Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 18 • agosto 2003 • página 16
La suma de los sujetos 'simples', elevada al cuadrado, es superior a la suma de los sujetos 'complejos', también elevada al cuadrado, más la condición impuesta por la selección natural al género hombre para replicarse, la inteligencia, pero utilizada en situaciones límite
Nos esforzaremos por demostrar el siguiente enunciado: «La suma de los sujetos 'simples', elevada al cuadrado, es superior a la suma de los sujetos 'complejos', también elevada al cuadrado, más la condición impuesta por la selección natural al género hombre para replicarse, la inteligencia, pero utilizada en situaciones límite.» Pese a que se ha acudido al modelo estructural del conocido teorema de Pitágoras, el enunciado anterior no es matemático porque la formulación no es exactamente pitagórica, y no lo es sólo porque hayamos introducido una variable nueva («más la condición impuesta por la selección natural al género hombre...»), sino también porque hemos invertido el orden que le es propio al triángulo rectángulo, y que dice «la suma de los cuadrados» –de los catetos–, por «la suma –de los sujetos simples– elevada al cuadrado» y, consecuentemente, el «es igual al cuadrado» –de la hipotenusa–, por «es superior a la suma –de los sujetos complejos–, también elevada al cuadrado». Ahora bien, un teorema no pertenece en exclusiva a la categoría de las matemáticas. En concreto, la proposición de la «evolución por selección natural», de Charles Darwin (1859), es más un teorema que una teoría, que es como se la conoce extensamente (teoría), porque desborda el conocimiento especulativo que define a la teorética y se desparrama por el campo del teorema, en el sentido de una hipótesis que se somete a demostración que «no es evidente por sí misma» (tesis). Es así que nos ha sido posible unificar la línea directriz del teorema de Pitágoras con la del teorema de la evolución de Darwin, y ello para tratar de probar nuestro presupuesto.
Acometeremos, como punto de partida, dos aproximaciones. Primera: calculamos que, desde la aparición del hombre moderno, unos 150.000 años atrás, hasta el momento en que usted está inmerso en este artículo, ha habido alrededor de 13.000.000.000 personas (13 por 10 elevado a 9, o 13 seguido de 9 ceros), y la cifra resultante de la aplicación del teorema enunciado, o sea, el cuadrado de ella, da 169 por 10 elevado a 18. Segunda (aproximación): debemos constatar el escaso número de personas, en relación a la población global, que, desde las páginas de la Historia Universal, han destacado en el «ejercicio de la inteligencia», durante un buen tiempo de sus vidas, por encima, o muy por encima, de las actividades imprescendibles para la supervivencia, donde agrupamos tanto la comida y el sexo como la cultura, pero una cultura vista como lo más propio de nuestra especie (agrupaciones normativas, ritualistas y festivas). No incluiremos aquí a aquéllos que han acelerado la tecnología, que no es el caso de los que han elaborado las leyes de las que se desprendieron las tecnologías (Geometría, Mecánica newtoniana, Termodinámica, Relatividad o Mecánica cuántica). Asimismo, nos es imposible dar cabida en este bloque a la retahíla de «expertos» en tantas facetas (economistas, médicos, abogados, políticos, artistas, algunos intelectuales «de moda», etcétera, que no sienten curiosidad por otras cuestiones que no sean las suyas, y, desde luego, que no se acompañe esa curiosidad de lecturas.
