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El Catoblepas, número 21, noviembre 2003
  El Catoblepasnúmero 21 • noviembre 2003 • página 7
La Buhardilla

Liberalismo, guerra y terrorismo (1)

Fernando Rodríguez Genovés

Primera parte de la crónica comentada de las XI Jornadas Liberales Iberoamericanas celebradas los días 11 y 12 de octubre de 2003 en Albarracín (Teruel) bajo el título de «Liberalismo y defensa. Los casos de Irak y Colombia»

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Albarracín La reflexión sobre la paz dentro de los amplios y abiertos márgenes del pensamiento liberal ha sido muy generosa y se remonta a un largo pasado, hasta sus mismos orígenes en la historia moderna y en la reciente historia contemporánea (dejaremos ahora de lado la siempre apasionante cuestión de los precedentes más lejanos, allá en la Antigüedad). Tampoco ha sido actitud extraña a esta doctrina o modo de vida el atender al reclamo analítico acerca del sentido de la revolución; y muy en concreto, la teorización sobre las dos interpretaciones realizadas alrededor de los dos modelos: la revolución americana (1776) y la francesa (1789). La orientación de estas disquisiciones sentó las bases, por cierto, de los conceptos modernos de liberalismo y de republicanismo y determinó su distinta evolución a ambos lados del Atlántico, llegando así de variada hasta nuestros días. Pero, la meditación específica sobre las virtualidades y virtudes de la guerra, su naturaleza y significado, ha quedado generalmente entre sus manos en someras vislumbres, y parece no haber preocupado en la misma medida que las anteriores a las distintas generaciones de liberales que en sus diferentes generaciones han sido y son.

Esta circunstancia, entre otras, ha hecho prosperar un daguerrotipo del liberalismo que lo presenta como un pensamiento literalmente reservado a exaltar o vender –si podemos decirlo así– las bondades netas del libre comercio y, en general, del intercambio humano como medio de entendimiento y acuerdo entre los hombres sin fronteras. Ayudando a conformar el rasgo propio de las naciones modernas, estas ganancias y utilidades dejarían atrás el «espíritu militar de conquista», característico de los «sistemas guerreros antiguos». He aquí, por ejemplo, recapitulada, la perspectiva patrocinada por Benjamin Constant.{1} Una segunda imagen publicitada del liberalismo clásico lo situaría concentrado y fijado al favorable de lo próximo, privilegiando como objetivos supremos del hombre la privacidad y la realización personal, para lo cual debe de tener garantizada la seguridad; esta perspectiva se encontraría, en síntesis, en la base del liberalismo primario, aunque esencial, de Thomas Hobbes.{2}

Sea como sea, al tratarse la guerra de un fenómeno directamente vinculado a la política (en su versión más o menos clausewitzianas) resulta muy comprensible que no haya entusiasmado precisamente a los pensadores liberales, por lo general más inquietos por reparar en otras necesidades más vitales y más fructuosas. Ahora bien, la circunstancia de que el liberalismo filosófico y político, no se haya ocupado capitalmente e in extenso de la guerra y los asuntos bélicos no es excusa para ignorar que en su núcleo palpita el instinto de la beligerancia, la vigilancia y el cuidado contra los múltiples y constantes peligros que acechan a la libertad, la seguridad y la propiedad de los individuos. Por referirnos tan sólo a los autores anteriormente mencionados, no estará de más recordar que Constant fue vivamente motivado en sus consideraciones por el expansionismo revolucionario napoleónico y Hobbes, por su parte, afirmaba el ámbito privado junto a la fijación de un sistema de garantías personales y públicas que frenaran el fanatismo destructor (religioso, en particular).

Pues bien, en el momento presente ya no es posible pasar de puntillas sobre el fenómeno de la guerra ni relegarlo a quedar como mero apéndice de la antropología de la agresividad o de la sociología de la violencia, pues en este tiempo de vesania en el que vive la humanidad desde el 11 de septiembre de 2001, la furia ha golpeado la ciudad, haciendo tambalear los muros de nuestras casas, y ha revuelto el centro mundial del comercio. En estos momentos se está librando una batalla, a vida o muerte, que supera el espacio de lo doméstico y lo nacional, y que en su nueva versión adaptada a la era de la globalización, se presenta como guerra terrorista a escala global, como conflagración general que ni la perseverancia y el regateo de los fenicios ni la discreción y la diplomacia de los mayordomos pueden contener. Y esto por dos razones: porque, por un lado, los «nuevos bárbaros» no desean negociar nada, sólo someter; y por el otro, porque ya se ha hecho fuerte en el interior de nuestros solares y aposentos, y los señores de la casa ya no pueden ignoran el problema ni despedirlo por las buenas.

