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El Catoblepas, número 17, julio 2003
  El Catoblepasnúmero 17 • julio 2003 • página 7
La Buhardilla

Discursos de sospecha

Fernando Rodríguez Genovés

El drama vasco en tres actos

1

En un artículo anterior titulado «Guerra, paz y palabras-trampa», tratábamos aquí, en esta sección abuhardillada, acerca de la naturaleza y reputación de aquellos términos que, empleados con asiduidad por los usuarios del lenguaje, tienen la virtualidad de esconder en los bajos fondos de su armazón un paquete sorpresa que puede estallarnos en las manos cuando lo abrimos o cuando descubrimos a tiempo lo que en realidad contiene, a saber, algo distinto de lo que aparentaba ser: un vocablo o frase que dice y nombra mal las cosas; una estricta mal-dición; un embuste disimulado y vestido de celofán que pasa por lo que no es y engatusa al incauto; un disparo con silenciador; una trampilla por la que se cuela el impostor para confundir y desorientar; unas palabras-trampa, como ya he dicho.

Allí listábamos entonces algunas de esas palabras listillas de sabor dulce –lobos con piel de cordero– pero que tienen vocación de llenar la boca con puro veneno; unas voces que se extienden como una niebla de confusión y camuflaje, que a veces se disipa pronto, como humo de paja, pero que deja habitualmente en el que las profiere algún sarpullido o irritación que llega hasta el alma como prueba de su toxicidad.

En esta misma línea de sombra (de malasombra, más bien) quisiera tratar en esta ocasión de un fenómeno paralelo al de las palabras-trampa y que no me decido a denominar «discursos-trampa» por no repetir la fórmula anterior, razón por la cual las he situado bajo el rótulo de discursos de sospecha, quiere decirse: alegatos inciertos, escritos equívocos, argumentaciones de ideas que parecen ser lo que no son y ocultan lo que son; defensas de unos principios o propósitos que, sin embargo, acusan lo contrario que dicen postular; textos, en fin, con entraña de pretextos.

Los casos que tomaremos como muestras de estos discursos se refieren preferentemente a la situación presente en el País Vasco, a ese drama total de una comunidad sumida en el terror y la coacción, en la falta de libertad y en la miseria moral, en la degradación institucional, en la desestructuración política y en la quiebra cívica, en el encanallamiento social, a eso que algunos califican como «problema vasco» o «conflicto» a secas, etiquetas éstas que aquí nos limitaremos a mencionar, pero no a usar, pues es a menudo necesario, como condición previa para una investigación, el identificar sin dificultad y el desenmascarar a tiempo la traza tramposa de los lenguajes ordinarios. Los casos en cuestión remiten al ensayo de Juan Aranzadi, El escudo de Arquíloco,{1} al artículo periodístico de Víctor Gómez Pin, ¿Queda la palabra?,{2} y al trabajo de Ignacio Sánchez-Cuenca, ETA contra el Estado,{3} tres textos, tres entre otros, que a primera vista dan la impresión de sostener argumentos sólidos y albergar pretensiones loables, pero que, tras su examen, y meditando sobre lo que en realidad contienen, o lo que sus palabras a fin de cuentas vienen a decir y contraen, dejan una sombra de duda o sospecha, y aun un gusto amargo.

Hay muchas formas de ocultarse tras un texto, variados métodos y técnicas que para no ser descubiertos, para prevenirse o vacunarse, se atrincheran en una construcción justificadora, cuando no denuncian por anticipado las previsibles críticas que puedan recibir. O sencillamente se curan en salud, y sueltan así todo el lastre del que son capaces en su navegación, con la tranquilidad de que no serán jamás pillados. Porque su discurso –siempre podrán argüir– es otro distinto al que se les reprocha, por lo que la crítica es injusta; eso dirán o dirían los muy pillos, los que no dicen las cosas con claridad y distinción, sino con doblez y ambigüedad.

2

El escudo de Arquíloco de Juan Aranzadi es un ejemplo notable de cómo es posible parapetarse –o sea, escudarse– tras dos volúmenes de más de quinientas páginas cada uno y transmitir al tiempo un mensaje de alto vuelo y ambicioso empeño. Armado como ensayo antropológico, ético, político, sociológico, teológico, estético, hermenéutico, filológico, todo a la vez y más, se extiende en un discurso sobre mesías, mártires y terroristas, para aterrizar en una recapitulación concluyente, la cual, en el fondo, no supone sino que un elogio y una celebración de la capitulación como valor práctico: no hay, se dice, ninguna Causa o Idea (Dios, la Patria, la Libertad, la Democracia) por la que merezca la pena morir ni matar porque la Vida es el máximo valor. Aranzadi se sirve para ilustrar esta tarea de la figura del poeta griego Arquíloco, al que transforma en modelo moral de antihéroe: ese luchador que al comprender la ineficacia de la Acción ante la amenaza de la Muerte, decide abandonar el escudo «junto a un matorral» y no seguir combatiendo, pues, según declara, él desea dejar de matar, aunque, más que nada, lo que anhela es que no le me maten a él; su proyecto vital es la aspiración de más vida, de una vida asegurada. El corolario teórico de esta sublime decisión se concreta en una propuesta de cesantía actuante voluntaria que Aranzadi denomina «ética para fugitivos», la cual aunque queda pendiente de ulterior desarrollo, según confiesa el autor, ya disponemos de sustanciosas pistas que el propio autor ha resumido en el artículo «¿Qué puede hacer un demócrata contra ETA?»,{4} sobre el que nos centraremos en lo que sigue.{5}

