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El Catoblepas, número 17, julio 2003
  El Catoblepasnúmero 17 • julio 2003 • página 2
Rasguños

Los «ingenios» de Mingote

Gustavo Bueno

Texto publicado en el catálogo de la exposición Antonio Mingote, 50 años en ABC (mayo-junio 2003), Ayuntamiento de Madrid, Madrid 2003, páginas 69-98

El problema

1. Que Mingote es el mejor humorista o ironista gráfico de nuestro tiempo es una opinión común, a la que me adhiero. El objetivo de las consideraciones que siguen no es otro sino analizar los «mecanismos» del humor o de la ironía de Mingote. Análisis que muchos estimarán, sin duda, superfluos (no hace falta saber fisiología para digerir bien); pero sin embargo, me parece que este análisis está justificado por el mero hecho de ser posible.

2. Mingote, se dice, viene cultivando durante décadas enteras, y sin perder un solo día, un «género peculiar de chiste profundo, que hace meditar» (otros dicen: «que da que pensar»). Sin duda, pero ¿qué es eso de «meditar»? O bien, ¿qué es eso de «pensar»?

Sin duda, medita profundamente o piensa profundamente el que no se mantiene en la superficie (en el mero chisme obsceno, dicho en voz baja, en el curso de una conversación jocosa). Pero ¿cómo medir la superficialidad? Sin duda, hay chistes no superficiales, acaso aquellos a los que Gonzalo de Berceo se refería para designar arcanos o adivinanzas teológicas. Pero ¿acaso un chiste, por ser teológico, tiene asegurada su profundidad? Algunos llaman teológico a un chiste de vascos que corre por ahí: «—Oye, Pancho, ¿Dios es nombre o apellido? —Apellido, hombre. —¿Pues cuál es su nombre? —Cagüen.» Este chiste tiene gracia, sin duda, sólo que más que de chiste teológico habría que clasificarlo de chiste «vascológico». Algunos consideran como canon de la máxima profundidad, en el terreno del humor gráfico, una escena de Máximo en la que un Dios Padre envuelto por las nubes, y con rostro preocupado y deprimido dice: «Me encuentro raro últimamente. Debo ir al teólogo.» Es un tema de Máximo que Mingote cita con variaciones. Ahora bien: ¿qué sentido tiene decir que este «pensamiento profundo» de Máximo es profundo por ser teológico? Porque el chiste será bueno, pero no es teológico. Para un teólogo natural (es decir, para un aristotélico iconoclasta) el chiste de Máximo es el colmo de la superficialidad, porque ese Dios, con cara deprimida, no es el Dios de los teólogos, es un Zeus mitológico «que amontona nubes». El Dios de los teólogos naturales es incorpóreo, no tiene barbas, no puede ser representado, ni menos aún puede estar deprimido. Por eso el chiste de Máximo es, teológicamente, frívolo, y su estructura es paralela a la de otro dibujo en el que figurase un cubo, pero rotulado como octaedro, y con una frase que dijera al pie del dibujo: «Me encuentro raro con tantas caras, debo ir al geómetra.»

«Los chistes de Mingote nos hacen meditar, después de sonreír.» Sin duda, pero meditar ¿en qué? Cada cual puede meditar sobre asuntos muy diversos que el dibujo pueda sugerir «por asociación libre»; pero lo que nos importa es determinar si son las escenas de Mingote las que conducen internamente a ciertas «meditaciones» más que a otras. Si esto fuera así, habría que admitir que las escenas de Mingote no son «completas», «clausuradas», sino que, por el contrario, han de verse como escenas «abiertas» que piden ser desbordadas, pero no aleatoriamente, sino determinadamente, orientándose en algunas direcciones más que en otras.

3. La dificultad mayor que seguramente presenta el problema del análisis especificativo de la obra de Mingote deriva de la tentación por los tratamientos psicologistas, en el límite «existenciales»; porque estos análisis fácilmente nos llevan a la imposibilidad de decir nada específico, anegándolos en puntualizaciones génericas, tales como «la soledad del hombre», «la estupidez de la gente», &c. Y esto, tanto cuando el análisis va referido al autor (al «creador», dirán los menos teólogos), cuando va referido al intérprete.

Por referencia al autor: uno de los adjetivos que con más frecuencia se repiten para caracterizar las obras de Mingote es el de «ingeniosas»; casi todo el mundo encarece su ingenio y, más aún, su genio. Pero un ingenio considerado desde una perspectiva psicológica. Un ingenio entendido como posesión eminente de ciertas facultades intelectuales (por ejemplo, la capacidad de tener ocurrencias). A fin de cuentas esta fue la perspectiva principal desde la cual analizó el ingenio Huarte de San Juan en su Examen de ingenios, 1575 («ingenio deriva de in genere, engendrar dentro de sí, producir con el entendimiento»). Pero Huarte de San Juan añade la observación de que difícilmente se encuentra «hombre de muy subido ingenio que no pique algo en manía, que es una destemplanza caliente y seca del cerebro». Algunos, como H. Weinrch, han creído ver en esta observación de Huarte de San Juan el origen del adjetivo que Cervantes aplicó a su héroe, al «ingenioso hidalgo». Y otros, con Martín de Riquer, llevan esta interpretación aunque, tímidamente, hasta la posibilidad de una interpretación tal como la del «desequilibrado Hidalgo». Ocurrencia que nos parece disparatada, incluso como sugerencia. ¿Por qué no se acuerdan también los eruditos, en el momento de tratar de entender el adjetivo titular que Cervantes dio a Don Quijote, de otros usos tradicionales del adjetivo, relacionados con el oficio de un caballero que busca defender «el castillo interior» de su honra? En el Fuero juzgo, Ley 14, Título 18, Partida 2ª, leemos: «ingenioso debe ser el Alcayde, porque es cosa que se le toma en gran provecho para guardar de su castillo». En este sentido, «ingenioso» tiene que ver con una facultad de repentizar, de combinar recursos disponibles, de urdir atajos para coger al enemigo en una encerrona. El ingenio militar tiene que ver con todo esto: el «ingenioso dispositivo» que Anibal dio a su ejército en Cannas.

Seguramente Huarte de San Juan ya fue víctima de una fisiología ficción, fundada en la teoría hipocrática de los humores: la «destemplanza» que él observa en el ingenioso podría interpretarse de un modo más positivo en el terreno del ingenio objetivo, del que hablaremos más adelante. Y con esto no se trata de ignorar la importancia de la concepción psicológico-subjetiva del ingenio y de la potencia de su traducción. «Vulgarmente –dice Covarrubias en 1611– llamamos ingenio a una fuerza natural del entendimiento, investigadora de lo que por razones del discurso se puede alcanzar en todo género de ciencias, disciplinas, artes liberales y mecánicas, sutilezas, invenciones y engaños». Esta perspectiva psicologista será también habitual, fuera de España, cuando se trata del ingenio, y sobre todo por parte del espiritualismo cartesiano, que precisamente procederá, siguiendo la inercia de su lengua, como si el espíritu, se definiera por el ingenio, y recíprocamente. Sus Regulae ad directionem ingenii (comenzadas en 1628) se traducirán por la expresión Reglas para la dirección del espíritu (Regla XIV: preparar la intuición del orden; aquí se agota toda la habilidad de la razón. Pero aunque la razón es participada por todos los hombres, no todos saben aplicarla a cada caso adecuadamente; para ello necesitan ingenio). En el materialismo francés posterior, en gran medida derivado del cartesianismo, por ejemplo, el materialismo de Helvetius, en su tratado De L'Esprit encontramos también que al menos en las artes, «el espíritu es el talento», con lo que espiritual equivale a sutil o a ingenioso.

Si desistimos de interpretar el ingenio desde una perspectiva psicológica o formal, no es tanto porque neguemos que esta perspectiva no nos permite caracterizar diferencialmente a unos hombres respecto de otros (y aun a clasificar a las personas en ingeniosas y en torpes, bastas, cuadriculadas, &c.), y esto sin perjuicio de que las personas psicológicamente torpes, sean en ocasiones más profundas que las personas ocurrentes e ingeniosas. La perspectiva psicológica, en el análisis de la ingeniosidad, nos pone delante de un espacio vacío si se contempla esta ingeniosidad directa o indirectamente; y sólo comienza a adquirir relieve indirectamente, o mediatamente, cuando se la analiza a través de los objetos mismos que, por hipótesis, ella produce, y que precisamente llamamos también «ingenios» en sentido objetivo o material: «las mismas máquinas inventadas con primor –dice Covarrubias, refiriéndose por lo menos a los ingenios mecánicos–, llamamos ingenios, como el ingenio del agua que sube desde el río Tajo hasta el Alcazar de Toledo, que fue invención de Juanelo, segundo Arquímedes». Y como el mismo Covarrubias, al exponer el concepto vulgar de ingenio (que viene a ser el concepto subjetivo) habría comprendido en él tanto a las facultades o disciplinas mecánicas, como a las liberales, así también sería ilógico exceptuar a los «ingenios liberales» del concepto general de los ingenios objetivos, como si únicamente fuesen ingenios objetivos los mecánicos.

