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El Catoblepas, número 17, julio 2003
  El Catoblepasnúmero 17 • julio 2003 • página 19
Artículos

La Patología como coartada

Teresa Maldonado Barahona

Se observa una tendencia a concebir como patológicos ciertos comportamientos, para evitar el juicio moral y/o judicial sobre ellos. Tal maniobra, al contrario de como suele ser presentada, no es «liberadora» sino todo lo contrario. Además tiene muy diferentes pero siempre nefastas consecuencias en la consideración de violadores o consumidores de drogas como «enfermos» en vez de como delincuentes que han de responder de sus actos, en el primer caso, o de personas que ejercen sus derechos sin eludir la responsabilidad, en el segundo

«No estamos locos, que sabemos lo que queremos...»
(cantado por Ketama)

I

En un momento determinado (que no voy ahora a situar con precisión), algunos comportamientos, que hasta entonces habían sido tenidos socialmente por delictivos, empezaron a ser paulatinamente considerados como «patológicos» o «enfermos». El paso, o los pasos –al principio inadvertidos– en esta dirección, se dieron desde supuestos presuntamente «humanistas» o incluso«progresistas», o así se quiso presentarlos. A partir de ese momento, en algunos ámbitos se viene teniendo por más pertinente considerar ciertos comportamientos como propios no de delincuentes o de criminales, sino como característicos de «enfermos». Ello sería más adecuado por ser, supuestamente, más progresista, más humano. La cantinela de que no son delincuentes que precisen castigo, sino enfermos que necesitan tratamiento, se ha convertido, de un tiempo a esta parte en bandera progresista frente a las concepciones y propuestas más conservadoras de «mano dura» en la persecución y el castigo del crimen.

Sin pretender cuestionar la idea de que dentro de los sistemas sociales la promulgación de reglas y prohibiciones y su reforzamiento mediante sanciones «sirven como medios primarios para ejercer un control sobre la conducta de los individuos»{1}; sin desconocer que a partir de un momento dado en las sociedades occidentales «el ejercicio del poder se formula siempre en el derecho» y que el sistema mismo del derecho es «una manera de ejercer la violencia, de anexarla en provecho de algunos y de hacer funcionar bajo la apariencia de ley general las asimetrías e injusticias de la dominación»{2}; sin negar que el sistema penal castiga especialmente a los previamente desfavorecidos; sin querer tampoco entrar (por lo menos de momento) en la discusión de si puede o no haber alternativas factibles a la regulación de unas normas de convivencia que incluyan algún tipo de sanción..., me propongo defender que la patologización de comportamientos no es en absoluto una forma de humanizar a las personas que los llevan a cabo, sino, al contrario, una manera de desposeerlas de la dignidad que como seres humanos les corresponde, al considerarse que tales personas no son libres de actuar como lo hacen y que por lo tanto no pueden ser responsables, no se les puede pedir que respondan de sus actos (mientras que quien lleva a cabo tal consideración sí que actuaría como una persona adulta, libre y responsable).

Sostengo que esta operación patologizadora de la conducta, lejos de conducirnos a la liberación de las cadenas que nos atan a poderes externos, constituye una vuelta de tuerca más en el proceso de arrebatársenos la soberanía sobre nuestras acciones, infantilizándonos y poniéndonos bajo la tutela de instancias sobre las que no tenemos posibilidad alguna de intervención. Una manera, en definitiva, de quitársenos libertad y de que se ejerza un control sobre nuestros actos que resulta tal vez más fina y presentable que la burda criminalización, pero también más difícil de detectar y de rechazar. A este respecto cabe señalar que frente a la consideración de delincuente, que iba con toda claridad contra la persona criminalizada, la patologización y la intervención posterior tendente supuestamente a curar, se justifican como algo que se hace por el bien de la persona etiquetada de enferma.

No es excepcional, sin embargo, pasar a tratar desde una perspectiva médica conductas que anteriormente han sido consideradas moralmente reprobables y/o jurídicamente punibles: piénsese por ejemplo en la masturbación, la homosexualidad, el uso de drogas; y cada vez que se ha llevado a cabo, ha sido presentada como si fuera más amable, más benévola para con las personas afectadas esta maniobra de concebirlas como enfermas; pero la operación del pobrecitos-están-enfermos siempre ha destilado también un tufillo paternalista y perdonavidas difícil de ocultar.

