Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 18 • agosto 2003 • página 10
Se critica la historiografía ofrecida por Enrique Moradiellos en respuesta a Antonio Sánchez y Pío Moa, y se realiza un juicio sobre la veracidad de la historiografía universitaria y su valor para entender la Historia de España contemporánea
1. Preliminares
1.1. Una presunta polémica
Desde el número 14 de la revista El Catoblepas se viene manteniendo «a tres bandas» entre Antonio Sánchez y Pío Moa, por un lado, y Enrique Moradiellos, por otro, una presunta polémica sobre la segunda república española y la guerra civil. Y digo presunta polémica porque el Sr. Moradiellos, lejos de debatir, como sería natural, no lo hace, sino que se refugia en el argumento de autoridad y la pontificación para negar legimitidad a los argumentos de sus dos oponentes. Curioso resulta también que el Sr. Moradiellos rechace las implicaciones políticas del presente que sugiere Antonio Sánchez a propósito del debate, al tiempo que se declara prorrepublicano. El Sr. Moradiellos se limita, a todos los efectos, a darnos lecciones desde su republicanismo no bien definido (¿es militante de alguna organización republicana?), y a pontificar sin argumentar respecto a las obras de Pío Moa. A estos detalles habré de referirme más adelante.
No contento con sus afirmaciones, ya desde el comienzo, y reiterando sus ínfulas universitarias y sus argumentos de autoridad, el Sr. Moradiellos apeló al nombre de Gustavo Bueno como referente común con Antonio Sánchez, afirmando además que, al igual que el filósofo español, se decidía a polemizar por el afán de «convencer» a quienes parecían estar errados por su no pertenencia a la Universidad. Como es natural, Antonio Sánchez le recriminó esta actitud, pues ni Bueno gusta de los argumentos de autoridad, al contrario del «universitario» Moradiellos, ni desde Oviedo acude a los debates con la insana intención de convencer a nadie, actitud más bien propia del militante de un partido político, del adherente de una religión o del correligionario de una secta. Ignoro si el Sr. Moradiellos pertenece a alguna de tales instituciones, pero su actitud proselitista le sitúa más cerca de éstas que de ninguna otra.
Se excusaba al respecto el Sr. Moradiellos diciendo que tanto él como Antonio Sánchez (en tanto que profesor de instituto) pertenecen a «academias» y son, por lo tanto, «académicos» en su proceder. Esto vuelve a probar que Moradiellos no conoce nada de la obra de Gustavo Bueno, ya que si hubiera leído su opúsculo ¿Qué es la filosofía?, vería que la distinción entre una «filosofía universitaria» como «filosofía de investigación» y una «filosofía divulgada» es puramente escolar, pues el saber filosófico se expresa, tanto en la universidad como en los institutos, en el lenguaje nacional, comprensible por todos. La única distinción válida se realiza entre una filosofía «exenta» de los problemas del presente (la filosofía universitaria, hecha por profesores para profesores) y una filosofía «implantada», que reflexiona sobre los problemas del presente (y que bien puede encontrarse instalada en los institutos, entre un público que poco tiene que ver con la Filosofía). Esta distinción podría encontrar paralelismos en la historiografía, aunque sin llevarlos demasiado lejos. De hecho, la Historia también se expresa en el lenguaje nacional, por lo que es perfectamente asimilable sin acudir a «divulgaciones», «defecto» que parece obsesionar terriblemente a Moradiellos respecto a Pío Moa. Y es más, no resulta descabellado afirmar que, salvo honrosas excepciones, la historiografía universitaria se ha convertido en una historiografía «exenta», puramente mitológica, que ni siquiera presta atención a los hallazgos del presente, y que, en lugar de convertirse en un discurso desmitificador (Herodoto, el primer historiador occidental que conocemos, creó la Historia como oposición al relato mítico), se dedica a defender una serie de mitos oscurantistas sin imbricación en la realidad. Las respuestas de Moradiellos al respecto son muy reveladoras y a ellas, como digo, he de referirme.
En fin, no pretendo aquí analizar con lupa los múltiples defectos de forma que presenta el Sr. Enrique Moradiellos en sus respuestas. Simplemente afirmo que, ante doctrina tan poco fiable y presentada de tan dogmática manera, es preferible mostrarse escéptico. Pero escéptico de verdad, no simplemente de palabra como el Sr. Moradiellos, para luego mostrar en todo su esplendor un dogmatismo impactante respecto a lo que venga de fuera del gremio universitario.
Respecto a mis argumentos, básicamente se referirán a la versión que Pío Moa ofrece sobre la República y los orígenes de la Guerra Civil, profundizando además en algunas líneas seguidas por Antonio Sánchez. No voy a centrarme en el tema de la guerra civil y la intervención extranjera, pues ya se está tratando con profundidad y creo que deben seguir haciéndolo los propios Moa y Sánchez, pero sí voy a argumentar por qué, a mi juicio, como afirman no sólo Moa sino otros autores con diversos matices, como Gabriel Jackson, Stanley Payne, De la Cierva, &c., Segunda República y Guerra Civil van indisociablemente unidos. En mi caso particular, he de decir que fui autor de una reseña sobre la trilogía de Pío Moa en el número 10 de El Catoblepas, y pretendo aquí realizar algunas matizaciones sobre la misma: al margen de algún error nimio de fechas, afirmando que 1871 es una fecha perteneciente al período de la Restauración, confundiendo 1933 con 1934 en la cuestión de las segundas elecciones republicanas, había también algún otro error importante, como afirmar que el PSOE había pactado directamente la rebelión de 1934 con la Generalidad catalana (aunque sin duda actuaron en sospechosa connivencia). Debido a los errores cometidos entonces, tenía previsto retomar la temática sobre esta convulsa época. Creo que este es un buen momento para ir realizando esta labor, que no pretende ser una respuesta a Moradiellos, pues no creo que tenga en cuenta estos argumentos, pero sí un juicio sobre una polémica de gran interés y actualidad.
1.2. El punto de vista historiográfico de la Universidad
El Sr. Moradiellos, paradigma del dogmatismo reiterado, como afirmé al comienzo, no tiene reparos en señalar, al final de su escrito del número 15, convencido de la superioridad de sus argumentos, que «el señor Moa sólo reactualiza, sin demasiadas novedades de interpretación ni de documentación, los términos y parámetros interpretativos de una escuela historiográfica muy bien conocida (fue doctrina oficial durante casi cuarenta años) y muy bien debatida en los últimos veinticinco años. Siendo esto así, pudiera ser que se hayan preguntado (y obrado en consecuencia): ¿para qué perder tiempo desmintiendo a un divulgador cuando ya se ha discutido y debatido con los historiadores que le sirven de base y apoyo?».
Ante semejante atrevimiento del Sr. Moradiellos, he de decir que me sentí compelido a intervenir y denunciar esta burda manipulación, aunque no fuera el único motivo para escribir estas líneas. Sin embargo, bastará dejar de lado tales ardores y simplemente señalar la curiosa manera de argumentar del extremeño de adopción. En primer lugar, el título de «divulgador» en este contexto no pasa de ser un descalificativo puramente gremial. Realmente, si lo único que realiza el señor Moa es «divulgar» una «doctrina oficial», bastaría con mostrar tales dotes ante el público, citando párrafos concretos DE LAS OBRAS DE PÍO MOA. Y resalto esto porque Moradiellos apenas nos cita dos párrafos de la última de las obras de su trilogía sobre la II República y la Guerra Civil, y nada de su último libro Los mitos de la guerra civil, fragmentos que no sirven para medir el valor de sus estudios ni siquiera en el tema de la intervención extranjera tan sacralizado por Moradiellos. ¿Cómo pretende el Sr. Moradiellos que nos fiemos de una sola de sus palabras cuando ni siquiera aporta pruebas de que su escrito buscaba impugnar tales obras? A mi entender, lo que ha hecho Moradiellos desde el primer momento es crearse un adversario imaginario, mezcla de ciertos ribetes de De la Cierva, Martínez Bande, los hermanos Salas Larrazabal, &c., separando el grano de la paja de tal manera que lo que ha construido es un «hombre de paja», que da nombre a la famosa falacia argumentativa, y que le va a la medida al Sr. Moradiellos para descalificar unas obras sin haberlas analizado hasta el momento. Mal empezamos, con una flagrante falacia.
En segundo lugar, cuando Moradiellos afirma que ha discutido con todas las fuentes del historiador vigués, miente a sabiendas de su falsedad. El Sr. Moradiellos sabe de sobra que Moa utiliza fuentes que su propio maestro, es decir, el Sr. Pablo Preston, cita en abundancia: las memorias de Azaña, las de Juan Simeón Vidarte, &c. Sin embargo, esta base común proporciona resultados dispares, muy malos a mi juicio en lo que se refiere a Preston. Sobre los motivos de esta disparidad voy a profundizar en lo sucesivo. Pero no conviene dejar de señalar, para curar al público de tanta mentira, que las fuentes de Moa no son solamente De la Cierva, los hermanos Salas Larrazabal, Martínez Bande, &c., como pretende hacernos creer Moradiellos. Lo son también, por si el Señor Moradiellos no ha sido apercibido de ello, Tuñón de Lara, Tussell, Jackson, Preston, &c. Y afirmo esto porque, en cada acontecimiento que describe, Pío Moa va presentando otras versiones con las que está en desacuerdo, y trata de mostrar sus errores u omisiones, para probar sus propias tesis.