El concepto de ingenio objetivo, en cualquier caso, no tiene por qué considerarse como denominación extrínseca del concepto de ingenio subjetivo (como una simple metonimia análoga a la que proyecta el concepto de Iglesia, como asamblea de los fieles, sobre el templo que los acoge). Pues si el ingenio subjetivo o formal se toma como causa operatoria de cada ingenio objetivo o material, será el ingenio objetivo (generalmente extrasomático, aunque también puede consistir en gesticulaciones mímicas) el que deba tomarse como causa determinativa o ejemplar del ingenio subjetivo. Es el ingenio objetivo, ya constituido, el que nos permite, en todo caso, regresar, como a una causa cooperante, no creadora (puesto que es la materia objetiva la que tiene también función conformadora), al ingenio en sentido subjetivo y la que hace posible diferenciar unos ingenios subjetivos de los otros, según el principio tradicional: «las facultades subjetivas se especifican por sus objetos».

No estamos negando, por tanto, el ingenio o la ingeniosidad a Mingote, como autor o creador de cientos y aún miles de ingenios objetivos, liberales, más que mecánicos; estamos afirmando que el ingenio subjetivo de Mingote sólo puede ser analizado en función de sus obras, y sólo a partir de estas obras podremos especificar diferencialmente, los ingenios liberales de Mingote, de los ingenios mecánicos de Juanelo, pongamos por caso; y, más aún, acaso los ingenios irónicos (o humorísticos) de Mingote, de otros ingenios liberales, pero no irónicos, como pudieran serlo los sistemas de reglas para la integración de las funciones exponenciales.

Dibujo de Antonio Mingote en la página 73 del catálogo Por referencia al intérprete de las obras de Mingote: diremos, ante todo, que, al margen del intérprete, el ingenio objetivo permanecería en un estado meramente virtual, porque el ingenio irónico, como lo vemos incluye al intérprete en su propia estructura. No es que el ingenio irónico tenga en sí una ironía o humor interno que ulteriormente pudiera ser o no ser entendido por el intérprete. La ironía, el humor y el ingenio es un juego que requiere la cooperación o complicidad del intérprete, a la manera en como el juego del ajedrez requiere dos jugadores, porque nadie puede jugar al ajedrez consigo mismo.

Y sin embargo, el tratamiento psicológico del intérprete de los ingenios irónicos o humorísticos suele ser considerado, en consecuencia, como la vía más profunda para el análisis de los chistes. Así procedió S. Freud en su obra maestra El chiste y sus relaciones con el inconsciente. Ahora se pondrá el acento en las «magnitudes psíquicas», tales como «sorpresa» o «disfrute». El ingenio irónico debe ser tal que sea capaz de producir una «sorpresa placentera», que se agote en sí misma, sin trascender de su propio ejercicio (lo que nos recuerda no sólo la «acción inmanente» de los escolásticos, sino también la «finalidad sin fin» de Kant). Y no negamos que la sorpresa sea la que determina la «descarga» de «energía psíquica» (intelectual, emocional) que si produce sonrisa o carcajada es (se dice) porque es placentera. Con esto se discrimina ese tipo de sorpresas de otras sorpresas que desencadenarán terror o asombro (o, para decirlo en el lenguaje del síndrome general de adaptación de Selye, que produce «reacción de alarma»). Pero, a parte de esta discriminación, lo de «placentera» no añade nada a la sonrisa o a la carcajada; y esto aún suponiendo que toda sonrisa o carcajada sea placentera, porque las carcajadas pueden ser dolorosas o suscitadas por problemas inquietantes y «trascendentes». En cualquier caso, lo que importa es determinar por qué tiene lugar la sonrisa o la risa, en relación con la estructura objetiva del ingenio irónico o humorístico. Es esta estructura la que da la razón de la sonrisa o de la risa, y no la sonrisa o la risa la que da la razón de la estructura del ingenio irónico o humorístico. Otro tanto ocurre con el «disfrute», o con la reacción placentera. En los últimos años puede observarse un incremento notable de la apelación al concepto de «disfrute» como razón y justificación de cualquier acto o proyecto personal. Se trata de un paso más en el avance imparable del psicologismo. El crítico musical termina diciendo para subrayar el éxito de un concierto sinfónico, que el público «disfrutó» intensamente; lo mismo dirá el crítico teatral o el crítico deportivo («los espectadores disfrutaron mucho del juego del equipo visitante»). El disfrute parece tratarse como si fuera una magnitud homogénea que establece la calidad de las cosas más heterogéneas según el modo de recepción en el sumidero psicológico. Pero ¿cómo medir una sinfonía por el disfrute o fruición de los oyentes? ¿Acaso no hay mayor disfrute aun en una sesión de rock? ¿Acaso muchos no disfrutan, propiamente, ante una sinfonía, si es que se torturan tratando de averiguar sus mensajes? No decimos que la gente no disfrute de los chistes de Mingote; decimos que otros no disfrutan de ellos, se irritan, y otros simplemente no los entienden; por lo que es irrelevante que disfruten o dejen de disfrutar para medir el alcance de estos ingenios.

Dibujo de Antonio Mingote en la página 74 del catálogo 4. Al excluir el punto de vista psicológico, excluimos también el mismo punto de vista del autor o creador de los ingenios. El autor de una obra maestra queda segregado de ella misma. «¿Quién soy yo para arreglar esta obra maestra?», decía Oscar Wilde al director escénico de una comedia suya, una de cuyas escenas pretendía rectificar. Consideramos, por tanto, irrelevantes, las intenciones subjetivas del autor de una obra maestra. Las intenciones objetivas están grabadas en la propia obra y no hace falta que el autor nos las explique, porque a veces las estropea con su discurso. «Escultor, trabaja y no hables», decía Goethe a un escultor. Nos dará lo mismo saber si Mingote busca corregir la realidad o compadecerse bondadosamente de sus miserias, si está angustiado por la soledad, o si ésta es para él ante todo un tema retórico (como lo fue al parecer el tema de la muerte para Unamuno). Mingote ha dicho en alguna ocasión: «No tengo la pretensión de que los chistes arreglen nada; pero tienen que contribuir, en la medida que sea, a formar una conciencia de las cosas que están mal.» Preguntamos por nuestra parte: ¿para qué tendrían que contribuir a formar esa conciencia si no es para arreglar algo? Esto suscita la cuestión del significado de la conciencia gnóstica, puramente especulativa, la conciencia de la fuga seculi, la de Plotino, al definir al sabio como conciencia de la intrascendencia de lo que ocurre en el asalto a las ciudades o en la matanza de sus habitantes. Se sabe, sin embargo, que los chistes de Mingote han ejercido influencia positiva real (pero esta influencia no es ninguna medida de su ingenio). José Manuel Vilabella en su Teoría de Mingote nos cuenta un caso de influencia fulminante de uno de los ingenios de Mingote a través de uno de sus intérpretes, el general Franco: «En una ocasión Mingote publicó en ABC un chiste sobre la construcción de los Nuevos Ministerios. La obra estaba paralizada hacía años y los madrileños se preguntaban qué ocurría y por qué los andamios estaban vacíos. En la viñeta de Mingote el vigilante de las obras interrumpidas decía algo así: "No gano mucho en este trabajo, pero no me puedo quejar porque es un empleo para toda la vida". Al día siguiente Franco se presentó en el Consejo de Ministros con un papelito en la mano y todos los asistentes pudieron advertir que se trataba de un recorte de periódico: "¿Qué pasa con las obras de los Nuevos Ministerios?", inquirió airado el general. Los ministros se miraron estupefactos, unos se encogieron de hombres, el del ramo articuló una disculpa algo torpe y otro empezó a decir: "Como usted sabe, excelencia"... Franco los interrumpió a todos con un ademán enérgico. "Nada, nada. Que se termine esa dichosa obra". Y con un gesto teatral echó sobre la mesa el recorte de periódico. Los ministros, aterrorizados, se levantaron a medias de sus asientos y miraron aquel papelito que en la inmensa mesa de caoba parecía un diminuto barco a la deriva. Era, naturalmente, el chiste de Mingote.»

Dibujo de Antonio Mingote en la página 75 del catálogo

Estas informaciones sobre los efectos que puedan tener los ingenios de Mingote, así como los fines psicológicos de su autor, tienen, sin duda, mucho interés, pero solamente de un modo indirecto nos conducen hacia el análisis de la estructura interna de la obra misma. El verdadero alcance de esta obra habrá de atenerse a los contenidos internos de la obra según su finis operis, que, sin embargo, no está desvinculado de los propios intérpretes.