La progresiva ampliación del campo que se analiza en términos médicos («sano», «enfermo»...) es directamente proporcional a la reducción del que se describe recurriendo a conceptos como libertad/responsabilidad, conceptos estos centrales en la reflexión ética y en la concepción del ser humano que de ella se deriva{3}. La cuestión es que cada vez se medicalizan más aspectos de la vida cuyo lugar, si de respetar la dignidad del prójimo se tratara, debería ser la ética y el derecho, es decir, el ámbito de la elección personal, de la libertad y la responsabilidad, del ejercicio de los propios derechos y del respeto a los ajenos. Sin embargo, el «imperialismo médico» invade cada vez más terrenos de nuestras vidas y pretende explicar actitudes y comportamientos personales que, por el motivo que sea, son considerados inadecuados, utilizando términos como «sano» o «enfermo». Se trata del proceso al que Foucault denominó medicalización indefinida: la medicina parece no tener campo exterior a sí misma.{4}

Analizar el comportamiento humano básicamente en términos de libertad/responsabilidad o, por el contrario, priorizar la concepción médica de la conducta, es una elección de importantes consecuencias. Me propongo defender la idea de que no se reconoce más dignidad a las personas ni se las trata de forma más humana por el hecho de negarse a considerarlas responsables de lo que hacen; no es más progresista actuar así que pedir cuentas o tener que rendirlas.

II

Ni que decir tiene que refiriéndonos a comportamientos o a conductas humanas patologizar unas y considerar otras como sanas o normales, presupone haber establecido un patrón de lo considerado normal en función del cual se hace la clasificación. No parece necesario a estas alturas insistir en lo problemático de tal operación; operación que es, por cierto, ideológica, por más que se nos presente una y otra vez como técnica y/o científica.{5} Lo que parece claro es que nos cuesta considerar a las personas responsables de su «mala» conducta y por eso preferimos reducir derechos a incrementar responsabilidades,{6} cosa que queda meridianamente clara en el caso de la prohibición del uso y/o la comercialización de algunas substancias psicoactivas: nunca se insistirá lo suficiente en que pedir la derogación de la prohibición no es igual a pretender que dichas substancias sean de obligado consumo, como parece derivarse de algunos «argumentos» contrarios a tal derogación.

Por otro lado, mientras el derecho se refiere sólo a acciones, al obrar (en el contexto del derecho no podemos pensar en los predicados de justo o injusto sino aplicados a una actividad,{7} se es inocente o culpable en relación con una acción concreta, por ello los delitos deben tipificarse con detalle), la patologización atañe a la persona en su conjunto. Cuando para explicar una conducta determinada se recurre a la personalidad enferma de quien la lleva a cabo, lo que se cuestiona es el sujeto en su totalidad, su ser, no simplemente un acto concreto, que pasará a ser percibido como un mero síntoma o señal de la personalidad enferma. Mientras el veredicto de culpabilidad (o inocencia) lo es con respecto a un acto (del cual se considera responsable a alguien), el diagnóstico médico-psiquiátrico cataloga a la persona, la clasifica dentro de un tipo particular de personas anormales{8}; y para hacerlo la des-responsabiliza, situando las causas de la acción fuera de su control. El mismo Foucault señala lo contradictorio que es considerar peligroso a un individuo desde presupuestos psiquiátricos y en relación con un derecho penal basado únicamente en la condena de los actos{9}. Dicho lo cual habrá que añadir que la consideración de una persona como delincuente (y en tanto en cuanto que es la persona como tal la así considerada) puede funcionar, y de hecho funciona, esencialísticamente como categoría de clasificación (de las personas y no de sus actos) y a menudo se convierte en fórmula de descalificación global: es lo que ocurre cuando se dice de alguien que es un delincuente, en lugar de decirse que ha cometido un delito. Por lo general de un banquero o de un ministro se dirá que ha cometido uno, dos, tres, n delitos, mientras que de una persona perteneciente a un grupo social desfavorecido se dirá que es un delincuente, añadiéndose incluso a veces la coletilla de habitual. El mecanismo que algunos autores han llamado «profecía autocumplida» se pone rápidamente en funcionamiento: según dicho mecanismo, si se afirma una determinada imagen de la realidad, esta acaba teniendo efectos reales; quien ha sido catalogado como delincuente terminará cumpliendo fielmente con el estereotipo.{10} Pero en todo caso, el derecho debería referirse exclusivamente a los actos, absteniéndose de calificar/clasificar/catalogar a las personas que los llevan acabo.

La culpabilidad o inocencia lo han de ser con respecto a un acto concreto, de ahí que para el derecho tenga gran importancia el grado de conciencia y de voluntad con que un acto ha sido realizado y que se considere que los de un demente no son de ninguna manera punibles: se entiende que el demente no es dueño de sus actos. Y de ahí también que «en algunos países, la persona acusada de haber cometido un delito, es decir, una infracción considerada lo suficientemente grave como para ser juzgada por los tribunales, deba someterse obligatoriamente al examen de un perito psiquiatra».{11}

