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El Catoblepas, número 17, julio 2003
  El Catoblepasnúmero 17 • julio 2003 • página 20
Libros

Síntesis escrita de una gran obra vivida

Norberto Álvarez González

Sobre el libro de José María Laso Prieto, De Bilbao a Oviedo
pasando por el penal de Burgos
, Pentalfa Ediciones, Oviedo 2002

José María Laso Prieto, De Bilbao a Oviedo pasando por el penal de Burgos, Pentalfa, Oviedo 2002, 331 páginas De las muchas recensiones que yo he hecho, muy pocas me resultaron de tan grata redacción como la que, ahora, presento. Y ello porque a un libro sobre Laso –sobre su vida y su obra– se le puede elogiar, muy fácilmente, sin exagerar ni mentir.

Conozco a Laso desde 1972. Nos presentó un amigo común, el hoy catedrático de derecho constitucional de la universidad de León, D. Manuel Benigno García Álvarez. Trabajaba yo, entonces, en la elaboración de mi tesis doctoral (sobre «La Guerra Revolucionaria como Legítima Defensa»), y eran los momentos álgidos de la guerra de Vietnam. Y fue sobre todo, por esto, por lo que nos pusieron en contacto. Él, en Oviedo, ya empezaba a ser figura, por sus infrecuentes conocimientos del marxismo, y su muy sufrida trayectoria de militante comunista.

Mi amanecer al marxismo fue con la ayuda de Laso, y mi único interrogatorio policíaco fue por comer, frecuentemente, con él (en el modesto restaurante de la Anita, quien temblando me preguntó después: «Oiga, ¿podrá pasarme a mí algo por dejar, a Laso, comer aquí?»).

Pero la verdad es que «algo tiene el agua cuando la bendicen». Y ¿qué tiene Laso para eso? Una obra escrita –y sobre todo, humana– que muchas de nuestras, oficialmente, personas importantes quisieran para sí. La primera muy meritoria, sobre todo en su dimensión hablada (Laso fue un enriquecedor incansable, en el marxismo, de generaciones y generaciones de universitarios, «envenenados», así, para siempre, por él, en el interés por las teoría y praxis marxistas).{1}

Pero, sin que esto suponga menospreciar su obra teórica (sobre todo, hablada) refulge sobremanera (y hasta, a veces, acompleja, moralmente) su estoica actitud testimonial, ante el dolor que le inflige el verdugo, que él supo convertir, incluso, en motivo de orgullo.

Transcribo, en tal sentido, un texto de su libro, en el que narra, estoicamente –y casi de modo antimarxista (muchos marxistas sostuvieron, recuérdese a Guevara, que un pueblo sin odio no puede triunfar de un brutal enemigo)– lo siguiente: «Era un método infalible para hacerle cantar al detenido... Para ello, me esposaron de pies y manos a una silla de madera. Morales me explicó que tal método se lo habían aplicado a él, mientras estuvo recluido en una 'checa' de Madrid, como consecuencia de sus actividades en la falange clandestina. Inmediatamente me bajó los pantalones y comenzó a golpearme en ambos muslos de las piernas... A medida que transcurría el tiempo, Morales se vio obligado a decirme: 'Ahora aguantas, ya que, en caliente, no duele tanto, pero ya verás que no podrás superarlo en frío'. Poco a poco, Morales se fue cansando de golpearme, al observar el nulo efecto que me causaban los golpes. Entonces me dijo: 'Ya verás que no podrás aguantar el tratamiento que, a mí, me aplicaron en una checa de Madrid'. Ello me sugirió la posibilidad de tenderle una trampa a Morales, preguntándole: '¿Y usted, habló?...' A Morales no le convenía contestar a la pregunta.»

Intuimos, ya, bien el valor testimonial de su actitud. Pero intentaré hacer, ahora, algunas anotaciones psicológicas a la misma: Esta actitud de complacencia, ante el dolor, que le inflige el verdugo (no le suscita odio y hasta le recuerda, casi, con afecto) ¿denota un carácter masoquista? No sé si un psicoanalista con más datos, y mejor criterio, que yo, contestaría, afirmativamente. Yo, desde luego no lo hago; pues tiene, a mi juicio, el fenómeno otra explicación mejor: A los torturadores, debe, hoy, Laso su imagen pública, de gran militante comunista y estoico ciudadano (como Gustavo Bueno le calificó, con acierto). Y es, precisamente, por esto, por lo que, ya, entonces, comprendió que sus torturas, lejos de suponerle una derrota vital, le supondrían, más bien, un sacrificio, sobradamente, recompensado, por el afecto que suscitarían, hacia él, en sus compañeros y simpatizantes, desde ya; y en las generaciones posteriores, después.