Consumada (y consumida) la centuria de los totalitarismos, se inicia el siglo XXI con funestas perspectivas. En este nuevo escenario, las más variadas fuerzas hostiles a la democracia y de la sociedad abierta, han visto la oportunidad dorada (en realidad, parda y oscura, por lo que tiene de perverso, y roja, por lo que acoge de siniestro, así como por la sangre que excita y vierte), para asestar el golpe definitivo a las sociedades libres. Ante y durante la I Guerra Mundial, llegó a ser una inexcusable obligación moral de los intelectuales, incluidos los liberales, el defender, sin reservas ni matices, la decorosa causa pacifista (piénsese, por ejemplo, en la actitud activista que por entonces desarrollaban personajes como John Dewey o Bertrand Russell.{3} Con el ascenso al poder en Alemania del nazismo y en la perspectiva de la II Guerra Mundial, el entusiasmo pacifista se reduce considerablemente, quedando recluido al dominio publicista de los apaciguadores, cuando no a los explícitos estrategas del pacifismo revolucionario –es decir, quienes pactaban la mutua no agresión y la propia seguridad con los nazis, pero dejando vía libre al exterminio del otro, el chivo expiatorio sobre el que se desviaba el peligro– representados entonces por el Partido Comunista, y hoy (verbigracia, el País Vasco en España), al alimón, por comunistas y nacionalistas.

Mientras duró la Guerra Fría, la nueva versión del pacifismo se tradujo en una postura estética más que moral (la mascarada ya había sido descubierta), trufada de un incipiente ecologismo militante y anticapitalista, junto a una condena contra la carrera de armamentos y el peligro nuclear, los cuales venían, cómo no, de la mano de los americanos (los rusos, sencillamente trataban legítimamente de defenderse y de equilibrar la hegemonía norteamericana; ¿les suena el argumento?). Pero, en el momento actual, en medio de una feroz campaña terrorista contra las sociedades libres, en la que la democracia, la estabilidad y la seguridad de los civiles en las ciudades de todo el mundo son objetivo y punto de mira de un sombrío guión de muerte y destrucción a escala masiva, la defensa del pacifismo y el neutralismo queda, en verdad, muy, pero que muy, comprometida...

¿Cómo es posible ser hoy neutral o equidistante ante la ofensiva terrorista global? ¿Por qué es legítimo y necesario activar un plan de guerra antiterrorista a escala planetaria bajo la dirección de quienes están en condiciones estratégicas, logísticas y políticas de restablecer la paz y la seguridad mundiales? ¿Qué nuevas perspectivas de alianzas se presentan en el nuevo escenario creado tras el 11–S? Los responsables del Terror y los ejes de la vesania están cada vez definidos con mayor precisión, pero ¿quiénes son, en la contienda desatada, realmente aliados y quiénes no?

2

Nada, entonces, más oportuno y necesario que las XI Jornadas Liberales Iberoamericanas dispusieran la edición de este año en torno a la reflexión sobre la relación existente entre liberalismo y defensa, centrada en aquellos escenarios donde la situación es más imperiosa, a saber: los casos de Irak y Colombia, dos de los escenarios más activos de la ofensiva terrorista.{4}

Rafael L. Bardají{5} fue el encargado de abrir las sesiones correspondientes al primer bloque de análisis y discusión, las referidas al conflicto actual en Oriente Próximo y a la guerra y posguerra de Irak, pronunciando la conferencia titulada «Pax Americana». Como queda sugerido desde su mismo encabezamiento, el argumento principal de la disertación giró alrededor del papel que deben jugar los Estados Unidos de América en el presente contexto mundial, en su calidad de potencia mundial indiscutible (o hyperpuissance, como prefieren decir los que hacen gala de asociar y equiparar, de manera más explícita que subliminal, hiperterrorismo con contraterrorismo). Su estatus de poder y su hegemonía en el capítulo de defensa son, en efecto, incontestables («Los Estados Unidos gastan en defensa lo que los siguientes catorce países en el ranking mundial del gasto militar invierten en las suyas») y hoy sus emplazamientos militares se encuentran ubicados en las dos terceras partes del globo.

Podemos, en efecto, hablar, de manera crítica y no rígida, de Imperio para referirnos a EEUU o discutir acerca de la mayor o menor precisión e idoneidad en cuanto a la aplicación del término «Imperio» asociado a la naturaleza y función presentes del país norteamericano. Pero lo que sí parece incontrovertible es la posición hegemónica que ocupa en el tablero internacional y, lo que es más relevante, su posicionamiento del lado de la libertad, la democracia y la estabilidad en esta era unipolar. Pues bien, ¿cuál es el diagnóstico de semejante situación en relación con la seguridad a nivel planetario? La tesis de Bardají no puede ser más clara y rotunda: «contrariamente a lo que se suele vocear y escuchar cuando la izquierda sale a la calle, lo malo no es que Estados Unidos sea un imperio, lo verdaderamente malo es que no quiera serlo.»