III

He señalado más arriba que la existencia de responsabilidad se vincula a la afirmación de libertad, libertad y responsabilidad vienen a ser las consabidas dos caras de la moneda. Pues bien, todos los intentos de quitarse de encima la responsabilidad con respecto a lo hecho, de escamotear la obligación moral o penal de responder, pasan por negar la libertad, por demostrar que se actuó de determinada manera ya que no quedaba otro remedio, que se hizo lo que se hizo sin que hubiera elección. Cuando se apela a la «obediencia debida», como fue habitual en algunos procesos por torturas en América del Sur; cuando se dice que alguien actuó bajo los efectos de alguna droga, con la pretensión de que ello sirva por lo menos de atenuante en su condena; cuando la defensa de un violador alude al informe pericial psiquiátrico según el cual el acusado no es dueño de sus actos porque sufre algún tipo de enajenación mental... en todos estos casos la artimaña es la misma: consiste en asumir implícitamente que si se demuestra que no hubo libertad en el actuar no se podrá exigir responsabilidad.{12} Ya podemos secarnos las manos. Sabido es lo extendida que está la opinión de que cuando se consumen drogas se deja de ser uno mismo (lo cual se utiliza como argumento precisamente para prohibir su uso); de la misma manera, se concibe la actuación del sujeto como síntoma de otra cosa (la enfermedad mental) y al igual que en el caso de «la obediencia debida», nunca es el sujeto agente el que ostenta la responsabilidad sobre lo hecho.

Es importante señalar que en la mayoría de los casos, cuando se acude a la psiquiatría para que dictamine la incapacidad de alguien para responsabilizarse de sus actos, ese alguien no había sido (casi nunca) diagnosticado antes como «enfermo mental» sino que se intenta conseguir ad hoc dicha catalogación, después de que el individuo ha obrado de forma lesiva para terceras personas y con el objeto de que no se le pueda pedir responsabilidad ni, por tanto, el cumplimiento de una condena.

Ahora bien, si la operación por medio de la cual catalogamos a una persona como sana mentalmente o como enferma está basada en una determinada concepción de la normalidad (concepción que no puede no ser cultural, relativa, cambiante, ideológica...) y no en datos observables, «científicos», asépticos, objetivos,{13} ¿no deberíamos concluir que más que explicar («científicamente») comportamientos lo que estamos haciendo es justificarlos, (es decir, hacer una determinada valoración) con lo cual nos volvemos a deslizar a terrenos como el de la ética y el derecho?. Efectivamente, para poder catalogar a alguien como mentalmente enfermo (paso previo para poder negarle –de dicto, que no de re– la libertad en su actuar), yo debo autodefinirme como persona sana. Tal catalogación no puede ser sino una falta de respeto a quien es mi igual y por lo tanto no puede ser por mí definido.{14}

Para muestra un botón: en un libro de texto editado para la asignatura de psicología de bachillerato, se distinguen varios casos de trastornos de la personalidad y entre otras muchas cosas podemos leer: «personalidad antisocial (antes psicópata): se trata de un individuo frío, duro e insensible, ambicioso y agresivo, con baja tolerancia a la frustración; (...) sus patrones cognitivos son rígidos e inflexibles, evita las emociones tiernas por considerarlas signos de debilidad./ Personalidad narcisista: es presuntuoso, esnob, mimado y explotador; sobrevalora su importancia personal; dirige sus afectos hacia sí mismo más que hacia otros; espera que los demás reconozcan su valor único y personal; quiere ser el centro de atención (...).»{15} Un poco más adelante, hablando de la personalidad histriónica se dice «su conducta es excesivamente dramática»... Todo, quiero insistir en ello, dentro de los trastornos de la personalidad. ¿Será necesario llamar la atención sobre la toma de partido valorativa que supone considerar una conducta personal excesivamente dramática? No creo que sea una experiencia fuera de lo común haber conocido a personas que seguramente podemos convenir en calificar de frías, duras e insensibles (o haber sido así considerada por alguien que a su vez a mí podía parecerme excesivamente blandengue), pero no consigo ver qué es lo que me situaría en posición de poder tomar esa caracterización por trastorno de la personalidad. ¿Qué podemos decirle a alguien que evita las emociones tiernas porque las considera signos de debilidad? ¿que no debería considerarlas así? ¿que se equivoca? ¿que nosotras no las consideramos así?. Parece que nadie ha hecho reparar a nuestros psicólogos en las dificultades de pasar del ser al deber ser... Yo, desde luego, me he topado a veces con personas que me han parecido presuntuosas, esnobs y mimadas ¿significa eso que tienen trastornos de personalidad o para tenerlos ha de parecérselo a una psiquiatra o a un psicólogo? Podremos pensar que tienen poca vergüenza o que es una pesadez aguantarlas o que preferimos no contarlas entre nuestras amistades, pero de ahí a considerar que tienen un trastorno de la personalidad hay un salto demasiado grande para poder llevarlo a cabo.{16} (Por cierto que la caracterización del trastorno de la personalidad denominado «personalidad antisocial» coincide escandalosamente con el prototipo de varón que triunfa en el mundo de los negocios y las altas finanzas, o ¿cómo de frío, ambicioso y agresivo tiene que llegar a ser para en lugar de un triunfador al uso convertirse nada menos que en anti-social?).