En lo que sigue nos atendremos, a efectos de citas, al libro El hombre solo y a la antología publicada en «Temas de hoy», Lo mejor de Mingote, 1.

I
La estructura general de los ingenios de Mingote

1. Entendemos que los dibujos de Mingote no están dirigidos a la mera contemplación especulativa del público. Si no me equivoco, las escenas de Mingote, además de sus componentes representativos y, por supuesto, expresivos (de la psicología del propio autor) tienen un componente apelativo de importancia central, en tanto que suponemos que van dirigidos al público a fin de sugerirle que complete o desarrolle alguna de las relaciones implícitas en la escena. En gran medida, los ingenios de Mingote cuentan con esta colaboración del intérprete y en el proceso de la misma es en donde tendría lugar la meditación, la sonrisa o la risa, si es que se produce.

Las figuras gráficas de Mingote se ofrecerían como símbolos que piden una interpretación por parte del intérprete. Dicho en las palabras que Maimónides utiliza en su Guía de perplejos: «existe una gran diferencia entre el conocimiento que el que produce una cosa posee con respecto a ella [diremos aquí: el conocimiento emic de Mingote, en cuanto autor de sus dibujos] y el conocimiento que poseen otras personas con respecto a la misma cosa. Supongamos que una cosa sea producida de acuerdo con el conocimiento del productor; en este caso el productor estaría guiado por su conocimiento en el acto de producir la cosa. Sin embargo, otras personas que examinan esta obra y adquieren un conocimiento de la totalidad de ella para este conocimiento, dependerá de la obra misma. Por ejemplo, un artesano hace una caja de la cual las pesas son movidas por la corriente de agua e indican de este modo cuántas horas han pasado... Su conocimiento no es el resultado de observar los movimientos tal y como en realidad se desarrollan, sino que por el contrario, esos movimientos se producen de acuerdo con su conocimiento. Pero otra persona que mire ese instrumento, recibirá conocimiento fresco en cada momento que perciba. «Cuanto más observa, más conocimientos adquiere, hasta que comprende la maquinaria por completo.» Las obras de Mingote, tal como las entendemos, son conjuntos complejos de rayas y puntos, maquinados, y puestos en escena, para ser «descifrados» por sus intérpretes, y calculados para que el público reconstruya las relaciones que vinculan las partes formales de la escena ofrecida. Aunque los dibujos ofrecen simultáneamente todas las partes formales, sin embargo, con frecuencia, el intérprete debe introducir una sucesión de operaciones, recorrer un tiempo, un «discurso». El curso del tiempo se impone al intérprete porque también las partes formales del ingenio suelen ser temporales, es decir, están dadas en un tiempo u orden de sucesión de movimientos. Un hombre riega un arbolito del que pende una soga de ahorcar: será preciso recorrer intencionalmente el intervalo tiempo que ha que transcurrir desde que el hombre riega el árbol joven, hasta el momento en que pueda crecer y ser apto para que el hombre pueda colgarse de él.

Dibujo de Antonio Mingote en la página 77 del catálogo

Podríamos comparar, según esto, los dibujos de Mingote con las cajas enigma, artificiosamente dispuestas, como un conjunto de piezas dispuestas para ser abiertas o «puestas en escena»: el enigma no reside propiamente en el mensaje que eventualmente podría haberse depositado previamente en el interior de la caja, sino en el mismo desciframiento de las relaciones entre las piezas ofrecidas y de lo que se contiene tras ella. No se busca, según esto, tanto la sorpresa y el descubrimiento que la caja pueda encerrar, cuanto el desciframiento de las relaciones entre las partes que aparecen envueltas en el fenómeno global.

2. Ahora bien, aunque se conceda la condición de ingenios objetivos a los dibujos de Mingote es obvio que esta condición sigue siendo muy genérica, entre otras cosas porque la naturaleza de los fines operis de los diferentes ingenios es muy diversa. Hay ingenios (sean cajas negras, sean cajas enigmáticas, sean cajas transparentes) que, aunque por su génesis, proceden de operaciones humanas, por estructura han segregado aquella génesis: son ingenios automáticos (como por ejemplo, las ruedas de canjilones que elevan el agua de un río, que podemos contemplar instalados en el Guadalquivir). Hay otros ingenios que requieren la intervención del sujeto operatorio que los interpreta, ingenios operativos, y a esta clase de ingenios pertenecen, desde luego, como hemos dicho, los de Mingote. Pero aun dentro de esta misma clase de ingenios, ofrecidos a la manipulación o a la interpretación del sujeto, habrá que distinguir los ingenios irónicos o de humor, de los ingenios neutros a ese respecto; ingenios que, sin embargo, podrían ser lúdicos, como sería el caso de las cajas enigmas.

Hay muchos ingenios que, por su intención, tienen un carácter neutro, no tienen intención irónica o humorística, como puedan serlo las adivinanzas usuales, ya en sociedades primitivas, pongamos por caso, las adivinanzas de los fang («una bola recorre el cielo todos los días»; este ingenio es ofrecido a los miembros del grupo para obtener de ellos la respuesta que parece adecuada, en este caso, «el Sol»). Estas adivinanzas no tienen probablemente una intención irónica o humorística; su funcionalismo, antes que crítico es más bien pedagógico, y orientado a fijar conceptos dados en el mundo práctico, mediante metáforas estereotipadas. Sin duda, las adivinanzas o los problemas adivinanza, pueden estar muy cerca de la ironía, sobre todo si la metáfora o la metonimia que ellos piden llevar a cabo requiere una catacresis característica, como sería el caso del enigma de la esfinge, preguntando por el animal que de niño anda a cuatro patas, de adulto a dos y de viejo a tres.

Dibujo de Antonio Mingote en la página 79 del catálogo

No cabe afirmar por tanto que el ingenio es de por sí un ingenio irónico, salvo que «todo ingenio» comience siendo sobrentendido como «todo ingenio irónico», que es lo que acaso presuponía Bergson en La risa: «una frase ingeniosa nos hace sonreír cuando menos, y, por lo tanto, para completar el estudio de la risa es preciso internarnos en la naturaleza de lo ingenioso, hay que esclarecer su idea fundamental.» Bergson, circunscrito al ingenio irónico o humorístico cree poder caracterizarlo como una «cierta dramática manera de pensar y, más en concreto, a una cierta disposición que tiende a esbozar como de pasada, unas escenas de comedia, pero tan discreta, tan ligera y tan rápidamente que todo haya concluido cuando lo empezamos a advertir». Se diría que Bergson se limita en este análisis a definir «lo mismo por lo mismo», o si se prefiere, «lo mismo genérico por una especie suya»; no analiza el ingenio irónico, en general, sino subrogándola al ingenio de la comedia. Y si hay algo importante a nuestro entender en el análisis bergsoniano de los ingenios irónicos es la indicación del ingrediente operatorio que consideramos como esencial a estos ingenios.

Pero hay ingenios que no son irónicos o humorísticos, como sería el caso de las adivinanzas fang a las que ya nos hemos referido. Otra cosa es que a un ingenio neutro, incluso automático, como podría serlo la rueda de agua del Guadalquivir, pueda acompañar «oblicuamente» una sonrisa suscitada en el momento en el que reconocemos en tal ingenio lo que tiene de burla que el ingeniero (Juanelo, por ejemplo) hace al curso espontáneo del río, a una Naturaleza dramatizada, o, más sencillamente, a nuestras propias ideas subjetivas implícitas sobre la imposibilidad de que las aguas de un río puedan ir hacia arriba aprovechando su mismo impulso hacia abajo, «agarrándose de sus propios cabellos»; ideas que el propio ingenio es el que obliga a rectificar (la sorpresa que pueda derivarse de esa rectificación es la que puede expresarse no como causa sino como efecto, en la sonrisa). El ingenio automático más primitivo ideado por nuestros antepasados es acaso el cepo; un ingenio que, por sí mismo, no tiene nada de ingenio orientado a producir risa o sonrisa. Cuando, sin embargo, el animal «cae en la trampa» es muy probable que el cazador sonría, precisamente porque está experimentando la rectificación o crítica del curso de concatenaciones naturales que siguen su propia ley, en beneficio suyo, y que se vuelven contra él. Esto se ve muy claramente en el llamado cepo etológico, mediante el cual el chimpancé que ha metido la mano en una calabaza de cuello estrecho llena de cacahuetes, no puede sacar el puño que aprieta y queda atrapado por su mismo instinto pero utilizado al servicio del cazador, en funciones de «genio maligno» del primate. Sin duda el cazador, al contemplar a su presa sonreirá, aunque su ingenio no estaba orientado a la sonrisa. Pero hay sin embargo una especie de ironía objetiva, ligada a la técnica humana, en la medida en que esta técnica «burla o engaña a la Naturaleza», porque puede variar sus cursos en virtud de una dialéctica interna que deriva de la confluencia de cursos diferentes en los que ha intervenido la conducta operatoria.

