Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 16 • junio 2003 • página 7
Fiel a su peor pasado, la Vieja Europa perpetúa sus modos de construcción (o reconstrucción) política bajo la inspiración de modelos nacionalistas: fundar la identidad propia en contraposición a otras identidades. En el presente, el Otro es Estados Unidos de América, el enemigo a batir. La Nueva Europa, la del futuro, debería, en cambio, salir de sí misma y abrirse al exterior
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Europa y los «daños colaterales» de una guerra
No puede calificarse de muy afortunada la libérrima traducción que se ha hecho del título del último libro de Robert Kagan, Of Paradise and Power, en la versión española, aunque sí lo sea su subtítulo, los cuales entre nosotros han pasado a ser Poder y debilidad. Europa y Estados Unidos en el nuevo orden mundial.{1} Si bien es cierto que el texto reflexiona sobre ambas categorías –poder y debilidad–, así como sobre el modo en que son ponderadas por los dos continentes separados por el Atlántico, y cómo se verá por otras caudalosas aguas políticas e ideológicas, no parece, a mi juicio, muy apropiado hurtar ya desde el principio la dimensión –en verdad, oceánica– del drama que en él se narra: el rapto de Europa por la inocencia, que autoculpabilizada por sus pasados arrebatos de poder y violencia, de imperio y colonias, ha decidido instalarse hoy en un paraíso posmoderno, en un espacio geopolítico más allá del bien y del mal, entre el cielo y la tierra, esto es, en el limbo.
En el panorama actual, pocos libros podemos encontrar tan oportunos y tan equilibrados, tan razonables y templados, como el ensayo de Kagan. La Tercera Guerra del Golfo ya ha tenido lugar, y quienes vuelvan en Europa, concretamente en Francia, a negar este hecho, como tuvo la ocurrencia de mostrar el gran farsante Jean Baudrillard en una ocasión anterior, o a manipularlo, hará sin remedio más patente que nunca el empecinamiento del Viejo Continente en vivir al margen de la realidad, huyendo de sí misma hacia ninguna parte. Para la Conciencia Objetiva, desdichada y esquiva, el «infierno son siempre los otros», a quienes hay que poner en evidencia, impugnar y acusar, dar lecciones (¡sobre todo de Ética!). Hoy el Otro es Estados Unidos de América.
El régimen de Sadam Husein en Irak, la dictadura abominable y peligrosa que ha gobernado durante décadas con mano de hierro y ha mantenido un largo pulso con la comunidad internacional, ha sido desmontado por la coalición internacional liderada por EEUU y el Reino Unido en una operación militar que ha durado tres semanas y ha causado un número de bajas total muy inferior al conocido en conflictos semejantes anteriores y, desde luego, menos cruento que el previsto e imaginado, obscenamente deseado, por muchos analistas agoreros de Oriente y Occidente. Durante la contienda, pero sobre todo, durante la larga etapa prebélica, la integridad y credibilidad de instituciones, hasta el momento emblemáticas de la seguridad y el orden mundial, como la ONU y la OTAN, han quedado seriamente dañadas, y la relación transatlántica de EEUU y Europa necesitada de una urgente reparación y reorientación.
Es tiempo, pues, de reconstrucción, pero no de restauración, de reposición, de mera repetición. Muchos (sin duda, demasiados, y en los más variados frentes políticos e ideológicos) creían ver en la crisis de Irak la oportunidad del definitivo derrumbe del «imperio americano», sin ofrecer, por lo demás, ninguna alternativa plausible, sin otro expediente u horizonte que esa sombra del nihilismo de la que ya advirtió André Glucksmann en una obra reciente. El filósofo francés examinaba, en efecto, en su Dostoievski en Manhattan el fondo maligno de la ideología terrorista –representada por el integrismo islámico, pero no sólo por él– que no vive más que para matar y destruir, y que bebe de esta copa, o lema, de sangre, de la que jamás se sacia, y que reza así: «Mato, luego existo.»
Pero, también sabemos que para muchos espectadores europeos del espectáculo terrorista la manera más prudente de enfrentarse a la amenaza y la intimidación, de seguir siendo espectadores y no víctimas, consiste en negar la evidencia y la misma muerte, en no darse por aludidos, en proclamar sin más el neto derecho a la vida y la paz, en perseguir desesperadamente el fin principal de que no vayan contra ellos, y sentirse así a salvo. En consecuencia, no a la guerra y... que inventen –y luchen y mueran– otros.
