandro calculó que la nueva colonia debía establecerse en el mismo paralelo que Sinope en Asia Menor, fundada hacía ya treinta años y consiguió averiguar la altura de la polar en esa ciudad. Gracias a todas estas mediciones, supo casi con certeza dónde había de desembarcar la nave en un punto del poniente del Ponto Euxino.
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Al llegar el día de la partida, los marinos se asombraron al ver a su ecistas cargado únicamente con su escuadra de madera, sin que al parecer le importase demasiado cualquier otra provisión, fuera de unos papiros que guardaba celosamente. La nave llegó a la isla de Samos y contorneó al día siguiente Lebedos, dejando al oriente Priena, Colofón y Efeso. El filósofo no quiso visitar el Artemision ni el Clarion, aunque la tripulación se lo pidió con insistencia para impetrar el favor de sus dioses, y dio orden de seguir hacia Quíos, donde desembarcó para descansar y repostar. Afortunadamente el viento le fue favorable, y en jornadas sucesivas llegaron a Lesbos y luego a Lemnos, cerca ya de la Propóntide.
Cuando por fin la nave alcanzó tierra firme, en la ciudad de Abidos, la puerta de entrada a la Propóntide, colonizada precisamente por Mileto, Anaximandro dio unos días de descanso a los marineros, y bajando al puerto con su inseparable escuadra, esperó a que llegase la noche. Entonces corrió la vara vertical desde la ranura que había trazado en Mileto hacia sus ojos hasta que el ángulo de visión alcanzó la polar. Satisfecho por el éxito de su experiencia, trazó una nueva ranura y sobre un papiro representó las dos ciudades en el mismo orden e inclinación descubiertos.
Aunque la tripulación estaba ansiosa por alcanzar Apolonia, en vista de las promesas que les había hecho Trasíbulo, Anaximandro logró convencerlos para que antes hiciesen un viaje de placer por el Ponto Euxino. De esta forma pudo visitar al sur de la desembocadura del Danubio las colonias de Odessos, Tomoi e Istros, Tyras sobre el Dniester y Olbia sobre el Bug. En todos estos lugares repitió las medidas que había hecho en Abidos, y comprobó con satisfacción que el ángulo de la estrelle polar era distinto, lo cual le confirmó en su hipótesis de una figura curva de la Tierra.
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Por fin el ecistas se dio por contento, navegó hacia el sur y pudo encontrar con facilidad el punto donde Trasíbulo había decidido establecer la nueva colonia. Pero al parecer todavía estaban sin agotar las milagrosas propiedades del principio que Tales había descubierto. Anaximandro quiso asegurarse de que el reparto de las tierras entre los griegos que venían a hacer residencia era justo y con la ayuda de la geometría consiguió triangular la tierra y proporcionar a los colonos superficies iguales, para que ninguno de ellos quedase poseído por la funesta discordia.
Los habitantes de la nueva colonia, en vista de la buena disposición y de la ciencia de Anaximandro, le urgieron a quedarse en Apolonia, y hasta le prometieron el gobierno absoluto. Pero el ecistas necesitaba volver a su querida Escuela Náutica, y aunque sabía aprovechar los favores de Trasíbulo, no juzgaba propio de los filósofos ejercer la tiranía. Además, gracias a sus mediciones geométricas, la tierra había quedado tan bien repartida, que era ya imposible la división social entre ricos y pobres –el oro y las manos– que tanto daño había hecho en Mileto, y que a la larga había forzado a establecer un régimen tiránico.
Ya descargada de los colonos y de todas sus pertenencias, que les proporcionarían, junto con los lotes de tierra una vida suficiente, la nave volvió hacia el sur, aunque esta vez su viaje fue más accidentado. Anaximandro, en vista de que la corriente era cada vez más peligrosa, sobre todo a partir de la Propóntide, juzgó prudente no entrar en mar abierto, y protegerse de sus caprichos, tomando los estrechos que separan de la tierra firme a Lesbos, Quíos y Samos. Su viaje por el Ponto y sus exploración de las factorías abiertas por Mileto, se había alargado hasta tres meses.
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Ya de vuelta en su Escuela, el filósofo se apresuró a visitar a su maestro y a darle gracias por los maravillosos logros que había alcanzado gracias a su principio tan sencillo como rico en conclusiones. Los dos sabios estaban de acuerdo –aparte sus hallazgos geométricos– en que la Tierra no era plana, sino curva, y por supuesto inmóvil. Pero a la hora de dar razón de estas propiedades sus razonamientos se distanciaban, aunque cada uno de ellos admiraba la ciencia del otro. Tales aseguraba que la Tierra era cóncava, igual a las almadías que había tenido ocasión de contemplar en sus viaje a Caldea, y que su curvatura explicaba de sobra cómo variaban las posiciones de las estrellas en los distintos países. El gran río Océano que giraba furiosamente bajo ella, la sostenía y se sostenía a sí mismo, gracias a su mismo movimiento circular.
Anaximandro, en cambio, suponía que la Tierra es una bola, y está a igual distancia de todos los cuerpos celeste, que tienen también forma circular, como una rueda o una esfera. Esta posición central y esta figura homogénea en todos sus puntos bastaba para explicar su inmovilidad, pues no hay razón para que fuese hacia arriba o abajo, a derecha o izquierda. Sus experimentos astronómicos, donde la polar estaba a una altura angular mayor a medida que caminaba hacia el Norte, parecían asegurar su hipótesis. Pero el filósofo era lo suficientemente inteligente para darse cuenta de que en la base de sus hallazgos estaba el principio de proporcionalidad de Tales.
En cuanto a los tripulantes de la embarcación, contaron, llenos de admiración a los maravillados habitantes de Mileto, cómo aquel viaje que todos estimaban un disparate lleno de peligros, había tenido éxito sin participación de adivinos ni de oráculos del Didimeion, y con sólo unos trozos de madera, que les orientaban con una seguridad verdaderamente divina. Y de este modo, la Escuela Náutica, que hasta entonces era objeto de sospechas y desprecio a los dioses, alcanzó tal prestigio que los ciudadanos se apartaban con respeto, cuando en las calles cuadriculadas de la pólis se encontraban con alguno de los filósofos.