George Walker Bush (1946) 43 Presidente de los Estados Unidos de NorteaméricaCondoleezza Rice (1954) Asesora de Seguridad Nacional norteamericana

Ocurre que las primeras y principales reluctancias estratégicas, y aun ideológicas, que condicionan la actuación norteamericana en el mundo provienen del interior de la familia americana. El término «Imperio» cohíbe e inhibe la reflexión teórica y la actuación práctica de muchos intelectuales y políticos influyentes estadounidenses, que se sienten más próximos a la condición de pueblo colonizado que de pueblo colonizador, y que, a pesar de las apariencias y fabulaciones malintencionadas, están muy poco motivados a la hora de poner en marcha políticas expansionistas y hegemónicas. En la historia reciente, la política exterior desarrollada por Ronald Reagan y por George Bush padre se movía sobre todo por estrategias defensivas y, todo lo más, de freno a las actuaciones agresivas, hostiles y –en estos casos sí, expansionistas– de la URSS e Irak. Al mismo tiempo, parecía crecer en la conciencia americana la persuasión de que la responsabilidad sobre la política internacional no debía recaer directamente sobre los EEUU sino sobre la ONU, en especial en unos momentos en los que era previsible que retrocediese la tendencia paralizadora del veto soviético (entonces, no podía ni imaginarse un escenario de inequívoca amenaza de veto por parte de Francia o Alemania, como sí se ha visto después, o sea, hoy). Bill Clinton accedió a la Casa Blanca en unas condiciones inmejorables, tanto desde el punto de vista interno como externo, para afianzar poder e influencia en el mundo, pero dilapidó miserablemente tal situación de privilegio, ese «momento unipolar» como lo calificó Charles Krauthammer.{6} Junto a la indefinición y morosidad actuante tan características de las dos administraciones clintonitas, se evidenció una diplomacia déjà vu, de equidistancia en los grandes asuntos calientes del globo y de literales cortinas de humo. Por lo que respecta a George W. Bush, el futuro presidente nunca dio la impresión durante su campaña electoral del año 2000 de pretender torcer aquella senda heredada de contención y distracción.

Pero, de nuevo, el 11-S, los insospechados comportamientos de algunos antiguos aliados de la democracia y las inusitadas alianzas fácticas que les han acompañado, cambiaron todas las previsiones e interpretaciones estándar, así como la agenda de prioridades. Al sumarse a la lista de objetivos directamente «tocados», la primera y máxima prioridad para EEUU pasó a ser la seguridad. América ha dejado de ser invulnerable, los océanos ya no la protegen. Ahora, la mejor defensa es un buen ataque. Se diseña de esta manera la estrategia de la anticipación, basada en ataques de anticipación (preemptive). La naturaleza del peligro, dramáticamente patentizado, informa sobre la determinación de un terrorismo fanático que no se va a parar con simples advertencias y requerimientos a la serenidad (la disposición al diálogo con el Terror sería temeraria e insensata) y que adquiere ahora carácter devastador (por el uso de armas de destrucción masiva, como se demostró, por ejemplo, con la voladura de las Torres Gemelas, pero también con el extraño, y psicológicamente aterrador, episodio del ántrax). Los EEUU debían, entonces, actuar resolutivamente y sin contemplaciones, a la misma escala que había sido golpeada: a escala global. Y, además, podía hacerlo merced a sus propias fuerzas.

En efecto, un segundo factor que explica la dirección «unilateralista» de EEUU en la lucha antiterrorista que vino como respuesta al 11-S es consecuencia de la Revolución de los Asuntos Militares, que se sumó a otros factores no menos decisivos: la deriva de la ONU, especialmente grave desde hace algunas décadas; la traición de viejos aliados de la «vieja Europa» y de países musulmanes en el Próximo Oriente; y la indolencia, cuando no la franca insolidaridad, de gran parte de la opinión pública mundial, la cual ha sido hábilmente aprovechada por las fuerzas políticas de izquierda (antiamericanas, en general), dispuestas desde el primer momento a ponerle las cosas más difíciles a la ofensiva estadounidense en su lucha contra el terrorismo global. Tres circunstancias de carácter tecnológico y logístico van a alterar, por tanto, la perspectiva de la «nueva guerra». En primer lugar, la capacidad para disponer de información directa, segura y en «tiempo real» sobre cualquier escenario bélico en el planeta, lo que permite, por ejemplo, dirigir una acción militar desde «casa»: «Piénsese –afirma Bardají–, por poner un ejemplo, que la campaña de Afganistán fue dirigida desde el cuartel general de Tampa, Florida, algo que nunca antes en la Historia había sucedido.» En segundo lugar, el grado de letalidad de la última generación de armamento, su mayor precisión y la reducción de daños a los estrictamente fijados posibilitan una intervención corta en el tiempo y quirúrgicamente efectiva (la campaña militar en Irak duró tres semanas, algo tampoco nunca visto ni imaginado, excepto por las altas esferas del Pentágono). Y, en tercer lugar, la miniaturización de los equipos electrónicos y la ligereza de los equipos de combate con los que se surte a las tropas de combate permiten reducir considerablemente el número de efectivos en acción.