Se impone la reconsideración del paisaje después de la batalla, de pensar en la posguerra y en las perspectivas del nuevo orden internacional, de atender a los daños causados, para así descubrir que los de mayor alcance estratégico y de estabilidad acaso no se encuentren precisamente en Irak, sino en las cancillerías y en la sociedad civil de algunos países de Europa: «ya va siendo hora de ir más allá de las negaciones e insultos y de abordar el problema sin ambages.»{2}
Frente a la plana y torpe consigna extendida por doquier, según la cual, en materia de relación con el poder, Europa y EEUU ofrecen naturalezas opuestas (pacifismo y belicismo, respectivamente), Kagan argumenta que el choque entre ambos es, principalmente, de «culturas» o «sensibilidades», de perspectivas estratégicas opuestas en función del equilibrio de fuerzas y de las opciones presentes, si bien derivadas de acontecimientos del pasado, del inmediato y del menos reciente. En la actualidad, EEUU ha optado por la fuerza y por las «políticas de poder» y Europa, por la debilidad. Se trata de una resolución contingente, no de una inclinación natural; de una voluntad, no de un instinto. Porque no siempre las cosas han sido así.
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Europa y EEUU, cara a cara
Hoy se dice genéricamente que EEUU representa el poderío militar, la arrogancia, el unilateralismo, la impaciencia, la intimidación, el símbolo de Marte, mientras que Europa personifica la negociación, la diplomacia y la persuasión en lugar de la coerción, el impulso de los acuerdos económicos y comerciales como vía de entendimiento, la paciencia, la seducción, el símbolo de Venus. Pero, ocurre tal cosa, si en efecto ocurre, porque desde el final de la II Guerra Mundial, y, más en concreto, desde la Guerra Fría, EEUU asumió el desafío de constituirse en potencia «unipolar» del planeta, con todas sus implicaciones. Europa, en cambio, decidió tomarse una especie de «vacaciones estratégicas»{3} e imponerse como una obligación el vivir en paz.
Sometidos los poderosos enemigos interiores, es decir, la Alemania expansionista y la Rusia soviética, la Conciencia Objetiva europea creyó llegada la hora, nuevamente, de replegarse y ensimismarse, de concentrarse en la propia identidad, de diseñar un proyecto de Unión Europea concebido para contenerse a sí misma, contra sí misma. Desde ese momento, las naciones europeas se perciben entre sí, en un acto de fe y de afirmación deseante, como aliadas, al objeto de vivir hermanadas en un proyecto común del que nada ni nadie les harán renunciar. El problema se echa fuera, bien lejos, es decir, al otro lado del Atlántico, a los Estados Unidos de América, con quienes, por lo demás, esperan seguir vinculados en régimen de igualdad..., aunque no por un reparto equitativo de responsabilidades y deberes, sino por un imperativo categórico de justicia redistributiva, derecho natural o de gentes, o por mero igualitarismo, que incorregiblemente siempre se justifica a sí mismo. La Unión Europea se planea de esta manera como los Estados Unidos de Europa; en realidad, como la anti-América, la alternativa a América, la Nueva/Vieja Europa en contraposición al Nuevo Continente. América no se concibe en el horizonte así proyectado como una instancia necesaria, sino como algo peor, como un problema, y aun un peligro, para el Ser nuevo de Europa, para la Identidad anhelada.
La estabilidad atlantista, la estructura de las alianzas de las democracias occidentales, comienzan de este modo a quebrarse, y las dos «culturas estratégicas», europea y estadounidense, se distancian cada día más, hasta el punto de llegar a preguntarse qué tienen en común, después de todo, cuando los mutuos reproches que se lanzan últimamente remiten a sus mismos fundamentos, a su condición necesaria: la seguridad y la lealtad. Protegida por la creencia de que vive encastillada en el paraíso «kantiano» de la paz perpetua, producto no de los hechos sino de la voluntad (buena) racional, Europa endosa a los EEUU la tarea infernal «hobbesiana» del mantenimiento del orden en todas las zonas del mundo, incluida la misma Europa: la moral cálida se impone de esta manera sobre el frío cálculo político, dejando como telón de fondo la siempre tibia y consoladora economía.