Probablemente, sea Aranzadi sincero cuando proclama que él, como mandaba el Caudillo, no se mete en política y que cuando el peligro emerge, lo más sabio es huir. Queda, empero, sopesar la sospecha del uso político que se puede hacer, o de hecho se hace, de semejante discurso, porque lo que es la razón social del mensaje parece quedar de manifiesto en el comportamiento todavía muy generalizado en la comunidad vasca, consistente en materializar esa huida en forma de deserción de responsabilidades, literalmente, en una negación de respuesta al clamor de las víctimas que demandan auxilio y comprensión, solidaridad y compasión; acaso no se ponen de su parte, porque, ante todo, tampoco quieren que se les mate. Es más: semejante deserción ciudadana no sólo no ofrece compasión a las víctimas, sino que acaba instituyéndose en oscuro consentimiento, en una versión escalofriante de lo que ha denominado Aurelio Arteta la «complicidad en el mal».{6} Distingue Arteta, en efecto, entre «mal cometido», «mal padecido» y «mal consentido». El «mal cometido» remite obviamente al agente o autor de daños, figura no siempre fácil de identificar, pero que de ninguna manera puede negarse o solaparse mientras exista una víctima que dé fe del daño y del sufrimiento acaecidos, y conforme el campo referencial directo del «mal padecido», como clara expresión de su turbia condición. Pero lo que hace especialmente odioso el mal, aquello que lo convierte en fenómeno insoportable e inadmisible, en una realidad socialmente injusta, es la «participación indirecta»{7} de los individuos en ese estado de cosas, o sea, «el mal consentido»: «ese mal del que nos hacemos cómplices al aceptarlo sin la debida protesta».{8} Ocurre que sin la participación voluntaria de la gente en el mal, la inmensidad del mal no tendría lugar: habría mal (o maldad), pero ya no sería inmenso e insoportable, no sería Mal.

Pero hay asimismo implicaciones más manifiestamente políticas en este caso. Algunas de ellas las ha mostrado, por ejemplo, Patxo Unzueta{9} a propósito de las relaciones peligrosas que mantienen PNV y ETA en relación con la violencia y el terrorismo, sintetizadas en este siniestro reparto de papeles: aquél, PNV, no practica expresamente ni lo uno ni lo otro, aunque se vale de la situación realmente existente para impulsar su programa político; ésta, ETA, se dirige particularmente al nacionalismo como interlocutor y entramado político e institucional sobre el cual armar el «movimiento de liberación nacional». Un muestra notoria de cómo la asunción de la estrategia de la huida, de la moral del fugitivo, puede impregnar un programa de actuación política nos la proporciona Unzueta cuando cita un mensaje enviado al PNV en el que «se les dijo claramente que si seguían por la vía de España se situarían entre ETA y España y que eso traería consecuencias directas.»{10} Este mensaje fue emitido en 1995. Durante el periodo 1996-1997 se produce una ofensiva contra militantes y sedes nacionalistas. La advertencia, la amenaza, iba en serio. Si se trataba, ante todo, de no matar ni ser matado, a toda costa, a cualquier precio, he aquí el resultado:

Esa situación cambió radicalmente a raíz de los contactos entre ETA y el PNV iniciados a comienzos de 1998 y que culminarían en el Pacto de Lizarra en septiembre de ese mismo año.{11}

No debe extrañar, en consecuencia, que el mensaje político –en el fondo, ético, o mejor, éticamente inmoral–, recurrente en los últimos tiempos, del lendakari Ibarreche remita constantemente a una idea simple, no exenta de sospecha: el derecho absoluto, abstracto, incondicional e incuestionable a la vida humana. Un discurso tan abstracto como cuando rehuye hablar explícitamente de acabar con ETA, limitándose a elevar un candoroso deseo: que la organización simplemente «desaparezca de nuestras vidas», que se esfume; «que acabe esta pesadilla», como si nunca hubiese existido. Entonces, ¿qué consideración merece el terrorismo a la «ética de los fugitivos»?