IV

Pero todo ello, con ser muy grave, no es lo peor. Lo más preocupante es cómo ha calado este discurso de la patologización en todos los ámbitos y cómo ha sido interiorizado, tragado, digerido y asimilado tanto por las personas catalogadas de anormales como muchas veces por quienes sufren o han sufrido las consecuencias de sus acciones. No hace mucho, asistí a una escena que cada vez es más habitual en nuestras ciudades: un indigente que pedía dinero en la calle intentaba convencer a los transeúntes de que le dieran una limosna explicando que no podía trabajar ya que era toxicómano. No trato de poner en cuestión ni la génesis ni el origen social de la indigencia, no estoy dudando de que esa persona tuviera graves problemas para encontrar un empleo ni de que el motivo esgrimido (u ocultado) por los eventuales empleadores para negárselo fuera su toxicomanía; estoy llamando la atención sobre la coartada que me parece más descaradamente utilizada hoy en día para lavarnos las manos y eludir nuestra responsabilidad, la tan mal considerada responsabilidad personal sobre nuestros actos. A este respecto no puedo menos que remitir a la reflexión sobre la indigencia que Víctor Gómez Pin hace en las páginas de su libro La dignidad, del cual transcribo únicamente unas líneas: «(...) insistir en la conveniencia de reflexionar sobre las causas sociales, señalando lo inútil que es intentar encontrar respuestas individuales en lo que tiene matriz colectiva, no supone en absoluto soslayar el problema de la responsabilidad personal del propio sujeto reducido a la marginación y a la mendicidad. Pues si la organización colectiva y el tipo de distribución de la riqueza hoy imperante generan necesariamente indigencia, tal necesidad, no es, sin embargo, mecánica. (...). La circunstancia social necesita encontrar complicidad en una disposición propia al individuo afectado. Disposición sin duda determinada asimismo por lo social. (...). [Pero] no parece uso abusivo de la 'sospecha' freudiana el barruntar que, además de expresar una dolorosa necesidad, el recurso a la actitud mendicante satisface un arraigado deseo (...). Mas, en tal caso, (...) hay más razones todavía para intentar evitar que el orden social le dé alimento; más razones todavía para sostener que el imperativo de acción en el terreno de la solidaridad social pasa por contribuir a acabar con un mecanismo que es tanto causa objetiva de penuria como ocasión subjetiva de abandono».{17}

Una reflexión en el mismo sentido hace Antonio Escohotado al abordar uno de los usos más estereotipados de la heroína, la que fuera sin duda «la droga» por antonomasia durante muchos años, consumiendo la cual, por su puesto una «deja de ser quien es» y, desde luego, según la mitología imperante, deja de ser responsable de sus actos, bien al encontrarse bajo sus efectos, bien al sufrir el terrible mono : «...declararse adorador y víctima de una droga infernal posee perfiles atractivos para masoquistas e ilusos (...) porque el complejo montado sobre la heroinomanía ofrece ventajas secundarias. La principal de ellas es la irresponsabilidad, seguida de cerca por el hecho de que declararse heroinómano (...) confiere hoy la posibilidad de reclamar atención ajena»{18}.

El «es que soy toxicómano» funciona pues como coartada en algunos contextos, igual que en otros ocurre con el «es que tuve una infancia desgraciada» o el «es que me obligaron». En los dos primeros casos se nos pide casi que les perdonemos porque no saben lo que hacen, mientras que en el tercero se alude a la coacción que impidió obrar de otra manera. (Dicho sea entre paréntesis: en el caso de que la coacción efectivamente exista y sea imposible librarse de ella, caso de la persona que es obligada a hacer algo en contra de su voluntad mientras es encañonada con una pistola, dado que no ha sido un acto libre, la responsabilidad desaparecería o por lo menos sería necesario discutir más detenidamente la cuestión; lo repugnante es la ligereza y la desfachatez con que se acude al refugio de la «obediencia debida» como paraguas protector con el que librarse del cumplimiento de una condena inminente por un acto cometido con pleno consentimiento por parte del actuante).

V

El haber tenido una infancia desgraciada se ha planteado en muchas ocasiones como explicación/justificación de malos tratos o de violaciones a mujeres por parte de hombres; la cuestión sería entonces dilucidar (si se aceptan tales explicaciones/justificaciones) si es que ocurre que las mujeres nunca tienen infancias desgraciadas, o si es que las tienen, por qué no reproducen ellas –por lo menos no con la frecuencia de sus congéneres varones– tales comportamientos agresivos. (Algo parecido podríamos decir ante la explicación que se da en algunos casos de malos tratos al afirmarse «es que –él– bebe»). Empezar a buscar aquí razones políticas de desigual distribución de poder entre los géneros, pedir responsabilidad moral y/o penal en su caso, negarse, en fin, a justificar ese tipo de comportamientos y no asumir como válida la táctica psiquiátrica de llevar al terreno de la patología personal problemas ético-políticos, no parece de buen tono ante la generalizada tendencia a buscar patologías que vengan a explicar, cuando no a justificar, los comportamientos más impresentables de los seres humanos (por mucho que algunos insistan en incluir –con el objeto de deslegitimar– las consideraciones del feminismo en la nómina de lo políticamente correcto).{19}

