Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 20 • octubre 2003 • página 9
Se estudia el paso del «Reino de la Gracia» al «Reino de la Cultura» en el caso de la música sagrada española. Se analizan los pasos desde los textos de Francisco Valls y Benito Jerónimo Feijoo hasta el problema de la constitución de la «ópera nacional»
¿Nacionalismo musical español?: Valls y Feijoo
Extraña encontrar a principios del siglo XVIII apologías sobre la música española. Son abundantes las defensas del estilo nacional frente a la italianización de la música que muchos consideraban peligrosa. El cambio de estilo era evidente. Cornetas, chirimías y sacabuches dieron paso a los violines, oboes y trompas; la policoralidad se atenuó, dejándose de cantar esos solemnes salmos a dos, tres y más coros; la polifonía dio lugar al nuevo estilo galante de terceras y sextas; la música dejó de ser preferentemente vocal para adoptar un modo instrumental, de suerte que los instrumentos ya no se dedicaban a imitar las voces, sino que ahora eran las voces las que imitaban a los instrumentos; apareció el nuevo género de la «cantada» (del italiano cantata) sustituyendo muchas veces al tradicional villancico e influyendo decisivamente en la forma de éste. Estos dos estilos se conceptuaron en su tiempo como español el primero e italiano el segundo.
Me parece interesante analizar, en este sentido, el discurso de Benito Jerónimo Feijoo, Música de los templos (Discurso XIV del Teatro Crítico Universal, tomo I, año 1726), y la introducción de Francisco Valls a su Mapa Armónico Práctico (año 1742). En estos dos textos se constata la existencia de los dos estilos diferentes de que hemos hablado, el español y el italiano. Para Feijoo el estilo italiano presenta tres diferencias con el español: a) ha disminuido las figuras, b) muda constantemente los tonos con la introducción de sostenidos y bemoles y c) no se atiene a la imitación o tema. Para Feijoo, por tanto, el estilo español es el estilo tradicional que viene del siglo XVI y desarrollado en el siglo XVII, mientras que el estilo italiano es el estilo moderno, el que está a la moda. Consideraciones parecidas encontramos en Francisco Valls. Literalmente dice en el prólogo de su Mapa Armónico Práctico:
«Pero ni italianos ni franceses en sus composiciones eclesiásticas, y aun en muchas de romance, tiene lo que los españoles de científicas y sólidas, esto es, tomar un paso o tema, y muchas veces solo para una obra larga como una Misa, perseguirle con valentía, añadirle una y muchas diferentes intenciones, introducirla ahora un canon, fugas, trocados, jugando los bajos con los coros armónicos, unas veces imitándose unos a otros, otras remedándose acompañándoles las demás voces, dejando aquella composición perfectísima y llena con 8, 10 o 12 voces, y todas con grande artificio y gran limpieza de todo lo que prohíbe el Arte en España. Estas circunstancias no se hallan en las composiciones extranjeras, pues raras veces pasan de cuatro o cinco voces, y éstas se duplican en los que llaman ripienos que sirven como de un coro de capilla, que también se halla practicado por muchos maestros españoles porque no cuesta trabajo, pero fáltale más armonía. Y por último lo que han procurado los autores españoles es que su música sea agradable al oído, y deleite al entendimiento del que es científico en ella.»{1}
La música española, para Valls, se caracteriza por emplear difíciles recursos polifónicos, por ser a numerosas voces y coros, y por su «gran limpieza» (que supone evitar los sostenidos y bemoles no permitidos por las reglas de composición). La música extranjera, sobre todo la italiana, se caracteriza por lo contrario: se deja llevar más de la fantasía que por la «ciencia».
Pero el propósito de Valls y Feijoo no es sólo el de constatar la diferencia entre el estilo italiano y el español en composiciones eclesiales. Subyace una valoración de ambos estilos. En el siglo XIX, e incluso hoy en día, esta valoración sería evidente y se articularía en torno a la nación: habría que proteger la música española de la contaminación extranjera (o de la globalización), o habría que desechar esa música como «atrasada» y sintonizar con los movimientos más «adelantados». Y precisamente son estos juicios los que laten en nuestra actual musicología, que suele tachar a Feijoo bien de «conservador» bien de salvaguarda de nuestra música. Sin embargo, la valoración de Feijoo y Valls se articula con distintos razonamientos. Ambos equiparan el estilo italiano como música para el Teatro y del estilo español como música para el Templo. Valls lo dice muy bien:
«Exceden los italianos a todas las Naciones en el buen gusto e idea de la música teatral, vistiendo los afectos que exprime el verso con gran propiedad, ya sea triste, alegre, serio, jocoso, airado, &c. y también en el enlace de los instrumentos con que adornan aquella composición, pero esto que para el teatro es admirable, en el Templo como se oye lo mismo, y se dijo arriba, muchas veces será impropio.»{2}
Como ya se indica al final este texto, se rechaza el estilo italiano por ser teatral y profano, y aun así muchos músicos se atreven a utilizarlo en los templos. Feijoo es mucho más tajante que Valls debido a que su valoración moral del teatro es marcadamente negativa. Valls se conforma con decir que la música del Teatro no es apropiada para el Templo. Feijoo sostiene que la música del Teatro induce al vicio, a la relajación y afeminación de las costumbres, basándose en la antigua tradición griega de que la música excita diversos afectos, que serán buenos o malos dependiendo del estilo. El primer parágrafo del discurso Música de los Templos Feijoo deja clara su postura:
«En los tiempos antiquísimos, si creemos a Plutarco, sólo se usaba la Música en los Templos, y después pasó a los Teatros. Antes servía para decoro del culto; después se aplicó para estímulo del vicio. Antes sólo se oía la melodía en sacros Himnos; después se empezó a escuchar en cantilenas profanas. Antes era la Música obsequio de las Deidades; después se hizo lisonja de las pasiones. Antes estaba dedicada a Apolo; después parece que partió Apolo la protección de este arte con Venus. Y como si no bastara para apestar las almas ver en la Comedia pintado el atractivo del deleite con los más finos colores de la Retórica, y con los más ajustados números de la Poesía, por hacer más activo el veneno, se confeccionaron la Retórica, y la Poesía con la Música.»
