Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 21 • noviembre 2003 • página 10
Ante la entrega a la etóloga británica de un Premio Príncipe de Asturias 2003
Que la ocasión en la que el diario El Comercio me pide que escriba unas líneas sobre Jane Goodall coincida con la concesión a la etóloga británica del Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Tecnológica, hace suponer (lo supongo yo) que se esperan de mí palabras de elogio, y no de virulenta crítica (insisto en que lo deduzco yo. Nadie me lo ha sugerido: de otro modo, tal vez no hubiese aceptado tal encargo, aun agradeciéndolo, como lo agradezco). Y si es así, no defraudaré, puesto que no tengo el menor inconveniente, sino todo lo contrario, en comenzar por reconocer los méritos de la Dra. Goodall. Mas también me permitiré, no obstante, algunas observaciones críticas.
La Etología, siendo, como es, una ciencia relativamente joven (aun contando con importantes precedentes, como el propio Darwin), ha alcanzado, sin embargo, unos altísimos niveles de desarrollo y unos resultados que han acabado por obligarnos a replantear drásticamente la imagen que tradicionalmente teníamos de nosotros mismos. Por decirlo en pocas palabras: no es posible, en el momento presente, una reflexión seria sobre el ser humano (vale decir, una Antropología filosófica) sin tener en cuenta (por asimilación o por confrontación) los datos que nos suministra el etólogo. En el año 1973, la Etología recibió su reconocimiento definitivo, como disciplina integrante por derecho propio de la república de las ciencias, con la concesión del Premio Nobel a K. Lorenz, N. Tinbergen y K. Von Frisch. Que treinta años más tarde, los Premios Príncipe de Asturias renueven ese reconocimiento, es algo que les honra y que a mí, particularmente, me alegra y me satisface. Y el que la persona elegida, entre otros etólogos posibles, haya sido Jane Goodall, es un hecho que, en lo que a mí respecta, no presenta reservas mayores ni objeciones de peso.
Jane Goodall (Londres, 1934), desde el año 1957, cuando da comienzo a su labor bajo la dirección de Louis Leakey, se ha convertido, por sus propio mérito, en una de las grandes figuras de la Etología, no ya de la Etología presente, sino de la Etología sin más, y ello pese a que, en sus inicios, la ausencia de una formación universitaria específica le valiese no pocas críticas y suspicacias, que, es de suponer, debieron quedar acalladas con su Doctorado en Etología por la Universidad de Cambridge, en 1965, y también, y sobre todo, con sus primeros trabajos. Decir que Goodall es probablemente la mejor conocedora del comportamiento del chimpancé (nuestro pariente más cercano), es ya un tópico. Sus largos años de trabajo en el Gombe (Tanzania), deliciosamente divulgados por ella en obras tales como En la senda del hombre o A través de la ventana, están plagados de observaciones y descubrimientos tan sorprendentes como decisivos, no sólo para el conocimiento del chimpancé, sino también del ser humano. Los chimpancés utilizan herramientas (por ejemplo, ramitas para sacar termitas de los hormigueros), comen carne (en ocasiones incluso practican el canibalismo), tienen una compleja organización social, presentan una amplia y rica gama de emociones y sentimientos, resuelven problemas (lo que induce a pensar que son capaces de elaborar razonamientos y de mostrar conductas que pueden ser calificadas de inteligentes; si es que tales capacidades han de ser asociadas a la resolución de problemas) y hasta diversos grupos presentan entre ellos diferencias que pueden ser consideradas de carácter cultural.