Todo lo expuesto conduce a unas conclusiones inapelables: EEUU puede, en última instancia, afrontar una intervención bélica contando sólo con sus propias fuerzas (junto a algunos apoyos puntuales, más en el plano político y logístico que estrictamente militar), y es la única nación en el mundo que puede hacer semejante proeza. De manera que, si América se ha visto vulnerable, no por esta causa deja de percibirse como prácticamente invencible. Sin embargo, cómo administrar esa unipolaridad de facto y esa, para muchos intratable, hegemonía es un dilema que divide a los estrategas norteamericanos en tres opciones o escuelas.

La primera, la representan los denominados «realistas», para quienes la ofensiva contraterrorista mundial debe realizarse por medio de actuaciones limitadas en tiempo y espacio, y reducirse a las victorias parciales. En el caso de Irak, la misión se considera cumplida con el derrocamiento del régimen de Sadam Husein. Se trata ahora de abandonar el país a la mayor brevedad y concentrarse en el siguiente objetivo en esta larga guerra en marcha. El vicepresidente Dick Cheney y el Secretario de Defensa, Donald Rumsfeld estarían incluidos en esta corriente de pensamiento.

La segunda iniciativa la proponen los llamados «realistas generosos». Su propuesta parte de los presupuestos anteriores, con la salvedad de que para éstos, la misión no se ha cumplido del todo hasta que no se haya logrado estabilizar políticamente los países atacados, hasta que disfruten de autogobierno libre, democrático y viable. El representante americano en Bagdad, Paul Bremer, y, con matices, Colin Powell, conformarían la nómina de partidarios de esta doctrina.

Por último, estarían los «imperialistas democráticos» (o «neoconservadores»), para quienes el objetivo de derribar a los talibanes y a Sadam (y a los próximos tiranos en lista de espera) es sólo el medio para alcanzar un fin más amplio y ambicioso: la plena pacificación y democratización de determinadas regiones calientes del planeta; en la actual fase, la guerra contraterrorista en Oriente Próximo. La tarea, por tanto, no se completaría hasta que las fuentes directas del terrorismo no fuesen destruidas: las financieras, las políticas, las ideológicas, etc. En esta dirección se mueve el subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz, apoyado por la contribución de las páginas del Weekly Standard de Bill Kristol.

Cuál de las tres doctrinas estratégicas se impondrá al resto es algo que habrá que está por decidirse, aunque probablemente no prevalezca del todo una sobre otra, sino que se irán alternando según las circunstancias y según discurran los acontecimientos. Con todo, lo que a juicio de Bardají debe transmitirse desde Europa a EEUU es el mensaje claro de que no se amilane ni culpabilice ante la perspectiva (la necesidad mundial) de asumir sus responsabilidades hegemónicas, pues «en la Historia reciente, entendiendo por reciente la contemporánea, cuando los Estados Unidos no han querido, sabido o podido jugar un papel predominante, al mundo le ha ido mucho peor que cuando han sido y actuado como una potencia intervencionista.» El desarrollo y conclusión de las dos guerras mundiales en el siglo XX, y más recientemente el conflicto en la antigua Yugoslavia, son, sin ir más lejos, las pruebas más palpables.

3

El escenario donde se dilucidará a corto plazo el destino de la política de seguridad y defensa en el mundo se está determinándose en el presente capítulo posbélico del conflicto de Irak. Este país se encuentra en plena reconstrucción material y política, bajo la presión carnicera de quienes pretender dificultar el proceso por medio de una durísima campaña terrorista (calificada insultantemente, en especial para los propios iraquíes, como de «resistencia» por muchos medios) que aspira a que el país vuelva al statu quo previo a la intervención aliada, es decir, a una fase pre-neo-Sadam, pre-neo-baasista; ésta es, asimismo, y a fin de cuentas, la posición pasmosa de la diplomacia francesa de Chirac y De Villepin, directora del «frente opositor anticoalición», disimulada en su recurrente exigencia de que la soberanía de Irak retorne a las autoridades iraquíes de siempre...