Y en el parágrafo 24 se queja amargamente:
«Verdaderamente yo, cuando me acuerdo de la antigua seriedad española, no puedo menos de admirar que haya caído tanto que sólo gustemos de músicas de tararira. Parece que la celebrada gravedad de los españoles ya se redujo sólo a andar envarados por las calles. Los italianos nos han hecho esclavos de su gusto con la falsa lisonja de que la Música se ha adelantado mucho en este tiempo. Yo creo que lo que llaman adelantamiento es ruina.»
Las razones de Valls ni las de Feijoo sobresalen por su originalidad. Argumentos similares se repetían desde los Padres de la Iglesia. Así, San Ambrosio dice en su Hexamerón que los cristianos deben evitar: «los mortíferos cantos y música instrumental de los teatros, que llevan a la mente a afectos mundanos, sino que se deleiten con los cantos de la Iglesia, la voz unísona del pueblo en las alabanzas de Dios» (Hexameron, III, c. 1, 5; Migne, Patrologia Latina, 14, 169). Y Clemente de Alejandría: «Se debe desterrar (de los cristianos) esa música artificial, que ofende a las almas y las lleva a varios sentimientos, enervantes impuros y sensuales, y aun a una excitación báquica de locura. No podemos exponernos al poderoso carácter de modos musicales excitantes o lánguidos, que, por el carácter de sus melodías, llevan al afeminamiento y a la debilidad de propósitos» (Stromata, VI, 11, Migne, Patrologia Graeca, 9, 311). La novedad en Valls y en Feijoo es la adición del tercer elemento en las siguientes dicotomías (sagrado, templo, español / profano, teatro, italiano); esto es, en la equiparación de la música sagrada, apropiada para los templos, con el estilo español, y el consiguiente rechazo de la música italiana por considerarla teatral y profana. Con ello lo que hacen es ligar estrechamente los contenidos de lo sagrado con los de la Nación española. Pero quizá nos sea útil examinar un poco de cerca eso de «música sagrada».
Música sagrada
Podríamos partir de dos tratamientos ya consagrados académicamente acerca del significado de lo sagrado. Uno de ellos sería el de Rodolfo Otto en su clásico libro Lo santo, y otro el de Mircea Elíade Lo sagrado y lo profano.
Según Rodolfo Otto, lo sagrado sería el mysterium tremendum et fascinans. Lo sagrado sería, por tanto, aquello que expresa la presencia de una realidad superior y de otro orden, lo «totalmente otro». Lo sagrado es «misterio» porque es algo oculto y secreto, que no es cotidiano ni familiar. Este misterio es «tremendo», ya que su pre-potencia causa sobrecogimiento, un «temor sobrenatural», según las propias palabras de Otto; y a la vez es fascinante, porque es objeto de amor y atracción. La música sagrada, según esto, sería aquella música en la se que expresa este misterio totalmente otro, música que llega a provocar sentimientos «sobrenaturales» de temor y amor.
El problema principal de esta caracterización (además de la dificultad de aplicarla a la mayoría de la música que llamamos sagrada) es su noción de lo «totalmente otro» o Absoluto. Porque tomado en su rigor, este «totalmente otro» o Absoluto no podría manifestarse de ningún modo. ¿Cómo aquello que está más allá de nuestra realidad va a expresarse mediante las ondas acústicas emitidas por un violín o un tiple? La noción de Absoluto (igual que la de «otro») es siempre relativa. Un orden o un ámbito de cosas es diferente en relación a otro. Para solucionar este problema, Otto tiene que postular un sensus numinis, un órgano de lo sagrado, que permita al hombre «sentir» lo sagrado. Con ello establece una armonía a priori entre aquello que es Absoluto, y más allá de todo, y lo que está acá y es contingente. Esta salida, además de ser ad hoc, presenta los mismos problemas que la glándula pineal propuesta por Descartes para explicar las relaciones entre la rex extensa y la rex cogitans. Pues, ¿cómo se explica la relación de dos elementos que en sí no se pueden relacionar? Y en Otto esto se agrava aún más puesto que la noción de Absoluto o totalmente otro excluye cualquier relación.
En el libro Lo sagrado y lo profano, Mircea Elíade comparte con Rodolfo Otto la caracterización de lo sagrado como lo «completamente diferente», lo que «no pertenece a nuestro mundo cotidiano». Pero añade, además, otras caracterizaciones. Sostiene que lo sagrado es lo significativo, lo central, lo que orienta y da sentido. Lo profano se define por la negación de lo sagrado. Lo profano es amorfo, no tiene sentido, anda sin rumbo, no tiene estructura ni consistencia. Para Elíade los ejemplos más sobresalientes de lo profano serían el espacio euclidiano y el tiempo lineal, empleados según él en las ciencias. Se trata de un espacio y un tiempo homogéneos, neutros, sin significación. En cambio, los espacios y los tiempos sagrados constituyen lugares y momentos distintos y de especial significado. La música sagrada para Elíade sería una hierofanía, término que significa «manifestación de lo sagrado». La música establecería un corte en los tiempos y espacios profanos y cotidianos introduciendo otros radicalmente diferentes y significativos.
Como podemos observar, Elíade no hace tanto hincapié en «lo totalmente otro» como constituyente de lo sagrado, y parece conformarse con una ruptura (eso sí, «radical») entre lo sagrado y lo profano. Lo constitutivo de lo sagrado sería una especial significación capaz de ordenar, dar sentido y estructurar la realidad. La música tendría un importante papel en esta ordenación de tiempos y espacios. No podemos, por tanto, achacar a la caracterización de Elíade como imposible, tal como hacíamos con la de Otto, aunque sí falsa en momentos, e imprecisa y vaga en general.
Elíade concibe lo sagrado como primigenio en orden a lo profano. Lo sagrado es primero en el orden histórico. Las sociedades tradicionales son sociedades sagradas. En esas sociedades el tiempo no era lineal, ni el espacio geométrico, sino que ambos estaban divididos en ámbitos diferentes más o menos significativos. Al extremo, todo sería sagrado en esas sociedades. No habría un momento ni un lugar que no tuviera su significación, que no fuera centro estructurador. Con la aparición de las sociedades modernas y la ciencia, según Elíade, el tiempo y el espacio dejaron de tener significado, se convirtieron en magnitudes neutras. Se llegó al extremo de que todo era profano. Lo sagrado también es primero en el orden lógico. Porque lo sagrado se caracteriza positivamente, mientras que lo profano es la simple negación de lo sagrado, es lo no-sagrado.