Para decirlo en términos filosóficos, Moa escribe la historia (hace historiografía) de forma dialéctica, aunque a él posiblemente no le guste utilizar dicha palabra. En términos del materialismo filosófico, el razonamiento de Pío Moa es apagógico. Es decir, busca, por demostración de la falsedad de las tesis opuestas, afirmar la verdad de sus propias tesis. Proceder nada dogmático, pues supone presentar las alternativas existentes y juzgar sobre ellas. De hecho, este proceder resulta para el lector neófito, como era mi caso no hace mucho tiempo, de gran provecho, ya que permite corroborar de primera mano si lo que dice Moa es cierto o es una deformación. Permite tener noticia de obras de las que a veces se ignora su existencia, así como poder comprobar la veracidad de las versiones de Pío Moa sobre ellas, cosa que me he molestado en indagar, por supuesto. Al menos, este ha sido uno de los puntos de interés que me han llevado a seguir estudiando el tema de la Segunda República y la Guerra Civil española. También ha sido el posicionamiento opuesto, es decir, el carácter cerril y unilateral de la llamada «historiografía universitaria» (no toda, por supuesto), de la que Enrique Moradiellos demuestra ser un auténtico paradigma, lo que me hace desecharla como explicación plausible para entender la II República y la Guerra Civil española.
Por lo tanto, y este es el primer juicio que realizo sobre la «historiografía universitaria», para poder criticar las obras de Pío Moa, resulta insuficiente con citar sus «presuntas fuentes», y ha de acudirse a los propios textos del historiador vigués. De lo contrario, surge el argumento de autoridad, que descalifica las obras ajenas por ser producto de un simple «divulgador». Mientras Moradiellos no acepte este postulado, será imposible que pueda refutar absolutamente nada de la trilogía de Pío Moa y de su último libro. En contraposición a la pregunta final de Moradiellos en el número 15 se podría presentar la siguiente: ¿cómo refutar a alguien si no se muestran previamente sus contradicciones y errores? Imposible realizarlo de otra manera. Dicho de otra manera, en relación al propio debate, ¿por qué no se aceptan estos términos tan lógicos para el discurrir normal de un debate, con sus aproximaciones y conclusiones pertinentes? La respuesta más obvia me lleva directamente a lo que afirme más arriba: el proceder de Moradiellos, en tanto que miembro del gremio universitario, le lleva a situar el problema en la simple coherencia o incoherencia con lo que se dice desde la institución universitaria. Es decir, para el universitario importa mucho más el corporativismo y la fraternidad con sus colegas que la verdad. Sin embargo, hay a mi juicio otro motivo mucho más poderoso y relacionado con las cuestiones doctrinales.
Se trata ni más ni menos que de los distintos enfoques teóricos utilizados para explicar el período que nos ocupa. Sería ingenuo pensar que a la hora de presentar la Historia es suficiente con la recogida fetichista de datos y más datos, para luego amoldarlos, manipularlos y ajustarlos a la primera teoría que se nos pase por la cabeza. Lo más importante en la Historia es sin duda la escritura de la misma, historiografía, sin la cual todas esas «reliquias y relatos» recopilados, para utilizar la expresión de Gustavo Bueno, nada sirven a nuestro objeto. No hay más que comprobar un detalle que sin duda llamará la atención a propios y extraños. Cuando leí La destrucción de la democracia en España de Preston, reeditada por Grijalbo en el 2001, al consultar la bibliografía utilizada, aparecían los archivos de la Fundación Pablo Iglesias, en los que Pío Moa estudió la preparación del golpe de estado de octubre de 1934, y de los que exhumó los documentos «inculpatorios». Sin embargo, para Preston tales documentos no merecieron atención alguna, haciendo referencia solamente a archivos que mostraban la situación del PSOE en la Dictadura de Primo de Rivera. ¿Por qué este descuido que parece tan evidente? Porque la tesis fundamental de Preston, absolutamente apriorística y dogmática, es que fueron los partidos de la derecha, al parecer todos fascistas sin distinción [sic] los que, con sus actos, justificaban la rebelión izquierdista. Así, todos los que intenten probar, como demuestran los hechos, que Gil Robles no impuso el fascismo a pesar de haber vencido la revuelta y tener el poder a su disposición, son calumniados por el británico como simples «apologistas de Gil Robles», como sucede con autores del prestigio de Madariaga y Robinson (Ver La destrucción de la democracia en España, págs. 247 y ss.). Es de reseñar que Pío Moa, incluido en la bibliografía de Preston, tampoco se libra de la citada calumnia.
Profundizando en esta temática, he de resaltar los adjetivos que utiliza Antonio Sánchez para juzgar a Moradiellos, a saber: idealismo en ontología, teoreticismo en gnoseología y sobrehistoricismo respecto al presente. Y hace bien en decir esto, aunque habría que añadir que el sobrehistoricismo respecto al presente se convierte en infrahistoricismo respecto al pasado, algo también imputable a su maestro Preston. ¿Por qué? Sencillamente porque el proceder de ambos consiste no en elaborar una historiografía a partir de los datos obtenidos, sino en elaborar primero la historiografía, y utilizarla como un filtro para ver qué datos conviene admitir y qué datos y versiones hay que desechar, bajo la acusación de «apologista de Gil Robles», «franquista», «tradicionalista» o «pertenencia a la CIA», verdaderas calumnias como ha señalado Antonio Sánchez al comienzo de su último trabajo al citar a Radosh.
Si bien no puedo rivalizar en cuanto a conocimientos sobre los documentos y testimonios respecto al Señor Moradiellos o a Preston, sí puedo renegar de una historiografía que los manipula de forma tan falsa. Y digo esto porque, so pretexto de una mayor cientificidad o supuesto rigor, se obvian datos y testimonios que son ciertamente de sentido común, y el período 1931-1939 parece ser una buena piedra de toque para comprobar estos extremos. Es decir, se confunden las categorías historiográficas, que en el caso de Preston (Moradiellos) corresponden a las «tres erres», (Reformistas, Revolucionarios, Reaccionarios) con el propio desarrollo histórico, desechando todo lo que no encaje. Es evidente que hablar de Las tres españas del 36, como las denomina Preston, implica unas designaciones rígidas y dogmáticas, como Antonio Sánchez ha sugerido ya, pues cabría tildar a los llamados reaccionarios como revolucionarios. ¿Acaso el bando franquista no es designado también como rebelde? De hecho, se rebelaba (revolucionaba) ante el gobierno del Frente Popular (gobierno legítimo para Moradiellos). Por eso mismo, y por motivos que habremos de analizar más adelante, hay que señalar esa confusión entre las categorías historiográficas y la morfología histórica, de la que Gustavo Bueno ya nos advirtió en su polémica con Juan Bautista Fuentes acerca del libro España frente a Europa:
«La situación "atrasada" de España quedaba explicada mediante su "medievalización". Pero esto ¿no es tanto como confundir las categorías historiográficas con las categorías históricas? El «modo de producción capitalista» en abstracto no explica la morfología histórica. El capitalismo no se enfrenta en el tablero de la Realpolitik con el imperialismo español, como un modo de producción moderno a otro medieval, sino como un imperio a otro imperio». (Gustavo Bueno, «Dialéctica de clases y dialéctica de Estados», en El Basilisco, 30 (2ª época) (2001), págs. 86-87).
En este sentido, se puede decir que las obras de Moa son realmente decisivas para entender el período 1931-39 no porque hayan incorporado datos que se desconocían, sino por la historiografía que ha podido elaborar a partir de esas «reliquias y relatos». Salvando los documentos de la Fundación Pablo Iglesias, que dieron pie a la publicación de Los orígenes de la guerra civil española, las memorias, testimonios y otros documentos que utiliza para elaborar los dos siguientes libros de la trilogía habían sido publicados hacía tiempo, e incluso utilizados abusivamente, aunque con otras teorías e interpretaciones, a veces incluso sorprendentes y chocantes para el sentido común. En ese sentido, muchos han intentado minusvalorar las obras de Moa por afirmar que aporta datos ya conocidos por cualquier historiador (aunque algunos los oculten deliberadamente, realizando una «selección acrítica de fuentes», como diría Moradiellos). Sin embargo, el mérito de Moa, como digo, es el de presentar una historiografía nueva, que hasta ahora no se había presentado de tal manera, salvo por aproximaciones o en cuestiones muy concretas.
Por eso, y como pienso que la supuesta «cientificidad» a la que han apelado los historiadores para imponer sus coordenadas historiográficas, incluso por encima de los hechos, creo que para realizar historiografía de la II República y la Guerra Civil es necesario estudiar los antecedentes, desarrollo y disolución de la República, y no tratarla como si fuera un tema exento, al modo de ciertos autores autodenominados «marxistas» (caso de Tuñón de Lara) y otros tales como Moradiellos y Preston, que parecen estar haciendo Historia de la intervención extranjera en España o Historia del PSOE más que Historia de España contemporánea, dada su querencia a dar por supuestas cosas ciertamente dudosas, como la legalidad republicana en 1936 o el antirrepublicanismo visceral de la derecha. Para decirlo más claro, una versión fidedigna sobre la II República y la Guerra Civil debería a mi juicio dar cuenta de los siguientes interrogantes:
¿Cómo podía ser que, siendo los republicanos unos partidos con tan escaso arraigo en épocas anteriores como la Restauración, de repente conquistaran el poder? (Es decir, el problema del origen de la II República).