Aunque –sobre todo, tras la última resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y la Conferencia de Donantes celebrada en el mes de octubre de 2003 en Madrid–, las energías presentes deben dirigirse a preparar las empresas futuras de corto y medio plazo, no estará de más que recordemos, por si a alguno todavía le torturan las dudas, por qué fue necesaria, legítima y justa la Guerra de Irak (2003) o III Guerra del Golfo; es decir, justamente lo expuesto por Florentino Portero{7} en su ponencia titulada «Razones para la guerra», articulada en siete argumentos básicos.

1. Acabar el trabajo dejado a medias

Partiendo de la diferenciación, expuesta en la anterior intervención de Bardají, relativo a las estrategias confrontadas en el seno de la administración norteamericana sobre su rol hegemónico en el mundo, puede afirmarse que el fin de la II Guerra del Golfo (1990) fue el resultado de la aplicación de la doctrina «realista», sostenida por el entonces consejero de Seguridad Nacional, el general Brendt Scowcroft, el jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor, general Colin Powell, y el Secretario de Estado, James Baker, y sancionada también por el entonces Presidente George Bush padre. El objetivo era liberar Kuwait y hacer que las tropas de Sadam se replegaran, nada más. EEUU permitió la continuidad del régimen baasista bajo la promesa de que no volviera a delinquir ni a atropellar a sus vecinos (incluido Israel) y a destruir por su cuenta las armas de destrucción masiva. Paul Wolfowitz mostró entonces su disconformidad ante esta decisión. Pues bien, afirma Portero: «El tiempo demostró que Wolfowitz tenía razón. Sadam intentó asesinar a Bush en Kuwait, trató de invadir este país por segunda vez y no cumplió las exigencias en materia de armamento de destrucción masiva.»

He aquí, pues, la primera razón para la guerra: entre la II y la III Guerra de Irak hay una línea lógica de continuidad. No hubo armisticio ni tratado de paz, sólo un «alto el fuego» a la espera del cumplimiento de los compromisos. Éstos no se cumplieron y George W. Bush ha tenido que completar lo que su padre le dejó en herencia sin solucionar del todo.

2. La exigencia multilateral

¿Qué hacer tras doce años de incumplimientos del régimen de Sadam Husein, de no colaborar con la comisión de inspectores de Naciones Unidas y de enorgullecerse de no hacerlo? Había dos soluciones, herederas todavía del fin de la II Guerra Mundial: «legado de Churchill» o apaciguamiento; con la ONU, a pesar de todo, o, con o sin la ONU, pero actuar. En los meses previos a la última intervención en Irak, las Naciones Unidas se han jugado su presente y su futuro al no entender la situación mundial sobrevenida ni el nuevo equilibrio de fuerzas resultante, poniendo así su propio prestigio, y aun su continuidad, en la mesa de póquer. EEUU, Reino Unido y España defendieron la posición de firmeza contra el terrorismo, sin dilación ni protocolos menores, pues la inacción significaría (sobre todo, en las actuales circunstancias de lucha contraterrorista ya iniciada) una implícita legitimación del desafío totalitario y agresivo por parte de países «gamberros» o terroristas sin más, un balón de oxígeno que les animaría a tramar nuevas embestidas, al tiempo que una humillante claudicación de las democracias y la deslegitimación definitiva de las instituciones internacionales. Por el contrario, Francia, Rusia y Alemania han evidenciado tener más miedo a la hegemonía estadounidense (fáctica e inapelable, como hemos visto antes) que al avance del terrorismo y a la presión de las dictaduras expansionistas, y amenazan con el veto en el Consejo de Seguridad a cualquier acción sin su consentimiento: el entendimiento entre a los supuestos aliados ya es imposible. Este panorama deja a EEUU en una situación desesperada: es inaceptable que ONU no sólo no defienda sus intereses sino, sobre todo, que aliente y defienda una política que va directamente contra sus intereses y su seguridad. Todo queda reducido, pues, a una cuestión de tiempo. La disputa ha dejado de ser multilateralismo o unilateralismo para convertirse en un conflicto entre inmovilismo y acción.