Ahora bien, la caracterización histórica que va de lo «todo sagrado» a lo «todo profano» es insostenible. Y lo es porque no se puede caracterizar a las sociedades modernas como caóticas, amorfas, como aquellas sociedades en las que los individuos operan sin sentido. El mismo Elíade tiene que conceder que, en el fondo del comportamiento del hombre moderno, alienta lo sagrado. Ni tampoco puede caracterizarse a las sociedades antiguas como aquellas donde todo sea sagrado. Si sagrado es aquello que tiene un significado sui generis respecto a aquello que no lo tiene, entonces si todo es sagrado, nada es sagrado. En la descripción de las sociedades antiguas o tradicionales tiene que haber espacio para lugares no especiales, operaciones consideradas normales, historias prosaicas, conversaciones informales, en fin, espacios y tiempos no marcados por lo sagrado. El error de Elíade consiste en la caracterización puramente negativa y secundaria de lo profano. Habría que entender, más bien, lo profano como un territorio originario y significativo en sí mismo, del que se desprende, dialécticamente, lo sagrado. Lo profano no se caracteriza por carecer de significado, sino por tener un significado no marcado. Lo sagrado sería aquello que efectivamente es diferente, sui generis, respecto a lo profano. Y por tanto, lo derivado ha de ser lo sagrado respecto a lo profano. Lo profano no es lo «no sagrado», sino que lo sagrado es lo «no profano».
Habría que precisar, contra Elíade, que no se debe hablar de una «ruptura» radical entre lo profano y lo sagrado, por lo menos no de una ruptura más radical de la que pudiera haber dentro de lo profano o dentro de lo sagrado. Una ruptura realmente radical, como la producida por un Absoluto o un «totalmente otro», ya hemos visto que, entre otras cosas, impide la existencia de objetos sagrados (entre ellos la música). Pero es que puede haber una ruptura mayor entre los diversos espacios y momentos profanos, que entre éstos y los sagrados. Así, se podría detectar en la vida de mucha gente una ruptura más radical entre el ocio y el trabajo, que entre el ocio y el tiempo dedicado al templo. Lo mismo cabe decir de la música. La principal diferencia no ha de ponerse en «música sagrada» y «música profana», puesto que puede haber (y de hecho hay) mayores diferencias dentro de la música sagrada, o de la misma música profana. Muchas de las obras del tiempo de Feijoo y Valls, por su estilo o forma, en nada o en poco se diferencian de las obras profanas de su tiempo. En parte, la razón de esto se debe a la pretensión de los cabildos de imitar a la «corte celestial» convirtiendo sus iglesias en cortes terrenales. La exigencia de un género musical específicamente religioso ha venido mucho tiempo después, cuando la iglesia rompió la alianza entre «el Trono y el Altar», y tuvo forzosamente que replegarse.
Se podría, por tanto, conceder que lo sagrado es un «ámbito diferente» respecto del ámbito previamente establecido de lo profano. Pero esta diferenciación no podrá marcarse en un sentido meramente delimitativo, sino tan sólo en un sentido dialéctico, vale decir que filosófico. No podemos saber, en general, qué es profano y qué es sagrado. No hay, ni puede haber, ciencia de lo sagrado. La fenomenología de la religión ha querido erigirse como tal, mediante la descripción pretendidamente neutral del lo que llama el «hecho religioso». Pero hay que decir que lo que realiza la fenomenología dista mucho de ser neutral y descriptivo, al emplear nociones tales como «misterio», «religión», «realidad», «Dios», &c. Con todo, es ingenuo pretender hacer una ciencia con la simple observación, como es bien sabido. La acumulación enciclopédica de descripciones de lo sagrado en diferentes pueblos no puede dar como resultado la definición de lo sagrado en general. Las vivencias de lo sagrado descritas en una enciclopedia etnográfica son muy heterogéneas entre sí. Lo que encontramos es que unas comunidades se oponen, en el valor de lo sagrado, a otras comunidades (como los cristianos se oponen a los musulmanes, judíos o budistas). Una definición de lo sagrado o de lo profano en general exigiría un comunidad también general, comunidad quizá existente gracias a un «sujeto trascendental», una estructura a priori y universal a la manera del sensus numinis u órgano de lo sagrado de Rodolfo Otto. Pero un postulado de este tipo ya nos pone en la senda de la filosofía y no de la ciencia. Sólo cabe, si se desea neutralidad, describir las coordenadas desde las cuales una cultura considera a algo profano o sagrado.
Por tanto, lo que sea música sagrada o música profana habría que estudiarlo histórica o etnográficamente. ¿Por qué las danzas populares, los madrigales, los sainetes o las óperas eran música profana en el siglo XVIII, y no las Misas, Salmos, Misereres o Lamentaciones? ¿Qué era esa cualidad sui generis que hacía a estas últimas obras diferentes y, en cierto sentido, opacas? No lo era, ciertamente, un género musical específicamente religioso, ni su especial significación respecto a obras profanas carentes de sentido (¿quién puede negar la significación de la ópera en cuanto exaltación de la aristocracia y la monarquía?), ni mucho menos la manifestación de un Absoluto «totalmente otro». La cualidad sui generis de esta música no era otra que la de ser obras de la Gracia divina, o como se decía entonces: ad gloriam Dei et aedificationem fidelium (o bien: ad laudem Dei et ad salutem animarum)
El Mito de la Cultura
Según el Mito de la cultura de Gustavo Bueno la Gracia es una idea homóloga precursora de la idea de la Cultura. Hasta finales del siglo XVIII «cultura» tenía tan sólo un significado «subjetivo». Una persona culta era aquella que se había cultivado en ciertos aspectos (como conocimientos y modales, diferentes en cada época) y que se distingue, por tanto, de las personas rústicas o incultas. Pero a fines del siglo XVIII aparece una nueva significación de la idea de Cultura, esta vez «objetiva». Esta Cultura es el «mundo envolvente» a los humanos que se opone como un todo a la Naturaleza. Los individuos nacen y se forman en el seno de la Cultura, y llegan a ser verdaderamente personas gracias a ella. La Cultura les da un lenguaje, una posición social, una legislación jurídica, unas costumbres, un orden moral, un sistema de producción, &c. Por todo ello la Cultura hace diferentes unos hombres de otros. Existen múltiples Culturas (la española, la francesa, la italiana, &c.) que forman cada una de ellas una totalidad sistematizada con vida propia.