Bajo la invariable convicción de que EEUU saldrá en su defensa cuando sea necesario (como ha ocurrido sin excepción en ocasiones anteriores), Europa opta por desatender su propia inversión en defensa (180 billones de euros de Europa frente a 400 billones de dólares americanos de América) y por desviar las partidas presupuestarias a políticas sociales, medioambientales y de ayuda al desarrollo en terceros países. En este singular reparto de papeles, los EEUU, militaristas, se ocupan de mantener el orden en los puntos calientes de mundo, y allí donde se inicie un incendio político, allí estarán los bomberos norteamericanos para apagarlo o contenerlo. Mientras tanto, Europa, pacifista, la Europa del comercio y la solidaridad, atiende la intendencia y la puesta a punto del orbe mundial, los negocios y los contratos comerciales, y, si no hay otro remedio, alguna tarea de pacificación o de intervención humanitaria: «Como han expresado metafóricamente algunos europeos, en realidad el famoso reparto de tareas consistía en que a Estados Unidos le tocaba "hacer la cena", y a Europa "fregar los platos"».{4} O por decirlo parafraseando el título de un western que tanto inspira la conciencia, la bolsa y la vida europeas: Tú vigilas el camino y yo cobro la recompensa. Si no renunciamos a sacar más rendimiento a este género cinematográfico, y seguimos la caracterización del propio Kagan, en este plató que desde Holywood llega a los estudios Cinecittá en Roma, o Babelsberg cerca de Berlín, o en el pedregal de Almería, diremos que EEUU interpretará el papel del sheriff y Europa el de encargado del saloon; pero, atiéndase a este pequeño detalle: «los malos suelen disparar al sheriff, no al encargado.»{5}
Los papeles y el guión así esbozados no siempre se ajustan a la realidad, ni siquiera los actores cumplen escrupulosamente sus contratos, ni, en suma, se ponen todos de acuerdo a fin de que el espectáculo pueda continuar. Un ejemplo manifiesto y principal que ilustra esta situación queda patente en el largo conflicto de Oriente Próximo, en el que EEUU se ha puesto del lado de Israel, desde el plano político y económico hasta el militar, mientras que la Unión Europea se coloca de parte de la Autoridad Nacional Palestina, a la que sostiene económicamente de forma más que generosa desde hace lustros. Esta doble actuación –sorprendente entre dos supuestos viejos aliados– sigue manteniéndose en los actuales movimientos diplomáticos alrededor de las partes y que se concentran en la denominada «hoja de ruta»: EEUU e Israel ignoran a Yaser Arafat y a la Vieja Autoridad Palestina, mientras que las autoridades europeas (especialmente, Miguel Ángel Moratinos y Javier Solana, ¡ambos españoles!) siguen cortejando al «rais» y a la vieja OLP.
Por otra parte, tampoco durante el largo y tremendo conflicto de los Balcanes, tenía Europa claro qué comunidades en lucha eran las aliadas y cuáles las fuerzas contrarias, ni si debían de proteger a la población acosada o dejarla perecer, previsiblemente porque las tropas europeas ejercían como fuerzas de pacificación –o mejor, de paz– y su vocación y mandato, su ética europea, les impedía entrar en combate. Consecuencia: Srebrenica 1995. No parece exagerado afirmar que en Srebrenica (adjetivada cruelmente por sus supuestos protectores como «zona de seguridad», tutelada por cascos azules holandeses) pereció la política exterior/interior y de defensa de Europa –y acaso también, la credibilidad y la «autoridad moral» de la ONU, que supuestamente controlaba la situación– junto a 7.500 civiles bosnios indefensos, a quienes se abandonó a su mala suerte, a un destino fatal. Cuando finalmente EEUU entró en acción en el avispero balcánico, no siempre recibió apoyos ni gratitud por parte de las cancillerías y comisariados europeos. Aunque haciendo ostentación de la debilidad como baza política, la Vieja Europa continúa exteriorizando su sentimiento de superioridad ante EEUU; si bien para hilar semejante filigrana, ha debido de sustituir el discurso estrictamente político por otro marcadamente moral. Pero esa es otra cuestión; o tal vez sea justamente la cuestión.
La profunda crisis abierta en el actual escenario dispuesto por la Vieja Europa – de furibundo «desafío antiamericano» y obsesión antiamericana{6}– no se debe tanto a que aspire a mantenerse entre dos aguas y a seguir flotando sobre el mar en calma del neutralismo pacifista, del idealismo trascendental que anhela la paz perpetuamente, lo cual le situaría en una posición ciertamente aventurada, pero, no por ello menos legítima: privilegiar el deber ser sobre el ser, Kant sobre Hobbes, el utopismo impolítico sobre el realismo político.{7} La verdadera contrariedad y el dramatismo de su actuación se ponen en evidencia en el momento en que la interiorización del miedo y la negación de la amenaza que les sirven de base se truecan en actitud obstaculizadora, y aun beligerante, contra aquellos que sí están dispuestos a actuar y a poner en marcha las políticas de poder, verbigracia, los Estados Unidos de América y sus aliados.
¿Ha imperado en la Historia este reparto de roles según un mismo formato? Desde luego que no. Kagan cita en el libro que aquí discutimos un episodio histórico muy revelador, seleccionado entre muchos otros igualmente convincentes. Durante los siglos XVIII, XIX y la primera mitad del siglo XX, las potencias globales europeas lideraron el mundo a golpe de fuerza, fuego y brutalidad, conquista y colonialismo, alzando como armas legitimadoras tanto la raison d'état cuanto la machtpolitik, mientras que EEUU limitaba su acción política a ordenar sus fronteras internas; y, así, hubo que esperar al estallido de la guerra con España por Cuba y Filipinas en 1898 para registrar su primera experiencia de apertura internacional a través de conflicto armado.