El terrorismo (y, si fuera el caso, el antiterrorismo) es malo tan sólo porque mata, y esto es todo.{12}

Aranzadi dice renunciar a luchar, pero no por ello se da por vencido. Y si bien dice no ofrecer soluciones milagrosas (tampoco nadie se las ha pedido), sí brinda dos propuestas con las que sobrellevar los inconvenientes de esta situación incómoda y molesta en la que se vive en el País Vasco:

1) El baluarte de la amistad como resguardo contra las insuficiencias de la política (democrática, se entiende) y consuelo ante la desgracia (de los demás) y el malestar (propio):

Dentro de algunas formas de gobierno [democrático, se sobreentiende. FRG], en algunos resquicios de esa sociedad, espero que sea posible llevar una vida que no se adecue a los valores que promueve el capitalismo [luego la causa del «problema vasco» no es ETA sino el capitalismo. FRG].{13}

2) Comoquiera que, al decir de Aranzadi, la Constitución española no representa ninguna garantía para la solución de los problemas que padece en el momento presente el País Vasco –por carecer, según asegura, de crédito y legitimidad democrática, al ser «nacionalista española» y además monárquica– habría que buscar otros modos y modelos de democracia más... democráticos:

Sería mucho más democrático el establecimiento del derecho de autodeterminación de quien lo reclamara, ya sea Euskadi o Valladolid.{14}

3

Estas dos conclusiones que acabamos de enunciar –el baluarte de la amistad como escudo contra las insuficiencias de la política y la elevación del derecho de autodeterminación como modelo de participación democrática–, que condensan el discurso de Aranzadi, nos conducen al segundo de los discursos de sospecha que anunciábamos al comienzo de estas líneas, esto es, a los textos de Gómez Pin y de Sánchez-Cuenca. Consideremos ahora lo que sostiene Gómez Pin en el suyo.

Durante el verano de 2002, un diario madrileño publica un breve pero emotivo artículo de opinión titulado «Queda la palabra», un conmovedor escrito en el que su autor, Víctor Gómez Pin, se lamenta públicamente del impacto que, a su juicio, tiene el «problema vasco» en los «lazos amistosos, profesionales o afectivos» de las personas que lo experimentan, una situación, añade, que se deteriora cada día que pasa. La preocupación proviene particularmente de una constatación: años atrás, esto no ocurría, es decir, cuando lo que estaba pasando, y pasara lo que pasara, no afectaba, o al menos no tan intensamente, a las relaciones cotidianas de las personas. Diríase que, por entonces, el ámbito de la amistad –el compañerismo, la buena vecindad; el territorio de la afectividad, en suma– y el ámbito de la política no se hallaban tan estrechamente involucrados, enlazados o comprometidos entre sí. Para ilustrar el contraste, Gómez Pin rememora con nostalgia una escena a la que asigna una gran carga significativa, una experiencia personal. A mediados de los años ochenta del siglo pasado, varios profesores, filósofos, científicos y artistas, tras asistir a las sesiones y trabajos de un Congreso en la ciudad de Valencia, comparten mesa y mantel con absoluta normalidad en un restaurante de la localidad. Y eso que entre los reunidos se encuentran personas de filiación política muy dispareja, y hasta opuesta, desde constitucionalistas hasta abertzales; como en el Congreso, también en el Sympósion casi todos los puntos de vista políticos –o «sensibilidades», como ahora se dice– tienen allí asiento:

incluido el que relativizaba el problema desde posiciones de la izquierda radical europea clásica. [Todo parece indicar que retratándose aquí el autor a sí mismo; la cursiva es mía].

Esto ya no ocurre. Ahora las disparidades ideológicas (en ningún momento habla de los disparos) entre los amigos, afines o simples allegados, ha afectado a los afectos, podría decirse, de modo que hoy los contactos en la sociedad civil en situación semejante son bastante improbables, o prácticamente imposibles, de hecho. ¿Qué ha sucedido, pues?

La interrogante tiene empaque y alcance, y anuncia tras ella la presencia de una voz afectada (falta ver en qué acepción del término), una susceptibilidad patente proveniente de una persona afligida que denuncia una circunstancia ingrata, francamente molesta, incómoda. Mas, junto a los ecos de la nostalgia y a la traza de melancolía que entrevemos, también puede presentirse la sombra de una sospecha, o cuando menos una duda, en cuyo caso nuestra pregunta –¿qué ha sucedido, pues?– cambia de sentido: ahora podría inquietar (también molestar: la duda ofende); especular si se va con segundas; mostrar perplejidad ante el hecho de que quien tal cosa inquiere no sabe lo que realmente está pasando o bien acaba de aterrizar en suelo vasco venido de tierras lejanas, de la Luna, tal vez, o de Venus; cualquier cosa antes de pensar que se trata de un asunto de negacionismo.