A pesar de estos elogios que, merecidamente, yo hago a Laso, pienso que la revolución nunca se haría en clave lasiana (desde la tortura testimonial), sino en clave guevarista (desde la lucha social, impulsada por el odio al enemigo (reléase a Guevara: «Un pueblo sin odio no puede triunfar de un brutal enemigo»). Como todos hicieran lo que Laso (amar, incluso, a sus enemigos) el estímulo revolucionario disminuiría sustancialmente. ¿Para qué matar (de lo que, hablando de todo un poco, nuestro recensionado no sería capaz) si con llevar gratas palizas en las comisarías, ya, nos basta? Pero una revolución nunca se entiende en clave personal, sino en clave colectiva: Nunca la hace uno, o varios, individuos, sino toda una clase social, cuya estrategia la ejercen sus distintas categorías sociales (cada uno, según su papel): los intelectuales, los dirigentes, los soldados, y también, estos hombres testimonio, entre los que contamos a los torturados por un ideal, verdadero estímulo, con frecuencia, del papel de los demás.

Respecto a su obra intelectual (también, más práctica que teórica, por su forma de ejercerla, enseñando en cualquier parte, donde hubiera gente capaz de escucharle: desde la calle más recóndita a la universidad de San Francisco en Oviedo; pasando por el Club Cultural y muchas cafeterías y coloquios de conferencias, en los que todos los asistentes asumían, y esperaban, la intervención del Laso enriquecedor del coloquio) es, también, muy conocida y respetada.

A todos nos enseñó Laso lo que otros intentaron hacernos olvidar: A valorar en su justa medida, el interés teórico, y práctico, del marxismo. Un saber, autodidácticamente, aprendido, en su caso, en las cárceles franquistas. Lo que le llevó a sentir, como maestro, a otro gran marxólogo y marxista, que fue Gramsci, no tanto por sus excepcionales conocimientos filosóficos, como por la relación de identidad intelectual que hubo entre ellos (ambos estudiaron el marxismo en las cárceles de dos dictaduras fascistas, las de Franco y Mussolini).

Esta sublevación intelectual de nuevos hombres del saber (los marxistas), la contraatacan los aparatos ideológicos del franquismo, tolerando que nuevos docentes inquietos de entonces (con un barniz intelectual marxistoide, y no forjados en las cárceles, ni en la clandestinidad, sino en la universidad elitista de entonces; ni venidos de la clase obrera, sino extraídos, con frecuencia, de las élites económicas) expliquen un marxismo –para mí espúrio– de contenido socialdemócrata; que contribuyó a apartar, a gran parte de aquella juventud inquieta, del marxismo, pasándola a profesar otras doctrinas –y a militar en otros partidos– de centro izquierda, con más posibilidades de éxito y de promoción personal{2}. Para mí –ya lo he escrito otras veces– la aparición de ciertas instituciones culturales –editoriales, revistas y periódicos, progresistas– de entonces, tuvieron, también, esta función: frenar el avance, teórico y práctico, del marxismo (tal como lo entendían y practicaban los comunistas, dándoles, a los jóvenes, otras posibilidades de presentarse a la sociedad como progres sin necesidad de ser comunistas).

Quiero señalar también aquí, para acabar, el que, a mi juicio, es el verdadero descubridor de Laso: Gustavo Bueno. Entre otras razones, por el desprejuiciamiento que supone que un catedrático, temperamentalmente distante, de la «flor y nata» académica, reparara, deferentemente, en él (entonces obrero del chocolate), despertándole el aprecio, hasta el punto de invitarle, desde aquel momento, a tratarle de tú.

Con satisfacción y esperanza, lo digo: La Historia acaba haciendo justicia, y situando en su lugar, a cada uno: A bajar al alto, a lo trepa; y a subir al, injustamente, postergado. Y es, precisamente, en el momento de bajar los primeros –momento que, por lo general, coincide con la jubilación, la vejez y la muerte– cuando otros, cuyo valor no nos fue dado a conocer, a su debido tiempo, empiezan a ser admirados como, desde hacía ya mucho, merecían. Y es por lo que, para, mí, el caso de Laso, además de verlo justo, me resulta estimulante, y premonitorio de lo que pasará también, con quienes, hoy, no debiendo ser, son; y, debiendo ser, no son. Por lo que, cuando me enteré (por los medios) de los reconocimientos sociales a la figura, y la obra, de Laso, le llamé, le di mi felicitación; y me ofrecí, gustoso, a escribir estas modestas y sinceras páginas.

Madrid, 6 de julio 2003

Notas

{1} Decía de él Valentín Fernández Monte, a propósito de su verbo enriquecedor, y habitual en cualquier parte, en que se encontrara: «El día que lo entierren, después de hablar el cura, seguro que hablará él también, corrigiéndole algo.»

{2} Siempre tuve la sospecha de que aquellos jóvenes progres –con frecuencia hasta «marxistas»– venidos de familias muy bien situadas del antiguo régimen, habían llegado, hasta aquí, por dos motivos, principalmente: Descafeinar el movimiento social de las izquierdas, entonces liderado por el partido comunista; y la prudente medida, de seguridad política familiar, consistente en tener un familiar, o/y amigo, en cada frente ideológico y político. Así se explica, también, la presencia –y alto influjo– de intelectuales y políticos, de algunas familias fascistas de notoriedad, en las filas de ciertos grupos de izquierda (de intelectuales del PSOE, por ejemplo), en las que eran además (por explicables motivos de índole económica) muy respetados. (Para una mejor comprensión de todo esto, vid. mis dos libros El Intelectual y la Política, editado por el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Alcalá 1999; y Cuatro Estudios sobre Libertad, del mismo año y en la misma editorial.)

 

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