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El Catoblepas, número 17, julio 2003
  El Catoblepasnúmero 17 • julio 2003 • página 24
Libros

El honor como causa de la guerra

Marcelino Javier Suárez Ardura

A propósito del libro de Donald Kagan, Sobre las causas de la guerra y la preservación de la paz, Turner & Fondo de Cultura Económica,
Madrid 2003, 557 páginas

Donald Kagan (Lituania 1932) Este libro de Donald Kagan (Lituania 1932) analiza las causas de la guerra a través del estudio de cinco casos históricos. Pero, sin perjuicio de las interesantes investigaciones de detalle, introduce determinados elementos en su construcción, como el honor o la deferencia, que lo conducen por los vericuetos del idealismo.

Desde el atentado del 11 de septiembre de 2001, con el derrumbamiento de las Torres Gemelas y las consiguientes guerras de Afganistán y de Irak, la publicación de obras relativas a la guerra en general o a las causas de las guerras de Afganistán y de Irak en particular han tomado casi la forma de una avenida bibliográfica de la que resulta muy difícil separar los finos y fértiles lodos aluviales de los gruesos guijarros que también son arrastrados por la corriente. Una dificultad ésta que viene dada no sólo por el amontonamiento de volúmenes y volúmenes en las librerías sino también por la indeleble mezcla de lo actual con lo esencial por la que se llega a creer que aquello que es más reciente es a la vez lo más importante, de donde se sigue que obras o trabajos de inestimable valor se quedan olvidados en los rincones de los anaqueles o en los cajones de los despachos de las editoriales en la medida en que son consideradas como anticuadas o pasadas de moda.

Podría ser éste el caso de la obra de Donald Kagan, Sobre las causas de la guerra y la preservación de la paz, sino fuera porque las editoriales Turner y Fondo de Cultura Económica han tenido a bien editar, conjuntamente, en español ésta cuya primera edición había aparecido en inglés en 1995. Donald Kagan, profesor de Historia y Lenguas Clásicas de la Universidad de Yale, es conocido por su obra, en cuatro volúmenes, sobre la guerra del Peloponeso. Y tiene voz propia entre los historiadores de la Grecia de la Antigüedad por su oposición a las tesis de Tucídides según las cuales la guerra entre Atenas y Esparta habría sido inevitable en virtud de la agresividad del naciente poder ateniense frente al tradicional e indiscutible de Esparta. Pero para Kagan, sin embargo, se hace necesario replantear el problema; así, mantiene que aunque a Tucídides no le falta la razón cabría hacerle una serie de matizaciones, pues Atenas entre el 445 y el 435 no habría aumentado su poder ni realizado una política agresiva contra los aliados del Peloponeso, pues sólo se preocupaba de la consolidación de sus dominios ampliados anteriormente. Bien es cierto que estas matizaciones de Donald Kagan no están de acuerdo con el punto de vista de R. Meiggs para quien Atenas no sólo se habría contentado con consolidar su imperio sino que estaba aumentando su poder en el Egeo como lo probarían las «listas de tributos» y otras fuentes ajenas a Tucídides.

Pero en la obra que reseñamos aquí, Kagan no se limita a analizar las causas de la guerra del Peloponeso, aunque entre sus capítulos aparece uno (el primero) dedicado a la misma, sino que sus objetivos van dirigidos a analizar las causas de la guerra en general. Y para ello transita una vía, digamos, inductiva a través de los casos (casus belli) que va analizando. Pues Sobre las causas de la guerra y la preservación de la paz es un intento de mostrar los motivos que llevan a la guerra entre las naciones siguiendo el método de la Historia narrativa comparada (pág. 23), mediante el análisis y comparación de cinco conflictos históricos. Así, en un libro de 557 páginas, estructurado en siete partes que incluyen una introducción, cinco capítulos centrales y una conclusión y que además incorpora, al final, anotaciones por cada capítulo y un índice onomástico y temático que nos permite hacer una lectura punteada facilitando la consulta, Donald Kagan pretende ilustrarnos con sus conclusiones