Dibujo de Antonio Mingote en la página 81 del catálogo No todo ingenio es, según lo que venimos diciendo, directamente irónico o humorístico. En cambio, nos parece que hay que afirmar que toda ironía o todo humor ha de ser ingenioso en diverso grado y, por tanto, debe ser artificioso, preparado o puesto en escena para el efecto. Dicho de otro modo, no sería posible comenzar intentando determinar la naturaleza de la ironía o del humor, tratando de situaciones que estuviesen al margen de los ingenios correspondientes. No se podría pasar a la especificación de la ironía o del humor como si fuera ingeniosa, sino que más bien habría que comenzar por el ingenio para poder ulteriormente especificar la naturaleza de los ingenios irónicos o de los ingenios humorísticos, supuesto que ambos tipos de ingenio no se reduzcan, a lo mismo.

Por nuestra parte, vamos a ensayar aquí un criterio de distinción entre ambos tipos de ingenio fundándonos en la diferente naturaleza o estructura de aquello que suele considerarse ironía («si siguen ustedes dando limosnas en tal abundancia acabarán con los pobres y, por tanto, harán imposible la caridad») y de lo que suele considerarse humor (un explorador blanco está siendo cocido en una gran olla por dos nativos africanos negros; tiene un pañuelo que rodea su boca y el jefe pregunta la razón de esa mordaza: «es para evitar que se coma las patatas»). La dificultad estriba en acertar con los criterios precisos. Bergson en el mismo libro citado improvisa (parece) un criterio que le permite «salir del paso» en el asunto que a la sazón le ocupa: la ironía tendría lugar cuando exponemos un deber ser, como si fuese así en realidad («fingiendo creer en su ser»); el humor «más científico», sería el reverso de la ironía, porque en él se acentúa, con indiferencia cada vez más fría, el detalle de la realidad (diríamos: el deber ser se oculta bajo el disfraz del ser: «el humorista sería un moralista que se encubre bajo el disfraz del sabio»). Pero el criterio propuesto por Bergson es muy débil, porque dentro de sus propias coordenadas elude otras dos situaciones obligadas en su combinatoria: «fingir un deber ser por otro deber ser» o «fingir un ser por otro ser». Además sobreentiende gratuitamente que las normas que parecen desviadas por el ingenio irónico son normas morales, cuando puede ocurrir también que esas normas en realidad sean simplemente leyes naturales. Y, por ello, obligan a una conclusión errónea al atribuir al humorista la condición de moralista, como si el humor pretendiese necesariamente «ser edificante», corregir o rectificar costumbres y no simplemente constatar el «carácter paradójico de la realidad».

Si mantenemos el supuesto, que hemos establecido o postulado, de que tanto la ironía, como el humor, son determinaciones del ingenio operatorio, podemos intentar dibujar una distinción de principio partiendo de ciertas características comunes (genéricas) susceptibles de ser ulteriormente especificadas, a saber: ironía y humor estarían asociados a procesos en los cuales se desarrollan, real o intencionalmente cursos de acontecimientos, personales o impersonales, dotados cada uno de una «lógica interna» pero de suerte que su confluencia (en alguno de los puntos de su intersección) determina una desviación o rectificación de la lógica interna de alguno de tales cursos. Desde este punto de vista, los procesos en los que aparece la ironía o el humor podrían considerarse como dialécticos, ya sea porque en ellos tiene lugar una divergencia de algún curso que procedía como siendo «idéntico a sí mismo» (en el límite, una metábasis), ya sea porque en ellos tiene lugar una convergencia de cursos en principio diversos (en el límite, una catábasis). Ahora bien:

(1) La ironía tendría lugar en el momento en el cual los sujetos operatorios, que actúan bajo normas, se ven obligados («por encima de su voluntad», por tanto, sin connotaciones morales), en virtud de una disposición artificiosamente preparada o maquinada por el artista (pero contenida en el ámbito de las propias normas) a desbordar esas normas. Con esto no se trata propiamente de «corregir», mediante la ironía, una conducta, sino acaso simplemente de constatar los límites de las propias normas, o incluso de la normatividad en general. La ironía sería así, esencialmente procesual, y podría comenzar su curso (como es el caso de la ironía socrática) aceptando, o poniéndose en el lugar del mismo curso de las normas que se suponen dadas, hasta llegar a desbordarlas. Esta característica es precisamente la que se recogía, aunque de un modo más bien torpe (abstracto, por eliminación del componente procesual) en las definiciones de ironía ofrecidas antaño por los preceptistas de Retórica. Por ejemplo, I. Kleutgen, definía así la ironía en su Ars dicendi: «Ironia tropus est, quo verbum vel sermo a propia in contrariam significationem traducitur»; en su estado extremo, la ironía se convertía en sarcasmo, diasirmo o plenasmo.

Ahora bien: la ironía implica de algún modo que, con algunas palabras dadas, se esté queriendo decir la significación contraria (antífrasis, &c.); pero es necesario añadir que las palabras dadas se referirán a situaciones en las cuales los sujetos operatorios siguiendo el curso de esas operaciones (significadas por las palabras) llegan internamente a resultados que contradicen, rectifican (o «ponen en ridículo»), las mismas normas de las que se partió; una ironía que podríamos llamar apagógica. Así, la ironía bíblica, tantas veces analizada, de Elías (III Reyes, XVIII 26, 27). Elías se encara con los sacerdotes de Baal, que habían estado llamando a su Dios desde la mañana al mediodía. Elías les dice: «llamadle a grandes gritos, porque como es Dios, quizá esté pensando en algo; podrá ser que está ocupado o de viaje, quizá esté durmiendo, y vuestros gritos le despertarán.»

Dibujo de Antonio Mingote en la página 82 del catálogo Un ejemplo de ironía en este sentido nos lo ofrece el ingenio de Mingote que corresponde al número 28 del libro publicado en «Temas de hoy» antes citado. Dos matrimonios están viendo con atención absorbente la pantalla de un receptor de televisión cuyo reverso, obscenamente (es decir, «puesto en escena») destapado muestra sus lámparas y cables al espectador; en primer plano, dos niños –se supone que son los hijos de los matrimonios–; uno de ellos explica al otro: «...y la cámara de rayos catódicos transforma los impulsos variables de la luz en impulsos eléctricos, los cuales son amplificados y transmitidos por ondas ultracortas al receptor, que hace la transformación inversa, para que las personas mayores puedan ver anuncios de jabón, fútbol y cosas así.» Este ingenio de Mingote podría analizarse de este modo: actúan en él dos cursos paralelos y convergentes de operaciones normadas en marcha, cada uno con una lógica interna de su propio discurso: la lógica propia del curso de las operaciones de los adultos, que se mueven en un mundo de intereses pragmáticos o vulgares (en los que juega un papel principal el jabón o el fútbol), –curso al que hay que reconocer un funcionalismo familiar, social o cultural indiscutible– y la lógica del curso de las operaciones de la más alta tecnología de nuestro siglo, «encarnada» aquí en un niño. Sin duda, también un adulto podría seguir la lógica de la alta tecnología; pero la mayoría de los adultos de una sociedad seguirá la lógica de la sociedad de consumo; sólo el que se mantiene al margen de esa sociedad puede seguir el curso verdaderamente asombroso de la televisión desde el punto de vista técnico. En todo caso la ironía de este ingenio no tiene por qué interpretarse de un modo edificante, y no tiene por qué ir dirigida a lograr que los adultos se liberen de su vulgaridad y se circunscriban a la tecnología científica. En cualquier caso, esta «moraleja» es ajena a la ironía que tiene lugar precisamente, si no lo entendemos mal, no en el momento de una eventual recuperación, sino en el momento de la caída o desviación (degradación, dirán algunos) interna del genial invento en aplicaciones comparativamente tan vulgares, y aun estúpidas que, paradójicamente, van asociadas a la genialidad de los creadores de la televisión. La ironía nos conduce aquí a la constatación de cómo es posible, o muy probable que las creaciones humanas más sublimes en el terreno de la tecnología terminan siendo un instrumento para el consumo de los bienes más vulgares o triviales, que sin embargo, permiten que aquellos grandes inventos sublimes puedan tener realidad. Parece evidente que si el curso de la lógica técnica invadiese las propias pantallas de televisión, la televisión desaparecería como instrumento social general y se convertiría simplemente en un instrumento de laboratorio de Física.