En concreto, tres serían los puntos en que la idea de Gracia guarda relación con la idea de Cultura. En primer lugar, la idea de Cultura objetiva supone una «inter-conexión espiritual entre sus partes». La lengua, la literatura, el derecho, las costumbres, la música, &c. no son partes inconexas entre sí, sino miembros de un mismo organismo animado por un «espíritu del pueblo» (Volkgeist) Así, por ejemplo, el espíritu del pueblo alemán se manifestaría tanto en las cancioncillas populares como en su filosofía más sesuda, pasando por la música sinfónica. Esta inter-conexión espiritual entre sus partes también se da en la idea de la Gracia. Esta idea había incorporado, tras la asunción por parte de la Iglesia de responsabilidades educativas y administrativas, referentes objetivos como la lengua, la monarquía, la arquitectura, la música, la literatura, la moral, la familia, &c. Detrás de todas estas obras alentaba el mismo Espíritu Santo que, gracias a ellas, elevaba y santificaba a los hombres a un estado superior. Las obras de la Gracia quedaban relatadas dentro del hilo narrativo que se llamó «Historia Sagrada».
En segundo lugar, la idea de Cultura adquiere unas implicaciones normativas y soteriológicas que se encuentran, por supuesto, en la idea de Gracia. La Cultura no sólo forma a los individuos, sino también, como hemos visto, les hace ser auténticamente hombres. Por tanto, la perdición del hombre será «contaminarse» con otra cultura, perder sus tradiciones, su lengua, su arte, y tomar otras tradiciones, otras lenguas y otros estilos artísticos. Es deber de todo hombre, por tanto, mantener viva su Cultura y transmitírsela así a sus descendientes. De modo similar, la perdición dentro de la idea de Gracia será contaminarse con elementos profanos o paganos. Las otras culturas jugarán, por tanto, el papel de lo profano.
En tercer lugar, la idea de Cultura toma de la idea de Gracia su oposición, como un todo, a la Naturaleza. De hecho el par Naturaleza/Cultura ha sustituido al tradicional par Naturaleza/Gracia. La fuente de salvación no podrá venir de ningún modo de la Naturaleza, sino «de arriba», ya sea del Espíritu Santo a través de la Iglesia, o ya sea del Espíritu del Pueblo a través de la Nación.
Pero, entre otras cosas, existe una diferencia fundamental entre Gracia y Cultura que nos puede dar una pista acerca de las causas del tránsito de una a otra. Mientras que la idea de Gracia es universal o católica, al menos de modo intencional, la idea de Cultura es esencialmente particular. La Gracia era una donación de Dios realizada a través de la única Iglesia católica para la salvación de todos los hombres. La Gracia, por ello, no tenía la capacidad de diferenciar a los hombres dentro de la Europa medieval cristianizada: todos eran cristianos, partes del cuerpo de cristo, miembros de la Iglesia católica con sede en Roma. La historia de salvación no era la historia de Italia, de Alemania, Francia o España, era la historia de la salvación de la humanidad (realmente, la cristiandad) En cambio, la Cultura se administra dentro del recinto de la Nación. Sólo los ciudadanos de esa Nación pueden disfrutar de la salvación proporcionada por su Cultura: serán auténticamente hombres, auténticamente libres, auténticamente felices, auténticamente buenos sólo gracias a su Cultura, y no por otras.
Música absoluta: liberación de la institución eclesial
No puede explicarse la secularización como el paso (algunos dirán pérdida) de ciertos valores e ideas por otros. Es verdad que se ha dado ese paso, pero precisamente que se haya dado pide explicación. Los que lamentan la «pérdida» de la cristiandad no parecen tener en cuenta el dato de que nuestras sociedades han sido profundamente religiosas (católico-romanas) hasta fechas muy recientes. Se suele echar la «culpa» de la secularización a la Ilustración y su «racionalismo desmitificador». Pero la influencia de los iluminados tan sólo fue un barniz, y real sólo en ciertas clases sociales. Tenemos por tanto en los siglos XVIII y XIX una sociedad católica en la que aparece la idea de Cultura. Para explicar esto se ha de tener en cuenta la diferencia fundamental que hemos visto entre Gracia y Cultura, intencionalmente universal la primera y particular la segunda. En el proceso de secularización parece, por tanto, que algo tiene que ver la disgregación de la Iglesia católica y la aparición de las nuevas Naciones políticas particulares. La idea de Gracia, dada su universalidad, parece estar estrechamente vinculada a la institución de la Iglesia católica, mientras que la idea de Cultura a la aparición de la Nación política.
Si esto es así, la llamada Reforma protestante ha de ser un hito en la historia del tránsito de la idea de Gracia y Cultura. Y, en efecto, encontramos en Alemania tempranas apariciones de la idea de Cultura que llegarán a su máximo desarrollo en la filosofía de Fichte, Herder y Hegel. Puede incluso mantenerse que la idea de Cultura objetiva y metafísica que está vigente en la actualidad es creación (no ex nihilo, por supuesto) de la filosofía idealista alemana: una cultura que, como hemos visto, no se circunscribe a las propiedades subjetivas, sino que acapara contenidos como la lengua, tradiciones, instituciones, obras de arte, &c. como un todo envolvente e inter-conectado que hace del hombre lo que es y, aún más, le ordena ser lo que es. No es lugar éste para exponer los sistemas de estos filósofos en los que se da tal tratamiento a la idea, pero quizá sea conveniente ver la secularización de la idea de Gracia en la música alemana de finales del XVIII y principios XIX.