Hace algún tiempo, tuve ocasión de discutir acaloradamente con un activista de una organización anti-cárcel que pretendía que la cárcel, entre otras muchas consecuencias indeseables (que yo no negaba) y en virtud de la privación de libertad que la constituye, provocaba en las personas sometidas a reclusión deseos sexuales insatisfechos que les llevaban a cometer (más) violaciones al salir de prisión (cosa que yo negaba); el llamar la atención a mi interlocutor sobre que tal cosa, de ocurrir, sólo parecía darse en los varones privados de libertad y no así en las mujeres, no le persuadió de que tal vez su análisis no era muy adecuado y de que si realmente la cárcel provoca o es causa de que se cometan violaciones por parte de quienes la sufren, deberíamos concluir, en honor a la lógica y al sentido común, que todas las personas sometidas a privación de libertad salen de la cárcel «más violadoras» de lo que entraron, cosa que no parece darse entre las mujeres, con lo cual, (negación del consecuente) la afirmación de partida (que la cárcel provoca...) no es válida (negación del antecedente). Traigo a colación esta discusión para insistir en la idea de que el discurso de la medicalización y la correlativa des-responsabilización ha calado enorme y preocupantemente en el espacio de lo que normalmente se conoce como la izquierda.

Para oponerse a la existencia de las prisiones (y al margen de lo pertinente o ingenua que nos parezca tal oposición) debería ser suficiente con tener en cuenta las bases de injusticia y desigualdad social en que la cárcel se asienta, las eventuales consecuencias perniciosas que la prisión tiene para la sociedad y para las personas que se ven obligadas a sufrirla, lo que se quiera, pero de ninguna manera deberíamos adoptar acríticamente los presupuestos del discurso medicalizador en boga y concluir que (mucha de) la gente encerrada en prisión, debería en realidad estar sometida a algún tipo de tratamiento, como terminó resolviendo el citado activista. M. Foucault evoca el caso de un ex-recluso que escribió un libro para hacer comprender que si robó no fue porque su madre lo destetó antes de tiempo ni porque su superego fuese débil ni tampoco porque sufriese de paranoia, sino porque le dio por robar y ser ladrón{20}: era lo único que debía de quedarle por hacer para reclamar su condición de ser humano adulto que elige sus comportamientos y al que se le debe un respeto... (Claro que el mismo hecho de escribir un libro, o cualquier otro intento, más o menos desesperado, de exigir el reconocimiento de la propia dignidad, siempre podrá ser tomado, interpretado, leído como mero síntoma de una patología mental: no es tan sencillo librarse de los tentáculos del imperialismo médico).

VI

El movimiento feminista pedía sin ambages hace unos años (cuando la sensibilidad social con respecto a la violencia contra las mujeres no era ni con mucho la de hoy –para explicar la cual, por cierto, no siempre se reconoce la contribución que el propio feminismo ha hecho–) pedía, digo, castigo para los violadores, castigo que normalmente se concretaba en penas de prisión (la supuesta pretensión de instaurar una variante de la ley del talión implícita en un eslogan como contra violación, castración, no debe ser magnificada ya que nunca pasó de ser eso, un eslogan de pintadas callejeras –contexto en el cual ha de ser situado– y nunca desde el feminismo se pidió o se propuso que se legislara en ese sentido). Hoy en día no digo que el feminismo en pleno se haya sumado al carro de la patologización, pero sí, y de forma no tan paradójica como a primera vista pudiera parecer, que dicho discurso ha tenido y tiene fervorosa y nutrida clientela entre nosotras.

Hace algunos años ya, la Asamblea de Mujeres de Álava invitó a unas jornadas de debate sobre la violencia contra las mujeres a Ruud Bullens, psicólogo holandés, a lo que se ve pionero y experto en rehabilitar violadores. Ni tengo datos ni soy competente para valorar o juzgar el aspecto clínico de esa u otra terapia, pero sí me parece que en el plano teórico adolece de unas cuantas contradicciones e incoherencias. Señalaré algunas.{21} Menciona Bullens constantemente palabras como terapia y curar («yo creo que el agresor nunca se llega a curar del todo» &c.) al mismo tiempo que sostiene que los agresores no son enfermos sino que son «gente normal como tú y como yo», que sólo un pequeñísimo porcentaje de ellos tiene problemas mentales. Cuando se le pregunta expresamente (mencionando precisamente su uso de la palabra «terapia») si considera enfermos a los agresores responde con rotundidad que «de ninguna manera»; es decir, no son enfermos, pero necesitan terapia (sic). También alude nuestro psicoterapeuta a que el castigo reporta sufrimiento a quien lo sufre (¿qué sentido tendría si no?, me pregunto yo) y explica que «no es bueno meter a esos hombres en la cárcel porque llegan a acumular mucho odio»; tal vez se refiera Bullens con lo de que «no es bueno» a que puede ser contraproducente desde alguna perspectiva que no nos aclara...; propongo, en todo caso, que mantengamos la frase tal cual pero aplicada por ejemplo a alguien que ha sido condenado por torturas o asesinato, simplemente para ver el efecto.