Dibujo de Antonio Mingote en la página 83 del catálogo (2) El humor, en cambio, tendrá lugar en el momento en el cual los sujetos operatorios, sin perjuicio de ajustar sus conductas a normas determinadas se ven constreñidos, por las circunstancias exteriores, a comportarse como autómatas, y de forma tal que sus propias normas les conducirán a situaciones que les llevarán a acogerse a las normas opuestas. He aquí una situación de humor preparada en el ingenio número 15 de la colección de obras de Mingote antes citada: subrayamos ante todo que esta situación no necesita texto, porque los dibujos hablan ahora por sí mismos: un náufrago, agarrado a una balsa mínima (se supone que ha sido armada por él, o en todo caso utilizada por la norma de «salvar la vida») advierte que el viento, la inercia, o alguna corriente de alta mar, le lleva irremisiblemente a un islote tan pequeño como la balsa, y en el cual está montada una horca con su soga correspondiente ya preparada (es decir, está montado un artilugio, presidido por la norma: «matar la vida por ahorcamiento»). El humor, negro en este caso, de la situación tiene lugar cuando el intérprete continúa las secuencias iniciales ofrecidas por el ingenio (ingenio que tiene ya por tanto «calculadas» estas continuaciones) o cuando advierte que el náufrago, gobernado por la norma de su salvación, es arrastrado «por encima de su voluntad» a un islote en el que el «instrumento para matar» va a tener que ser utilizado como único recurso disponible, a mano, como un destino al que, casi como un autómata, habrá de acogerse si no quiere someterse a los sufrimientos más horribles (el ingenio de Mingote no excluye la posibilidad de que la horca hubiera sido dispuesta por algún individuo benevolente que ofreciera, a un náufrago eventual, la posibilidad de una eutanasia relativa). Sin duda, el náufrago que llega al islote podría acaso, en virtud de su libertad, rehusar a la solución eutanásica, esperar a que pasase un barco y lo salvase de verdad; pero si se diera este curso, la «gracia» del humor de esta situación se evaporaría íntegramente. Luego el humor sólo permanece, al parecer, cuando se desencadenan los automatismos que gobiernan a las normas por encima de la voluntad de los sujetos que se dirigen por ellas.

Concluimos: tanto la ironía como el humor así entendidos, implican el desarrollo interno de procesos de los cuales se deriva internamente (y no por apariencia artificiosa o por un exabrupto extrínseco) la rectificación dialéctica, o incluso la crítica, si no a la situación sí a las representaciones metafísicas o ingenuas que de ella puedan ser mantenidas. Las escaleras de Escher son paradojas que no pueden ser llamadas irónicas o humorísticas, porque son contradicciones topológicas y no permiten una dialéctica operatoria efectiva (son meras ilusiones ópticas); pero no hace falta apelar a las contradicciones topológicas; son suficientes los contrasentidos gráficos, arquitectónicos o escultóricos dispuestos ad hoc para mostrar ejemplos de ingenios que no son irónicos ni humorísticos por sí mismos, puesto que no derivan internamente de cursos operatorios efectivos; aunque, si pueden ser utilizados en contextos irónicos o humorísticos, no es tanto en función de ellos mismos, sino de las representaciones de quienes los contemplan (es el caso de los «objetos imposibles» de Jacques Carelman: una sierra de arco con los dientes orientados hacia dentro; dos bicicletas frente a frente, pero con la rueda delantera común; permítaseme decir, de pasada, que la denominación «objetos imposibles» nos parece de todo punto inadecuada, y aun metafísica –o patafísica, como acaso querría Carelman– porque esos objetos son realizables tanto en dos dimensiones como en tres; la denominación más ajustada sería la de «objetos contrasentido», siempre que admitamos que los «contrasentidos» no se circunscriben, como algunos «filósofos analíticos» pretenden, a la esfera del lenguaje).

La ironía y el humor genuinos, según este análisis, requieren el desarrollo interno de cursos dotados de su propia lógica pero dispuestos artificiosamente («ingeniosamente»), de suerte que su confluencia paradójica no sea en principio absurda, puesto que está implícita en las propias leyes de desarrollo.

Dibujo de Antonio Mingote en la página 85 del catálogo No es muy seguro que la ironía (no ya el humor) pueda tener siempre efectos apagógicos de naturaleza crítica, sobre todo cuando las normas de referencia han sido establecidas de una manera solemne y sin alternativas fáciles de establecer. El artículo 20.2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamado por la ONU en 1948 –«nadie podrá ser obligado a pertenecer a una asociación»– entra en el territorio de lo ridículo cuando el «automatismo embriológico» da lugar a parejas de hermanos siameses inseparables. Otro tanto se dirá del artículo 13.1 («toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado»), cuando lo aplicamos a esta situación. Quien pone en conexión las normas 20.2 y 13.1 de la Declaración Universal con los hechos reales de los siameses inseparables, no puede decirse que practique el humor negro (porque las normas no tienen la necesidad que reconocemos a determinadas situaciones embriológicas), sino la ironía respecto de unas normas que, estando formuladas para ser aplicadas a todos los sujetos humanos («universalmente») resultan inaplicables en ciertos casos, considerados excepcionales, e imprevistos para aquellas normas, de tal suerte que es la ideología global en la que tales normas se inspiraban (las normas del individualismo ético), la que es puesta en peligro de derrumbamiento, así como su solemnidad dogmática, urbi et orbe, resulta puesta en ridículo.

(3) Una última clasificación de los ingenios irónicos o humorísticos que sería conveniente indicar para dar por terminado el «diagnóstico taxonómico» de los ingenios de Mingote, es una clasificación que toma como fundamento la distinción entre conceptos e Ideas, tal como la venimos utilizando, con objeto de trazar la línea divisoria entre las ciencias o tecnologías (categoriales) y la filosofía (mundana o académica). Aplicada esta distinción a nuestro caso, podríamos construir en primer lugar la clase de los «ingenios irónicos conceptuales» (científicos o tecnológicos); y, en segundo lugar, la «clase de los ingenios irónicos filosóficos». También es cierto que hay casos que permanecen en la intersección de ambas clases: el cepo etológico, que ya hemos mencionado, podría considerarse como un ingenio irónico, pero que a la vez tiene una estructura conceptual-técnica, y compromete ideas muy importantes que tienen que ver con la naturarela del instinto y con la libertad.

Con todo esto queremos reconocer la realidad de la ironía o del humor conceptual, y no propiamente filosófico, aunque damos por supuesto que las Ideas no proceden de lo alto, sino que brotan de los propios conceptos. No faltará quien ponga en duda la compatibilidad del ejercicio de la filosofía, entendida como ocupación grave y solemne (el burro, símbolo de la filosofía), con la ironía o el humor, considerados como frívolos o superficiales.

En realidad, nos encontramos aquí, ante dos géneros de filosofía que tradicionalmente se simbolizaron respectivamente por Heráclito («el filósofo que llora») y por Demócrito («el filósofo que ríe»). Pero si efectivamente hay risas o sonrisas frívolas, tampoco puede afirmarse que no existan seriedades o gravedades estúpidas. En cualquier caso, la filosofía crítica –la crítica del mundo práctico de las apariencias en las que los hombres se mueven necesariamente– es, ante todo, la filosofía de tradición socrática; y Sócrates fue precisamente quien practicó y definió la ironía como el método propio de la filosofía. Es decir, de la filosofía platónica, de la filosofía dialéctica. Y el fundador de la dialéctica, según Platón, fue Zenón de Elea. Y Zenón de Elea se ha hecho inmortal, precisamente, como inventor de ciertos «ingenios» maestros que conocemos como aporías, o argumentos paradójicos contra el movimiento; argumentos verdaderamente irónicos porque comienzan efectivamente aceptando los puntos de vista del adversario, como en complicidad con él, para proceder a continuación a sacar consecuencias internas que terminan dejándole en ridículo, sin salida. Por ello, si el ingenio está montado sobre aporías aparentes, la ironía no será auténticamente filosófica sino superficial, meramente verbal; y el ingenio se reducirá, acaso, a sus contornos conceptuales, perdiendo su perfume irónico (tal sería el caso del argumento «Aquiles» reducido por un estudiante de primero de Matemáticas a los términos de un problema de cálculo con ecuaciones diferenciales). Y tal sería también el caso de la «paradoja del bibliotecario», el famoso ingenio o «argumento» presentado por Bertrand Russell como argumento filosófico de naturaleza irónica, al ejemplificar una cuestión de teoría de conjuntos con un problema de bibliotecarios. Y no es nada fácil determinar la naturaleza irónica de este famoso ingenio de Russell. Quienes lo interpreten como una pseudo paradoja semántica (porque entienden que el concepto de «catálogo de los catálogos» carece de sentido, alegando que un catálogo es un catálogo de libros, y que un catálogo no es un libro, salvo desde el punto de vista de su encuadernación), la ironía del ingenio russelliano quedaría «desactivada»; pero para quien entienda la paradoja como fundada en una situación real, la ironía del ingenio podrá incrementarse sobre todo si, como única solución de la aporía, se introduce la figura de un bibliotecario encargado, a tiempo completo, de las operaciones de citar y borrar sucesiva e indefinidamente el registro problemático asentado en el catálogo de los catálogos que no se citan a sí mismos.

