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El Catoblepas, número 20, octubre 2003
  El Catoblepasnúmero 20 • octubre 2003 • página 4
Animalia

Las abstracciones y su interpretación psicológica

José Manuel Rodríguez Pardo

En respuesta a las observaciones de Lino Camprubí
acerca de un artículo del autor

§. I

Lino Camprubí plantea en su colaboración de Animalia de hace dos números una serie de observaciones acerca de un trabajo publicado por mí en el número 15, referido al Conocimiento animal y humano, así como a uno de los autores que me sirve de base, el colega Alfonso Fernández Tresguerres. De entrada he de decir que asumo, como ha quedado escrito, las afirmaciones planteadas por Tresguerres, pero sólo aquellas que cito. Es decir, yo trabajo desde otros supuestos y con otro enfoque, que podrá ser coordinable o no con el mío, pero no por ello asumo por completo todas las propuestas que el propio Tresguerres realiza. Aquí sólo puedo hablar por mí mismo, y deberá ser el otro autor quien aclare su posicionamiento, si es que realmente desea hacerlo. Este artículo se presenta por lo tanto como respuesta y aclaración a las cuestiones y críticas suscitadas por Lino Camprubí, al menos en cuanto a la parte que me toca.

§. II

Afirma Lino Camprubí que la distinción que yo planteo entre el conocimiento animal y humano se basa en la «capacidad de abstracción» humana. Es cierto que en el número 15 realicé al final de mi trabajo esa afirmación. Pero también es cierto que la misma es una contradicción con respecto a las más de veinte páginas que he escrito sobre el tema en dos artículos, aparte de las más de cuarenta que plantee en la polémica sobre el materialismo con Gonzalo Puente Ojea y otros artículos como el dedicado a Julián Offray de La Mettrie. Para decirlo claramente, estoy a favor de no expresar la diferencia entre hombres y animales en términos mentalistas, pero por eso mismo yo no firmo tal expresión. Al menos, no creo que sea justo valorar mis trabajos por una simple confusión de términos, pues donde dice «capacidad de abstracción» en realidad quería decirse «uso de abstracciones».

Esta distinción es a mi juicio importante, porque las abstraciones no son simplemente errores del lenguaje, creaciones subjetivas o vexatae quaestionis, como afirmaba el ínclito embajador Puente Ojea. Son entidades trascendentales y objetivas, pertenecientes a lo que el materialismo filosófico determina como tercer género de materialidad. Evidentemente, sabemos que estas entidades no pertenecen genuinamente al ámbito antropológico. No son ni entidades personales (eje circular) ni entidades pertenecientes a la «Naturaleza» (eje radial), ya que en ella no existen triángulos, salvo por vía fenoménica, ni tampoco son entidades no humanas dotadas de voluntad e inteligencia (eje angular).

Sin embargo, los tres ejes son un referente en el que se representan las dos características que la tradición filosófica ha manejado históricamente: las características φ o corporales (del griego physis, naturaleza) y los caracteres π, referidos a aquellos elementos considerados espirituales o culturales (del griego pneuma). Así, podríamos caracterizar los tres ejes del espacio antropológico en virtud de estos caracteres φ y π. Sabemos que ni la Naturaleza ni los animales son capaces de «componer» teoremas científicos, sólo los hombres, luego al menos la génesis de tales construcciones habremos de encontrarlas en la escala humana, es decir, en el eje circular. Y este eje circular podemos formularlo en función de operaciones vectoriales realizadas a partir de los caracteres π y φ. Si suponemos las bases (πi, πj) y (φi, φj), las operaciones que definirían el eje circular serían las siguientes: φi/πφj y πi/φπj. Es decir, que el eje circular se caracteriza por aquellas operaciones realizadas por un sujeto corpóreo (φ) que a su vez están determinadas por la cultura envolvente y heredada históricamente (π): un sujeto humano que realiza operaciones en el laboratorio manipula objetos al igual que podría hacerlo un chimpancé, pero el primero conoce unas destrezas que han sido elaboradas históricamente, y que son expresables en lenguajes «nacionales» utilizados por millones de personas (a diferencia del lenguaje Ameslán que pueden aprender los simios, asimilable a una horda de pocos individuos), o incluso códigos «universales»: lógica formal, código IUPAC en Química, &c.