¿Cómo podía ser que partidos como el PSOE o el PCE defendieran la república cuando dieron un golpe contra ella en 1934, y máxime si la consideraban «burguesa» y perfectamente superable? (Es decir, la cuestión de quiénes eran los partidos que defendieron la República frente a sus intentos de desestabilizarla).
¿Cómo los mismos partidos que se revolucionaron contra la república luego consideraron como suya la causa republicana y defendieron dicha República hasta 1939? (Es decir, el problema de determinar hasta dónde llegó el régimen republicano).
La primera pregunta tiene a mi juicio respuesta fácil: la II República, al igual que la primera, llego por vía indirecta, porque aunque se intentó imponer por medio de dos golpes de estado, ambos fracasaron, y sólo el desánimo de los monárquicos al considerar que la victoria en las elecciones municipales del 12 de abril no era tal, permitió que se proclamara la República. En este sentido, doy por bueno lo que dice Moa acerca de la extraña forma en la que advino el régimen, y reconozco que lo hizo con plena legitimidad, pues me parece normal que los republicanos tomasen el poder ante el vacío dejado por los monárquicos, como bien afirma Moa en Los personajes de la república vistos por ellos mismos. En base a la tesis que mantengo sobre la defectuosa historiografía presentada desde la Universidad, voy a analizar algunas de las distintas versiones que se oponen a la de Pío Moa y comprobar si realmente la guerra civil empieza en 1934 o si la república cae en 1936 o dura hasta 1939, como muchos han defendido durante años.
2. El mito de la izquierda durante la II República
2.1. El golpe de estado de 1934 y la «izquierda unida»
Lo primero que me llama la atención de los análisis de Moradiellos es su consideración de las organizaciones de izquierda como «izquierda unida», es decir, su negativa a plantear las posibles divergencias entre tales organizaciones como una de las causas para entender el derrumbe final del régimen republicano o su derrota en la guerra civil (suponiendo que existiese tal orden republicano entonces). Cuando publiqué mi análisis sobre la trilogía de Pío Moa en el número 10 de la revista, aún no había salido a la venta El mito de la izquierda de Gustavo Bueno, aunque existía ya un adelanto en un artículo suyo titulado «Sobre el concepto de "izquierda política"» (publicado en El Basilisco, número 29), que sí utilicé, pero sin distinguir las seis generaciones de izquierda nombradas allí, más que nada por el excesivo espacio que ya ocupaba mi análisis, y porque Moa había notado perfectamente la existencia de graves divergencias entre los distintos tipos de izquierdas durante la II República.
He decidido comenzar así mi análisis de las distintas versiones sobre Los orígenes de la guerra civil española, para parafrasear el título del primer libro de la trilogía, porque el tema clave de los errores y contradicciones en la interpretación de ese suceso está en el supuesto mito de la unidad de la izquierda. A saber: si consideramos que había una unidad efectiva de la izquierda, hay que suponer que esa unidad en 1934 era antirrepublicana, o al menos contraria a la legalidad establecida, que algunos considerarán fascista por el simple hecho de no estar manejada por la izquierda. Y por otro lado, si suponemos que la izquierda era la encarnación de la legalidad («la encarnación de la república», dirán algunos), pues fueron republicanos y socialistas quienes constituyeron el régimen, habría que considerar que la izquierda no estaba unida. No hay que olvidar que una de las claves principales del hundimiento y posterior abandono por los socialistas de la coalición de izquierdas de 1931 fueron los constantes ataques de los anarquistas, izquierda de tercera generación, a la legalidad. Moa señala diáfanamente que los anarquistas, deseosos de una revolución más a fondo que la conseguida hasta el momento, fueron parte decisiva en la posterior radicalización del PSOE:
«Desde el principio gran parte del PSOE concibió la colaboración gubernamental como un modo de empujar a la izquierda republicana a reformas que abriesen la vía al poder exclusivo del partido proletario. Pero ocurrió que los partidos progresistas cumplían mal la función histórica que la teoría marxista les asignaba, y en cambio la participación en el poder desgastaba al PSOE y le hacía defender medidas reaccionarias. A ello podría atribuirse –quizá– la pérdida de afiliación en la UGT y el PSOE. En mayo de 1934, al abordar un desequilibrio presupuestario achacado a la gestión del año anterior, la Comisión ejecutiva del sindicato se encontró con que sus cotizantes no pasaban de 397.000, [...] Las tensiones habrían sido más llevaderas si a la izquierda del PSOE no campase la CNT anarcosindicalista, que había crecido no menos velozmente que la UGT, superando también –supuestamente– el millón de afiliados. La CNT agitaba sin descanso a las masas y denunciaba la complicidad socialista con los explotadores. La rivalidad entre ambos sindicatos llegó a tal grado que Azaña la describe, ya en septiembre de 1931, como una "guerra civil" y como la realidad política "más vigorosa y temible"». (Pío Moa, Los orígenes de la guerra civil española, Encuentro, 1999, págs. 165-166).
La situación que aquí describe Moa es la de un PSOE socialdemócrata, en consonancia con la cuarta generación de la izquierda, que es considerado por los anarquistas (tercera generación de la izquierda) como un simple apoyo de los explotadores, los liberales de Azaña, segunda generación de izquierda, y no los jacobinos (primera generación) como afirma Moa, a mi juicio de forma un tanto forzada. Y digo esto porque Moa abusa del término jacobino para designar a los liberales de izquierda, que en España tienen origen no con la revolución francesa, sino con la Constitución de 1812 y la Nación española (sin perjuicio de que la derecha también conciba a España como Nación política, la Nación que se caracteriza por haber creado un Imperio).
Así, personajes como Espartero, Castelar, &c. serían más que jacobinos, una izquierda liberal, de segunda generación, sin perjuicio de sus rasgos jacobinos (admiración por la revolución francesa, querencia por la masonería, &c.) presentes tanto en ellos como en sus herederos azañistas. Es también reseñable cómo algunos otros individuos que Moa considera jacobinos, ya sean algunos de los republicanos de 1873 (Pi y Margall, Figueras), o los miembros del gobierno de la Generalitat en la II República (Francisco Maciá, Luis Companys) tienen un talante anarquista muy acusado. No olvidemos el famoso cantonalismo federalista de la I República, situación que se vivió nuevamente durante la II República, un rasgo claramente anarquista, antiestatalista. En ese sentido, los anarquistas eran sin duda los más coherentes, al hablar, no ya de una Federación Anarquista Española, sino de una Federación Anarquista Ibérica (FAI).
En base a esta matización, volvamos al problema planteado. Como decía, la situación de los socialistas estaba en consonancia con la decisión que Largo Caballero y Besteiro tomaron de colaborar con la dictadura de Primo de Rivera. Es decir, el legalismo que permitiese, paso a paso, el gobierno del partido proletario. Tal situación se mantuvo también hasta antes de la proclamación de la república, pues una de las claves que llevó al fracaso de la sublevación iniciada en Jaca por Galán y García Hernández fue que los besteiristas boicotearon la huelga general en Madrid, bajo el pretexto de que aquel movimiento era una revolución burguesa y el PSOE debía esperar su momento (Preston, La destrucción de la democracia, págs. 26-60, y Pío Moa, Los personajes..., pág. 159.).
Podríamos decir entonces que la colaboración del PSOE con los republicanos, aparte de su importante papel en la redacción de la constitución, seguía una línea normal, continuando la de la dictadura de Primo de Rivera. Sin embargo, nadie lo hubiera dicho de haber visto su activo papel en las huelgas del trienio bolchevique, en el final del régimen de la Restauración. Muchos autores han intentado señalar que el PSOE vivía en una permanente escisión entre legalismo y revolución, incluso Moa señala detalles de esta ambigüedad. Sin embargo, pienso que el PSOE, a pesar de haberse fundado en 1879, no comienza a actuar de forma significativa hasta varios años después (la UGT es fundada en 1888), cuando ya está fundada la Segunda Internacional, socialdemócrata. No obstante, para explicar sus huelgas revolucionarias y sus insurrecciones, perfectamente planeadas y para nada accidentales, voy a acudir a un concepto que utiliza Bueno en su último libro, el concepto de Ecualización, explicado en las págs. 303 y 304 de El mito de la izquierda. Dicho término es definido como la unión de varios géneros en uno, salvando sus eventuales diferencias. Así, existe la ecualización entre los ciudadanos franceses, alemanes, españoles, &c. cuando se habla de ciudadanos europeos; existe ecualización entre las distintas generaciones de izquierda cuando diversos historiadores, políticos, &c. hablan de la «unidad de la izquierda», &c.
Sin embargo, en el caso de la ecualización de las diversas izquierdas, resulta muy difícil que ésta se produzca de forma duradera, salvo que una de ellas se convierta en la dominante y engulla a las otras. En nuestro caso particular, podemos hablar, por ejemplo, de ecualización de la socialdemocracia (el PSOE) con la izquierda anarquista en los sucesos de 1917-1920, pero sobre todo con la izquierda comunista, pues tales actos revolucionarios se realizaron al calor del triunfo de la revolución de octubre de 1917 y se les da el nombre genérico de trienio bolchevique. Dejando al margen la colaboración con Primo de Rivera, durante el bienio 1931-33 se produce una ecualización entre liberales azañistas y socialistas en cuanto a la forma de conseguir sus objetivos: el legalismo.