Podemos considerar las reflexiones acerca de la música absoluta que se dieron en Alemania en esa época como ilustración de la pérdida de poder de las Iglesias en la creación musical. Como ya se sabe, se llamó música absoluta a la música instrumental. La música realizada para las Iglesias (y, por cierto, también para las cortes) era una música funcional, nunca un fin en sí misma. En cambio, dentro de una estética del «arte por el arte», la música instrumental sí que era para los románticos un fin en sí mismo, libre de toda función «extramusical». Sostuvieron que la música instrumental (sinfónica por encima de todo) carece de objeto, concepto y objetivo, es «simplemente música». Se trata, por tanto, de una música «libre» de las cadenas de cualquier institución. La música religiosa, por ejemplo, ha de someterse a la estructura, duración, tempo, orquestación, textos, &c. regulados por las Iglesias. El compositor de música instrumental absoluta no tiene que dar cuenta a nadie y sólo ha de atender a los principios «estrictamente musicales». La diferencia se cifra, entonces, en que la música religiosa sigue unos principios exteriores y la música absoluta sólo sigue los principios interiores.
Puede ya apreciarse, por cierto, el carácter metafísico (mítico) de la idea de Cultura al apelar a una interioridad y libertad absolutas. No puede decirse seriamente que la música instrumental sigue unos «principios interiores estrictamente musicales». El compositor, a la hora de componer una sinfonía o un cuarteto de cuerda, no puede por menos que contar con las estructuras, tempos, orquestación, duración, &c. de las tradiciones musicales que hayan llegado a él, y sobre todo, ha de tener siempre presente la adecuación o inadecuación de su obra dentro de la nueva institución de la sala de conciertos. Pero esta interioridad y libertad absolutas son precisas si se ha de mantener una idea de Cultura como una única totalidad espiritual y envolvente fuente de todo valor. Si se admitiera otro principio que no fuera cultural correría peligro su carácter holístico y su exclusividad en el valor. La libertad del compositor ha de entenderse, por tanto, como la liberación emprendida por la Cultura contra las instituciones sostenedoras de la idea de la Gracia.
Prueba de esto es la llamada «religión del arte», expresión formulada por Schleiermacher en su disertación de 1799 Sobre la religión. Para Schleiermacher uno de los medios para alcanzar lo infinito a partir de lo finito es la contemplación devota de las obras de arte. El Arte, por tanto, se convierte en la llave de acceso a Dios sin la mediación de su Gracia. Para la teología no hay otra vía de acceso a Dios que no sea a través de su Gracia, que alienta sobre todo en las obras de su Iglesia, entre las que se halla el arte religioso. Ahora, en cambio, se sugiere que se llega a lo infinito por mediación de la Cultura. Téngase en cuenta que se evita la palabra «Dios» y se emplea un término intencionalmente vago como «infinito», que no parece indicar otra cosa que aquello incomprensiblemente valioso. En esta «religión del arte» (cuyos sacerdotes son, por supuesto, los artistas) la música instrumental ocupa la más alta plaza. La música «liberada» de los condicionamientos lingüísticos y funcionales, se «eleva» sobre las fronteras de lo finito para intuir lo infinito. Ahora bien, según lo que hemos visto, esta afirmación se ha de «traducir». Lo que realmente se dice es que la música, «liberada» de los condicionamientos y normas de las Iglesias, «pasa» de la órbita de la Gracia a la órbita de la Cultura. No hay que creer que este tránsito dejara intacto a la música, al menos en sus comienzos. La liberación que permitió el paso requirió que la música puramente instrumental pasara a un primer lugar en la jerarquía del valor, inutilizando las obras de la Gracia como Misas, Salmos, Misereres, Lamentaciones, &c., que quedarían olvidadas en los archivos catedralicios.
Contra esta liberalización de la música la Iglesia siempre luchó, bajo el epígrafe de una defensa de lo «sagrado» frente a lo «profano». La Iglesia sólo aceptó, al menos oficialmente, la música cuya única función fuera iluminar un texto claramente eclesial, desterrando de sí la música puramente instrumental. De nuevo nos encontramos con los testimonios de los Padres de la Iglesia. Para San Ambrosio, por ejemplo, la música sagrada debía ser únicamente cantada, vocal, e incluso arremete contra los textos acompañados con instrumentos: «Los himnos están siendo proclamados, ¿y tú levantas la cítara?; los salmos están siendo cantados, ¿y tú coges el salterio o el tímpano?...» San Juan Crisóstomo lo dijo de una manera contundente: «Donde están los tocadores de flautas, allí no está Cristo». Ahora bien, los Padres de la Iglesia, aunque sus argumentos se tomarán para ello, no defendían la idea de Gracia contra la idea de Cultura, sino que más bien querían eliminar toda referencia a lo pagano, esto es, a la religión secundaria greco-romana. Flautas, cítaras, salterios y tímpanos, eran instrumentos paganos, empleados por los paganos para sus ceremonias.