3. La amenaza de las Armas de Destrucción Masiva

Que el régimen baasista ha dispuesto de Armas de Destrucción Masiva (WMD) es algo indudable. Ha utilizado armas químicas y biológicas en los pasados conflictos regionales con sus vecinos y contra el propio pueblo iraquí. Que ha intentado producir armas atómicas (con la asesoría y ayuda de Francia, por cierto) está probado, así como que sólo la certera y resuelta intervención israelí impidió que el programa atómico se completara. Que no se hayan encontrado en su totalidad las WMD no implica que no existieran, lo mismo que del hecho que no hayan sido localizados (todavía) Bin Laden ni Sadam Husein no se deduce que no hubieran existido nunca. Dicho esto (cuya polémica al respecto sólo interesa ya a los ociosos intelectuales antiamericanos de Occidente, a los desaprensivos periodistas ávidos de cólera informativa y a la policromía simpatizante del régimen baasista), sepamos cuáles eran los fines que les preparaba Sadam, y por qué era (y es) necesario destruirlas, según el análisis de Portero: 1) Disuadir a Irán de cualquier tipo de agresión y mantener a raya al resto de vecinos; 2) Atraer a su terreno político a los regímenes de la región, sin disposición de tal armamento, a cambio de la no agresión; 3) Disuadir a las potencias extranjeras de cualquier tipo de intervención sobre el régimen, el cual, de producirse, se haría con un alto coste en víctimas; 4) Someter al pueblo iraquí (y a sus grupos étnicos más «sospechosos»: kurdos y chiítas) al temor de volver a ser víctima de su uso; 5) Mantener abierta la esperanza de otra invasión sobre Kuwait, esta vez más efectiva y letal; y 6) Surtir con estas armas a los grupos terroristas con el fin de articular una misma estrategia: la guerra contra EEUU y contra el resto de Occidente.

4. La amenaza terrorista

El propio régimen baasista de Sadam Husein era la más peligrosa arma de destrucción masiva. Y es que se trataba, en efecto, de un tipo de Estado paradigmático que se articula según el patrón terrorista. Así como los palestinos, animados por su Autoridad Nacional (ANP), han llegado a la conclusión de que tras cuatro guerras fallidas contra el Estado de Israel es imposible volver a concebir o planear otro plan de ataque militar convencional contra los judíos, y que, por tanto, sólo las intifadas y las embestidas terroristas podrán dañarles, así Sadam (y el resto de regímenes islamistas y dictaduras expansionistas de la zona) también entendió en su día que, tras sus fracasados intentos pasados, su particular guerra regional y a gran escala por el dominio y su propio futuro pasaban por un programa de actuación terrorista (en el contexto de lo que se ha denominado «estrategias asimétricas») en connivencia con primarios y circunstanciales aliados. ¿Por qué decimos que el régimen de Sadam era substancialmente terrorista? Seis razones básicas: porque, 1) ha dado asilo a dirigentes de organizaciones terroristas palestinas; 2) ha respaldado y justificado actos terroristas; 3) ha enviado dinero a las familias de terroristas suicidas palestinos; 4) ha mantenido contactos de alto nivel con Al Qaeda; 5) ha dado refugio temporal y asistencia médica a dirigentes de Al Qaeda; y 6) ha entrenado a comandos suicidas. Y, en fin, ha cimentado su «política» en el Terror.

5. Ahora o nunca

Frente a la postura sostenida por Francia, Rusia y Alemania (esta última de patética comparsa) como representantes del «frente opositor» a EEUU y la acción aliada, que defendía el plan de dar tiempo (indefinido) a los inspectores de la ONU y a Sadam para que pudieran entenderse, con la esperanza de que el dictador entrara en razón y se portara bien, y así no interrumpir los acuerdos comerciales y los negocios montados entre sí, la doctrina aliada sostenía que la estrategia de disuasión contra el terror y el despotismo es tan inútil como peligrosa. Contra Sadam el plan apaciguador ya había fracasado, lo mismo que ocurrió con Milosevic en Yugoslavia. Y, además, estamos hablando en todo momento de una situación de amenaza efectiva con armas de destrucción masiva, en la que en caso de activarse no ofrecer muchas oportunidades de reparación. En suma, EEUU no podía permitirse el lujo de sufrir un nuevo ataque con el que demostrar a Francia & Cía. lo equivocados que estaban. Es más, tampoco el pueblo francés, ni el del resto del mundo se lo pueden permitir en las actuales circunstancias. Que esto es así se demuestra dramáticamente en el caso, desesperado y excepcional, de Israel: un sólo tropiezo por su parte –una duda, una indecisión, una pequeña derrota– representaría de facto su destrucción. Por este motivo principal los apaciguadores no quieren saber nada de Israel: no quieren correr su misma suerte. Ellos quieren salvarse, como tantos ciudadanos alemanes en los años 30 y tantos ciudadanos vascos en la actualidad. Lo que le ocurra a los otros es asunto suyo, que no sean así... El problema, según esta lógica del miedo ruin, no lo representan los terroristas; el problema son las víctimas, por serlo, o sea, por ser y existir. La solución no puede ser, entonces, sino solución definitiva y final.