Por mi parte, me resisto a concebir el encarcelamiento como algo diferente del castigo (por más que tanto la legislación como la legión de sociólogas, psicólogos, monjas, curas y demás profesionales que le hacen los coros, insistan en subrayar que el objetivo de la prisión es –o debería ser– la reinserción); dudo además de que nadie, y menos aún el Estado, tenga el derecho de ni siquiera intentar reinsertar a persona alguna (como mínimo, por lo que re-insertar supone de no cuestionamiento del medio al cual se re-integra a la persona descarriada, dándolo por bueno, siendo considerada implícitamente la persona en cuestión como desviada, equivocada, &c.; otra reflexión sería la que convendría hacer sobre la –se supone que deseable– reinserción de las personas paradas en el mercado laboral); me parece, en cambio, que la comunidad tiene derecho a penalizar a alguien de cuya acción se ha seguido un perjuicio para terceros (nunca, claro, a penalizar formas de ser, formas de vida, acciones o actividades que sólo atañan a la propia persona interesada o a terceras personas cuando estas son adultas que eligen, &c.). También sospecho que no es casual que en otros contextos exigir castigo para los culpables sea percibido como algo perfectamente legítimo e incluso encomiable, y no sea vivido con la carga de mala conciencia que parece darse en el feminismo cuando se pide castigo para los violadores o para quien maltrate a una mujer.

Todo ello dicho sea sin perjuicio de la importancia que tiene la educación desde presupuestos y postulados no sexistas a la hora de terminar con la violencia contra las mujeres (como no racistas &c. a la hora de terminar con otros tipos de violencia). Es decir, que entender que un hombre que pega o que viola a una mujer está ejerciendo de forma contundente el poder que toda sociedad organizada de forma sexista da a los hombres en detrimento de las mujeres, pensar que no se puede comprender cabalmente este tipo de violencia sin remitirla a las condiciones sociales que la generan, plantear que su erradicación absoluta y definiva pasa por cambios profundos en las relaciones de poder entre los géneros..., todo ello, no es de ninguna manera incompatible con la exigencia de que quien ejerza este tipo de violencia responda; la explicación y el análisis de por qué pasa lo que pasa nos lleva a entender mejor el mundo en el que vivimos (para, en su caso, estar en mejores condiciones de cambiarlo), de ninguna manera a justificarlo. No se puede plantear la reinserción y la rehabilitación de violadores u otro tipo de agresores (como nadie ha planteado, salvo error, la reinserción de estafadores o torturadores), desde luego no antes de exigir que se les castigue{22}. Hacerlo así es recobrar la concepción del ser humano como agente responsable que actúa en y sobre el mundo y rechazar la que lo concibe como organismo que reacciona influido por fuerzas biológicas y sociales.{23}

VII

Esta insistencia en querer colocar los comportamientos y las actividades humanas en el terreno de la ética, de la política y del derecho (y proponer abordarlos por tanto, como he venido intentando explicar, en términos de libertad, responsabilidad, derechos &c.) sacándolos del campo de la medicina o de la psicopatología, deja claro que ética, política y derecho, por un lado, y psicopatología, por otro, son –o deberían ser– asuntos distintos, pero nada dice de la relación misma entre ética, política y derecho, que quedan así bastante indiferenciados y amalgamados. No es mi intención tomarlos como asuntos indiferenciados, pero abordar con detalle la relación que entre esos campos se da sí que apartaría ya definitivamente a este escrito de su objetivo. Ahora bien: no quiero dejar de subrayar que una tal insistencia no busca en absoluto instaurar ni dar por buena una dicotomía, (maniquea, simplona, reduccionista e inexacta a la hora de dar cuenta del mundo) como la que podríamos llamar, para abreviar, los buenos y los malos, dicotomía plasmada muchas veces, como anota Rafael Sánchez Ferlosio, en personas honradas / delincuentes o personas decentes / gentuza.{24} No se trata de explicar el comportamiento humano recurriendo a determinaciones ontológicas que a priori y de forma irrevocable situarían a las personas, (que no a sus comportamientos) del lado de los buenos o del lado de los malos. No se trata de difundir la idea de que las personas somos buenas o malas de forma innata.{25} Por cierto que, de hacerlo así, estaríamos reproduciendo una de las particularidades del modo de actuar psicopatologizador (con perdón por la palabreja) como era el catalogar a la persona qua persona, en tanto que totalidad, no una concreta acción suya. A ello (es decir, a la no pertinencia de dicha maniobra simplificadora y reduccionista) y no a otra cosa me refería más arriba cuando apuntaba que sólo el contexto social nos proporciona el marco en el cual comprender exhaustivamente una acción determinada.