¿Qué ocurre con la amistad más allá y más acá de la política? El asunto invita a elevadas cogitaciones, a una aproximación al interior del alma humana que posee ramificaciones y repercusiones en filosofía, psicología y sociología, cuando menos. Aranzadi mismamente, en el libro que mencionábamos en la sección anterior, parece cuestionar la posibilidad de la convivencia de la amistad y la política en las actuales circunstancias, ofreciendo al tiempo una perspectiva futura en la que ésta estaría sometida a aquélla, acaso, como sustitución o superación, porque:

¿Es posible seguir manteniendo relaciones sociales basadas en la inmediatez, la confianza, el «compartir» y la autonomía sin atomización en sociedades estructuradas por el Parentesco, el Estado y/o el Mercado?{15}

Cabe sospechar, empero, de los efectos negativos que comportaría semejante huida de una sociedad sometida a los Tres Males del Parentesco, el Estado y el Mercado, para instalarse en una especie de comunidad ideal de comunicación y entendimiento directo, sin atomización ni individualismo, un espacio utópico que parece salido del ensueño del buen salvaje, un permuta de la corrompida Gesellschaft por una reconvertida Gemeinschaft. Ahora bien, la sospecha que se nos impone, por encima de otras, es el saber con certeza quiénes estarían dentro de la comunidad y quiénes fuera, quienes serían, en fin, los amigos y quiénes los enemigos en esa república.

Gómez Pin, por su parte, concentra su breve reflexión en el ámbito íntimo e inmediato, en lo que le toca de cerca. ¿Qué ha sucedido, pues? Afirma que todos sin excepción tienen responsabilidades en el deterioro de la situación, o sea, en el declive de las relaciones internas, en la crisis de la amistad, en los tiempos difíciles que corren: entre todos la mataron y ella sola se murió. Todos somos culpables. Unos, los nacionalistas, porque dividen la sociedad vasca en «legítimos» e «ilegítimos», «nosotros» y «ellos». Los otros, los constitucionalistas,{16} porque han trastocado la distinción «nacionalista-no nacionalista», netamente descriptiva, en la oposición «nacionalista-antinacionalista», marcadamente intransigente y contumaz. Los unos, entonces, clasifican la sociedad en función de filiaciones cerradas y excluyentes, como ocurre con los arrimados a la filiación nacionalista, mientras que los otros, no quedando a la zaga en intolerancia y lejos de hacer un esfuerzo por comprender en qué país vivimos, se empecinan en desestimar lo que para el articulista es una evidencia ineluctable: «en el País Vasco hay un objetivo problema de alteridad de una parte de la población».

Alteridad. Problema de alteridad. La significación de la palabra no me resulta extraña, pero su uso en ese contexto sí me confunde. Alteridad, según el diccionario, apunta a la condición de ser otro. Y eso puede significar muchas cosas: que se es extraño, insólito, anormal o exótico. Quiere decirse, que se es distinto, o mejor todavía, que se posee una condición distinta a los demás y que uno no es lo mismo que los otros; por ejemplo, que unos son vascos abertzales o euskaldunes, y, por tanto, no españoles. Esta aseveración, que estaría negada por los vascos y españoles, se le antoja, al parecer, a Gómez Pin tan inicua como sostener por parte de los eternos otros que clasifican a la población en «legítimos» e «ilegítimos». Todos pecan, pues. Los unos, por ser siempre mismos, o los mismos; vale decir, reos de mismidad. Los otros, por querer ser tenidos por otros; esto es, vigilantes de la costa cantábrica, gladiadores de la otredad.

De manera que los unos por los otros, el caserío sin reconocer. Gómez Pin ve imperioso el advenimiento de un «pacto digno» para superar el «problema», auque no diga en qué se concreta la cosa. Pacto puede significar armisticio o tregua, pero también firma de acuerdos y unión para la desunión. Lo fundamental, afirma, es que vuelva la vía del diálogo y la recuperación de un imperativo ético fundamental entre los individuos que ninguna circunstancia, por delicada que sea, que ninguna presunta deslealtad, traición o ruindad de los hombres, debe socavar: el dirigirse la palabra. He aquí una propuesta bienintencionada, pero no menos incierta, sospechosa, pues tanto sirve para un roto que para un descosido, para llevarnos a un jardín epicúreo o a un huerto oscuro, para invitarnos a una tertulia o a un referéndum.

4

En el año 2001, Ignacio Sánchez-Cuenca publica ETA contra el Estado. Las estrategias del terrorismo,{17} un libro compuesto con el ambicioso propósito de intentar aplicar la armazón teórica de las ciencias sociales –y, más en concreto, la teoría de la elección racional y la teoría de juegos– al territorio de la política; en particular, al fenómeno del terrorismo vasco en el escenario presente. No juzgaré aquí y ahora las virtudes y virtualidades teóricas y prácticas generales de esta extensión de unas herramientas de investigación inicialmente concebidas para la estricta aplicación en el campo de la economía y la sociología al espacio de las ciencias no sólo humanas, sino incluso demasiado humanas, como es el caso de la ética y de la política, en donde el tratamiento de los problemas candentes de la vida humana, aunque no necesariamente se aborden con severa seriedad, tampoco han de tomarse como un juego...