Pero, una vez desplazados del poder, los socialistas verán que el legalismo ya no les es suficiente y comenzarán los preparativos para la toma del poder por medio de las armas. Moa ha mostrado pruebas más que evidentes en Los orígenes de la guerra civil española de esta tendencia que podríamos considerar en principio oportunista, pero bien planeada: si se iba a la revolución social era, entre otros motivos, porque se habían perdido las elecciones. Como además era evidente que los republicanos también estaban dispuestos a negar el resultado de las elecciones, puede decirse que tanto las generaciones segunda (azañistas), tercera (CNT) y cuarta (PSOE) de la izquierda encontraron ecualización en la quinta (el PCE) y su táctica del golpe de estado, lo que más adelante les llevaría a la ecualización con la URSS, aunque sobre ello tendremos que hilar más fino en lo sucesivo. Sin embargo, no conviene olvidar determinados detalles acontecidos justo antes del período comisarial de Primo de Rivera, que señala claramente uno de los fundadores del POUM, Ignacio Iglesias, en el caso de los anarquistas: «También decidió [el congreso anarquista], en plena fiebre provocada por la reciente revolución rusa, adherirse provisionalmente a la III Internacional, si bien reafirmó al mismo tiempo que la finalidad perseguida era el comunismo libertario». [...]«En esta situación particularmente difícil, aún se produjo en el seno de la organización confederal dos serias discordias que acabaron por quebrantar su fuerza interna: la que surgió entre los propios anarcosindicalistas a causa de la táctica seguida y la que tuvo por actores a partidarios y adversarios de la III Internacional». (Ignacio Iglesias, León Trotsqui y España(1930-1939). Júcar, Gijón, 1979, pág. 51).
Evidentemente, como vengo afirmando, la ecualización de las izquierdas entre sí no lleva a una «izquierda unida», sino más bien a uniones coyunturales con vistas a imponer sus propias posiciones. En el caso anarquista, la aceptación de los métodos de la III Internacional tendría que buscar el comunismo libertario. En este contexto es donde podemos analizar el alcance de teorías como la de Las tres Españas del 36, presentadas por Preston en el libro del mismo nombre. Como suele ser habitual, Preston tiende a afirmar sentencias realmente tendenciosas, aunque enmarcadas en el esquema general ya expuesto más arriba a propósito de su historiografía. Así, al comienzo de su libro afirma que «En cada una de las nueve vidas que se retratan aquí el esfuerzo de relacionar la vida personal del individuo con su papel político ha dado más énfasis a la tristeza, el dolor y la tragedia de la guerra civil. Con la excepción de Franco y Millán Astray, quienes usaron la violencia y el terror como instrumentos de su propia ambición, el papel político de cada uno de los personajes estudiados recoge una catástrofe personal» (Preston, Las tres Españas del 36. Plaza y Janés, 1998, pág. 13). Realmente me parece increíble que se diga que Franco y Astray utilizaron de la violencia, como si los demás personajes hubieran sido simplemente víctimas. Sin embargo, sabemos perfectamente que otros personajes glosados en el libro no sólo usaron de la violencia, como Pasionaria, sino que la aprobaron y toleraron, como Azaña o Prieto, luego esto no es más que una forma de intentar predisponer al lector contra determinados personajes, salvando a un tiempo a otros más de la cuerda del historiador.
Para explicar el título de su libro, Preston afirma lo siguiente: «El concepto de una tercera España se puede ampliar a un reducido grupo de exiliados y a grandes sectores de ambos bandos durante la contienda. Había otros que sufrieron de varias maneras, a manos de los de izquierda y los de derecha, a causa de su moderación. Un caso típico fue el de Manuel Portela Valladares, centrista que había sido primer ministro desde finales de 1935 hasta las elecciones de febrero de 1936. Se había negado a autorizar el intento del general Franco, en aquel momento Jefe de Estado Mayor Central, de utilizar el Ejército para invalidar la implantación de los resultados electorales» (pág. 16), algo citado también en la página 276. Nuevamente Preston, fiel a su estilo, intenta despachar el problema con frases tendenciosas. Es bien sabido que Franco no intentó anular los resultados electorales en 1936. Simplemente pidió que se utilizase una figura jurídica existente en la constitución (de las que por cierto los historiadores, en cuanto tales, nada tienen por qué saber), el estado de alarma, para evitar que los paramilitares socialistas, entre otros, asaltasen las urnas y variasen el resultado de las elecciones, cosa que, dada la pasividad de Portela Valladares, se produjo. Por lo tanto, no cabe hablar aquí de una «victima», sino de un perfecto colaborador con los objetivos de los revolucionarios, perfectamente «ecualizado» con sus planes y programas políticos.
Esta obra de Preston, aparentemente biográfica, sin embargo hace referencia al famoso esquema tripartito de las «tres erres», que no es nuevo, pues ya fue usado por Gabriel Jackson en su famosa obra La República española y la guerra civil (ed. Española de Grijalbo, 1976). A saber: que los republicanos eran individuos moderados e intentaron consolidar un régimen democrático, frente a los extremismos de la derecha, representante del clásico oscurantismo [sic] español, por un lado, y las fuerzas revolucionarias, por el otro. Para utilizar el esquema de Moradiellos, los republicanos serían los reformistas, los conservadores los reaccionarios, y las otras fuerzas serían, lógicamente, los revolucionarios.
Sin embargo, este esquema, que presupone una cierta concepción general de la Historia de España, no sólo de la contemporánea, es rígido y dogmático. Ya simplemente basta con darse cuenta de que la visión de Gabriel Jackson sobre las fuerzas conservadoras se basaba en la simple versión de la leyenda negra, por lo que no merece más comentarios. Tampoco merece la pena nombrar a los republicanos azañistas como simples víctimas de la polarización política, pues fueron, hasta en algunos casos más moderados, auténticos colaboradores suyos. Preston trata de presentar a Azaña como una simple víctima, en la línea de Jackson, afirmando que buscaba el entendimiento con el PSOE. Sin embargo, Moa sabe perfectamente que tales afirmaciones son puramente irreales, pues, al igual que los socialistas, los republicanos de Azaña deseaban recuperar el poder a toda costa:
«El desastre electoral radicalizó en extremo a los republicanos perdedores, quienes trataron de conservar el poder o de recobrarlo a cualquier precio. Fallidas sus presiones golpistas postelectorales, pugnaron infatigablemente por disolver las Cortes, sin dar tiempo al Partido Radical a gobernar de manera efectiva. Esa actitud favorecía el entendimiento con un PSOE asimismo radicalizado» (Los orígenes de la guerra civil española, pág. 291).
Evidentemente, la ecualización de las izquierdas respecto al objetivo revolucionario implicaba su polarización hacia la URSS y su maquinaria de acción en todo el mundo: la Comintern o Internacional comunista. Sobre las influencias recibidas por Largo Caballero de los agentes de la Comintern como Dimitrof, Moa ha detallado un buen número de situaciones y acuerdos, aunque todo eso es de sobra conocido por otros autores, como es el caso del sovietista Eduardo Hallett Carr, quien da noticia, entre otros casos, de las negociaciones de 1934 entre la Segunda Internacional y la Comintern en vistas a la unidad de acción. Así, los más interesados en tal unidad eran, por los franceses, Blum, Nenni por los italianos y Álvarez del Vayo y Largo Caballero por los españoles, así como Dan por los mencheviques (El ocaso de la Comintern, Alianza, 1986, págs. 158-159).
Por otro lado, aunque la ecualización entre izquierdas se hizo efectiva, ésta no duró más que unos días, y eso en Asturias. En ello sin duda influyeron las divergencias objetivas que hubo entre los distintos planes y programas de anarquistas, socialistas y comunistas. Los socialistas, que habían sido los principales impulsores, fueron curiosamente los primeros en abandonar y rendirse, y prácticamente durante los meses siguientes, con la ejecutiva del partido en prisión, no pudieron proseguir el mismo camino, no así el PCE, como ya veremos más adelante.
2.2. Interpretaciones sobre las causas de la revolución de octubre
Respecto a las interpretaciones de Jackson, a pesar de considerar su visión un tanto ingenua, hay que señalar que siempre se le reconoció un mérito (dejando al margen el total desfase de muchos de sus datos): relacionaba directamente la revolución de 1934 con la guerra civil. Algo que Preston ni siquiera tiene en cuenta, casi cuarenta años después, afirmando que el golpe de estado que dio el PSOE fue provocado por las fuerzas fascistas que amenazaban con destruir la República. Cuando tomé contacto con la historiografía, una de las primeras afirmaciones que tuve la ocasión de leer era que nadie serio defendía el carácter fascista de la CEDA o del Partido Radical Republicano de Lerroux. Sin embargo, Preston sí, y con gran ahínco, en el 2001, lo que ya nos dice mucho del valor de esa afirmación. Incluso en Las tres Españas afirma que «El Comité Revolucionario del PSOE, organizado por Largo Caballero, jugaba a preparar el levantamiento venidero. La falta de realidad de las actividades del comité sugiere que, cuando menos Caballero mismo, no se esperaba que fuese necesario poner a prueba sus planes» (pág. 267), algo que se contradice con la afirmación de que fue «el pueblo» quien, debido a su radicalización, obligó a planear el golpe de 1934, para luego, como afirma Moa jocosamente, dejar en la estacada a los socialistas, pues en gran parte de los lugares donde triunfó la revuelta no lo hizo por adhesión popular plena, sino por la organización de los socialistas, los «hermanos proletarios» y sus milicias paramilitares.