En la primera mitad del siglo XVIII nos encontramos con que tanto Valls como Feijoo exigen que el canto sea apropiado a la significación de la letra. Como la letra de Salmos, Misas, Lamentaciones, &c. es grave, y aun triste, así deben ser las composiciones eclesiásticas. La música puramente instrumental no mira a la letra y sólo está preocupada de agradar al oído, con melodías y ritmos atrayentes y populares. Es de señalar que una de las curiosas críticas que hace Feijoo a los músicos de su tiempo es que están acostumbrados a tocar sonatas instrumentales y que luego pasan a componer las obras eclesiásticas «tejiendo retazos» de esas sonatas. Lo que realmente critica Feijoo aquí es que los músicos se dejen llevar de su fantasía empleando sólo melodías y ritmos agradables, propios de las sonatas instrumentales, en lugar del grave estilo polifónico español. Entendemos así el rechazo, por parte de la Iglesia, de algunos instrumentos propios de la orquesta de conciertos y sinfonías. Ya Feijoo rechazaba los violines, como San Juan Crisóstomo las flautas. Francisco Valls consideraba a los italianos muy hábiles «en el enlace de los instrumentos con que adornan aquella composición», dando a entender que esto es más apropiado para una ópera que para una composición eclesiástica. En el desarrollo del Mapa Armónico Práctico Valls numerosas veces proclama la prioridad de las voces y la subordinación de los instrumentos a éstas, e incluso recrimina las largas introducciones orquestales; y frente a la música «científica» española, clasifica a la música instrumental de «estilo fantástico» (y, curiosamente, aquí también achaca a los compositores de componer «a retazos» de sonatas). En esta misma época el papa Benedicto XIV en la encíclica Annus qui (1749) al rechazar toda música teatral y «profana», permite tan sólo los instrumentos de cuerda y las flautas, y sólo si dan fuerza a las palabras del canto. No puede quedar más clara la postura del Reino de la Gracia contra la «liberación» de la música puramente instrumental. (y el estilo instrumental es fantástico: versus a la «ciencia»)
Sin embargo, en el caso español la dialéctica entre Gracia y Cultura es un poco más compleja. Ya hemos visto cómo Valls y, sobre todo Feijoo, habían relacionado estrechamente la música religiosa y el estilo español. Con ello ya se había realizado una transferencia de los contenidos de la Gracia universal a un estilo particular. Feijoo en la carta titulada El deleite de la Música, acompañado de la virtud, hace en la tierra el noviciado del cielo (Carta I en Cartas eruditas y curiosas, tomo IV, año 1753) claramente hace de la música una vía de acceso a los valores más sublimes. En el parágrafo 56 de esa carta exalta la música porque
«eleva el espíritu a una región adonde no alcanzan los groseros vapores de la materia. Ejercita la parte racional, dejando como insensible la sensible. Hacen su melodía con las pasiones lo que la de aquellos diestros encantadores, de quienes dice la Sagrada Escritura, que con sus cantinelas dejaban inmobles los áspides {(a) Psalm. 57. vers. 5}. Por esto se llamaban encantadores, porque cantando, esto es, por medio de la Música obraban este prodigio.»
Vemos aquí a la música elevando y santificando (dignificando) al hombre como antaño lo hacía la Gracia y en el futuro la Cultura. Y suponemos que no toda música, al menos no la música italiana, según lo expuesto por el mismo Feijoo en su discurso Música de los Templos. Curiosamente en el parágrafo 28 de esta misma carta, Feijoo expone el mismo argumento de los románticos alemanes a la hora de justificar la música:
«De este modo la inclinación a la Música allana a la alma el camino de la virtud. Mas como no siempre esa inclinación señorea tanto este animado domicilio, que no deje en el hospedaje a otra, u otras pasiones, o no siempre es tan fuerte, que totalmente resista el maligno influjo de ellas; resta que el goce, o actual deleite de la Música concurra a prestar al alma en el mismo, o equivalente beneficio. Y en efecto le presta, no sólo haciendo olvidar mientras dura los objetos de las demás pasiones, mas trayendo poco a poco el corazón a una dulce temperie con que se corrige la acrimonia de la ira, el ardor de la concupiscencia, la acerbidad del odio, la austeridad de la melancolía, la efervescencia de la ambición, la sed de la codicia, y la exaltación de la soberbia.»
Más tarde, Karl Philipp Moritz en 1785 recoge este mismo argumento para defender «el arte por el arte»: las obras de arte, según Moritz, constituyen un mundo completo y separado (absoluto) del sujeto receptor, con lo que éste se puede volcar totalmente en la obra, olvidándose de sí mismo y sus pasiones; en definitiva, se sacrifica a sí mismo por una existencia «superior». Este pensamiento quedó recogido en la estética de Schopenhauer expuesta en El mundo como Representación y Voluntad, haciendo especial hincapié en la música. Sin embargo, los románticos alemanes trataban con un Arte y una Música universales, si bien de un modo meramente intencional, pues de hecho era el arte y música alemanes el objeto de su reflexión, como la cumbre del desarrollo del espíritu humano. Feijoo, en cambio, sólo a la música española regala tan altos elogios, esa música española que se encuentra atacada por la música italiana a la moda.
Con todo, la música española, según Feijoo, Valls y otros teóricos de la época, no supone una liberación de la Iglesia: sigue siendo música eclesiástica. No se ha desgajado del «Reino de la Gracia», pues constituye un «noviciado del cielo» en la tierra, según la expresión de Feijoo. Ya hemos visto cómo Feijoo y Valls defienden con ardor la servidumbre de la música respecto de la Iglesia (y de la Iglesia católica en concreto), exigiendo que se ate a los textos. Pero aunque esta música siga perteneciendo al «Reino de la Gracia», ha perdido su carácter universal, esto es, de donación realizada a través de la única Iglesia animada por el Espíritu Santo. Esta pérdida de universalidad puede interpretarse de dos maneras: A) la música eclesiástica española es fuente de salvación y santificación sólo para los españoles de «ambos hemisferios»; B) la música eclesiástica española es fuente de salvación y santificación para todos los hombres.
En el primer caso (A): I) se podría admitir que otras músicas particulares (como la francesa o italiana, por ejemplo) fueran fuente de salvación y santificación para los que no fueran españoles (franceses o italianos); II) se critica a las otras músicas, especialmente la italiana, por «contaminar» el estilo español.
En el segundo caso (B): I) las otras músicas particulares no son fuente de salvación y santificación para nadie; II) se critica a las otras músicas, especialmente italiana, por «pervertir» a los hombres.
Los textos no dicen claro si se trata del caso (A) o del caso (B), puesto que se quedan en la discusión de lo «profano» y lo «religioso», pero creo que se puede mostrar que es lo segundo lo que funciona en tales discusiones. Feijoo, Valls y otros dejan claro la tesis (BII). En la música italiana se cifran todos los contenidos negativos de la Naturaleza, la idea opuesta a la Gracia (y luego a la cultura) La música italiana se la caracteriza como una música fácil que sólo procura agradar al oído, que alimenta las pasiones más bajas, ligera e intrascendente, de fácil canto y melodía, &c. Con ello se niega la tesis (AI) –afirmándose por lo tanto la (BI)–, puesto que si la música italiana toma los valores negativos de la Naturaleza, no puede salvar en ningún caso, ni aun a los mismos italianos (ni, implícitamente, a la misma Roma). Además, sostener el caso (A) implicaría eliminar el mismo «Reino de la Gracia» como fuente última de elevación y sustituirla por el «Reino de la Cultura». La razón es bien evidente. Si la música española santifica o eleva a los españoles, la música italiana a los italianos, la francesa a los franceses, la alemana a los alemanes, &c., esto no sucedería en razón del carácter eclesiástico de estas músicas, es decir, por ser obras de la Gracia divina, sino por ser nacionales. Si estas obras salvaran o elevaran a los hombres porque el Espíritu Santo alentara en ellas, no habría razón para que perdieran su eficacia más allá de unas fronteras territoriales. Pero ya hemos visto cómo Feijoo y Valls luchan contra esa liberación, en este caso nacional, de la música al imponer con severidad su sujeción al texto eclesiástico. No pueden, por tanto, aceptar la eliminación del «Reino de la Gracia» que se sigue de (A).