Comienza la obra introduciéndonos brevemente en el fenómeno de la guerra como una realidad constatable, pues, como afirma, en los siglos XIX y XX, éstas han sido más frecuentes que las predicciones sobre el fin de las mismas. Sería la presencia de la guerra la que habría llevado a los teóricos a buscar las causas y los orígenes en fuerzas impersonales; así, por ejemplo, el espíritu militarista propio de las sociedades aristocráticas o monárquicas, los brotes atávicos de la era moderna o la lucha de clases o el imperialismo o el sistema de alianzas de los estados o, en fin, la carrera armamentista. Kagan diferencia entre dos escuelas de pensamiento en el estudio de las relaciones internacionales: realistas y neorrealistas. El realismo es caracterizado por la afirmación según la cual todos los estados y naciones aspirarían a tener el mayor poder posible, lo cual podrá parecer condenable desde ciertos puntos de vista pero para el realismo se presentaría como algo inexorable. El neorrealismo vendría a matizar las premisas realistas postulando que si bien es cierto que los Estados buscan el poder, lo harían no por la consecución de la autoridad en sí misma sino por las necesidades de seguridad. Con lo cual el realismo sería más pesimista y sombrío que el neorrealismo ya que esta última corriente de pensamiento dejaría la puerta abierta a la seguridad. Pues bien, son éstas premisas neorrealistas las que asume el propio Kagan, aunque con matizaciones, apoyándose en Tucídides: «Tucídides encontró que los pueblos van a la guerra por razones de «honor, temor e interés». Me he dado cuenta de que estos tres motivos resultan lo más esclarecedores para entender las causas de la guerra a través de la historia y me referiré a ellos con frecuencia en este trabajo» (pág. 22).

Acto seguido, aborda el estudio de cinco casus belli, a saber: la Guerra del Peloponeso (431-404 a. de C.), la Primera Guerra Mundial (1914-1918), la Segunda Guerra Púnica (218-202 a. de C.), la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y la Crisis de los Misiles en Cuba (1962). Ahora bien, no encontrará el lector el relato de la expedición de Alcibíades a Sicilia en el 415 a. de C., ni una descripción sobre la maniobras envolventes del Plan Schlieffen para la ocupación de Francia en 1914; pero tampoco el relato de reclutamiento de soldados iberos para el ejército de Aníbal o las dificultades en el desarrollo de la Operación Barbarroja encaminada a la ocupación de la URSS por los alemanes en 1941. Porque lo que nos ofrece Kagan son en realidad los pródomos de estas guerras y no su desenvolvimiento. En efecto, no nos relata el desarrollo de la contienda en cada caso sino los actos anteriores al desenlace bélico, dibujando con un detallismo flamenco todos los entresijos de las relaciones diplomáticas propias de la política internacional en cada momento preciso, hasta el punto de que llega a reactualizar conversaciones que tuvieron lugar entre los distintos jefes de estado o dentro de las reuniones de los gobiernos de cada país y que fueron cruciales para el desarrollo de los hechos que se avecinaban. Así, su lectura nos aporta una información valiosísima desde el punto de vista filosófico porque nos permite ver a los Estados actuar en virtud de ortogramas (ejemplaristas, imperialistas depredadores...) precisos que han de adaptarse, a su vez, a los de otros Estados. Dicho sea esto al margen de las afirmaciones del propio Donald Kagan.