Sin duda, el conocimiento de los grandes monos, en el que tan importantísimo papel han jugado las mujeres (Birute Galdikas, en el caso de los orangutanes, y Diane Fossey en el de los gorilas, además de Jane Goodall con los chimpancés), ha obligado a una profunda revisión del concepto que hasta ese momento el ser humano tenía de sí mismo. El desarrollo de la Etología supone el entierro definitivo de cualquier concepción antropológica puramente espiritualista, y no digamos de aquéllas más extremas que pudieran negar que el hombre sea un animal (Descartes) o las que hacen de él un reino nuevo (T. de Chardin). Pero es que ni siquiera tiene ya el menor sentido continuar definiendo al ser humano por características que hasta comienzos del siglo XX (y aun más tarde) se consideraban propias y exclusivas de él: capacidad de razonamiento, comportamiento inteligente, lenguaje (el caso de Washoe, a quien se le pudo enseñar a comunicarse mediante el código Ameslan de sordomudos, resulta, a este respecto, suficientemente significativo), cultura..., tales son algunas de las tradicionales líneas divisorias entre el ser humano y el resto del mundo animal que la Etología ha venido a derrumbar, demostrando que se encuentran también en otras especies, y, por supuesto, en los grandes monos, y, dentro de ellos, de forma más paradigmática, en el chimpancé. Sin duda, en la manifestación y el ejercicio de dichas capacidades en el hombre y en otros animales existen diferencias, y diferencias significativas, esenciales, y no sólo de grado (obviamente, no puedo detenerme ahora a señalarlas); pero esto es algo que sólo en diálogo y controversia con el etólogo puede ser establecido. Y dentro de la Etología forzoso es reconocer que Jane Goodall es una figura de primera línea y autora de aportaciones decisivas a su campo. Reciba, pues, mi agradecimiento por sus trabajos y mi felicitación por el Premio Príncipe de Asturias. Mas permítaseme ahora apuntar algunas críticas.
Los etólogos (y Goodall entre ellos) han incurrido a veces en el vicio gnoseológico (si puedo llamarlo así) que en alguna ocasión he denominado etologismo. El etologismo se constituye mediante un doble movimiento: por un lado, la proyección en el animal de disposiciones o características, emociones o sentimientos humanos (antropomorfismo), y por otro, la extrapolación al ser humano de conclusiones obtenidas a partir del estudio del comportamiento animal (reduccionismo). Con lo primero se niega o se desdibuja la diferencia (nada significativo hay en el ser humano que no se encuentre también en el mundo animal); y con lo segundo se fundamenta la semejanza (nada significativo hay en el ser humano que no pueda ser explicado en clave etológica o biológica). No tengo ahora tiempo de releer los escritos de Jane Goodall, pero siempre he tenido la impresión de que es uno de los etólogos (etóloga, en este caso) que no ha incurrido en exceso en ambas tentaciones (comparada, por ejemplo, con K. Lorenz o I. Eibl-Eibesfeldt); y eso ha sido así al menos hasta su incorporación al The Great Ape Project (Proyecto Gran Simio), porque en éste el etologismo es más que manifiesto. El intento (porque, en el fondo, de eso se trata) de convertir a los grandes simios (aunque no sólo a ellos) en personas (cada chimpancé, se dice, tiene una personalidad única y propia), beneficiarios de una declaración de derechos, es de suponer que complementaria a la Declaración Universal de los Derechos del Animal (1978), sólo puede llevarse a cabo comenzando por borrar drásticamente lo que pueda separarlos de la persona humana y atribuyéndoles, en consecuencia (de forma tan discutible como manifiestamente antropomorfa), determinadas disposiciones humanas. Y todo ello sin entrar en demasiadas matizaciones, casi por vía meramente dogmática y programática. Pues bien, por la misma vía (mas sólo porque no dispongo de espacio para otra cosa) yo niego que los chimpancés tengan pensamientos privados, imaginación, sentido del humor, del tiempo, conciencia de la muerte, o que sean capaces de engañar o de sentir celos, envidia, o planificar el futuro, por poner algunos ejemplos. Y cuando digo que niego que sean poseedores de tales disposiciones quiero decir que lo niego en el sentido en que pueden ser atribuidas al ser humano y se manifiestan en él, y afirmo que sólo pueden ser predicadas del chimpancé cuando nos quedamos en el plano de las analogías puramente formales, cuando no decididamente proyectivas. Se argumenta que sólo nos separa de él un 1% (o algo menos) del material genético, y que ésa es una diferencia similar a la que tienen otras especies que no se distinguen. Sí, pero lo cierto es que hombre y chimpancé se distinguen: ése 1% es lo bastante significativo como para ser responsable de diferencias esenciales, no sólo en el plano anatómico (con las consecuencias culturales que ello tiene, como es el caso de la mano), sino también en el plano intelectual. Fue Jane Goodall la que se dirigió a Tanzania para estudiar a los chimpancés, pero no se sabe de ningún chimpancé del Gombe que haya ido a Londres a estudiar a los humanos. Y ésa no un diferencia accidental, sino auténticamente esencial. Y no podría hacerlo, entre otras muchas cosas enteramente obvias, porque el comportamiento humano es inexplicable al margen de contextos culturales objetivos, políticos, económicos o religiosos, que son los mismos con los que tropieza el poder reductor de la Etología. Afirma Goodall que: «No hay muchas diferencias entre un niño pequeño y un pequeño chimpancés». Tal vez. Pero si las hay entre un hombre grande y un gran chimpancé.