Y es ahora, por fin, cuando podemos arriesgarnos a ofrecer un diagnóstico taxonómico de los ingenios de Mingote: los ingenios de Mingote, irónicos o humorísticos tenderían a ser muchas veces ingenios filosóficos, y no meramente ingenios conceptuales. Mingote habría de ser considerado, por tanto, como un filósofo mundano de primer orden, que practica la crítica dialéctica, irónica o humorística, del Mundo de la época en la que vivimos y a veces de épocas que la precedieron; un filósofo que descubre situaciones dialécticas encubiertas, con una penetración capaz de perforar con frecuencia la «escala conceptual», alcanzando, regularmente, el terreno de las Ideas, que se abren camino a través de los conceptos.

Desde esta perspectiva cabe interpretar una tesis que el propio Mingote sostuvo en su Discurso de ingreso a la Real Academia Española, en el momento de diferenciar los ingenios ofrecidos por la revista Madrid Cómico y los ofrecidos por la revista La Codorniz, de cuya ironía o humor él se declara heredero: «en Madrid Cómico se burlaban de las gentes singulares que no se ajustaban a las normas. La Codorniz se burlaba de las normas.» ¿No cabría poner en correspondencia la ironía o el humor dirigido a las gentes singulares «que no se ajustan a las normas» con una ironía o humor conceptual (circunscrito al terreno de las normas vigentes) y a la ironía o al humor que se enfrenta con las normas mismas, «regresando» más atrás de ellas con una ironía filosófica que nos pone delante de las Ideas?

Pero, en cualquier caso, nuestro diagnóstico taxonómico no lo apoyaríamos propiamente en estas declaraciones emic del autor (aunque su importancia para nuestro propósito nadie puede discutir), sino en el análisis etic de los contenidos de sus «ingenios». Y resulta que, sin perjuicio de arrancar siempre y necesariamente de conceptuaciones más o menos precisas, Mingote se enfrenta inmediatamente con Ideas dadas a la escala de la tradición filosófica académica, ideas tales como Naturaleza/Arte, artes mecánicas/artes liberales, Hombre/Naturaleza, Hombre/Dios, animales/hombres, &c. Queremos decir, precisamente esto: que la ironía o el humor de Mingote está ya a escala de estas Ideas. Y lo cierto es que los ingenios de Mingote nos conducen una y otra vez irónicamente o con humor, casi siempre negro, hacia la crítica de los fenómenos, a través de los cuales se desarrolla nuestro Mundo y nosotros los hombres con él.

Y corroboramos nuestro diagnóstico haciendo ver cómo el pletórico conjunto constituido por los ingenios de Mingote (30.000, 50.000) puede ser clasificado en función de algún «sistema de Ideas» que, establecido al margen de este material (para asegurar que el sistema utilizado no está constituido ad hoc), sin embargo puede ser pertinente, no ya para agrupar meramente los ingenios de referencia en diversas rúbricas, sino para ayudar al análisis hermenéutico objetivo de estos ingenios y dar cuenta de las diferencias esenciales entre unos y otros.

El sistema de Ideas que vamos a utilizar, no tenemos otro, es el que venimos aplicando desde las coordenadas del materialismo filosófico, en Antropología, con la denominación de «espacio antropológico». Es obvio que si hemos diagnosticado a los ingenios de Mingote como ingenios filosóficos a través de los cuales se nos ofrece la posibilidad de explorar críticamente la morfología de nuestro Mundo, si el sistema que designamos como espacio antropológico constituye un análisis total de nuestro Mundo en cuanto espacio práctico, la mejor prueba del alcance filosófico de la obra de Mingote que nosotros podríamos aportar, será mostrar hasta qué punto esta ha «pisado» todas las direcciones (todos los ejes) del espacio antropológico, y cómo es precisamente en función de estos ejes como cada ingenio se organiza en su estructura irónica o humorística.

Denominamos (a cuenta del diagrama en el que se representan) a los ejes del espacio antropológico, circular, radial y angular. El eje circular es aquel en cuyo torno se centra el campo antropológico y en el que se dibujan los individuos y grupos humanos, sus términos y sus relaciones, así como también ciertas operaciones estrictamente «circulares» (como puedan serlo las operaciones de mercado, de alianza matrimonial). El eje radial polariza todo aquello que suele ser denominado como «realidad impersonal» constitutiva de nuestro Mundo-entorno, una realidad eminentemente corpórea. El eje angular recoge cualquier realidad que se suponga que no es circular ni radial, pero que sin embargo tiene una morfología cuasi personal, por cuanto sus términos aparecen dotados de vis appetitiva y de vis cognoscitiva (también incluiremos en el eje angular, como términos-límite, aquellas entidades que intencionalmente no tienen morfología corpórea, pero que son aludidos como sujetos personales, pero no humanos, tales como ángeles o dioses). Conviene decir que la utilización del eje angular en la obra de Mingote resulta imprescindible para captar las diferencias entre unos y otros ingenios suyos; quiero decir, que si se prescindiese del eje angular la ironía o el humor de muchos ingenios de Mingote se desvanecería.

En función del sistema de Ideas que constituyen el espacio antropológico, la tipología de los ingenios de Mingote quedaría, en principio, establecida de este modo: por una parte, por los tipos de ingenios «unidimensionales», a saber, ingenios circulares, ingenios radiales e ingenios angulares. Por otra parte, los tipos de ingenios que pertenecen a dos ejes o a los tres.

Ilustraremos sucesivamente con ejemplos estos diversos tipos de ingenios de Mingote.

II
Ingenios que se mueven preferentemente en un solo eje

A. Ingenios de tipo «circular»

El eje circular comprende, entre otras, a las relaciones o interacciones (operaciones) que pueden se establecidas entre diversos sujetos operatorios humanos. Contiene también, como casos límite, las relaciones o interacciones de los sujetos «consigo mismos» (las relaciones o interacciones reflexivas, en sentido subjetivo). En cualquier caso, nos aproximamos al análisis del material pertinente, desde el supuesto etic de que las situaciones autológicas no son situaciones primitivas, sino derivadas, una vez puestas en marcha las relaciones dialógicas.

Dibujo de Antonio Mingote en la página 89 del catálogo

Es probable que el libro de Mingote, Hombre solo, esté concebido emic desde la perspectiva de la soledad metafísica que una tradición neoplatónica («Solo con el Sólo») mantiene como característica más profunda y primaria del ser humano. Lo que, por nuestra parte, ponemos en duda es que desde esta perspectiva fuera posible organizar un «ingenio irónico» consistente; por tanto, lo que queremos decir es que la ironía o el humor desarrollados en situaciones de soledad, a la que van referidos importantes conjuntos de ingenios de Mingote, habrían de ser analizados desde la perspectiva etic que comienza reconociendo la presencia de dialogismos previos, generalmente implícitos. Por ejemplo, el ingenio número 13 de Hombre solo nos presenta, es cierto, la figura de un hombre solo, vestido de torero, con la espada y la muleta dispuesta, y parado al borde de un camino en el que una señal de peligro de tráfico anuncia toros: el hombre se nos presenta haciendo autostop. Es evidente, por tanto, que el gesto de su dedo va referido a otro individuo o individuos que se supone están aproximándose en un automóvil o un tractor y, aunque no están representados en la figura, están ejercitados por ella (si el torero hiciera el gesto en el vacío, en un lugar intransitable, la ironía se volatilizaría, puesto que esta ironía cuenta con el miedo de otros individuos a los toros sueltos, y con que el torero, con su espada dispuesta, podría actuar como motivo suficiente para detener el coche).