En el siglo XVIII, la marina británica era la indiscutible «Reina de los mares», ante lo cual EEUU no tuvo otro remedio que invocar desesperadamente el derecho internacional cuando se sentía intimidada o en franco peligro por aquélla. Durante la Guerra de Secesión americana, las fuerzas de la Unión no sólo tuvieron dificultades en recibir ayuda exterior europea a favor de su causa nacional, sino que debían controlar a naciones, como Francia, que apoyaban sin ambages a la Confederación secesionista del Sur, marcadamente representante de políticas coloniales, reaccionarias y nacionalistas, frente a la Unión, que acogía los principios fundacionales de la nación americana basados en la lealtad constitucional, la unidad, la industrialización y la igualdad, principales valores modernos de crecimiento político, económico y social.
3
La estrategia internacional, del lado del interés
El recurso y llamado a la mediación en lugar de la fuerza, al convenio en vez de la intervención y del multilateralismo en perjuicio del unilateralismo, se nos revelan, pues, como conductas nacidas no de un gen altruista insertado en las naciones sino surgidas de condiciones contingentes y muy determinadas, que emergen más de la necesidad que de la virtud. Y la necesidad, como antes la nobleza, es la que obliga. Lo mismo que el interés.
Hay débiles por naturaleza, pero también por interés. Tanto en la actuación de las personas como de las naciones. Sea como sea, la debilidad no tiene otra opción que dirigirse a la conciencia moral de aquel que le amenaza –supuestamente más fuerte que ella– para que se comporte y se contenga, y así no le haga daño. Para el débil que sabe que lo es, pero no quiere evitarlo, no hay fuertes buenos y fuertes malos: la fuerza y la fortaleza son, en sí mismas, malas. Malos y malvados son, en efecto, el imperialismo, el unilateralismo, el poder unipolar, porque para la debilidad jactanciosa, para el orgullo del pobre, todo es lo mismo: arrogancia y vanidad de vanidades. La ola de pacifismo que ha conquistado Europa (y no sólo Europa) no puede entenderse sin estos sentimientos causales, primarios, que la provocaron.
La sorprendente –y paradójica– ferocidad con que se ha expresado en estos últimos tiempos la coalición debilidad/pacifismo, por lo común, nos destapa tres caras de la desesperación: a) en las cancillerías europeas; b) en las fuerzas políticas de inspiración nacionalista e izquierdista (en general, extremistas, sean de izquierda o de derecha); y c) en la opinión pública.
a) América y Europa, en competición
Las cancillerías europeas, como consecuencia de su proyecto de Unión a la contra, en franca confrontación con EEUU, no han podido evitar que Europa se juegue su ser o no ser a la sola carta de la estrategia de inacción bélica y del ejercicio de la debilidad como signo de identidad, el cual se ha visto descubierto y desacreditado por la estrategia contraria de acción efectiva basada en el ejercicio de fuerza y poder. Para la estrategia europea antiamericana, la situación es desesperada: si América avanza, Europa retrocede; si ellos ganan, nosotros perdemos.
Es posible, sin embargo, optar por otra posibilidad, por el mantenimiento y refuerzo de la política atlantista, de cooperación con EEUU, de complementariedad y alianza en la lealtad, propia de naciones amigas y aliadas, unidas por unos mismos fines, ideales e intereses, fundados en el modelo de las sociedades libres y abiertas, en la economía de mercado y en la democracia liberal –en suma, lo que hasta ahora se tenía por Occidente–, y en cuyo interior las diferencias y los desencuentros no tienen por qué conmover los principios básicos de la observancia y cumplimiento de los convenios, en especial cuando afectan a la seguridad. Pero las autoridades de la Unión Europea han adoptado desde hace tiempo la altiva vía de pugna con EEUU como objetivo y plan de ruta, con la esperanza de que, puesto que los americanos son en el fondo muy simples y muy cándidos, seguirán aceptando calladamente el statu quo de los europeos, su ser propio como potencia económica y política que, no obstante, desprecia las «políticas de poder», de defensa y de seguridad, y, en el fondo, a su mismo promotor y valedor. Como veremos, hoy, en el marco de construcción del nuevo orden internacional surgido tras el 11-S, esta presunción, esta altanería y esta ingenuidad se pueden pagar muy caras.
b) Extremismos a derecha e izquierda
Por lo que respecta a las vías de movilización desplegadas por las fuerzas políticas nacionalistas y extremistas de derecha y de izquierda bajo la bandera del antiamericanismo, sus motivaciones arrancan, claro está, de presupuestos distintos, si bien convergen en una praxis común, en una misma cuenta de resultados. Para ambas, el gran enemigo a la vista es la globalización liberal, representada muy en particular por EEUU, por el escenario en perspectiva conocido como el nuevo siglo americano, y sostenida todavía por los norteamericanos y sus actuales aliados: lo que queda de Occidente. La extrema derecha, encastillada en el fervor particularista y en el espíritu reaccionario, no quiere ni oír hablar de mundialización de la democracia ni de «nuevas políticas» de apertura y reforma, de innovación y modernización. Los nacionalismos etnicistas, por su parte, recluidos en los reductos y feudos de la patria chica, petrificados en el guerracivilismo, arrinconados en sus bastiones de poder tribal y corporativista, temen asimismo por los privilegios diferenciados en que fundan su aldeanismo, ya que la nueva «política de poder», que contempla la injerencia e intervención en la soberanía de las dictaduras y gobiernos «gamberros», sediciosos o probadamente fallidos, los ponen en el punto de mira y, en consecuencia, en peligro. Y luego está la izquierda, o mejor dicho, las izquierdas.