Al margen de lo que puedan aportar los historiadores, hay que señalar cuáles son las causas que provocan una revolución. Aristóteles, ya en el siglo IV a.c., nos planteaba muy lúcidamente algunos de los motivos que llevan al derrumbe de un régimen:
«En resumen, pues, los principios y causas de las sublevaciones y de los cambios que afectan a todos los regímenes son de esta forma. Los agitadores políticos actúan unas veces con la violencia y otras con el engaño: con la violencia, forzando al cambio inmediatamente, desde el principio, o más tarde; y en cuanto al engaño, también es doble. Pues a veces, embaucando a los ciudadanos, primero les hacen cambiar el régimen de buen grado y luego les someten por la fuerza en contra de su voluntad» (Aristóteles, Política, V, IV, 1304b).
La afirmación del Estagirita es tan profunda y hábil, que permite encuadrar en ella a cualquier revolucionario, ya sea Robespierre, Lenin o Largo Caballero. En base a estos conocimientos, tendremos que descartar astracanadas tales como que los socialistas planeaban una revolución por puro ocio (Preston), pues efectivamente los continuos disturbios, la demagogia y las huelgas revolucionarias como la producida en el campo durante el mes de julio de 1934, no eran sino una manera de amenazar y coaccionar al gobierno de Lerroux e intentar radicalizar a las masas para utilizarlas en el para nada irreal juego de la revolución y el cambio social. Esta teoría se reafirma además contemplando las cifras de la población activa de aquella época. Frente a ciertos autores que inflan las cifras de afiliación sindical, para así justificar la revolución, lo más normal parece ser considerar que la mayoría de los obreros no estaban sindicados. Teniendo en cuenta que en los años 30 del siglo XX debían de existir entre 3 y 4 millones de obreros industriales (según los cálculos de Moa), de los que a lo sumo un tercio estaba afiliado a la UGT o la CNT, se entiende la necesidad de la demagogia, la agitación y la propaganda para preparar el clima revolucionario.
Y efectivamente, como dice Aristóteles, en base a la organización y disciplina del PSOE, al margen de su capacidad de lucha en determinados lugares, existió la posibilidad real de un cambio de régimen en España en 1934. Si bien es cierto que la radicalización de las masas no era suficiente, no deben menospreciarse el papel del ejército en las revoluciones y la propia actitud de los responsables del poder ante la sublevación. En este caso, el sector del ejército afín a los socialistas no fue leal a última hora, y el gobierno de centro derecha de Lerroux y Gil Robles se mostró mucho más hábil de lo que en principio se hubiera podido imaginar. A estas causas, que autores como Salvador Giner (Sociología. Península, Barcelona 1971) han estudiado como claves de los procesos revolucionarios, hay que añadir la vinculación que existe entre un proceso revolucionario y una guerra civil. Es decir, que todo proceso revolucionario implica una situación de una guerra civil (revolución norteamericana, revolución francesa, revoluciones liberales en la América hispana, revolución bolchevique, &c.) y la revolución de octubre de 1934 no iba a resultar una excepción, como es natural.
En este caso, aunque la revuelta de octubre no triunfó, supuso el principio del fin del régimen, pues la demagogia, la violencia y la agitación social se incrementaron hasta hacerse insostenibles. En el momento en que una parte de la clase dirigente (de las clases dominantes, siguiendo la terminología marxista) había roto las reglas de juego que ella misma había creado, es decir, los azañistas y los socialistas, y no se frenaría hasta haber conseguido recuperar el poder y asegurárselo perpetuamente, se puede decir que empezó a morir la república. Por eso resulta más que justo mantener la tesis de Pío Moa de considerar la revolución de octubre de 1934 como la primera batalla de la guerra civil.
3. El Frente Popular y «la unidad de la izquierda»
3.1. La muerte oficial de la II República
La tesis historiográfica fundamental de Pío Moa, al margen de su afirmación meridiana de considerar octubre de 1934 como el comienzo de la guerra civil, es que los odios y las diferencias políticas no sólo no cesaron tras el fracaso del golpe, sino que se atizaron con tanta fuerza, que la supervivencia del régimen fue imposible. A ello sin duda ayudó la endeble formulación de la constitución republicana, repleta de contradicciones. Al margen de la ambigua definición de España como «estado integral», dejando la vía abierta al separatismo, el famoso artículo 26 de la constitución, que rebajaba a los clérigos a ciudadanos de segunda categoría, sin obviar la ley electoral o la ley de la defensa de la república, &c., las facultades del jefe de estado eran ciertamente excesivas, como señala Gabriel Jackson, quien afirma respecto al presidente de la república que «el poder de veto permitía al presidente suspender la promulgación de leyes que él hallara incompatibles. Pero entre 1876 y 1923 los reyes constitucionales de España no habían ejercido jamás aquel poder, y este precedente haría que el presidente se abstuviera también de ejercerlo» (La República española y la guerra civil, pág. 61).
Es evidente que, frente a la suposición inicial de Jackson sobre la abstinencia de ejercer su poder, Alcalá Zamora no se abstuvo de aplicar su amplia potestad: conmutó 21 penas capitales de las 23 impuestas a los revolucionarios de octubre, y prácticamente dejó atado de manos al gobierno de centro derecha, impidiéndole desarrollar su programa. Los deseos de aumentar la participación de su grupo en el parlamento le llevaron a boicotear a partidos como el Partido Radical Republicano de Lerroux, que se hundió tras el estraperlo, en cuya trama estuvo implicado, si acaso inconscientemente, el propio jefe de estado. Es más, en el momento de mayor radicalización, Alcalá Zamora disolvió el parlamento, con lo que abrió las puertas a los revolucionarios, quienes tomaron el poder tras las elecciones de febrero de 1936 y comenzaron una escalada de persecuciones y disturbios contra la oposición parlamentaria.
Es destacable que sobre estos sucesos, autores como Preston digan cándidamente que «Cuando en 1935 la derecha creía que la República estaba de rodillas, Azaña intervino para volver a levantar su mayor baluarte: la coalición republicano-socialista [el Frente Popular]» (Las tres Españas del 36, pág. 248). Es significativo que al Frente Popular lo designe Preston como «la coalición republicano-socialista», omitiendo que los socialistas habían abandonado la moderación del primer bienio, sobre todo tras octubre de 1934, y el Frente Popular había sido organizado por el PCE, quien se convirtió, a sueldo de Moscú, en el principal agitador de la bandera revolucionaria tras el fracaso de octubre. La intensa propaganda acerca de una represión virtualmente inexistente contra los obreros asturianos, llevada a cabo por la URSS a través del PCE, culminó en la coalición de izquierdas llamada «Frente Popular», lo que da pie a que autores como el Sr. Moradiellos vuelvan a hablar de la «izquierda unida».
Respecto a la llamada «izquierda unida», es interesante analizar el comportamiento de Manuel Azaña durante el régimen republicano. Sin duda, explicar su papel en los sucesos de aquella época es clave para entenderla. Autores como Preston tienen claro que desde el primero momento Azaña actuó con un inequívoco sentido de la justicia: «El artículo 26 de la nueva Constitución, redactado en agosto de 1931, desafiaba la posición en la sociedad de la religión organizada, al poner término al apoyo financiero del Estado al clero y a las órdenes religiosas, ordenar la disolución de las órdenes, como la de los jesuitas, que prestaban juramento de fidelidad a poderes extranjeros, y establecer límites a la riqueza de la Iglesia» (Las tres Españas, pág. 258). Sin embargo, resulta increíble que Preston se meta a politólogo sin destacar las múltiples contradicciones de la constitución republicana, incluyendo el artículo 26 que cita. En concreto, el citado artículo, lejos de ser una simple limitación al poder eclesial, convertía a los clérigos en ciudadanos de segunda, pues no tenían derecho a ejercer la enseñanza ni el comercio.
Por lo demás, resulta curioso que se ordenase la disolución de los jesuitas por su voto de obediencia al Papa, considerado «juramento de fidelidad a poderes extranjeros». Desde este punto de vista, hubiera sido de lo más justo también ordenar la disolución del PSOE, adscrito a la Internacional socialista, así como la disolución del PCE, perteneciente a la Internacional comunista y, coherentemente, haber pedido Azaña la autodisolución de su propio partido, así como otros muchos de los denominados republicanos, por tener a miembros suyos pertenecientes a la masonería. Al fin y al cabo, no eran los jesuitas los únicos que obedecían a «poderes extranjeros».
No obstante, la duda sigue: ¿fue Azaña un individuo arrastrado por la marea revolucionaria o un colaborador inequívoco suyo? El Sr. Moradiellos, en una reseña suya realmente infame sobre Pío Moa, publicada en el Centro de Estudios Republicanos y ya citada por Antonio Sánchez, intenta reafirmar la primera tesis desautorizando la propia interpretación de Pío Moa:
«El conjunto de despropósitos reduccionistas que lastran la obra de Moa responde a su interpretación dualista de la dinámica socio-política española como un combate frontal entre "fuerzas conservadoras" (incluyendo tanto a reaccionarios carlistas como al centro republicano radical) y "fuerzas revolucionarias" (incluyendo a anarquistas pero también al republicanismo azañista que "había abierto anchas puertas a la revolución, no sólo porque se había proclamado amigo de ella, sino, sobre todo, porque era muy endeble"). Y no se trata de una miopía ocasional que impugne la tesis más habitual (y a nuestro juicio más correcta) según la cual el conflicto español, como el europeo coetáneo, era una tensión triangular en la que el reformismo democrático hacía frente a la doble tenaza de la reacción autoritaria y la revolución social».