Primero, en la Guerra del Peloponeso, nos sitúa justo al término de las Guerras Médicas, cuando están constituidas las dos alianzas antagónicas del Mediterráneo Oriental: Esparta y la Liga del Peloponeso, por una parte, y Atenas y la liga naval ateniense (Liga de Delos) por otra. Kagan nos describe sus respectivas formas políticas y nos pone ante el origen de su rivalidad hasta llegar a la crisis de Epidamno, lo que le servirá para compararla con la crisis de Sarajevo que desembocó en la Primera Guerra Mundial. En el siguiente capítulo, analiza la Gran Guerra mediante un esquema similar. Se hace, entonces, obligatoria la presentación de las grandes potencias (Alemania, Francia, Gran Bretaña, Rusia, Austria-Hungría e Italia), seguida de la exposición de los Sistemas de Bismark que mantuvieron la paz durante más de treinta años y su posterior destrucción que conduciría, crisis tras crisis, al atentado de Sarajevo que puso en marcha los acuerdos secretos, acabando en el enfrentamiento de los miembros de la Triple Alianza con los de la Triple Entente. Encuentra Donald Kagan que la política alemana (Weltmacht oder Niedergang) tiene un gran paralelismo con los puntos de vista que Alcibíades había mantenido en el Diálogo de Melos («al dejarse llevar por la inacción, el Estado, como cualquier otra cosa se agotará y decaerá toda su capacidad», pág. 121). Esquema similar empleará en el tercer capítulo al estudiar la Segunda Guerra Púnica: presentación de los adversarios (Cartago y Roma), resumen de las causas de la Primera Guerra Púnica y la consecución de la paz, la ascensión de Aníbal y los virajes hacia lo que fue la Segunda Guerra Púnica. Aquí ve un paralelismo con el periodo de entreguerras anterior a la Segunda Guerra Mundial; y, en la política seguida por Roma, una suerte de apaciguamiento similar al que practicó Neville Chamberlain: «Los romanos se podían consolar pensando que era sólo un recurso temporal [se refiere al tratado del Ebro del año 226]; sin embargo, como lo aclara Polibio, fue un intento de apaciguamiento en un momento de debilidad y temor. El apaciguamiento es un instrumento de la política perfectamente respetable y, a menudo, útil. Puede ser efectivo cuando se aplica desde una posición de fuerza, cuando es una acción que se toma libremente con el propósito de aliviar una queja y mostrar buena voluntad. Es un mecanismo insuficiente y peligroso cuando se recurre a él por miedo y por necesidad...» De esta manera ya tiene preparado el camino para adentrarse en el estudio de la Segunda Guerra Mundial: «Al igual que la guerra de Aníbal, la Segunda Guerra Mundial surgió a partir de errores en la paz que le precedió y en el fracaso de los vencedores para alterar o defender atenta y enérgicamente los acuerdos que habían impuesto.» Por esta razón el estudio de la Segunda Guerra Mundial ha de comenzarse por el final de la Gran Guerra y los acuerdos de 1919 que los vencedores establecieron en Versalles. Es éste el trayecto que recorrerá Kagan: la paz de Versalles, los acuerdos de Locarno (1925), la caída de la República de Weimar y el ascenso de Hitler al poder en 1932 que acabaría desembocando en la invasión de Polonia el 1 de septiembre de 1939 gracias al sendero de rosas de la política de apaciguamiento británica. La crisis cubana de los misiles de 1962 –que constituye el quinto capítulo– no trajo consigo una guerra que podría haber dejado en nada los efectos de las dos anteriores conflagraciones mundiales. Pero le sirve a nuestro autor para seguir argumentando en el sentido según el cual serían las políticas de la debilidad (miedos y reticencias) las que conducirían a las presiones por parte de los estadistas de naciones rivales. En este caso, pone el punto de mira en la administración estadounidense y, sobre todo, en la debilidad del presidente Kennedy quien a los ojos de Jruschov «no lanzaría sus armas nucleares aun bajo amenaza y provocación» (pág. 438). Habría sido esa debilidad, ejercida y representada por Kennedy ya en Berlín en 1961, lo que había dado pie a que el mandatario soviético decidiese poner a su favor la balanza de fuerzas de la política internacional, emplazando los misiles SAM (operación Anadyr) en ocho lugares distintos de la isla que se convertiría así, como Malta durante la Segunda Guerra Mundial, en un inmenso portaviones a las puertas de USA.