Tras el fin de la Guerra Fría y la caída del Muro de Berlín, la izquierda política ha apostado, en una pequeña proporción, por la regeneración (verbigracia, la Tercera Vía) y, en otra mayor parte, por la radicalización y la insurrección (lo que he denominado en un anterior capítulo de esta misma sección, La revancha de Lenin), al calor del auge de los movimientos corrientemente englobados –si se me permite decirlo así, aunque casi preferiría escribir embobados– bajo la rúbrica de «antiglobalización», y que ante el variopinto mosaico de referentes que en él conviven, desde el catolicismo de barriada marginal hasta el anarquismo terrorista y antisistema, todavía no ha definido su papel en el mundo.
En el caso de España, la actitud deconstructivista de las izquierdas sobre el particular resulta, si cabe, mucho más devastadora que en otros lugares de Europa y del mundo. Su definición es nítidamente a la contra, y los últimos acontecimientos lo confirman. En la tercera guerra de Irak, se han posicionado al lado del eje franco-alemán, no por una convicción vocacional y solidariamente europeísta (no podría serlo, entre otras razones, porque estaban en minoría frente al resto de europeos) sino por situarse contra los Estados Unidos de América. Con el mismo fin, han hecho ostensibles guiños de complicidad a Rusia y China; y aunque no se atreven (todavía) a patrocinar un estrecho alineamiento con ambas potencias, los mantienen en un plano preferente de futura confluencia. ¿Por qué? Será por añoranza de los viejos tiempos, y porque si alguna seña de identidad le queda hoy a las izquierdas en el mundo, ésa es, sin duda, el antiamericanismo. Su último baluarte –solemne refugio e imponente coartada– no puede extrañar que sea, en consecuencia, la ONU y el Consejo de las Naciones Unidas: la nueva Internacional. Allí se encubren y allí se enrocan. Allí engrandecen la causa de los derechos humanos... bajo la dirección de Cuba y Libia. Lo que no dicen son los motivos últimos del subterfugio: a) mientras persista el actual escenario con derecho a veto de ciertos países «amigos», el programa obstruccionista contra EEUU está garantizado; y b) los recientes movimientos diplomáticos han mostrado el modelo de Estado de potencia media que proyectan para España: Chile, México, Camerún, por ejemplo.
Pero hay más. La inspiración rancia (Guerra de Cuba, el Maine, los últimos de Filipinas) y siniestramente guerracivilista que está excitando la teoría y la praxis del antiamericanismo de las izquierdas en España remite, casi sin excepción, a la asociación, implícita y explícita,{8} con la alianza hispano-estadounidense de los tiempos del franquismo. Por esta senda transcurre el reavivado discurso progresista (ideologizado y engañoso) que pretende explicar el proceder de la actual Administración estadounidense como resultado de la política de los neocons, los neoconservadores (o de extrema derecha, así de claro), instalados «ilegal e ilegítimamente» en la Casa Blanca y en las altas esferas del poder americano, y a quienes, por tanto, hay que derrocar a cualquier precio –un propósito éste, todo sea dicho, especialmente turbador desde el 11-S–. Según este iluminado diagnóstico, como EEUU apoyó el régimen de Franco, movido por un rabioso anticomunismo compartido, la opción atlantista no es, después de todo, sino que el resultado de una política «antigua», la que proviene del franquismo y orienta hoy la política exterior del Gobierno español...
La opción de izquierdas se dirige, en fin, por enfrentarse al «planeta americano»{9} y por evitar a toda costa la satelización de España; lo cual no queda claro si pasa necesariamente por una reorientación de la política atlantista (del «OTAN, de entrada, no» a un «OTAN, de salida, a lo mejor») o decididamente por el abandono del Sistema (solar)
c) La «opinión pública europea» toma la palabra
La denominada «opinión pública europea», a falta de un mejor portavoz del Viejo Continente, se manifiesta mucho, al tiempo que se muestra bastante desconcertada, confusa y ante todo muy atemorizada. Nadie le ha explicado con claridad de qué debe tener realmente miedo y cómo tiene que vencerlo: mas, ¿quién debería hacerlo hoy en Europa? Los intelectuales progresistas no se aclaran mucho: escriben sobre la «sociedad de riesgo», venden miles de libros bajo esta marca de serie, pero añaden a continuación que, después de todo, no hay para tanto, que se exagera con todo eso de la seguridad; especulan, en fin, sobre el riesgo, pero veneran el Estado de Bienestar, providencial, asegurador y Monte de Piedad, así como la sociedad cerrada y garantizada. Y si no son ellos, ¿quién? La asociación, o lo que sea, «Cultura contra la guerra» está ocupadísima persiguiendo más contratos y subvenciones públicas para la petit société y lo que queda de la nomenkatura, según el modelo de actuación que han aprendido de sus patrones, Francia y Rusia. Entonces, ¿quién? El ¡Alto Representante para la Política Exterior y de Seguridad Común de la Unión Europea!, a la sazón, D. Javier Solana, se encuentra a punto de perder el puesto, y su sucesor lo será de una entidad que ha optado, según las últimas iniciativas, por fortalecer la Nueva Política Exterior y de Seguridad con la formación de un Ejército Europeo, integrado por fuerzas de cuatro, sólo cuatro, de sus países, de entre los que destacan, por su poder disuasorio, Bélgica y Luxemburgo.