Es cierto que el número de los que etiquetamos como «extraordinarios», justamente por «no hacer» siempre lo ordinario, es más difícil de calcular. Un método para averiguarlo, aunque sea «molar», es contar a los prohombres que aparecen en una enciclopedia reputada, bien la Británica, bien la Espasa, bien la Larousse. Con generosidad, situaremos el total en 5.000 (5 por 10 elevado a 3), pero este total todavía no es correcto, y no lo es porque unos no han pasado a la historia al perderse sus rastros, sobre manera los que proceden de la antigüedad, y muchos otros han desarrollado o desarrollan su «elevado» ejercicio mental ignorados o en el anonimato: en la privacidad de sus casas, en los círculos de sus amigos o discípulos, en los centro de enseñanza y un largo etcétera. Por consiguiente, no sería descabellado multiplicar los 5.000 por 100.000, arrojando así la cantidad de 500.000.000 (5 por 10 elevado a 8), que, sometiéndola a la fórmula pitagórica, por la que hemos de multiplicarla por sí misma, resulta un 5 seguido de 16 ceros, que es inferior al número de «ordinarios» en una proporción grande y que, a pesar de ello, no se verá rebajada sustancialmente al aplicar el sumando de la inteligencia por selección natural. En este sumando reuniríamos los escasos instantes en los que los individuos ordinarios ejercitarían toda la inteligencia con la que les dotó la selección para solventar situaciones críticas para la reproducción, donde la inteligencia es una suerte de contrapartida a las numerosas deficiencias físicas que presentan los humanos con respecto al resto de las especies (animales, vegetales, microbianas) y al medio. La adición de este factor al saldo arrojado por los extraordinarios no compensa, a la luz de la «situación del mundo», los abultados índices de los habitualmente «desconectados» de su conciencia. No obstante, como es imposible cuantificar el tiempo empleado por los ordinarios en la «exploración» de su inteligencia cuando las circunstancias son extremas, con el objetivo de «con-formar» sujetos materiales «artificiales» extraordinarios que añadir a los «auténticos», la validez de nuestro teorema ha de ponerse a prueba una y otra vez.
Lo que estamos en disposición de mostrar es que la evolución ha sido «gastadora» con este género, único desde la desaparición de los neandertales hace unos 26.000 años. Gastadora porque no era necesaria para la reproducción con éxito de muchas de las poblaciones de humanos una capacidad craneal de 1.450 centímetros cúbicos y unas conexiones sinápticas tan elaboradas. Y lo decimos porque el hombre «se siente bien» en un estado de «bajo rendimiento» de consciencia, se siente bien en la «simplicidad». Las pruebas que se pueden aportar son abrumadoras: desde las conversaciones diarias a las prácticas habituales, pasando por el «consumo» de medios de comunicación de masas, escritos y audiovisuales, que denominaremos, por lo que pronto diremos, como «cotillas» (anotamos nuestras dudas acerca del carácter de algunos de estos espacios, especialmente medianejos y, por ende, más propios no ya de adultos adocenados, ni tan siquiera de bebés, pero tampoco de fetos o de los más primitivos embriones, sino de cigotos).
Resultado del «derroche» energético de la naturaleza con el hombre es, por ejemplo, la constatación de la exigüidad de lectores y la hartura de televidentes, que nosotros contemplamos como «normal» tomando como referente el concepto de derroche, porque, además, estas prácticas de hoy, en su esencia, es decir, sin la amplificación que les aporta la electrónica, han acompañado siempre al paradójicamente autocalificado como Homo sapiens. Estamos convencidos que la simplicidad y el cotilleo que de ella crece ha sido capital en el desenvolvimiento del protolenguaje y en la cohesión de los clanes de Homo ergaster que hace 2.000.000 años iniciaron el camino «humano» que llega hasta nosotros.
Desde el azar en las mutaciones y desde la recombinación genética, las variaciones graduales del tipo «capacidad para cotillear» habidas en determinadas tribus fueron seleccionadas frente a otras que no las presentaban, que fenecieron, y la heredabilidad hizo el resto: por eso la «nimiedad» nos acompaña, porque fue necesaria para la supervivencia en un ambiente duro, muy poco apto para mamíferos bípedos y débiles. Sólo que la selección natural se «equivocó» al equiparnos con una inteligencia tan dimensional para la adaptación, una inteligencia que «nos sobra» para la mayoría de las actividades básicas. Cabe, empero, que la evolución «corrija» el error y desactive los lugares del cerebro «superfluamente inteligentes» que, a la par, ocasionan graves patologías neurológicas y psiquiátricas, dejándonos en el lugar que nos corresponde y haciendo inoperante el teorema enunciado. Es más, ya hay indicios de que las cosas pueden ir por ahí.