Y digo esto, entre otras razones, porque en materia de terrorismo, bajo cuyo espectro los individuos materialmente se juegan la vida, el análisis de los comportamientos humanos, la valoración de sus expectativas y los balances de cálculo racional que contienen sus consecuencias precisan de un acercamiento comprensivo y acaso emocional que encaja con suma dificultad con el alejamiento y la frialdad analítica que exigen los estudios de racionalidad pura.{18} Tales situaciones embarazosas y delicadas tendrían lugar, por ejemplo –y referido éste a modo de simple ejemplo y sin ánimo demagógico–, si se aspirase a dilucidar la fenomenología y las repercusiones de los secuestros del empresario Iglesias Zamora y del funcionario de prisiones Ortega Lara desde el prisma cerrado del «dilema del prisionero».

En rigor, el libro de Sánchez-Cuenca se resume en unos pocos datos. Parte de la premisa mayor –indispensable para el argumento y motivo generales– según la cual la práctica terrorista de ETA pertenece al tipo de conducta racional en la medida en que está inserta dentro de un plan político y estratégico como es el conseguir la independencia del País Vasco y su secesión de España. De este modo, ETA, como organización, queda calificada en términos de «actor racional», esto es: agente que actúa no de modo caprichoso o aleatorio, loco e insensato, sino calculando los pasos, ordenando sus preferencias y eligiendo sus actuaciones concretas en función de una previsión autónoma y cotejada con la acción de su enemigo, el «Estado español». Tras un largo periodo de «guerra de desgaste» (1978-1998), en el que ETA golpea al Estado sin contemplación, con el firme propósito de que ceda ante sus exigencias, la organización terrorista cambia de estrategia al percatarse de que sus «costes» son superiores a sus «ganancias» y que el horizonte de victoria se alarga indefinidamente, si es que puede aún concebirse ganar la batalla siguiendo dicho plan. Apuesta, entonces, por una nueva maniobra, basada en el anuncio de una tregua y en la articulación de un pacto explícito con el nacionalismo, o sea, el PNV y sus socios –hasta ese momento todavía definido como nacionalismo «moderado», «democrático», etcétera, para distinguirlo del «radical», «independentista», etcétera.; hoy semejante distinción ha quedado definitivamente desarticulada–, para crear así un Frente Nacionalista formado por partidos políticos, agrupaciones sindicales y grupos de apoyo diversos en los centros de Enseñanza y medios de comunicación, entre otros, con la mirada puesta en la instauración de un nuevo Estado: Euskal Herria. Con estos ingredientes se cuece el Pacto de Estella.

El escenario, siguiendo la narración de Sánchez-Cuenca, ha cambiado profundamente, y, aunque el terrorismo vuelve a activarse tras la tregua-trampa, se abre ahora una vía de diálogo y negociación, y sitúa el balón en el tejado del «Estado español», por así decirlo, el cual debe de enfrentarse a sus obligaciones y aceptar la opción posible de independencia del País Vasco a cambio de poner fin al terrorismo de ETA, al ser ésta la más racional de las cuatro posibilidades que se establecen en el juego diseñado: 1) ETA, no independencia; 2) ETA, independencia; 3) no ETA, no independencia; 4) no ETA, independencia.{19} Comoquiera que los actores principales en este careo son el Gobierno español y el PNV, el autor diseña una clasificación de preferencias y órdenes de preferencia en cuatro tipos: Gobierno flexible, Gobierno intransigente, PNV moderado, PNV radical.

Al fin y a la postre, el desarrollo de la «partida de la racionalidad» conduce a la que sería la opción más factible, la más racional, es decir la número 4: «no ETA, independencia», la cual corresponde, según la disposición de tipos ideales de actores en juego, con la situación práctica que contempla las actuaciones de «un Gobierno flexible y un PNV moderado» dispuestos a entenderse y abrir un proceso de negociaciones que conduzca a un referéndum de autodeterminación para que el pueblo vasco pueda decidir sobre su futuro. Este resultado acarrea un corolario categórico y determinativo, casi amenazador, que se lanza en tono desafiante, no exento de sarcasmo, contra el Gobierno español:

Es posible que un Gobierno dictatorial se niegue en rotundo a contemplar la secesión de un territorio, ¿pero por qué un Gobierno democrático iba a negarse a considerar la demanda de una parte importante de la ciudadanía concentrada territorialmente?{20}

Hay propuestas que debido a su poder de seducción o de intimidación –a veces, combinadas ambas– no se pueden rechazar. ¿Deben, pues, aceptarse sin más? ¿Qué tiene de sospechoso este discurso, en el supuesto de que siga manteniéndose hoy por considerarse vigente y válido? Más que la simple y crédula, sencilla, llamada al referéndum de autodeterminación, de secesión, de ruptura constitucional, es la inocencia, la candidez y aun la naturalidad con que se formula, lo que provoca sospecha. Es la soltura con que se empuña la propuesta, la extrañeza, cuando no la indignación, con que reciben sus proponentes la menor muestra de recelo hacia la misma, lo que produce desconfianza. Queda uno petrificado al verlos tan persuadidos de que están formulando algo que, en realidad, no molesta a nadie, que nada cuesta, que a nadie hace mal y a todos beneficia, que nada se pierde con intentarlo, y que además, se añade, ¡se trata de un derecho democrático! Queda uno maravillado al recibir la proposición como si se tratase de una cuestión de puro trámite; un procedimiento obvio y racional, ejemplar, en la resolución de conflictos; un fórmula democrática elemental e incuestionable; y además, como si se erigiese en el paradigma de opción democrática –y «progresista», para más señas–, en una invitación a la que ningún Gobierno democrático se puede resistir legítimamente y a la que no puede negarse, si sabe, claro está, lo que le conviene...