En lógica coherencia con esta situación, la opinión pública representa –si verdaderamente es y representa algo– la esfera o entelequia social europea más proclive a sentirse fascinada por una imagen publicitada («autocomplaciente», «autosatisfecha»{10}) que la eleva a una esfera paradisíaca y privilegiada, pequeño burguesa, mezquina e insolidaria, ajena al mundo exterior, excepto en materia de turismo, muy segura de sí misma porque ha establecido la tolerancia 10 a la amenaza y al terror y porque ha elegido vivir sin complicaciones (savoir vivre, sans souci), a sobrellevar con resignación las molestias que le reporta la inmigración o las nuevas incorporaciones de Estados a la Unión. Que ante semejante esfuerzo no pueda evitar que broten en su seno sentimientos racistas, etnicistas, judeófobos y antisemitas, &c., tampoco es problema, pues de ningún modo, estará dispuesto a aceptarlos ni a reconocer como suyos: en Europa, no.
En verdad, la «opinión pública europea» ha salido a escena para dar el espectáculo. Los grupos políticos e ideológicos que han comprobado el provecho de la función, la halagan y la custodian como una baza a su favor, en una representación total en la que la parte pretende pasar por el todo y el que parte y reparte, se queda con la mejor parte. Que nadie se engañe o se deje engañar. No hay inocencia ni espontaneidad en las manifestaciones de masas en la sociedad del espectáculo de nuestros días, ni conciencia desgraciada e indignada que de Espíritu Objetivo se materializa en carne... de cañón. Hay, en cambio, bastante escenografía, «la alianza entre trivialidad y efectos especiales»{11}, un casting reducido pero contumaz, y mucho resentimiento: «En el espectáculo, una parte del mundo se representa ante el mundo, apareciendo como algo superior al mundo.»{12}
Hoy, cuando se traen diariamente a colación los textos de Thomas Hobbes y de Immanuel Kant, a cuento de asegurarse base doctrinal para manifiestos y panfletos, cuando no para una simple cita a ciegas, pocos se acuerdan de Jean-Jacques Rousseau. Un olvido, u omisión, imperdonables, teniendo en cuenta que la exaltada elevación de la «opinión pública» al Quinto Poder, tan popular hoy en día, recuerda mucho la noción de voluntad general articulada por el ginebrino. Y de ser cierta esta asociación, ¿no provocaría su advertencia la constatación de una situación inquietante? No desarrollaré ahora estas especulaciones, aunque para no dejar el asunto descortésmente abierto del todo, cuando acabo de principiarlo, mencionaré la caracterización rousseauniana del concepto más conocida y que el lector por sí mismo establezca las correlaciones oportunas y siga meditando el asunto:
«Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros recibimos corporalmente a cada miembro como parte indivisible del todo.» (Del contrato social, I, 6.)
Por lo demás, ya sabemos cómo acaba la cosa cuando los pueblos se dejan seducir por esta clase de postulados, muy en especial los que conocen cómo concluye Rousseau su razonamiento en la sección siguiente del tratado, y que todavía hiela la sangre al leerlo de nuevo:
«quienquiera se niegue a obedecer a la voluntad general será obligado a ello por el cuerpo entero, lo cual no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre.» (Ibíd., I, 7.)
4
Europa y los europeos
Una de las grandes controversias y debates teórico-prácticos que, junto algunas heridas internas, siguen sin cerrarse en el Viejo Continente tras la última crisis de Irak se concentra en la redefinición del diálogo trasatlántico entre Europa y EEUU. No obstante, previo a los análisis de contenidos y de alternativas estratégicos en liza que puedan exponerse, es necesario precisar conceptos y deshacer algunos malentendidos. El asunto básicamente se reduce a lo siguiente: en el momento en que se pone sobre la mesa el contencioso entre Europa y EEUU, y se contraponen las posiciones de los norteamericanos y los europeos particulares, se da por supuesto que la voluntad de unos y otros es homogénea y compacta, que unos y otros conforman una unidad básica y definitiva, cuando esto no es así, o, al menos, no en el mismo grado.