Y continúa:
«Por el contrario, según Moa, ese combate dualista se origina en el mismo inicio de la época contemporánea, con la Revolución Francesa de 1789, "nido del totalitarismo actual" y "también, como reacción a ella, del conservadurismo" (p. 149). No en vano, "la experiencia revolucionaria francesas y sucesos posteriores parecían justificar la acusación ultraconservadora de que el liberalismo abre paso a nuevas tiranías" (p. 153). En otras palabras, según esta renovada tesis filo-tradicionalista, el combate sólo enfrentaría a conservadores (mejor: reaccionarios) y subversivos (mejor: revolucionarios), dado que los liberales o demócratas (para entendemos: reformistas) meramente abren el camino a los segundos y preparan su triunfo en calidad de cómplices involuntarios o tontos útiles». (Enrique Moradiellos, «La Segunda República y el Maniqueísmo Histórico. Comentario a Pío Moa, El derrumbe de la Segunda República y la guerra civil. Encuentro, Madrid 2001. Disponible en http://www.ciere.org/CUADERNOS/Art%2049/enrique.htm).
En primer lugar, llama la atención que Moradiellos afirme que Pío Moa es «dualista» en su análisis de las distintas fuerzas políticas existentes durante la II República, cuando se cuida perfectamente de distinguir, en El derrumbe de la república y la guerra civil, no sólo los distintos tipos de izquierdas, con mayor o menor precisión (socialistas, anarquistas, comunistas, liberales, &c.) sino distintos tipos de derechas, mientras que Moradiellos tiende a dar por buena la interpretación que ya utilizó Jackson en 1965 acerca de dos fuerzas irreconciliables de derecha e izquierda que se llevan por delante a los republicanos. No es que sienta una filiación incondicional por la versión de Moa, pero acusarle de interpretación dualista parece más bien una broma que un argumento en forma. Reniego del calificativo «totalitario» que utiliza Moa para designar a movimientos como el comunismo, pero no porque determinadas ideologías políticas no busquen implantar dictaduras, sino por lo genérico del adjetivo. Al fin y al cabo, Ana Harendt, la autora que cita Moa para definir el término, afirma que los totalitarismos buscan dominar el mundo, con lo que regímenes tan variopintos como el Imperio Romano, España durante su etapa imperial, Estados Unidos o la URSS merecerían también el calificativo de «totalitarios». Es más, si por totalitarismo entendemos un régimen que intenta reglamentar todos los aspectos de la vida de un individuo, la Iglesia católica, que tiende a controlar todos los ritos de paso, también entraría dentro de los sistemas totalitarios, algo que a Moa no le satisfaría.
Dejemos sin embargo el calificativo «totalitario», al que presentaremos una alternativa en la cuestión de la relación entre el Frente Popular y la URSS. Centrémonos por tanto en las dos alternativas propuestas para explicar el derrumbe de la república: las «tres erres» o las izquierdas y sus divergencias objetivas. Ya hemos comprobado que durante la revolución de octubre de 1934 existieron divergencias objetivas entre las distintas izquierdas que impidieron que la revuelta cuajase. Lo mismo en el caso de la coalición republicano-socialista. Sin embargo, la «ecualización» entre las diversas izquierdas entre sí fue recuperada con el Frente Popular y el proyecto de neutralizar a la oposición con vistas a un proceso revolucionario. Estaba claro que todos los partidos del Frente Popular deseaban acabar con los partidos de derecha, pero con vistas a implantar cada izquierda su «estado ideal»: una oligarquía al estilo del PRI mejicano los azañistas, el comunismo libertario los anarquistas, un estado proletario los socialistas, aunque en principio sin querer convertirlo en una parte más del imperio de la URSS, que era el expreso deseo del PCE. Así, la connivencia de los republicanos de izquierda para con los disturbios ocasionados por los socialistas, anarquistas y comunistas durante la primavera y el verano de 1936, adquirirían un valor distinto según los contemplase un partido u otro. Está claro que Izquierda Republicana de Azaña, por su debilidad como partido y su ausencia de líderes destacados, sería pasto fácil del PSOE, quien reivindicaría su derecho a gobernar justificado en los disturbios producidos. A su vez el PCE, aprovechando la bolchevización producida en el PSOE, sobre todo en el sector de las Juventudes Socialistas, acabaría absorbiendo a esa facción socialista para convertirse en el partido de izquierda más potente del país. De hecho, las Juventudes Socialistas Unificadas con el PCE sirvieron de puente a una estrategia comunista que estuvo a punto de cuajar durante la Guerra Civil.
Sin embargo, un autor como Preston tiende a obviar este marco general aparentemente diáfano, y afirma que «Azaña escribió acerca de su "negra desesperación" cuando se incendiaron iglesias y se atacó a derechistas en las manifestaciones que expresaban la alegría popular por la victoria electoral y pedían venganza por los sufrimientos del "bienio negro". Sin embargo, durante la última semana de febrero, todo marzo y comienzos de abril, parecía dominar la situación, actuando con energía, decididamente, satisfaciendo a todos los elementos de la coalición parlamentaria que lo mantenían en el poder y presentándose de modo convincente como la garantía de la ley y el orden, de la paz social y la moderación» (Las tres Españas, pág. 277).
Partiendo de mi análisis esto se revela falso, pues el gobierno estuvo formado únicamente por republicanos desde febrero hasta julio, y de ellos dependía la mayor o menor energía para mantener el orden, que era vulnerado por el resto de partidos del Frente Popular, aquellos precisamente a quienes estaba «satisfaciendo», permitiéndoles generar toda clase de disturbios, y de paso actuando en connivencia con sus planes revolucionarios. Así, resulta inútil afirmar que los republicanos de izquierda fueron simples víctimas de la polarización a dos bandas de la política española, sino que en realidad fueron colaboradores de los revolucionarios, auténticos tóntos útiles que les abrieron lenta pero seguramente las puertas hacia sus objetivos. La culminación del proceso llegó en los días posteriores al 18 de Julio de 1936, cuando José Giral entregó las armas a los sindicatos, eliminando todo vestigio de legalidad republicana. Ante esta situación, de poco sirve decir que Azaña «fue abatido por el estallido de la guerra. Le provocó una depresión de la que nunca se recuperó» (Las tres Españas, pág. 23), ya que la reacción de éste llegó de forma muy tardía, y ni siquiera se dignó a dimitir de su cargo como jefe de estado hasta que la guerra estaba totalmente perdida.
3.2. La Guerra Civil y la intervención extranjera
La Guerra Civil quedaba de nuevo servida. ¿Pero servida entre quiénes? En base a lo afirmado anteriormente, el conflicto no podría concebirse como la lucha de un gobierno legítimo frente a unos sublevados reforzados por una ingente ayuda extranjera. Muy atrevido sería decir eso cuando sabemos que los rebeldes franquistas apenas contaban con armamento, carecían de industria, de recursos financieros, y sólo representaban una fracción del ejército. Esta versión se confirma cuando leemos a Ricardo de la Cierva, en un fragmento tremendamente explícito:
«El alzamiento de julio de 1936 suele presentarse, en la inmensa mayoría de esas historias, como un fenómeno sin raíces, como una pura decisión oligárquica aislada totalmente de un contexto sociopolítico y, por supuesto, de un contexto histórico. El esquema lanzado por la propaganda de 1936, y mantenido casi sin variaciones hasta hoy, es que la "sublevación de los generales", apoyados por las oligarquías reaccionarias y por el clero, derribó a una "República", unánimemente sostenida por "el pueblo", flanqueado, naturalmente, por todas las fuerzas progresivas del país, y al frente de ellas la más progresiva de todas: los intelectuales. La Edad Media triunfaba sobre la apertura al futuro; la democracia se hundía frente al fascismo; el progreso sucumbía contra la reacción. Por supuesto que todo fue posible porque generales, oligarcas e Iglesia contaron desde el primer momento con la ayuda de los "invasores fascistas", las tropas del que muy pronto iba a llamarse Eje, desplegadas sobre nuestro suelo desde los mismos días de julio de 1936. Las únicas tropas no formalmente extranjeras que figuran en este esquema delirante son la Legión –formada siempre, según la propaganda, por extranjeros– y los ubicuos "moros", que poblaban en enjambres todas y cada una de las trincheras de la guerra civil. El historiador llega a veces a sentir hastío ante semejante concentración de disparates, pero esta absurda contraposición Ejército-pueblo sigue dictando muchas actitudes históricas y sigue latiendo en el subconsciente histórico de casi todos los evocadores extranjeros de la guerra civil española [...] Descartado, pues, ese fundamental telón propagandístico, los historiadores del mundo se empiezan a preguntar cómo un grupo de generales, de terratenientes y de obispos, privados desde los primeros momentos del control de casi toda la industria, de casi todas las zonas agrícolas más productivas, de casi todo el oro y demás medios de pago, de casi todas las ciudades importantes y de todo el aparato del Estado, consiguió imponerse y dominar a todo "el pueblo" que unánimemente se les enfrentaba. La solución es clarísima: hay que sustituir el esquema propagandístico por la aproximación histórica; hay que abandonar la fácil teoría de que la guerra civil española no es más que un prólogo homogéneo de la segunda guerra mundial y hay que centrar el estudio en un reencuentro con la profunda realidad de la guerra civil, que como tal fue, ante todo, la explosión de un conflicto ya secular de los hombres y los problemas de España» (Ricardo de la Cierva, Brigadas Internacionales 1936-1996. La verdadera historia. Mentira histórica y error de Estado. Fénix, 1997, págs. 73-75).