Todo ello, efectivamente, provoca mucho, pero que mucho, presentimiento de engaño, pretexto y artimaña. Al tiempo que mucho, pero que mucho, candor oscuro cuando se menta la bicha presuntamente sin mala intención. Señalaré, no obstante, algunas breves acotaciones a las premisas, antes de disponernos a rebatir la conclusión.

Para tal fin, recordemos lo que se dice y lo que no se dice en el libro que comentamos:

a) ETA aspira, en efecto, a la independencia de las Vascongadas, pero también de la denominada Euskal Herria, es decir, de otras partes del territorio español (Navarra) y de Francia, lo que representa no sólo una opción secesionista sino además expansionista (doblemente agresora). Una vía que en lugar de proceso de autodeterminación, lo que insinúa es un camino hacia la agresión, una especie, vale decir, de anexión (Anschluß). Una perspectiva, en todo caso, incompatible con la legalidad nacional e internacional.{21}

b) ETA aspira al establecimiento de un Estado independiente, Euskal Herria, pero también a la instauración de un Estado totalitario en el que los ciudadanos no nacionalistas, más de la mitad de la población vasca, no tendrían cabida, arriesgándose a vivir en un gueto en su propia tierra, a ser ciudadanos «de segunda» –y eso en el más optimista de los supuestos–, condenados a ser víctimas, antes y ahora, del terrorismo y, luego, de una presumible «limpieza étnica». Un horizonte carente, pues, de legitimidad.

c) El libro se titula ETA contra el Estado, pero desde que el PNV ha hecho explícita su ruptura con el marco jurídico y político español –en realidad, una macabra combinación de ruptura y de aprovechamiento de las posibilidades que éste le proporciona para desbordarlo– y ha asumido tanto los fines como los medios de ETA, debería rotularse ETA y PNV contra el Estado. El nacionalismo vasco formula una oferta de negociación bajo la presión que proporciona el terrorismo, lo que convierte a las cuatro alternativas esbozadas por Sánchez-Cuenca en opciones y oposiciones inexactas, pues los actores que intervienen son en ocasiones intercambiables y sus objetivos asimismo coincidentes. El escenario que en esa situación tendría un referéndum de secesión está falto, en consecuencia, de legitimación.

A la vista de lo expuesto hasta aquí, y resumiendo, podemos preguntar: ¿por qué no es razonable, ni inocente, la propuesta de un referéndum en el que, según se dice, los vascos decidirían sobre su futuro como demostración de su identidad nacional? En primer lugar, porque se trata de un argumento falaz, viciado en origen por la ideología nacionalista que la incuba, más las complicidades y colaboracionismos que la asisten. Todas las sociedades democráticas tienen el derecho a decidir sobre su futuro, y por esta razón se articulan justamente según la norma y la regla democráticas, mas ello no significa cubrir el objetivo con un sesgo de identidad nacional en el sentido etnicista y escisionista. En segundo lugar, porque dicho futuro supondría la negación de facto de porvenir para la mitad de la población vasca, independientemente, de que tal perspectiva corre un alto riesgo de conducir a la comunidad vasca en su conjunto a la confrontación, a la inestabilidad, es decir, al abismo. Y, en tercer lugar, porque concebir un mecanismo de decisión colectiva, como es un referéndum, en el que sólo los partidos políticos y grupos sociales que promueven la escisión pueden expresarse, moverse y movilizarse con plena libertad, y hasta con arrogancia y ventajismo, mientras los partidos políticos y grupos ciudadanos que proponen el mantenimiento del statu quo de la Comunidad Autónoma Vasca dentro de España, Europa y la ONU y rechazan, por ende, el cisma, deben actuar bajo el miedo, con guardaespaldas, con inferioridad de condiciones y medios, cuando lo que preconizan es nada más y nada menos que el cumplimiento del Estado de Derecho en su territorio, significa concebir un ofrecimiento del que cabe sospechar por su escaso valor democrático y aun por su decencia.