En el empuje de este prejuicio late una convicción igualitarista de partida –de innegable procedencia europea, heredera de posiciones de rancio izquierdismo y presunto anticolonialismo–, pero que aspira a condicionar la querella, y a orientarla hasta hacer de ella un punto de llegada. Sostiene esta creencia que los pueblos de ambos lados del Atlántico, y sus «opiniones públicas» respectivas, son equiparables como estructura, aunque no lo sean como contenido: mientras una (América) esgrime una actitud belicista, la otra (Europa) defiende una postura pacifista. Se olvida con ello, empero, dos circunstancias relevantes:
a) la nación estadounidense está definitivamente constituida como Unión desde 1866 (si bien, se han producido posteriores incorporaciones, «nuevas estrellas», desde entonces, como es el caso de Alaska, y algunos Estados vecinos que se encuentran en la antesala de la Unión americana, como puede ser Puerto Rico). Por el contrario, la Unión Europea se halla en actualísimo momento constituyente y de ampliación, con una notoria indefinición acerca de las fronteras externas (y, ay, internas), sin una Constitución consensuada, y, lo que es más importante, sin un horizonte y una voluntad políticos claros y compartidos; y
b) la nación norteamericana compone una country sólida y solidaria, fuerte y cohesionada, más allá de sus múltiples diversidades culturales y divergencias políticas, con un espíritu de unidad y patriotismo a toda prueba, ordinariamente tan incomprendido como infravalorado. Europa sigue, por su parte, sin liberarse plenamente de su imagen de court, ajustado a un modelo aristocrático, altivo y sectario, intolerante y excluyente, de club exclusivo de nuevo rico; se proyecta como una comunidad muy poco liberal, que toma, en consecuencia, como afrenta el calificativo de «vieja Europa», cuando se trata de una estricta descripción (o así lo toman algunos europeos, porque este es, ya lo hemos dicho, una cuestión que se pretende hurtar o que no se ha hecho suficientemente explícito en el debate actual: tomar la parte por el todo y el todo por la parte.
La Unión Europea no representa aún a una Europa unida. No hay una voz, ni una política común; y no está claro que haya asimismo una voluntad integradora de vida en común, que es condición necesaria para la formación y el crecimiento de una comunidad. El eclipse del presidente de la Comisión Europea, Romano Prodi, el clamoroso silencio de Mister PSEC, Javier Solana, y la patética presidencia temporal (pero poco terrenal, casi olímpica) de Grecia durante la reciente crisis de Irak; la división interna, casi fratricida, de Europa, su insolidaridad interna y externa, no tienen por qué interpretarse como una definitiva decadencia de su ser en potencia y, por tanto, en movimiento, pero tampoco como la celebración del momento de sustituir a EEUU en el liderazgo de Occidente, de sacarle de la escena mundial, de despedirle, sin ni siquiera agradecerle los servicios prestados. Bajo esta fantasía ha construido Francia su reciente y oportunista golpe de mano, un sueño de grandeza y resentimiento que vienen de antiguo,{13} un delirio insensato que ha contagiado a una Alemania en plena recesión económica y crisis política interna, desnortada y resentida, reactiva, y al que se ha apuntado Rusia, el Contrapunto internacional; naciones, las tres, hoy sombras de sí mismas, pero anhelando desesperadas una nueva oportunidad para liderar el orbe. Todo ello, mientras el Islam se excita y China, embozada en la mascarilla, espera.
La Francia de Chirac jugó con temeridad sus cartas, si bien logró algún débil y efímero resultado: no sólo protegió sus intereses económicos, militares y neocoloniales al disponer sus movimientos, sino que además consiguió venderlos como los representativos de la conciencia europea y de los intereses europeos, con la impagable ayuda de alguna izquierda europea extraviada, como la española. ¿Ha valido la pena la aventura? La Francia de Chirac ha apostado fuerte por una Europa gaullista en unos momentos especialmente delicados, y ha perdido. Mas no por ello se tiene que parar –ni perder– Europa, sino, en todo caso y como sería justo, el proyecto de Europa gaullista, nacionalista y antiamericana.
5
La Nueva Europa
El primer paso para la incorporación de diez nuevos países socios a la Unión Europea en la Cumbre de Atenas de abril de 2003 (junto a la preinscripción de Bulgaria y Rumanía), muchos de ellos todavía tumefactos por la reciente experiencia de dominación totalitaria y escocidos por el latigazo que les lanzaron las autoridades galas para que no se apartaran un milímetro de la línea marcada por el Elíseo, puede inclinar todavía más la balanza europea del futuro próximo hacia las posiciones atlantistas formalizadas en la Cumbre de las Azores, con el patrocinio del Reino Unido y España. No se trata, pues, de no contar con Francia y Alemania en la Nueva Europa, de excluirlas, pero sí de frenar su rebelión y su amago de asonada, de un golpe de timón, con vistas a constituirse en nueva fuerza hegemónica que, en lugar de dirigir la orientación política al Oeste (al Atlántico), pretendía encauzarla hacia el Este (a los Urales); todo a cuenta de restarle fuerza a EEUU, para agenciársela ellos.