En el contexto de la nueva guerra que enfrenta a las sociedades libres contra el megaterrorismo no es exacto definir la estrategia contraterrorista como «guerra preventiva» (ni decente hacer chistes sobre ello), puesto que no existe una declaración de guerra formalmente hecha ni un enemigo desplazado sobre un espacio geográfico determinado. En el escenario de las WMD, «el despliegue se da por realizado cuando hay voluntad de utilizarlas. En cuanto al terrorismo, en el momento en que una célula se organiza.» Resulta, en consecuencia, más preciso hablar de «acciones de anticipación» (pre-emptive) para referirse con rigor a las acciones tendentes a frenar un avance hostil antes de que se produzca y sea demasiado tarde para reaccionar. Florentino Portero propone, para denominar dicha clase de acciones, la recuperación de una expresión castellana de largo pasado y muy específica, a saber: «anduviada».

El «frente opositor» a EEUU y a sus aliados, con la ONU de coartada, siguen resistiéndose a comprender el sentido estricto de este concepto, aunque cuando no hay más remedio tienen que llegar a él. El ¡Alto Representante de Política Exterior y de Seguridad! de la Unión Europea, D. Javier Solana, en la Cumbre de la Unión Europea de Salónica (Grecia) del 19 de junio de 2003, propugnó una política de actuación y Defensa muy próxima a la auspiciada por EEUU; según puede leerse en su documento programático, en el que, entre otras cosas, se afirma:

«Nuestro concepto tradicional de autodefensa, hasta el final de la guerra fría, se basaba en el peligro de invasión. Con las nuevas amenazas, la primera línea de defensa estará a menudo en el extranjero» [...] «Si no se desmantelan, las redes terroristas aumentarán su peligrosidad» [...] «Esto implica que debemos estar preparados para actuar antes de que se produzca una crisis.»{8}

6. Parte o todo

En situaciones de alto riesgo para la seguridad internacional es inevitable tener a su vez que arriesgarse para frenar las amenazas reales: es mejor hacer que esperar y no hacer. Resulta muy curioso el argumento «apaciguador», basado, en realidad, en una pregunta fútil y malintencionada: ¿por qué atacar a Irak y no a Irán o a Corea, que sí poseen armas nucleares y las blanden como desafío, o a Arabia Saudita cuya implicación en el terrorismo internacional es palmaria? Es malintencionada porque supone declarar que el régimen de Sadam era inocente e inofensivo (he aquí la acusación que el «frente opositor» ha debido encajar con disgusto, aunque sin posibilidad de réplica: su actitud contraria a la guerra le sitúa «objetivamente» en el campo sadamita y baaista). Y es fútil porque hablando de fuerzas hostiles, polemizar por asuntos de ordenamiento resulta tragicómico. Pero, sobre todo, el argumento es tramposo; pues, en caso de haberse intervenido en los otros supuestos, el argumento se hubiese mantenido invariable, sólo que cambiando los términos (he aquí el lugar absolutamente desacreditado en el que ha quedado el «apaciguamiento» de nuestros días, con cuyos representantes, sin embargo, hay que seguir dialogando...).

La feliz conclusión de la campaña en Irak es un objetivo estratégicamente vital, no sólo para el futuro del pueblo iraquí, que está deseando vivir en paz y en democracia (resulta asimismo ofensivo el sostener, como lo hace la propaganda del «frente opositor», que los actuales atentados y ataques terroristas en Irak son obra de la «resistencia» y de «grupos rebeldes» representativos del pueblo iraquí{9}), sino para animar el proceso democratizador en los países limítrofes, para favorecer la conclusión justa y estable del conflicto árabe-israelí y para desarraigar en toda la región el peligro del islamismo integrista. En caso contrario, la guerra mundial contraterrorista deberá continuar.

7. Injerencia humanitaria

¿Es justo hacer la guerra en legítima defensa? ¿En qué condiciones puede hablarse de «guerra justa»? ¿Debe intervenir la comunidad internacional (o, mejor, intervenir en su nombre) para derrocar tiranías, dictaduras y gobiernos despóticos que no sólo mantienen a sus pueblos en el horror, la miseria y la dominación, sino que además ponen en peligro la paz y la estabilidad regional y/o mundial? ¿Es posible definir cabalmente conceptos como «guerra humanitaria»?