Ahora bien, ¿cómo entender el caso (B)? Por un lado, (B) mantiene la unidad del «Reino de la Gracia». Si en el caso de (A) el «Reino de la Gracia» queda fragmentado por las diferentes naciones, sustituida la Iglesia por la Nación, en el caso (B) el «Reino de la Gracia» sigue siendo uno, pero transfiriendo sus contenidos salvíficos de la Iglesia de Roma al Imperio español. Por otro lado, (B) sigue manteniendo un «Reino de la Gracia» universal, pero administrado o encarnado por un estilo particular, el español. Este estilo, por tanto, puede –y debe– extenderse más allá de sus fronteras a fin de que todos los hombres se salven. Vemos, pues, que (B) sería conforme con la ideología del Imperio católico español, el cual se constituiría salvaguarda de los valores de la Gracia.
La posición de (A), en cambio, sería más propia de posiciones afectadas por el mito de la Cultura, entendida la «Cultura» como manifestación sensible de la Nación política canónica, esto es, semejante y «a la par» de las otras naciones. La Cultura pierde la unidad y universalidad de la Gracia: a) pierde la unidad porque hay tantas culturas cuantas naciones; b) pierde la universalidad porque sus altos valores sólo se administran a través de la Nación. No puede haber, por tanto, una Cultura –como la española– fuente de valor última y máxima para todas las naciones.
Aparición de la Nación política
Según lo dicho, es la aparición de una entidad nueva, la nación política, lo que explica el tránsito de la idea de Gracia a la idea de Cultura. El caso español es algo especial, pues nos encontraríamos con una especie de Cultura universal o una Gracia salvaguardada por el Imperio. Ahora bien, parece que los filósofos idealistas alemanes también empleaban nociones tales como Arte o Música (Cultura) en un sentido universal. El Arte (y la música instrumental como su cúspide) sirve como medio de acceso a «lo infinito» para todos los hombres, sean franceses, españoles o alemanes. Si es así, es porque todavía en esta época es más importante el elemento negativo de liberación. Con todo, se presupone que Alemania está a la vanguardia del Espíritu. El mismo Schleiermacher reconoce que en ninguna de las épocas anteriores ha dominado la «religión del arte» hasta la Alemania moderna. En este sentido, es común entre los pensadores idealistas comparar el moderno «desarrollo del Espíritu» en Alemania respecto a otros desarrollos anteriores, sobre todo respecto al arte griego y al arte cristiano medieval (o renacentista). Grecia, Italia y Alemania son etapas frecuentemente recorridas. Hoffmann, por ejemplo, considera contrasta el arte «plástico», pagano y griego, con el arte «musical» cristiano; y dentro de éste considera al italiano Palestrina como el paradigma del arte cristiano eclesiástico, y a Beethoven el del arte cristiano romántico o moderno, que se caracteriza por su aspiración a lo «infinito», a lo «innombrable». No hay que decir que Beethoven representa el último (y definitivo) desarrollo del Espíritu. Por tanto no todos los hombres son merecedores de los valores de la Cultura, tan sólo los adelantados alemanes, o aquellos que lleguen a ese estadio. La diferencia con es «Cultura universal» (o más bien Gracia salvaguardada) del Imperio español es profunda y evidente. Las obras de la Gracia, como la música española, santifican o elevan, al menos en principio, a todos los hombres. La Cultura alemana («romántica» o «moderna» según los escritores de la época) sólo eleva a aquellos que se hayan puesto a tono con su desarrollo espiritual. Esto se concreta en que el Imperio español es un Imperio generador. Según lo dicho, es normal que el Imperio intente extender las obras de la Gracia, mientras que Alemania simplemente esperaría que las demás culturas lleguen a su grado de desarrollo (teniendo en cuenta, además, que muchas «culturas» estarían imposibilitadas en alcanzarlo) La idea de Cultura que se establece en estos primeros años del siglo XIX por filósofos y artistas es la idea de Cultura que manejan las vanguardias. Pero no es momento éste para desarrollar esta tesis.
Queda un paso todavía hasta concebir a la Cultura como una entidad particular, cerrada en sí misma, incontaminable y, a pesar de ello, fuente suprema de todo valor. No sólo Alemania, sino también Francia, España, Inglaterra, Italia o Portugal procuraban salvación. El español se salvaba siendo español, y el francés siendo francés, y se perdían al contaminarse de lenguas, costumbres, movimientos artísticos, leyes, &c. extranjeros. Para llegar a comprender el nacionalismo del siglo XIX hay que relacionar el regreso de una Iglesia católica con la aparición de las Naciones políticas.
La Iglesia, al menos de modo intencional, era católica o universal. Gracias a esta Iglesia se desarrollan formas artísticas, religiosas e incluso políticas. Por todos los Estados herederos del Imperio Romano se impone de un modo internacional el latín como lengua científica, filosófica y teológica, una filosofía y teología escolásticas, una arquitectura y escultura (el románico y el gótico), un ceremonial, el canto gregoriano, instrumentos musicales como el órgano, &c. A esto se le ha llamado «cristiandad».
Sin embargo, a partir del siglo XV los diversos Estados empezaron a dar la espalda a este ideal católico para concentrarse en la ejecución de sus proyectos de expansión y desarrollo colonial. Ésta es, como se sabe, una de las causas de la reforma protestante, que permitió una mayor autonomía y peso a los estados alemanes. El latín se sustituye por las lenguas nacionales, aparece también una filosofía nacional y, por supuesto, estilos artísticos propios. La Iglesia católica acaba fragmentada en Naciones, y el Reino de la Gracia en diversas culturas.