A su vez, este entramado supone no sólo la determinación del sujeto corpóreo, sino a su vez su presencia en el propio desenvolvimiento de tales operaciones, como medio que permite su resolución (πi/φπj). De lo contrario, si el sujeto operatorio queda segregado, los elementos terciogenéricos no sólo quedan segregados del eje circular, sino del propio campo antropológico. Aun así, la génesis de tales conocimientos presuponga esta segunda fórmula. (Gustavo Bueno, «Sobre el concepto de "espacio antropológico"», en El Basilisco, nº 5, 1978, págs. 63 y ss.). En definitiva, las abstracciones han de considerarse objetos tan materiales como las operaciones caligráficas que las han generado, aunque de distinto género. Y como los animales no son capaces de utilizar abstracciones, pues no se ha conocido aún ningún primate o animal de distinta naturaleza capaz de componer teoremas matemáticos (pongamos por caso), me parece una distinción perfectamente pertinente y nada «mentalista».

§. III

Una vez cumplida la labor de aclarar las dudas planteadas por Lino Camprubí, voy a realizar una serie de observaciones sobre el artículo de Teresa Bejarano, en quien se basaba para realizar las críticas a mis afirmaciones. Debo manifestar mi profundo interés por este . Quisiera hacer algunos comentarios sobre el mismo, pero no profundizaré en exceso sobre el problema, pues el objeto de mi intervención era puramente aclaratorio. Debo resaltar no obstante que las críticas que Bejarano realiza a las diferencia entre el aprendizaje humano y animal establecidas en su día por Piaget son de gran interés sin duda. Pero quizás Lino Camprubí esté queriendo ver más de lo que realmente dice Teresa Bejarano. Veamos un fragmento del trabajo al que nos referimos:

«La imitación de movimientos simples, incluso de partes del cuerpo no auto-visibles (ponerse la mano sobre la cabeza), precisa haber establecido una correspondencia entre la sensación del propio cuerpo y la percepción del ajeno. El hecho de que sólo los grandes simios puedan reconocer su imagen en el espejo reafirma a la autora en que sólo ellos disfrutan de este tipo de encaje. El origen del mismo habrá que buscarlo en la homología que a ciertos monos les es necesario hacer con vistas a cerciorarse de la posición de la propia mano, y no confundirla con la ajena, entre su propia mano y la de un congénere en la ascensión arbórea. Las "neuronas de espejo" (Pellegrino y Rizzolatti) de los monos inferiores se activan tanto cuando mueven sus propias manos como cuando observan las ajenas. La importancia de las manos en el proceso que la autora quiere reconstruir residiría en que su forma y su distancia con respecto a los ojos permite a estos monos relacionar las propias sensaciones corporales con la percepción del cuerpo ajeno. El paso del tercer estadio de imitación piagetiano al cuarto es el de la homología de los miembros visibles al completo encaje cinestésico-visual, gracias al cual el niño podrá imitar movimientos con partes del cuerpo que no puede verse, alcanzando el nivel del chimpancé (y probablemente también el de bonobos, orangutanes y gorilas). El ataque a los estadios ontogenéticos que estableció Piaget, tomando como criterio la imitación, por parte de Meltzoff, quedó neutralizado por Jones, que explicó los movimientos de la lengua de un bebé, en respuesta a un adulto que hacía lo propio, no como imitación sino como toma de contacto por los únicos órganos que a esas alturas puede el niño activar voluntariamente: los músculos de la boca.»

Esta afirmación de Bejarano acerca de la imitación es realmente interesante, pues supone una cierta continuidad entre hombres y animales, que por ejemplo sería negada en Piaget. Ahora bien, cuando la autora habla de los mecanismos neuronales («neuronas de espejo», estamos entrando en una problemática distinta a la de la antropología filosófica o la de la etología. Y ello porque, al estudiar el comportamiento de los simios, hemos de suponer ya dadas las estructuras neuronales que les permiten realizar sus acciones. Para decirlo en términos de los biólogos del conocimiento, un ser dotado de sistema nervioso central, como el chimpancé, es un sistema autorreferencial de tercer orden, y el estudio de su conducta no depende del estudio de sus elementos componentes dados al nivel celular, que en este caso no serían partes formales suyas, sino partes materiales. La actividad neuronal en los vertebrados superiores (sistemas autorreferenciales de tercer orden), según Francisco Varela, supone un acoplamiento estructural que implica que dicha actividad no es un simple trasunto de su funcionamiento neuronal, sino una totalidad cuyos límites son el sistema nervioso central y sus órganos de los sentidos (y sus percepciones apotéticas, añadiré). (Francisco Varela, Conocer. Las ciencias cognitivas: tendencias y perspectivas. Cartografía de las ideas actuales. Gedisa, Barcelona 1990, págs. 107-108).

Es decir, que la neurología no nos da la clave para entender el comportamiento animal. En todo caso, Bejarano recaería en una suerte de solipsismo, como contrapartida al representacionismo de Piaget. Mientras el suizo supone que las estructuras lógicas son útiles para entender los progresos de aprendizaje del sujeto humano, aunque no tenga en cuenta que esa lógica no es la estructura del cerebro, Bejarano mantendría en última instancia que son ciertas actividades neuronales las que permiten el reconocimiento de ciertas partes del mundo exterior, a distancia apotética.