Sin embargo, hasta ahora ha prevalecido una interpretación de corte estrictamente economicista, pero para nada marxista, como es la de Tuñón de Lara. Un fragmento suyo es bastante explícito al respecto:
«Se iba, pues, irremisiblemente, al gran enfrentamiento fratricida. ¿Acaso todo el antiguo bloque de poder se lanzaba a la sangrienta aventura? ¿O, en un sentido sociológico, todo el bloque de las clases dominantes? No, ciertamente. La puesta en marcha del mecanismo de la guerra civil era obra de una minoría, obra, en general, de la oligarquía que se había visto desposeída de nuevo de los centros del poder político y que temía verse desposeída finalmente del poder económico. Sin duda, dicho así, parece reduccionista y carente de matices. Porque ni siquiera toda la fracción de la burguesía formada por grandes terratenientes, financieros, monopolistas, &c., quería la guerra. Pero la querían sus élites decisivas, y no hay que olvidar que en ese sector la hegemonía correspondía a la alta burguesía agraria (noble o no)» (Manuel Tuñón de Lara, Historia de España, Tomo IX: «La crisis del estado: dictadura, república, guerra (1923-1939)». Labor, 1983, pág. 223)
Realmente, cuando Tuñón pone como causante del enfrentamiento fratridica al «antiguo bloque de poder», ¿no se sustantifican, una vez más, las categorías historiográficas respecto al desarrollo histórico, como les sucede a Moradiellos y Preston? La guerra civil no la suscribe el «viejo bloque de poder» frente a un «nuevo bloque de poder», pues involucrados en la contienda no estaban simplemente los grandes terratenientes, que dicho sea de paso, habían sufrido ocupaciones de sus tierras (Malefakis llega a afirmar, en un tosco reduccionismo, que el 18 de Julio coincide con las fases más fuertes de la ocupación en los grandes latifundios), sino también pequeños propietarios que tenían sus terrenos en Asturias, Galicia, Valencia, &c. y que evidentemente no podían sino apoyar a la CEDA y, en este caso particular, a los rebeldes, dada la defensa de sus intereses que realizaban. Esto también nos lo presenta Preston, aunque sólo se hace explícito cuando retiramos su interpretación (historiografía) de los datos aportados:
«Puesto que a veces, durante la cosecha, ellos [los pequeños propietarios de tierra] contrataban a su vez mano de obra eventual, la prensa de derechas no tuvo dificultad en persuadirles de que la legislación laboral en el campo y los sindicatos socialistas les perjudicaban lo mismo que a los grandes propietarios. La utilización ambigua de palabras como labrador y agricultor, aplicadas indistintamente a los terratenientes grandes y a los pequeños, y haciendo referencia tanto a los que cultivaban la tierra como a los que gozaban de buena posición social, era una de las técnicas más usuales para lograrlo». (La destrucción de la democracia en España, págs. 72-73)
Afirma Preston muy tendenciosamente que la prensa de derechas «persuadió» a los pequeños propietarios de que las reformas agrarias les perjudicaban tanto como a los grandes terratenientes. Sin embargo, sería más correcto decir que les perjudicaban más, pues al ser más modestos y estar obligados a admitir más mano de obra de la necesaria les sería más lesivo para sus intereses, incluso hasta arruinarse. Por eso no creo que la prensa de derechas les convenciese de su situación, como de una forma tan mentalista sugiere el autor inglés. Como terratenientes pequeños que eran, eran conscientes de su situación de indefensión, y frente a unas reformas dudosas, es normal que prefirieran adherirse a quienes defendían sus intereses. No pienso que en este caso las afirmaciones tendenciosas de confundir labrador y agricultor sirviera para engañar a un segmento social que, en reformas como esas, siempre tiene mucho que perder y poco que ganar. Al menos, yo esto lo saco de los datos de Preston, una vez retirada su extravagante interpretación (historiografía) sobre el asunto. En cualquier caso, Moa apenas menciona estos detalles, y les concede escasa importancia, pues sobre la reforma agraria hubo pocos cambios y mucha agitación sobre ellos. Pero muestro todos estos detalles para comprobar que las interpretaciones de carácter más economicista son totalmente maniqueas, y se ajustan más al «maniqueísmo histórico» que atribuye Moradiellos a Moa, y que se vuelve en contra de quienes le critican.
Por otro lado, los rebeldes no tuvieron apoyo explícito de los grandes emporios financieros hasta caído el frente norte (no podemos negar que el Banco Santander y el de Bilbao jugaron sus bazas según conviniese o no ponerse de un lado o de otro), con lo que sería más justo decir que era el Frente Popular quien daba cobijo a las «clases dominantes» o el «viejo bloque de poder», algo totalmente normal, pues la lucha no era entre los primeros y un supuesto «contrapoder», sino que era una lucha política, es decir, entre distintas facciones que deseaban controlar «el poder», es decir, el estado. Ante esta contradicción, es necesario afirmar que quienes se enfrentan en la guerra no son reformistas y revolucionarios contra la «vieja clase dominante» (reaccionarios), sino distintos grupos políticos que intentan resolver los problemas políticos y económicos, y según las soluciones que dieran recibirían apoyos de unos u otros «bloques de poder». ¿Cómo podrían explicar Tuñón , Preston o Moradiellos que el PCE, tras superar la cifra de 200.000 afiliados, tuviera en sus filas a una gran mayoría de personas adineradas? Pues por algo tan sencillo como el ser el partido con un programa político más claro, y el único que podía garantizar que las propiedades y vidas de sus afiliados no sufrirían quebrantos. El ya citado Ignacio Iglesias corrobora el espectacular crecimiendo del PCE durante la contienda civil. Muchos se afiliaron al PSUC o PCE simplemente para salvar sus posesiones. Según José Díaz, sólo un tercio de los afiliados al PCE, un cuarto de millón en 1937, eran obreros. (León Trotsqui y España, págs. 116 y ss.)
Es más, el orden repuesto en la zona frentepopulista en otoño de 1936 no puede ser considerado como republicano, sino más bien como el del Frente Popular, pues sus miembros pertenecían a tal coalición. Incluso cabe interpretar que el Frente Popular, al incluir a los partidos golpistas de 1934, no era siquiera una coalición republicana, aunque formalmente incluyera a los fundadores de la constitución. Tras la entrega de las reservas de oro del Banco de España a la URSS, todo ello quedó más claro, pues el Frente Popular fue engullido por la URSS que, como imperio universal, fue generando una estructura idéntica a la de la revolución bolchevique: democracia popular, comités para frenar la contrarrevolución y el sabotaje (es decir, las temibles salas de tortura o checas), control de la policía soviética o NKVD, ejército politizado, dominio del partido comunista, &c.
No obstante, para muchos otros autores (Moradiellos, por ejemplo), el peligro soviético no sería apreciable, y lo afirman fijándose simplemente en el escaso número de ministros comunistas en el gobierno. Sin embargo, el poder del PCE era una realidad a tener en cuenta, y nadie dudaría que eran los auténticos amos del Frente Popular, hasta el punto de ser denominados como «los títeres de Moscú» (de tal dominio da cuenta Eduardo Hallett Carr en su libro La Comintern y la Guerra Civil española. Alianza, Madrid 1986). Aquí el criterio de Gustavo Bueno sobre el Imperio universal tiene un gran éxito. Otras definiciones como las de «estado totalitario», que utiliza Moa, tienden sin embargo a despistar, pues está claro que ni los nazis ni los fascistas realizaron una labor siquiera equiparable a la de la URSS en España, y también entran en el calificativo de «totalitarios». Tampoco su control sobre el individuo tiene el mismo cariz que en el caso de los comunistas, pues éstos buscaban aplicar su sistema político a toda la humanidad, mientras que los nazis, por ejemplo, sólo incluían en su proyecto a la raza aria. Otro motivo para rechazar el término totalitario.
En cambio, la definición filosófica de Imperio, como estado que tiende a reorganizar y controlar a los demás estados, condicionando su soberanía, permite a mi juicio una mejor comprensión de los fenómenos aquí estudiados. El caso de Andrés Nin, líder del partido de izquierda POUM y antiguo colaborador de Trotsqui, cuyo secuestro y asesinato se realizó al margen del presunto gobierno republicano, es el paradigma de esta conducta: «Todos señalaron la participación capital de los soviéticos a las órdenes de Orlov, jefe en nuestro país de la GPU –denominada entonces la NKVD–, los cuales actuaron a su antojo como en territorio conquistado, mientras la prensa comunista cantaba a voz en cuello la "independencia nacional"». (Ignacio Iglesias, León Trotsqui y España, pág. 131).