Dibujo de Antonio Mingote en la página 90 del catálogo Algunos ingenios de tipo dialógico: uno de los ingenios de Mingote que, a mi entender, desencadena una situación irónica muy profunda (porque implica la crítica de las mismas dimensiones dialógicas que vinculan por el honor a los hombres) es el de dos individuos en actitud de duelo a pistola, espalda contra espalda y con las armas dispuestas (número 101 de Hombre solo). La norma del duelo a pistola entre caballeros se supone que prescribe que, una vez situados espalda contra espalda, habrán de dar un número contado de pasos (ocho, diez, doce...) y que una vez dados estos pasos habrán de volverse rápidamente cada cual para disparar sobre el otro. Se trata por tanto de una norma pura, fundada en el honor, y se refiere al «cuerpo a cuerpo» de dos hombres que se han enfrentado a muerte. Pero es evidente que las normas del duelo entre caballeros no excluyen explícitamente que los pasos hayan de ser dados descendiendo los travesaños de una escalera positiva de dos hojas. El ingenio sitúa a los caballeros en el momento de iniciarse el proceso, de espaldas, pero subidos al último palo de la escalera. No es pertinente preguntar por qué se encuentran en situación tan estrambótica, tan extraña: basta que ello sea posible (podrían haber discutido, haberse enfurecido, haber decidido iniciar el duelo inmediatamente). La aplicación de la norma del duelo entre caballeros les obliga a dar ocho o quince pasos adelante, antes de volverse y disparar; pero, o bien el paso adelante lo dan ambos horizontalmente en el vacío (con lo que la norma resulta ridícula) o bien se deciden a bajar de espaldas cada escalón (y entonces la norma caballeresca pone en peligro la estabilidad de los dos). En cualquiera de las dos alternativas la «norma de los caballeros» queda puesta en ridículo por una simple variación de la disposición del espacio que no está ni prohibida ni contemplada por la norma; lo que demuestra que la norma caballeresca tiene que contar además con presupuestos tan prosaicos, triviales y artificiosos como los que se refieren a la declaración de un terreno horizontal.

Dibujo de Antonio Mingote en la página 91 del catálogo

También es dialógico el ingenio número 9 que nos presenta a un oficinista ya curtido escribiendo una carta al amigo a quien había prestado la máquina de escribir «porque no se acostumbra a la pluma»; y lo prueba porque con su pluma escribe su carta con letras de molde indiscernibles de las que hubiera producido la máquina. También aquí confluyen cursos de ortogramas diferentes pero intersectados.

Entre los ingenios de tipo autológico analizaremos los siguientes:

Dibujo de Antonio Mingote en la página 91 del catálogo

El ingenio número 106 de Hombre solo nos presenta una situación inversa a la del número 13. Aquí, una figura única resultaba estar interactuando con otras; pero en el número 106, aparecen varias figuras de individuos, cada uno de los cuales (aun cuando se supone que ya entregó una carta al señor juez) se disponen a realizar un acto sobre sí mismos (en concreto buscan suicidarse, arrojándose al vacío desde una atalaya muy elevada). Lo que aquí ocurre es que hay muchos individuos solitarios que parecen dispuestos a llevar a cabo similares operaciones, y todos ellos se juntan en la única escalera mecánica que les conduce a la atalaya. La ironía no consiste en el autologismo suicida de cada sujeto, sino en la yuxtaposición de autologismos, que no implican, sin embargo, dialogismos, aunque cabría prever que esta yuxtaposición de solitarios (la de los monjes de Nitria) pudiera dar lugar a una relación circular individual, es decir, a un convento, en este caso, a un convento de suicidas. La ironía filosófica de este ingenio la pondríamos, precisamente, en la crítica que ella contiene del principio de la metafísica autológica expresada en el principio «Solo con el Solo». La soledad emic resulta estar enclasada, y además mecánicamente, lo que da lugar a la reducción de los sujetos más íntimos y libres, a la condición de automatismos ideales, que dejan en ridículo su soledad.

En la misma dirección de la crítica a los autologismos podrían ponerse algunas escenas autológicas tratadas psicológicamente mediante el mecanismo de «ensoñación» que hace que cada sujeto aislado esté en rigor vinculándose con otros sujetos recordados o fantaseados. Así, el viejo profesor de Matemáticas, abstraído en el desarrollo de unos cálculos complicadísimos ante la pizarra, está en rigor ligado («ligando») con una suculenta muchacha desnuda (número 94); o el buen niño que está escribiendo en soledad «nunca más leeré libro inmundos» pero que está ligado («ligando») con su imaginación con una matrona opulenta (número 12).

Dibujo de Antonio Mingote en la página 92 del catálogo Más objetiva es la crítica a la situación del «pobre solo» sentado ante un ajedrez, porque sólo si viene otro jugador éste podrá ser utilizado (número 58).

Los autologismos más puros son también presentados de manera que ellos nos conducen, desde la sublimidad a la cual un solitario ha regresado, al miserable o ridículo contenido, en el progressus, de esa soledad: «pienso, luego existo», escrito debajo de un mendigo miserable, sentado en un carrito, con piernas y brazos mutilados (número 61).

O bien el «autologismo egocéntrico» (número 3) de un sujeto que para realizarse gráficamente requiere que el sujeto solitario («el único» y su propiedad, que comprende al mundo, y por tanto no puede serle ajeno al trazar un círculo en el espacio) deba apoyarse de modo estrafalario con una única mano en el suelo, haciendo de centro y trazando el círculo con la otra mano; un egocentrismo por tanto, inconsistente y efímero, aunque su concepto debe estar comprendido en el concepto del egocentrismo absoluto.

El «autologismo asistido»: un aparato grabador de sonido permite que un violinista, después de su ejecución, reciba el aplauso ante su micrófono: también aquí advertimos una crítica a los autologismos por cuanto el sujeto necesita «des-doblarse» (número 72); o el autologismo imposible del caballero que somete su conducta a la obediencia puntual a las normas y cuando éstas le reiteran la prohibición de pisar la hierba en un campo inmenso, su autologismo normativo tendría que llevarle (Kant lo había dicho: «puedo porque debo») a remontar el vuelo, como única vía para no seguir desobedeciendo la norma (número 10). La ironía se produce aquí del mismo modo a como se produce la metábasis en Matemáticas hacia los número transfinitos o en Física hacia el perpetuum mobile. No existen (en el campo de la intuición) los números transfinitos, ni existen en la realidad los móviles perpetuos; sin embargo, éstos han de ser necesariamente construidos como idealidades contradictorias que, revertidas a las series reales, establecen sus límites. En el ingenio que nos ocupa, «remontar el vuelo» es el único camino que puede seguir un sujeto, riguroso con el cumplimiento de su deber, para satisfacer a la norma que él ha acatado plenamente: volar es una consecuencia lógica del curso del autologismo; esta consecuencia se enfrenta con la lógica de la gravedad. El ingenio estriba en representar el curso ideal autológico con figuras llenas (como las que representan los pasos reales) para así, de este modo, mostrar que la compulsión emic de la norma ejercida debería mantener su misma fuerza, así en la tierra como en el cielo. El ridículo de esa disciplina imposible, etic, es lo que el lector constata. Sin duda, como hemos dicho, este ingenio podría considerarse como una crítica certera e irónica contra el «puedo porque debo» del imperativo categórico kantiano.

Dibujo de Antonio Mingote en la página 87 del catálogo

Dibujo de Antonio Mingote en la página 96 del catálogo Los autologismos de los ahorcados (números 45, 46 y 47) abundan también en esta crítica irónica consistente en subrayar la dependencia y subordinación del autologismo suicida a la leyes naturales imprevistas por el sujeto operatorio. Unas veces, porque la rama del árbol de la que se había colgado el individuo se ha roto con su peso y vemos al individuo teniendo que arrastrarla en virtud de su autologismo frustrado (número 45). Otras veces, el autologismo suicida se hace depender del crecimiento de un arbolito plantado ad hoc (número 46); otras veces porque comienza a caer la lluvia, y el suicida tiene que refugiarse en una alcantarilla, esperando a que escampe, para ahorcarse.

B. Ingenios de tipo «radial»

Distinguiremos aquí los entornos y morfologías naturales de los entornos y morfologías culturales.

Dibujo de Antonio Mingote en la página 94 del catálogo Respecto de los primeros nos remitiremos al análisis de los ahorcados citados en el epígrafe anterior. En cuanto a los segundos, podemos citar en primer lugar el ingenio 139: un hombre de Neanderthal, con su maza, ve asombrado el rebote de un muelle que ha caído de lo alto. El absurdo que él percibe es sólo un reflejo de nuestro propio absurdo, al «ver» (inducidos por el dibujo) que un objeto de la edad del acero, parece estar presente en la edad de piedra. En cierto modo la ironía es aquí autodestructiva del propio ingenio: si supusiéramos que el muelle ha caído de un platillo volante, la ironía desaparece y el ingenio se convierte en simple descripción del asombro ante un contraste semejante.