La gran coartada (la gran mascarada) exhibida ahora por la Vieja Europa en la escenificación que ha seguido a la guerra de Irak se llama «multilateralismo». Y, más en concreto, la apuesta, de nuevo «a todo o nada», por hacer de la ONU el bastión, el pretexto, con el que debilitar y aislar a EEUU. Un desafío antiamericano ciertamente muy peligroso, que puede suponer la definitiva paralización de dicho organismo en su conjunto, cuando todavía puede prestar servicios a la comunidad internacional (por ejemplo, en ayuda humanitaria; no pueden esperarse muchas más cosas, sinceramente).
Si ante esta perspectiva, la Vieja Europa, representada por la Santa Alianza de antiamericanismo, mercantilismo y neocolonialismo, sólo puede enarbolar la bandera de la Europa de la Solidaridad, de la Paz y de la ¡Ética!, la Nueva Europa, partidaria del mantenimiento y fortalecimiento de la cooperación con EEUU, del sostenimiento de la tradición aliada, de no jugar a competir con la «hiperpotencia», de involucrase en el mundo, de sostener el Occidente, en fin, está llamada a ser la conductora de la Europa del siglo XXI.
Notas
{1} Taurus, Madrid 2003.
{2} Robert Kagan, op. cit., pág. 15.
{3} Ibíd., pág. 40.
{4} Ibíd., pág. 37.
{5} Ibíd., pág. 57.
{6} Véase el último libro de Jean-François Revel, La obsesión antiamericana. Dinámica, causas e incongruencias, Urano, Madrid 2003.
{7} El uso que se está haciendo del nombre de Kant desde la última crisis de Irak supera desvergonzadamente todo uso público de la razón que pueda imaginarse. Para la mayoría de filósofos y expertos en la materia (y en la forma) que lo utilizan como ariete y principio de autoridad con los que negar legitimidad alguna al Gobierno norteamericano para actuar como actúa (en realidad, haga lo que haga), el planteamiento es irrevocable y de alto pensamiento: Kant es pacifista y bueno, mientras que Hobbes es belicista y malvado. Hay, con todo, quien se cree más listo que Kant y, como es el caso de J. Habermas, quita y pone legitimidad a las naciones según se ajusten o no a lo que él sostiene en sus teorías, desbordantes de normatividad por todos los costados. En un artículo reciente –publicado inicialmente en Frankfurter Allgemeine Zeitung (7 de abril de 2003; versión española, «¿Qué significa el derribo del monumento?», El País, 20 de mayo de 2003)– desarrolla una larga y prolija divagación para llegar a la siguiente conclusión: «No hay una alternativa con sentido al desarrollo cosmopolita de un derecho internacional que escuche por igual y recíprocamente las voces de todos los afectados.» (las cursivas son mías). Por supuesto, Habermas no explica cómo es posible fácticamente reunir todas las voces en el planeta en un mismo foro para que se comuniquen «recíprocamente» y se entiendan al mismo tiempo. Pero, esto no es necesario ni tiene importancia alguna, pues el filósofo alemán habla siempre de una comunidad ideal de comunicación, de modo que nunca podrá ser refutado de facto. ¡Así cualquiera!
{8} Para comprobar una de esas muestras explícitas, léase el articulo de Ignacio Sotelo, titulado ¿Ruptura en la política exterior? (El País, 29 de abril de 2003), analista otrora contenido y moderado, pero, en esta ocasión, tremendamente desbocado (será por efecto del sino de la izquierda que recorre estos tiempos).
{9} Ya intenté hace años desmontar esta imagen y sonido propagandistas en mi trabajo «América, Europa y otros planetas» (Nota crítica del libro de Vicente Verdú, El planeta americano), Daimon. Revista de Filosofía, Universidad de Murcia, nº 13, julio-diciembre 1996, págs. 169-174.
{10} Cf. Peter Sloterdijk, El desprecio de las masas. Ensayo sobre las luchas culturales en la sociedad moderna, Pre-Textos, Valencia 2002, pág. 50.
{11} Ibíd., pág. 47.
{12} Guy Debord, La sociedad del espectáculo, Pre-Textos, Valencia 1999, pág. 49.
{13} Cf. Jean-François Revel, La gran mascarada, Taurus, Madrid 2000: «En Francia, el antiamericanismo, tanto de derecha como de izquierda, empezó agudizándose como antiamericanismo económico antes de alcanzar cotas de delirio en la década 1990-2000 cuando los franceses descubrieron que Estados Unidos emergía de la guerra fría como única superpotencia.» (pág. 16).