En este sentido, el bando franquista, que ha sido denostado por nazi y fascista, ha de sufrir una rehabilitación al menos como defensor de la independencia de España, y por supuesto como un grupo de individuos mucho más hábil y eficaz respecto a sus objetivos. Sin embargo, en la actual coyuntura de la Constitución del 78, resulta muy fácil descalificar a Franco diciendo cosas como: «En África adquirió los principales planteamientos de su vida política: el derecho del Ejército a ser el árbitro del destino político de España y, lo más importante de todo, su propio derecho de mando. Posteriormente, nunca admitía que el Ejército estuviera sujeto a cualquier soberanía, sino sólo como responsable ante la Patria» (Preston, Las tres Españas, pág. 37). A lo que se ve, si esos eran los planteamientos políticos de Franco, tuvo años de paciencia antes de ponerlos en práctica. También habría que rechazar el que Franco ordenase «doscientas mil ejecuciones» (Preston, pág. 41), al menos sin mostrar cifras fidedignas, o afirmar sobre el propio Franco y Millán Astray que: «Juntos, Millán y Franco elaboraron una rutina brutal que convertía a los reclutas en autómatas capaces de obedecer las órdenes sin cuestionarlas» (Preston, pág. 69). Se nota que Preston no ha realizado el servicio militar, porque si así fuera, sabría que esa «rutina brutal» recibe el nombre menos tendencioso de «disciplina», algo necesario para conseguir la victoria en el frente. Si los soldados cuestionasen las órdenes y se negaran a luchar, difícilmente podrían lograrse las victorias. Otro caso más de los razonamientos tendenciosos de Preston.
Sin embargo, y volviendo al bando frentepopulista, es evidente que el dominio de la URSS sobre el Frente Popular no llegó a consumarse por completo, y ello porque la ecualización de las diferentes izquierdas entre sí no tenía opciones de prosperar, una vez más. Una vez tomado el poder por el PCE, el único partido con disciplina y un proyecto político bien definido, la única ecualización posible era en realidad el engullimiento de los demás partidos y su asimilación en el PCE. Pero nadie quiso llegar hasta el final: los socialistas se negaron a ello, una vez que Largo fue sustituido por Negrín, con lo que el proyecto comunista de absorber las Juventudes Socialistas quedó abortado, y los anarquistas y poumistas sólo cedieron a la presión comunista tras fuertes combates en la Barcelona de 1937.
Al final, tras sufrir múltiples represalias dentro de su propio bando, pesaron tanto las divergencias entre los proyectos socialista, anarquista, republicano y comunista, que los tres primeros prefirieron rendirse a Franco incondicionalmente o simplemente salir huyendo, antes que ser absorbidos por el último de ellos. Por lo tanto, es de justicia afirmar que la II República se hundió por la divergencia de proyectos de izquierda, y la Guerra Civil la perdió la izquierda no tanto por la intervención extranjera, irrelevante desde el punto de vista material, como han mostrado Sánchez y Moa, pero totalmente decisiva en el plano político, pues en el engullimiento de la URSS, sexta generación de la izquierda, se volvió a reflejar la incompatibilidad de las izquierdas entre sí, lo que les llevó finalmente a la derrota.
3.3. Un apunte sobre la intervención extranjera.
No quiero dejar pasar un aspecto puramente historiográfico que presenta el Sr. Moradiellos sobre la intervención extranjera en España, muy curioso a mi entender, para que todos nos demos cuenta de su modo de argumentar. Es el caso de la calificación de «tropas extranjeras» que realiza respecto a los regulares africanos de la Legión, es decir, los moros. Resulta curioso que Moradiellos se burle de la escasa aportación de Pío Moa respecto a la intervención extranjera en España, cuando éste afirma lo siguiente: «Algunos autores destacan la condición de extranjeros de los marroquíes. Pero formaban parte, no debe olvidarse, del ejército español, como los senegaleses del francés, &c. El gobierno intento dar a los marroquíes consideración de voluntarios extranjeros, lo que no aceptaron París y Londres, por obvias razones. De haber quedado Marruecos en poder del Frente Popular, éste habría movilizado seguramente las tropas moras, como había hecho Azaña en 1932 contra Sanjurjo» (El derrumbe de la república y la guerra civil, Encuentro, 2001, pág. 401, nota l). Entonces, siguiendo la lógica particular de Moradiellos («esa lógica particular que da el odio», como afirmaba Borges), el primero en fomentar la intervención extranjera en España sería el entonces presidente del gobierno, ministro de la guerra y admirado de Moradiellos, es decir, Manuel Azaña, con lo que la guerra civil habría que considerarla comenzada ¡en 1932! ¿Cómo no se dio cuenta el Sr. Moradiellos de esta circunstancia tan obvia?
Moradiellos, tan aparentemente desenvuelto a la hora de tratar el tema de la intervención extranjera en la Guerra Civil, ha recibido al parecer una serie de apercibimientos sobre su forma de argumentar. Concretamente, De la Cierva, en su libro sobre las Brigadas Internacionales, cita algunos debates recientes sobre el tema, y aparece el Sr. Moradiellos mencionado: «En la misma línea José Antonio Cepeda, periodista y profesor de asuntos militares, aplasta en La Nueva España el 23 de diciembre de 1996 las manidas aseveraciones de Jackson y otros propagandistas rutinarios sobre la realidad de las Brigadas Internacionales. Destruye las falsedades de un presunto profesor de Historia, don Enrique Moradiellos, a quien descalifica por su ignorancia vastísima sobre las Brigadas Internacionales. No deja vivo un solo argumento de su adversario, que debería leer antes de escribir, cosa que los escritores de izquierda suelen descuidar. El artículo es una certera antología de textos y testimonios irrecusables que los señores Moradiellos, Jackson y compañía deberían escribir en la pizarra mil veces. El repaso de Cepeda es atroz (De la Cierva, Brigadas internacionales, pág. 455).
A lo que se ve, el Sr. Moradiellos no tuvo problema en citar obras de De la Cierva muy anteriores, ignorando esta última de 1997. No me extraña, la verdad, pues De la Cierva le denomina como «presunto historiador», y eso no debe de gustarle nada. Sin embargo, creo que va siendo hora de desposeer al Sr. Moradiellos del generoso epíteto de «presunto historiador», pues no creo que, tras lo que ha mostrado, pueda decirse que sea siquiera un historiador.
4. Conclusión.
Una vez desmontados los tópicos y mitos que se manejan acerca de la II República y la Guerra Civil, cabría juzgar relatos como el presentado por el Sr. Moradiellos, a quien le es imposible por otra parte responder sin acudir al exabrupto y la pontificación, no pasan de ser puramente mitológicos y oscurantistas, y sobre todo puramente gremiales. A este respecto es muy significativo que Moradiellos, en la reseña sobre Moa ya citada, afirme simplemente que los «universitarios» a quienes presuntamente sigue Moa en la doctrina son simplemente otra «escuela histórica», otra corporación ajena a la del extremeño de adopción:
«Por estas mismas razones, resultan sorprendentes sus lamentos sobre el desinterés del mundo académico e historiográfico hacia sus obras y su halagadora creencia de ser objeto de una específica "conjura del silencio". Más bien cabría entender esa falta de atención como resultado del prudente escepticismo del gremio hacia unas tentativas ensayísticas que sólo renuevan y divulgan un paradigma interpretativo bien definido y muy debatido: el representado, ante todo, por el prolífico y desigual Ricardo de la Cierva; por tres notables historiadores militares, los hermanos Salas Larrazábal y el coronel Martínez Bande ; y por la escuela histórica liderada básicamente por Vicente Palacio Atard y de José Luis Comellas». (Enrique Moradiellos, «La Segunda República y el Maniqueísmo Histórico»).
Las afirmaciones gremiales de Moradiellos, sin embargo, están muy en la línea de la hoy denominada memoria histórica. Concepto oscuro y confuso como ha denunciado recientemente Gustavo Bueno, pues no se puede tener memoria de algo que no se ha vivido. Por lo tanto, los que reivindican la memoria histórica no son sino individuos que buscan utilizar la historia como propaganda para determinados proyectos políticos. En el caso de Moradiellos, su sobrehistoricismo respecto al presente, como juzgó acertadamente Antonio Sánchez, se corresponde a esa voluntad estrictamente manipuladora, que Bueno nos describe con gran precisión:
«Por tanto, las reivindicaciones de las memorias personales, contra todo tipo de amnesia y de amnistía, no debe hacerse en nombre de la memoria histórica común, sino en nombre o bien de la memoria individual o familiar, o bien en nombre de planes y programas políticos o científicos. Esto explica por qué la llamada "memoria histórica" no es propiamente memoria, sino selección partidista; por qué se eclipsa de modo funcional, y por qué la "memoria histórica", paradójicamente, derriba las estatuas de Lenin en Rusia o de Franco en España. Dicho de otro modo, la memoria histórica sólo puede aproximarse a la imparcialidad cuando deje de ser memoria y se convierta simplemente en historia» (El mito de la izquierda, pág. 267).
Mi conclusión final sobre esta polémica y sobre el revuelo que ha despertado la obra de Pío Moa es sin duda muy positiva, sobre todo en lo referente a convertir la memoria histórica en verdadera historia. Aunque no se compartan plenamente sus tesis, y yo personalmente tengo críticas, como he mostrado, ello no es un motivo para desdeñar su obra, sino todo lo contrario. El que una obra de Historia pueda obtener significado desde posiciones filosóficas, como las que Antonio Sánchez o yo mismo manejamos, implica que dicha obra ha desbordado el ámbito puramente historiográfico. Por ello, concluyo que la obra de Pío Moa, al margen de la mayor o menor concordancia con el total de sus resultados, constituye una interpretación tremendamente meritoria sobre la II República y la Guerra Civil Española, merito que sólo desde posiciones abiertamente sectarias, como las que manejan Moradiellos, Preston, Juliá y otros muchos que la descalifican, podría minimizarse un ápice.