Dibujo de Antonio Mingote en la página 93 del catálogo

En el ingenio número 30 vemos la estatua ecuestre de un general que con su espada esculpida acaba de cortar la rama de un árbol que esta invadiendo su espacio escultórico: un transeúnte contempla la escena, entre asombrado y resignado. ¿Cuál es el mecanismo de la ironía de este ingenio absurdo? Acaso el que hace confluir las «lógicas internas» de dos cursos diferentes de acontecimientos: el curso del arte estatuario, como mimesis, que, por tanto, debiera prolongarse hasta el extremo de poner la estatua (si es que ésta aparenta ser real) en movimiento, aunque sea en la forma degradada de utilizar la espada victoriosa como humilde podadera; y el curso de la realidad que hace que esto sea imposible. Sin embargo, el ingenio está dispuesto de suerte que el absurdo no tiene por qué haberse producido en la realidad: la rama podía haber sido cortada por un jardinero, y el curso ideal se reduciría a la asociación que el viandante experimenta al ver la espada del general tan cerca de la rama recién podada. Es el individuo que pasa y que está acostumbrado a ver la estatua del general como un sustituto del general mismo, quien desencadena la asociación, que el intérprete del ingenio reconoce como imposible. Este imposible determinaría la rectificación del curso lógico ordinario al que se ajustan las percepciones del ciudadano y, por tanto, la crítica irónica (iconoclasta) de los retratos estatuarios solemnes.

Dibujo de Antonio Mingote en la página 95 del catálogo Los ingenios 21, 22 y 23 están construidos en función del contraste entre el Arte (como mimesis) y la Naturaleza. En el 21, un labrador, que tiene un ventilador eléctrico en su casa, intenta conectar el molino de viento a la red para lograr que mueva las aspas (se supone, en época de calma): la ironía aparece aquí en la confluencia desproporcionada de estos dos cursos lógicos; en el 22 el arte imita al arte: de la ventana de un molino de viento sale un molinillo de papel que «dobla» al primero; en el 59, un sujeto al borde de una gigantesca catarata, produce una pequeña catarata con un cubo de agua para bañarse. En el 88, un campesino observa asombrado cómo el ramaje de un árbol configura una silla de paja.

Dibujo de Antonio Mingote en la página 71 del catálogo

En el número 112 de Lo mejor de Mingote 1, un jardinero utiliza como manguera la serpiente de una estatua de Laoconte allí reproducido; en otra figura aparece un chico tocando un enorme trombón que a la vez es la mecedora en donde se sienta. La ironía se dispara en estos casos al poner en confluencia morfologías que resultan ser semejantes pero que tienen funciones totalmente heterogéneas. No se trata de situaciones absurdas, de «objetos imposibles» de Carelman, sino de situaciones que son, técnicamente posibles, pero contingentes e incoherentes, por cuanto las morfologías propias de las artes liberales (el Laoconte, un instrumento musical) aparecen degradadas a la condición de morfologías propias de las artes serviles o mecánicas (manguera, mecedora).

C. Ingenios de tipo «angular»

Aquí habría que distinguir las situaciones con morfologías corporales personales, pero no humanas, y las situaciones que aluden a personas, pero sin morfología alguna (como si fuesen espíritus puros, ángeles o divinidades incorpóreas).

Entre los ingenios con morfologías angulares corpóreas, destacamos el ingenio número 10 (de Lo mejor de Mingote) que nos presenta a un caballero que está dispuesto a doblar la esquina en la que está a la espera una flamante prostituta; pero antes de doblarla, un ángel de la guarda, en silueta punteada, abre la alcantarilla en la que se supone va a caer el viandante que, distraído, va mirando hacia arriba (acaso pensando anticipadamente en lo que podría encontrar a la vuelta de la esquina). Aquí se desencadenan cursos diversos que confluyen con sus propias lógicas: la lógica del viandante, la lógica de la prostituta y la lógica del ángel, que quiere evitar la caída espiritual en el pecado, mediante una caída física en la alcantarilla. El ingenio utiliza el ángel como un elemento real más de la situación, en la que va a intervenir directamente. ¿No queda desactivada la ironía de este ingenio por quien no cree en el ángel de la guarda? No, porque el racionalista podría interpretar el dibujo punteado como la explicación que daría quien, después de haber caído el hombre por la alcantarilla, tratase de entender retrospectivamente la providencia divina.

En la misma línea se encuentra el número 11 de Hombre solo: un niño con un ojo a la virulé, por un pelotazo, camina cogido de la mano por su ángel de la guarda que también lleva a la virulé su ojo homólogo. La ironía se proyecta aquí directamente contra el mito del ángel de la guarda.

Las «situaciones angulares» abundan mucho. El número 32 nos presenta a un entomólogo que contempla sentado al pie de un árbol a unas bandas de golondrinas que revolotean en torno a una jaula en la que está encerrada otra golondrina. En el número 16 un hombre tumbado en el suelo soporta pacientemente, y como si no lo advirtiera, el paso de un larguísimo hormiguero, cuya lógica le conduce a subir por encima de sus narices. Pero también, entre los ingenios de Mingote, encontramos otros en los que no hay morfologías corpóreas angulares, al menos intencionalmente. Muy interesantes son las situaciones en las cuales el hombre aparece como «envuelto» por alguna entidad invisible, meta-física, que se manifiesta por algún efecto sorprendente o peligroso: no hay morfología explícita, pero hay que suponer dado un eje angular (numinoso, teológico, extraterrestre).

En el número 52, un náufrago está sentado en un islote en medio del océano, en una espera eterna. Del cielo cae una teja. Si ésta cayera de un avión, la ironía desaparecería.

Dibujo de Antonio Mingote en la página 97 del catálogo

Una situación similar, aunque sólo aparentemente de signo crítico la encontramos en el número 41. Un alpinista que está en una cumbre ve caer del cielo una soga. ¿De dónde sale? En todo caso es una soga que le invita a ahorcarse.

III
Ingenios situados en más de un eje

Para evitar la prolijidad, nos limitaremos a sugerir la variedad de ingenios de Mingote en cuyo análisis habría que utilizar más de un eje del espacio antropológico. Un inmejorable ejemplo de ingenio situado a la vez en el eje circular y angular nos lo proporciona el número 65 de la colección de «Temas de hoy». Aquí aparece tan sólo la figura de un animal, pero este animal es un toro; y el toro, presuponemos es uno de los animales que, aún hoy, permanece cargado de fuerza numinosa. Ahora bien, el ingenio nos sitúa en la perspectiva misma del toro, pero de un toro que está constantemente «dialogando» con los hombres (con los críticos y con el torero). De este modo hay que decir que el ingenio nos ofrece antes las relaciones que se establecen entre el toro y el hombre, que las relaciones que se establecen entre el hombre y el toro. Desde luego, las frases atribuidas al toro, con las banderitas puestas y el estoque clavado, serían consideradas totalmente absurdas («antropomorfas») hace 50 años, cuando la etología aún no había dado sus pasos decisivos. Es decir, hace 50 años, el intérprete «racionalista mecanicista» se vería obligado a reducir inmediatamente la dimensión angular a la radial. Pero en nuestros días la situación es otra: un toro no formula frases semejante pero sí «expresa» algo que tiene que ver con ello. No dice: «Y luego dirán los críticos que este ha sido un espectáculo banal, aburrido, monótono»; pero sí habrá reaccionado con ira o con terror ante los ataques de la cuadrilla inexperta. La ironía del ingenio se desencadena haciendo ver que la perspectiva humana (capaz de ver el espectáculo como banal y absurdo) es superficial y frívola porque sólo se atiene a los aspectos formales del arte de torear, pero deja fuera el principal contenido de la tragedia: la muerte del toro. Y la limitación se extiende sobre todo a quienes, embebidos en el arte del toreo, han perdido por completo el sentido del significado numinoso del toro. La ironía de Mingote consiste aquí en poner en boca del toro, frases que deberían estar en la boca de los hombres.

Por último, las escenas con sirenas, en sus relaciones con los hombres, son seguramente las mejores ejemplificaciones de ingenios dispuestos en tres ejes (por ejemplo los números 128 y 129 de la colección «Temas de hoy»). La dimensión angular está aquí representada por las propias sirenas, dado su componente animal que, al estar unido «hipostáticamente» a un cuerpo de mujer, cobra inmediatamente un significado extraño, numinoso. La ironía se dirige aquí precisamente a neutralizar este contenido numinoso reduciéndolo a su condición «radial» de alimento: el en número 128 un sujeto, acaso un náufrago que abraza a una sirena y acaricia las escamas de su cola, dice: «pues verás, para hacer el bacalao al pil-pil, se empieza...»

Final

Los análisis que hemos ofrecido de los ingenios de Mingote no tienen la menor pretensión de orientar al intérprete de los mismos; los efectos irónicos y humorísticos de los ingenios tienen que obrar por sí mismos.

Los análisis tendrían que ser mucho más minuciosos y prolijos; pero sobre este punto lo más prudente es acogerse a aquella observación de Voltaire: «la mejor manera de resultar odioso es decirlo todo.»

Gustavo Bueno
29 de enero de 2003

 

El Catoblepas
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