A este respecto comparto la idea de que «si las conductas son el resultado de la voluntad, buena o mala, exclusivamente individual, la única salida viable es la del castigo y la represión de los malos.»{26} Aunque no puedo compartir que hacer de las conductas cuestiones morales suponga irremediablemente dejar a oscuras la carga de responsabilidad social y colectiva que las ha hecho posibles, como parecía suponer Mª Dolors Renau i Manén al unir esos dos enunciados (que yo transcribo en cursiva) con la cópula «y». Efectivamente, como ella indicaba, «depositando la culpa en los individuos particulares no hay por qué cambiar las condiciones sociales que las han sustentado». Por mi parte, pienso que sí se trata de identificar para cambiar dichas condiciones sociales, pero ello no significa que mientras tanto nos podamos sacudir de encima sin más la responsabilidad que nos corresponda respecto a nuestras acciones. El objetivo (alcanzable o no, o en la medida en que lo sea, esa sería otra cuestión) seguirá siendo hacer una sociedad más justa; el camino no puede ser otro que el de hacer justicia. Por lo demás, repetiremos con Sánchez Ferlosio «que no nos falten las fuerzas para preferir siempre la prisión al sanatorio»{27}.

Notas

{1} E. Turiel, El desarrollo del conocimiento social. Moralidad y convención, Debate, Madrid 1984, pág. 97.

{2} M. Foucault, Historia de la sexualidad. 1, La voluntad de saber, Siglo XXI, Madrid 1987, págs. 106-108.

{3} «Responsabilidad (del latín respondere, que referido a actos significa que se asume su autoría). (...) El derecho distingue entre responsabilidad civil, por la que se atribuye a alguien, como su autor, la obligación de reparar por las consecuencias dañosas que se deriven de su acción, y la responsabilidad penal, por la que se imputa a alguien la autoría de una acción delictiva, por la que es obligado a recibir una pena. La responsabilidad moral obliga a uno a reconocerse autor de sus actos, ante la propia conciencia y ante la sociedad. La existencia de responsabilidad moral se vincula a la afirmación de libertad, de modo que esta es condición necesaria de aquella. Una persona es moralmente responsable de lo que ha hecho sólo si hubiera podido actuar de forma distinta a como lo ha hecho» (la cursiva es mía). J. Cortés Morató y A. Martínez Riu, Diccionario de filosofía en CD-ROM, Herder, Barcelona 1991.

{4} Cfr. M. Foucault, La vida de los hombres infames. Ensayos sobre desviación y dominación, La Piqueta, Madrid 1990, pág. 106.

{5} No estaría de más, sin embargo, reparar en los repetidos intentos de presentársenos como meramente técnico lo que no es sino político e ideológico (decisiones, medidas económicas, planes de estudios &c.). Ver T. Maldonado, «Lo técnico y lo político», en Hika, nº 133, Bilbao, mayo de 2002, págs. 38-39.

{6} T. Szasz, La teología de la medicina, Tusquets, Barcelona 1981, pág. 81.

{7} G. Del Vecchio, Filosofía del derecho, Bosch, Barcelona 1942, pág. 271.

{8} «...los juristas de los siglos XVII y XVIII inventaron un sistema social que debería ser dirigido por un sistema de leyes codificadas, (...) en el siglo XX los médicos están inventando una sociedad, ya no de la ley, sino de la norma. Los que gobiernan en la sociedad ya no son los códigos sino la perpetua distinción entre lo normal y lo anormal», M. Foucault, La vida de los..., op. cit., pág. 108.

{9} Ibíd., pág. 85. También Ferlosio alude a que «toda tradición jurídica, siempre escrupulosa en no juzgar personas sino acciones, se ciñe en lo posible a la acción delictiva por si misma», R. Sánchez Ferlosio, El alma y la vergüenza, Destino, Barcelona 2000, pág. 390.

{10} Cfr. por ejemplo: Emilio Lamo de Espinosa, Delitos sin víctima, Alianza Universidad, Madrid 1993, pág. 106 y ss.; A. Baratta, «La criminalización del consumo y tráfico de drogas desde la criminología: aspectos económicos y políticos», ponencia presentada en el II Congreso mundial vasco (sic) de drogodependencias, San Sebastián 7-11 de septiembre 1987; R. K. Merton, «The self-fulfilling profecy», en Social theory and social structure, W. y D. Swaine Thomas, «Situations defined as real are real in their consecuences», en P. Gregory y A. Harvey, Social Psychology trough symbolic interactions, ambos cit. por A. Baratta; cfr. también R. Sánchez Ferlosio, Ensayos y artículos, vol. I, Destino, Madrid 1992, págs. 702-703.