Por último, como conclusión, Donald Kagan se resiste a creer que se pueda llegar –e incluso que se deba– a la eliminación de la guerra, pero defiende que se puede intentar evitar el peligro de la misma. Su razonamiento propone que si lo que se desea es preservar la paz entonces no se deberían tomar medidas inadecuadas por no comprender la naturaleza del problema (pág. 491). Su neorrealismo, una vez analizados los cinco casus belli, le lleva a concluir que la lucha por la distribución del poder es la norma y que los antagonismos pueden desencadenar la guerra. Pero, a la vez, manifiesta que las razones para la búsqueda de más poder no están siempre en la consecución de la seguridad o de ventajas materiales porque habría otras razones como «un prestigio mayor, respeto, deferencia, en resumen, honor» (pág. 494). Otras veces, las razones estarían vinculadas al miedo. Pero en cualquier caso todas ellas formarían parte de la condición humana, explicándose así la universalidad de la guerra.

A nuestro juicio, el libro de Kagan se presenta, hoy, como una lectura obligada para quienes quieran conocer comparativamente, en diferentes periodos históricos, el funcionamiento real de las relaciones internacionales –por así decir la trastienda de las nobles declaraciones y de las buenas intenciones–. Sobre las causas de la guerra y la preservación de la paz nos pone ante los fines operantis pero también ante los fines operis y, siendo esto así, nos da argumentos que nos alejarían del idealismo histórico. Incluso el propio autor debe ser visto como pensando desde los Estados Unidos y aconsejando la preservación de una paz que no sería otra que la Pax Americana: «La condición actual del mundo, por tanto, en donde es difícil concebir una guerra entre las potencias más poderosas porque una de ellas tiene una superioridad militar aplastante y no desea expandirse, no durará. Una Alemania reunificada, con sus colosales recursos económicos alcanzará, en cualquier momento, un poder militar comparable y lo mismo se aplica para el Japón. El poder de China está creciendo con éxito económico y es poco probable que mantenga, por mucho tiempo, un papel secundario en la escena internacional. Tampoco las actuales dificultades de Rusia deben cegarnos hasta el punto de no apreciar su fuerza intrínseca e impedirnos ver, con certeza, que emergerá, más tarde o más temprano, en la escena mundial como una gran potencia con deseos y objetivos propios, no necesariamente compatibles con los de otras naciones o con el status quo. Sería temerario, además, asumir que el regreso de Alemania, Japón y Rusia al estatus completo de grandes potencias serán los únicos cambios en el sistema mundial y que podemos prever los otros que puedan surgir. En el pasado estos cambios imprevisibles a menudo han amenazado la paz y no tenemos razón para dudar de que lo harán otra vez.» (pág. 494.)

Sin embargo, hay ciertos aspectos del libro que no son asumibles desde un punto de vista materialista. Nos referimos a las constantes alusiones, ya desde el inicio, al honor, al prestigio, al respeto, que aparecen como un conglomerado de esencias exentas, como universales históricos. Y, aunque desde la página 22 se dice que el honor –que parece ser el universal en torno al cual giran los demás– debe entenderse no sólo como fama, gloria, renombre o esplendor sino como deferencia, justicia, estima o consideración, tampoco aclara nada porque no hace más que sustituir un universal por otros. Y es aquí donde se debe ver el contenido ideológico del libro, en el vacío de estos conceptos que no cambiarían a lo largo de la historia. A nuestro juicio, se hace necesario que el honor sea reinterpretado en términos de un ortograma determinado pero entonces ya no estaríamos hablando de universales sino de condiciones políticas, económicas o sociales de existencia. Porque si pensamos que el curso de la historia se desenvuelve al margen de los planes y programas de determinadas sociedades políticas, y de los fines que plantean los diferentes grupos sociales, el método de la Historia quedaría incluido en el de la Psicología o acaso en el de la Antropología; el estudio de la historia sería el de la humillación o el del deshonor o acaso el de la personalidad autoritaria.

Laviana, 10 de junio de 2003

 

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