Y en cuanto a la problemáticas ética (auténtico motor del PGS), debo decir que ya ha pasado el tiempo de la doctrina del automatismo de las bestias, o lo que es lo mismo, que nadie discute (al menos yo no) que los animales no deben ser explotados o tratados con crueldad o de forma humillante, que deben ser protegidos, respetado su hábitat natural, y tantos otras cosas. Supongo que se pueden aceptar todos (o muchos) de los 10 mandamientos que Goodall propone como directrices de nuestra relación con el mundo animal. Plateados en términos (otra vez) puramente formales y programáticos (aunque no siempre todo lo limpios de adherencias idealistas y metafísicas que sería de desear), no admiten demasiada discusión. Se parece a lo del «No a la guerra» (¡claro, quién la quiere!). Pero hay que matizar. No se pueden hipostasiar los derechos éticos, morales o jurídicos cual si se tratara de realidades eternas e intemporales. Todo derecho tiene su contrapartida en un correspondiente deber, y por ello, en sentido estricto, el juego de derechos y deberes sólo es posible entre individuos libres y conscientes que voluntariamente se someten a tales directrices. Y esto significa que si los chimpancés tienen derechos no será tanto porque los tengan en sí mismos (esto es pura metafísica), sino porque les han sido otorgados por el ser humano, quien les transfiere los que él mismo ha recibido en el seno de la sociedad política, en la que el individuo se convierte en persona y sujeto de derechos y deberes. Como decía Hegel, no se tienen derechos por ser persona, sino que se es persona por tener derechos (y deberes), proceso que (como digo) es impensable al margen de la sociedad política. En alguna ocasión he sostenido (y lo reafirmo ahora) que toda la problemática en torno a los derechos de los animales encuentra su clave explicativa no tanto en el ámbito de la Ética cuanto en el de la Religión.
Y en lo que se refiere a la experimentación con animales (no sólo chimpancés, sino también muchos otros, como los perros que, dicho sea de paso, en ocasiones también han salvado a seres humanos del ataque de otros perros. No es algo que sólo haya hecho el chimpancé Viejo, rescatando a su cuidador del ataque de tres hembras), en cuanto a la experimentación (digo), me permitiré un simple argumento ad hominem: si Goodall, Dawkins o Mosterín, pongamos por caso, me dicen que serían capaces de dejar morir a un hijo de cáncer o de SIDA antes de autorizar que se haga con un chimpancé un experimento (rigurosamente controlado, con el mínimo sufrimiento para el simio y con ciertas probabilidades de éxito, desde luego), o de permitir que se extraiga un órgano de un animal ( aún provocando su muerte) para efectuar un trasplante a su hijo moribundo; si me dicen que serían capaces de ello, les respondería dos cosas: una, que no me lo creo (se puede decir y escribir cualquier cosa: la palabra y el papel lo aguantan todo); y dos, que si realmente lo hacen, entonces el mismo proceso mediante el cual han convertido en demasiado humano al animal, ha acabado por volverlos a ellos demasiado inhumanos.
Este artículo fue solicitado al autor por El Comercio, de Gijón; y, en efecto, en tal periódico se publicó, con fecha de 24 de octubre de 2003, una especie de versión abreviada del artículo original (que aquí se reproduce). Por razones desconocidas (es de suponer que por considerarlo excesivamente amplio), alguien se sintió suficientemente competente para cortar por donde estimó oportuno (no siempre por las «junturas naturales»); y, ya puestos, decidió también cambiarle el título. Todo ello, claro está, sin considerar necesario consultar al autor.