Respecto a esta problemática, Lino Camprubí plantea una serie de críticas a la autora del artículo. Recojo aquí una de las que me parece de más valor:

«Por nuestra parte queremos hacer notar que, según la autora, verse a sí mismo como estímulo distal tiene una condición que sí cumplen los otros animales, y es necesaria pero no suficiente: percibir dentro del perímetro de la propia piel algo que está fuera y comprenderlo en su distancia (el organismo será centro de la distalidad en la conciencia animal), o sea, como ajeno. Convenimos en que el mentalismo de tal apreciación podría enturbiar la fuerza de la propuesta (si percibo el océano, por ejemplo, «dentro de mi», me ahogo; o bien ¿se puede hablar de que es la conciencia la que «pone» en la realidad lo percibido?) si no pudiera ser reinterpretado en este punto que al fin y al cabo sólo se toca oblicuamente; es decir, podríamos sostener, en su caso, que entre las operaciones apotéticas que el chimpancé puede atribuir a un congénere, no está la de percibirle a él (y esto es mucho sostener, pero los primatólogos Povinelli y Prince lo hicieron). En cambio, el juego de un niño de esconder un objeto requiere atribuir al compañero un campo visual distinto, e incluirse a sí como objeto del mismo. Sin embargo, la conducta de acecho, por ejemplo, no sería por esto eliminada (¡como va a serlo!): la homologación cinestésica del propio cuerpo con el de otro, que lleva a cabo el chimpancé, le permitiría saber hacia dónde mira éste e incluso atribuirle sentimientos (de Waal) y metas (Whiten y Ham), pero no saber si le está mirando, cosa que lograría por medios más primitivos, presentes en animales inferiores y que les sirve de aviso al ver unos ojos posados en ellos (Povinelli). En cualquier caso, lo importante de esta diferencia con respecto a la doble línea en colisión será que los chimpancés no pueden interpretar una mirada ajena, o el gesto de señalar con el dedo, como comunicación hacia ellos».

Tiene razón Lino Camprubí al criticar el supuesto mentalista en el que parece moverse Bejarano, aparte de su supuesto de la «doble línea mental» como distinción entre hombres y animales. Sin embargo, la operación de «reconocerse a uno mismo», lejos del tono mentalista que le da la autora, habría que considerarla como operación reflexiva, y no meramente «simbólica», como parece dar a entender en líneas posteriores, pues los animales también son capaces de manejar el Ameslan (Lenguaje Americano de Símbolos), a tenor de los progresos realizados por Washoe y otros congéneres suyos. Sin embargo, cuando lo que entra en juego son situaciones de reflexividad similares a las del platónico «diálogo del alma consigo misma», el animal parece estar a un nivel distinto que el hombre. De hecho, no podemos decir que el chimpancé sea capaz de reconocerse a sí mismo o, por ejemplo, de reconocer su propia imagen en un espejo al igual que nosotros lo hacemos. Sí es capaz de discernir y reconocer determinados rasgos y expresiones (rabia, sumisión, &c.), aunque eso no quiere decir que pueda distinguir al sujeto que los realiza, cuando su imagen es planteada ante el espejo.

Sin embargo, esto no autorizaría la recuperación de alguna «capacidad humana» superior, de corte metafísico, que marque las diferencias entre el hombre y el animal. Bastaría con admitir el lenguaje doblemente articulado, que incluye pronombres personales y relaciones reflexivas (que a su vez se componen de relaciones simétricas y transitivas) para entender por qué el simio no es capaz de reconocerse a sí mismo, o de discernir si se trata de otro congénere, contemplando la imagen. Evidentemente, habría que preguntarse si el chimpancé es capaz de reconocer que lo que se contempla en el espejo es una apariencia de presencia (de su presencia, concretamente), y no un animal real. Pero para ello es necesario conocer, al menos, la tecnología de fabricación de espejos, que no parece estar al alcance de ningún chimpancé.

§ § §

Finalizo aquí mi réplica a los comentarios realizados por Lino Camprubí. Como dije antes, no tenía previsto dedicar excesivo espacio al análisis del artículo de Bejarano, por otro lado de gran valor, salvo en lo que a mí me implicaba. Si bien no hubiera sido justo que un error de expresión empañase el resto de mis trabajos, era conveniente aclararlo para que los lectores no se llevasen a engaño. Pero, ya que me vi compelido a intervenir para aclarar un error, no pude resistirme a realizar algún comentario sobre los datos que se aportaban.

 

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