He aquí algunos ejemplos de asuntos pendientes de deliberación y clarificación. En efecto, muchas de las estructuras e instituciones nacionales e internacionales se han demostrado hoy inviables, cuando no claramente retrógradas, y si se nos apura, hasta obstaculizadoras para la causa de la paz, la seguridad y la estabilidad mundiales. La Organización de Naciones Unidas, al menos en su actual constitución y atribuciones, es un ejemplo evidente de ello (como evidente es, de momento, que en el nuevo Consejo de Seguridad, si lo hay, Francia debe ser excluida por razones obvias: ¡a ver cómo encaja esta circunstancia en sus particulares planes hegemónicos!, ¡a ver quién les hace llegar el mensaje!). Se enarbola, asimismo, el estandarte del Derecho Internacional, pero sin arroparlo con ninguna fuerza o poder efectivos que lo hagan posible, eficaz ¡y justo!, mientras a quien tiene realmente poder se le niega todo y se le exige sumisión ¡y humildad! Y se pretende, además, llegar bajo estos términos a un acuerdo... El igualitarismo, el neocolonialismo, el multiculturalismo, la antiglobalización, el megaterrorismo, la deriva de la izquierda tras la caída del Muro y su radicalismo residual y «resistente», el pensamiento antiliberal, en fin, se perfilan como las principales trabas que hay que vencer en el camino de fomentar y consolidar las sociedades libres. He ahí los vigentes enemigos de la sociedad abierta.

La perspectiva del liberalismo es muy prometedora. En el momento presente, el único pensamiento positivo y vivaz, frente al sectarismo, la demagogia y la ranciedad del «pensamiento único». Propietario de un largo y fructífero pasado, debe, no obstante, actualizarse en función de las nuevas circunstancias. Hay que repasar las lecciones de la Escuela de Salamanca. Urge releer a Hobbes, a Spinoza, a Locke, a Hume, a Burke, a Tocqueville, a Smith, a Mill, a Ortega, a Hayek y a Popper, entre otros. Es preciso seguir pensando, así como conocer y publicitar, cuando no descubrir, a los liberales contemporáneos, en especial a los más jóvenes, pensando –que nadie se equivoque– como deben de hacerlo los auténticos liberales, es decir, mucho más en el presente que en el futuro.

*

Pues bien, la reflexión imperiosa sobre la situación internacional en materia de seguridad y defensa no se limita a Irak y al Oriente Próximo. Si la «pax americana» se concibe como la única solución viable y esperanzadora en todo el mundo, en zonas alejadas miles de kilómetros de suelo norteamericano, ¿por qué no debería serlo en el propio continente americano, en particular en Hispanoamérica, asolada durante décadas por la miseria, el desgobierno, la corrupción, la violencia de la guerrilla, la demagogia, las políticas estatistas y derrochadoras, los sueños de liberación totalitaria y, últimamente, por el terrorismo más brutal y descarnado? ¿Por qué no darle a Hispanoamérica una oportunidad para la paz, la libertad y el bienestar? A Hispanoamérica, tan lejos, tan cerca.

Notas

{1} «Hemos llegado a la época del comercio, época que necesariamente ha de sustituir a la de la guerra, como la de la guerra hubo necesariamente de precederle. La guerra y el comercio no son sino dos medios distintos de llegar a la misma meta, o sea, la de poseer lo que se desea.» Véase B. Constant, Del espíritu de la conquista, Tecnos, Madrid, 1988, p. 13.

{2} «La libertad de un súbdito, por tanto, reside sólo en esas cosas que, cuando el soberano sentó las reglas por las que habrían de dirigirse las acciones, dejó sin reglamentar. Tal es, por ejemplo, la libertad de comprar y vender, y la de establecer acuerdos mutuos; la de escoger el propio lugar de residencia, la comida, el oficio, y la de educar a los hijos según el propio criterio, etc.» Véase T. Hobbes, Leviatán, Alianza, Madrid, 1989, pp. 175 y 176.

{3} Tampoco puede interpretarse como una causalidad o capricho el hecho de que un gran número de cineastas, muchos años después de transcurrida la Gran Guerra, siga tomando este episodio histórico como escenario en el que ambientar los filmes de nítida dimensión pacifista. Cfr., entre otras muestras memorables, La gran guerra (La grande guerra, 1959) de Mario Monicelli; Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957) de Stanley Kubrick; La vida y nada más (La vie et rien d'autre, 1989) de Bertrand Tavernier.

{4} El contenido íntegro de las ponencias, que se publicarán en el número 18 de la revista La Ilustración Liberal, pueden consultarse en la página web de la publicación.

{5} Rafael L. Bardají es fundador del Grupo de Estudios Estratégicos (Gees); asesor ejecutivo del Ministerio de Defensa español entre 1996 y 2002; y, en la actualidad, es Subdirector del Real Instituto Elcano.

{6} Charles Krauthammer, «The unipolar moment» (Foreign Affairs, 1991, vol. 71, nº 1.

{7} Florentino Portero es secretario del Grupo de Estudios Estratégicos (Gees).

{8} Véase «Una Europa segura en un mundo mejor.»

{9} Al objeto de desmontar esta patraña el Instituto Elcano ha elaborado el muy recomendable trabajo: «Lo que realmente piensan los iraquíes».

 

El Catoblepas
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