{11} M. Foucault, La vida de los...., op. cit., pág. 107; cfr. también G. Del Vecchio, op. cit., especialmente págs. 272 y ss.

{12} «Según el código francés de 1810 no se puede ser al mismo tiempo delincuente y loco. El que es loco no es delincuente, y el acto cometido es un síntoma, no un delito, y por lo tanto no cabe la condena». (M. Foucault, La vida de los ..., op. cit., pág. 112). No cabe la condena, pero sí muchas veces la obligación de someterse a tratamiento por el propio bien (como repetidamente nos recuerda T. Szasz), o en otros casos, la posibilidad de elegir entre una pena de prisión y un tratamiento de desintoxicación, de rehabilitación, &c., posibilidad que a menudo funciona como un chantaje ante el que no cabe elección.

{13} Para analizar lo que el concepto de enfermedad mental tiene de construcción ideológica, y por tanto interesada y no objetiva o imparcial, cfr. T. Szasz, Law, Liberty and Psychiatry, Collier, Nueva York 1968; The manufacture of madness: a comparative study of the Inquisition and the Mental Helth Movement, Harper&Row, Nueva York 1970 y, en traducción española, El mito de la enfermedad mental, Amorrortu, Buenos Aires 1973, Ideología y enfermedad mental, Amorrortu, Buenos Aires 1976 y La teología de la medicina, op. cit.

{14} «...hasta en la acción más sórdida el protagonista no deja de ser responsable, no deja de ser persona; salvo, claro está, en los casos de alienación absoluta, imposible de constatar mientras el actuante tenga el don de la palabra» –la cursiva es mía a partir de la coma– (V. Gómez Pin, La dignidad. Lamento de la razón repudiada, Paidós, Barcelona 1995, pág. 29.)

{15} VV. AA., Psicología, bachillerato, Ed. interamericana de España, Madrid 1997, pág. 227.

{16} Cfr. T. Maldonado, «Ni enferma ni criminal», en Egin el 9 de noviembre de 1995.

{17} V. Gómez Pin, op. cit., pág. 50 (cursivas del texto), cfr. sobre todo págs. 47-85.

{18} A. Escohotado, El libro de los venenos, Mondadori, Madrid 1990, pág. 74.

{19} No puedo dejar de citar el sagaz artículo que Carmen Vigil, Charo Carracedo y otras publicaron a raíz del descubrimiento de los cadáveres de las jóvenes asesinadas en Alcasser; en él hacen las autoras un perspicaz análisis del caso y fundamentalmente del (cuando menos descomunal) seguimiento que tuvo en los medios, poniendo de manifiesto, entre otras cosas, la substancialmente distinta valoración de que son objeto los casos de violencia según sea esta sexista o, por ejemplo, racista. Ver VV.AA., «Violadores, psicópatas y discurso patriarcal», en La Boletina, revista de la Asociación de Mujeres para la Salud, Madrid, mayo de 1993. En todas las referencias que haré en adelante a la concepción de los violadores y, en general de los hombres que maltratan a mujeres, como psicópatas, soy profundamente deudora del análisis que las autoras hacen en su artículo y de las ideas que en él desarrollan.

{20} M. Foucault, La vida de los ..., op. cit. pág. 113. Cfr. también «Yo Pierre Riviere, habiendo degollado a mi madre...», dossier sobre un caso de parricidio del siglo XIX presentado por M. Foucault y otros, Tusquets, Barcelona 1976.

{21} El material de que dispongo, y al que me referiré en lo que sigue, son dos entrevistas: «Erasotzailekin zer?» en Geu emakumeok, nº 17, Bilbao, verano 1993 y «El simple encarcelamiento no funciona», en Hika, nº 38, Bilbao, julio 1993.

{22} Cfr. VV. AA., «Violadores, psicópatas...», art. cit. Sería muy oportuno incluir aquí algunas consideraciones sobre la cuestión del arrepentimiento, pero ello, por desgracia, rebasaría con mucho las ya desbordadas pretensiones de este escrito; me permito remitir en todo caso a un artículo de A. Escohotado, «La estrategia del delator», publicado en Claves de razón práctica, nº 7, noviembre 1990, en el que el autor examina la diferencia entre arrepentimiento espontáneo y aquel otro del cual se desprenden ventajas para la persona (en este caso, sólo «supuestamente») arrepentida.

{23} T. Szasz, Droga y ritual, F.C.E., Madrid 1990, pág. 211.

{24} R. Sánchez Ferlosio, Ensayos..., op. cit., pág. 700.

{25} M. D. Renau i Manén, «Explota y confunde que algo queda», en El País, 12 de abril de 1984, art. cit. por R. Sánchez Ferlosio, en ibíd.., págs. 665-666.

{26} Ibíd.

{27} R. Sánchez Ferlosio, El alma..., op. cit., pág. 360.

 

El Catoblepas
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