En las actuales circunstancias, al margen de sus múltiples colisiones estructurales y dificultades técnicas, las incertidumbres y los riesgos de un potencial referéndum de autodeterminación son mayores que sus certezas y seguridades. Aparte de las ya señaladas, he aquí algunas otras: ¿cómo se elaboraría el censo electoral?; si se aceptase, implícita o explícitamente, el «ámbito vasco de decisión», ¿no estaría determinándose por anticipado lo que pretende decidirse libremente?; en una hipotética Euskal Herria, ¿tendrían las provincias –Álava, por ejemplo–, Comunidades Autónomas y departamentos de otros Estados –Navarra y País Vasco francés– derecho a su vez a la autodeterminarse y, en su caso, a separarse del nuevo ente y volver, sí lo deseasen, a sus Estados de origen, España y Francia, respectivamente?; en el supuesto de que el resultado del referéndum fuese contrario a la escisión, ¿aceptarían las fuerzas nacionalistas el fallo popular y, por otra parte, cuánto tiempo tardarían en solicitar o exigir otro, y otro más, hasta conseguir lo que se proponen, por el veredicto de las urnas, por presión o por simple agotamiento de la población?; ¿dejaría ETA de actuar en semejante comunidad soñada por el nacionalismo vasco?; etcétera.

Pero, ¿de qué estamos hablando? En verdad, ¿cómo es posible discutir todavía cosas como éstas? Prejuicios políticos y complejos ideológicos heredados del franquismo; oportunismos y ambigüedades mostrados por partidos políticos democráticos de ámbito nacional, pero con insuficiente visión nacional y de Estado; timidez política, falta de voluntad y decisión generales que dificultan el afianzamiento de una noción de España sólida y vertebrada, moderna y democrática; la deriva de un nacionalismo vasco que ha perdido el sentido de la medida y el juicio político, así como la orientación con respecto a sus verdaderas raíces históricas; y, lo que resulta más penoso de todo, la persistencia de una profunda anomalía todavía enquistada en una gran parte de la sociedad vasca que con su acción (v. gr., sostenimiento electoral y social de las políticas nacionalistas, a pesar de todo) y su omisión (v. gr., insensibilidad y aun indiferencia o menosprecio, hacia las víctimas del terrorismo), todo eso, y mucho más, han coadyuvado para crear una situación más que increíble o incomprensible verdaderamente insoportable a la que urge dar una solución feliz y justa.

Notas

{1} Juan Aranzadi, El escudo de Arquíloco. Sobre mesías, mártires y terroristas. Vol. 1: Sangre vasca. Vol. 2: El «nuevo Israel» americano y la restauración de Sión, Antonio Machado Libros, Madrid 2001.

{2} Víctor Gómez Pin, «¿Queda la palabra?», El País, 6 de junio de 2002.

{3} Ignacio Sánchez-Cuenca, ETA contra el Estado. Las estrategias del terrorismo, Tusquets, Barcelona 2001.

{4} La revista Claves de Razón Práctica, nº 109, enero-febrero, 2001, publicó en forma de artículo un avance de la publicación del libro de Aranzadi, con el título «¿Qué puede hacer un demócrata contra ETA?».

{5} Ya me he ocupado anteriormente de la crítica de las tesis de Aranzadi en el trabajo «El escudo de Aranzadi y sus críticos. Cuatro dardos contra la "ética para fugitivos"» (manuscrito) donde se ofrece una aproximación a sus principales tesis acompañadas de las impugnaciones que les han dirigido Patxo Unzueta, Edurne Uriarte, Jon Juaristi y Aurelio Arteta, en la estrategia de lucha contra el terrorismo, el impulso de la participación ciudadana en la sociedad vasca, las actitudes de resistencia ante la dominación y el valor de la ética y la ética de los valores, respectivamente.

{6} Aurelio Arteta, «Cómplices del mal», en El rapto de Europa, nº 2, mayo 2003, págs. 27-34.

{7} Por mi parte, a la hora de examinar asuntos parejos a los que aquí trata Arteta, he empleado la expresión «Participación voluntaria en la dominación»; véase mi artículo del mismo título en La Ilustración Liberal, nº 15, mayo 2003, págs. 43-53.

{8} Aurelio Arteta, «Arquíloco como pretexto. Una ética de la deserción», en Claves de Razón Práctica, nº 128, diciembre 2002, pág. 30.

{9} Patxo Unzueta, «Ante todo no rendirse», en Claves de Razón Práctica, nº 109, enero/febrero de 2001, págs. 41-50.

{10} Patxo Unzueta, ibíd., 42.

{11} Ídem.

{12} Aurelio Arteta, «Arquíloco como pretexto. Una ética de la deserción», op. cit., pág. 58.

{13} Entrevista a Juan Aranzadi en Babelia (suplemento cultural del diario madrileño El País), número 501, página 16.

{14} Según entiendo, y según alcanzan mis limitados conocimientos, está pendiente de llevarse a cabo un psicoanálisis del discurso nacionalista, de sus frases, sus lapsus linguae, sus charradas –y charadas–, en concreto sobre las que se refieren a singularidades geográficas: verbigracia, cuando el presidente del Partido Nacionalista Vasco afirma que los no nacionalistas vivirán (si es que viven) en la nueva Euskal Herria con la que sueña como los alemanes en Mallorca...; o cuando el presidente de la Generalitat Catalana manifiesta que los que siguen resistiéndose a la aceptación de la ideología identitaria nacionalista creen que ser de Cataluña es como ser de Cuenca... Ahora, Aranzadi empareja la Comunidad Autónoma Vasca (él dice «Euzkadi») y Valladolid... con el fin de establecer potenciales y presuntos depositarios del «derecho de autodeterminación», es más, legítimos candidatos a la independencia de España. El ejemplo es tan ligero como banal: Valladolid nunca ha solicitado separarse de España, mientras que los representantes políticos de Álava, por ejemplo, sí han anunciado su intención de solicitar la desvinculación de la nueva y fabulada Euskal Herria, si es que se constituyese. Son, pues, casos muy distintos e inconmensurables.