No es, por tanto, de extrañar que, tras la liberación que supone la música instrumental respecto a la institución de la Iglesia, se la intente después determinar positivamente con los contenidos de cada Cultura. La música instrumental era «libre» porque carecía de contenido y objetivo. Esto se empieza a ver como una insuficiencia en la segunda mitad del siglo XIX. Examinemos el caso de Wagner, que en esto es paradigmático. Wagner consideraba «indeterminada» a la música instrumental y todo su esfuerzo consistió en dotarla de fundamento. Para Wagner una música absoluta es una música «separada de sus raíces», que son el lenguaje y la danza, y por ello es una mala música abstracta. Este fundamento, estas raíces, no son otra cosa que los contenidos de la Cultura alemana. Wagner lo que realmente pretendió fue establecer un drama auténticamente alemán contra toda contaminación italianizante y judía. El lenguaje y la danza, raíces de su nuevo drama musical, son en realidad la lengua y mitología alemanas. Los motivos de este esfuerzo por implantar un arte alemán no son puramente estéticos, sino soteriológicos. Un auténtico arte alemán era esencial, según Wagner, para la regeneración moral y política (dígase colonial) de Alemania.
La Nación política necesitaba de la determinación de un contenido positivo que la diferenciara de los demás antiguos miembros de la cristiandad. En este proceso jugó un papel especial el teatro musical, al menos por lo que a polémicas se refiere. Durante todo el siglo XIX libretistas y compositores se esforzaron por conseguir eso que llamaron ópera nacional. En España el asunto consumió sus buenas cantidades de papel, dejando una bibliografía abundante. Esta importancia del teatro musical en la determinación de la Cultura nacional se debe a diversas razones: se emplea la lengua nacional, se muestran los caracteres propiamente nacionales, se cuenta la historia nacional, aparecen las tradiciones nacionales, la partitura puede inspirarse en la música nacional (como fandangos, jotas, seguidillas, boleros, tiranas, &c.)
Para que no se vea en esto simple especulación o exageración, podemos citar el artículo de J. Inzenga titulado «De la ópera española» escrito en 1873. En él se sostiene que el carácter diferenciador de lo español en el teatro (y por tanto, de la ópera) había que buscarlo en «la historia patria, su idioma, su teatro antiguo, sus tradiciones, sus costumbres, los cantos y bailes populares, los himnos y marchas nacionales, y otros muchos variados elementos que constituyen nuestra manera de ser y nuestra propia nacionalidad»{3} Por encima de todo, la ópera española debía fundarse sobre la base de los «cantos patrióticos nacionales». Gracias a ellos sería posible la «regeneración artística y mucho más en España», regeneración artística que posiblemente iría acompañada de otras regeneraciones morales y políticas.
En contraste, la Iglesia reacciona contra su arte religioso nacional por considerarlo precisamente «teatral». Un nuevo ideal de cristiandad recorre la Iglesia de Roma. Se resucitan la filosofía y teología escolásticas haciendo del tomismo el pensamiento oficial de la Iglesia. Las nuevas iglesias se construyen en estilo neogótico y después neorrománico. En música se rescata el gregoriano y la polifonía del siglo XVI (llamada clásica) como las mayores expresiones de lo religioso en música. Los nuevos maestros de capilla cultivan la composición a capella inspirada directamente en los modelos de Palestrina, Victoria y Morales. En España esta «purificación» o «restauración» de la auténtica música sagrada se llevó a cabo especialmente a partir del primer Congreso Nacional de Música Sagrada (Valladolid, 1907), bajo el liderazgo de Nemesio Otaño; se fundaron revistas, las principales fueron «Música Sacro-Hispana» primero, «Tesoro Sacro Musical» luego; fueron numerosos los congresos y las «Schola Cantorum» de gregoriano y polifonía clásica; se fundó la «Escuela Superior de Música Sagrada» en 1953, &c. Y toda la música conservada en los archivos de catedrales, colegiatas, monasterios y parroquias quedó condenada al olvido.
La polémica entre la música española y la música italiana pasó al siglo XIX dejando de lado la referencia a la música eclesiástica. Antes, en Feijoo y Valls, la música italiana se la condenaba por «teatral», frente a la música española, propiamente «eclesiástica». Pero ya hemos visto cómo la música «eclesiástica» en el siglo XIX se retrotrae a la música de la cristiandad, sobre todo al gregoriano. Y también hemos visto cómo el problema del arte nacional se focalizó en el drama musical. Por tanto los términos de la polémica de principios del XVIII no podían funcionar en el XIX. La música española aspiraba a ser «teatral» y la constitución «ópera nacional» se consideró un problema de primera magnitud. Lo curioso es que la música española sigue representando la autenticidad y los valores supremos contenidos antaño en la Gracia. Y la música italiana sigue siendo el enemigo principal de la música española y, en concreto, de la ópera nacional. La afición a la ópera italiana, para los intelectuales de la época, representa y contribuye a la degeneración no sólo artística, sino también política y moral de la Nación; en el fondo no pasa de ser un mero entretenimiento para una decrépita aristocracia y una burguesía indolente y de salón. Estas ideas, curiosamente, siguen latiendo con fuerza en la musicología. En sus textos aquí y allá se juzga negativamente a tal o cual compositor (como Ramón Carnicer o Hilarión Eslava en su juventud) por ser «italianizante», y de continuo se oyen las amargas quejas por el siglo que sólo supo darnos la zarzuela. Si a comienzos del siglo XVIII lo italiano era combatido en nombre de la Gracia, en el XIX lo sería en nombra la Cultura. En ambos casos la música italiana simbolizaba el disvalor del ámbito de la Naturaleza, argumentando satisfacer los bajos instintos musicales.
Nota
{1} Francisco Valls, Mapa Armónico Práctico, fol. 11v y 12.
{2} Ib., fol. 11v.
{3} Citado en Emilio Casares y Celsa Alonso (editores), La música española en el siglo XIX, Universidad de Oviedo (1995), pág. 111.