{15} Juan Aranzadi, El escudo de Arquíloco, Vol. I, op. cit., pág. 23.

{16} El sociólogo español Amando de Miguel ha llamado la atención recientemente, con bastante buen juicio, sobre las inconveniencias que arrastra el empleo de esta expresión en su artículo «¿Cómo llamamos a los constitucionalistas?», el cual por su interés, brevedad y concisión reproduzco a continuación:

La distinción es útil. En el País Vasco hay dos tipos de partidos y de personas. Más o menos se distribuyen mitad por mitad. Por un lado están los nacionalistas, esto es, los que consideran que la nación vasca debe ser independiente y constituir un Estado propio. Por otro lado, están los vascos que se saben españoles y quieren seguir con la actual Constitución de España. Las etiquetas podrían ser nacionalistas y españoles. En el uso corriente, ante el tabú de todo lo español, se prefiere decir que los que no son nacionalistas, son "constitucionalistas". El palabro resulta forzado. Será mejor reservarlo para los expertos en Derecho Constitucional. Lo que tienen de común el PP y el PSOE en el País Vasco es que son partidos españoles, como en el resto del país. Se es español si se quiere serlo. No es incompatible ser vasco y español, como ser andaluz y español. El problema es que hay españoles que evitan esa etiqueta, como si fuera un insulto o un baldón. De ahí que digan "ciudadanos". Una vez más, mi queja va a servir de poco. Los "constitucionalistas" seguirán siendo los no nacionalistas en el País Vasco. Qué le vamos a hacer.

Puede leerse este artículo directamente en el diario de la Red Libertad Digital.

{17} Ver nota 4.

{18} Racionalidad pura o racionalidad pura práctica, según se prefiera. Justamente, el mismo autor, I. Sánchez-Cuenca, ha tratado sobre la dialéctica alejamiento/acercamiento en la práctica del entendimiento en «La idea de entender. A propósito del relativismo», nº 95 de Claves de Razón Práctica, año 1999.

{19} Ignacio Sánchez-Cuenca, ETA contra el Estado. Las estrategias del terrorismo, op. cit., pág. 232.

{20} Ibíd., pág. 235.

{21} La Constitución española no contempla el llamado «derecho de autodeterminación de los pueblos», como tampoco lo hacen las normativas dimanadas de la Organización de Naciones Unidas, ni asimismo aparece en el proyecto de Constitución Europea que está redactándose en el momento presente, donde ni siquiera se reconoce el valor político del término «pueblo» a la hora de determinar los agentes de la Unión Europea, a saber, los ciudadanos y los Estados.

Por lo demás: «El derecho de autodeterminación ya lo tiene garantizado el país vasco por la Constitución, y lo tendría aunque no disfrutara de autonomía», según ha argumentado impecablemente Domingo Blanco en «Universalismo ético y derechos humanos» (en J. Rubio Carracedo, J. M. Rosales y M. Toscano Méndez, Eds., «Retos pendientes en ética y política», Contrastes. Revista Interdisciplinar de Filosofía, Suplemento 5, 2000, pág. 280); quien añade lo siguiente:

No hay Estado de las autonomías en Francia y eso no impide que Labourd y Soule tengan plenamente reconocido el derecho de autodeterminación. Se autodeterminan cada vez que votan. Otra cosa es que se diga «autodeterminación» y se entienda «secesión». Pero esta confusión ha sido reiteradamente denunciada por las Naciones Unidas. La misma Conferencia de NNUU que elaboró la Carta. Y la resolución que entiende el derecho de autodeterminación en su sentido más lato es seguramente la 2625, de 24 de octubre de 1970, que proclama el derecho de todos los pueblos a determinar libremente su condición política y a proseguir su desarrollo económico, social y cultural, pero que ofrece a continuación a los Estados a los que pueda considerarse democráticos la garantía inequívoca contra cualquier hipótesis de secesión: «Ninguna de las posibilidades de los párrafos precedentes se entenderá en el sentido de que autoriza o fomenta acción alguna encaminada a quebrantar o menoscabar, total o parcialmente, la integridad territorial de los Estados soberanos e independientes que se conduzcan de conformidad con el principio de igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos antes descrito y estén, por tanto, dotados de un gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción por motivos de raza, credo o color.» (cit. por A. de Blas [Nacionalismos y naciones en Europa, Alianza, Madrid, 1994], pág. 142).

 

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