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El Catoblepas, número 15, mayo 2003
  El Catoblepasnúmero 15 • mayo 2003 • página 11
polémica

Las razones de una crítica histórica:
Pío Moa y la intervención extranjera
en la Guerra Civil española indice de la polémica

Enrique Moradiellos García

Respuesta{*} al artículo publicado por Antonio Sánchez Martínez
en El Catoblepas, sobre los censores de Pío Moa y la Historia de España

En el número 14 (abril 2003) de esta misma revista digital El Catoblepas, bajo el título «Pío Moa, sus censores y la Historia de España», Antonio Sánchez Martínez ha asumido con insólito brío la ingrata tarea (a nuestro falible juicio) de defender los puntos de vista expuestos por Pío Moa en varias obras históricas publicadas en los últimos años: Los orígenes de la guerra civil española (Encuentro, Madrid 1999); Los personajes de la República vistos por ellos mismos (Encuentro, Madrid 2000); El derrumbe de la Segunda República y la guerra civil (Encuentro, Madrid 2001); y Los mitos de la guerra civil (La Esfera de los Libros, Madrid 2003). Como quiera que Antonio Sánchez Martínez tiene la bondad de citar en su artículo nuestras publicadas opiniones sobre la penúltima obra de Pío Moa, aunque sea muy crítica y sesgadamente (otra vez a nuestro leal saber y entender), nos sentimos obligados a responder a sus observaciones por respeto a su persona y a los potenciales lectores de la revista.

Podríamos aducir, además, otras cuatro razones de tanta o mayor importancia para acometer esta labor de replicante con verdadero interés y agrado: 1º) La temática objeto de polémica (grosso modo: las interpretaciones sobre la guerra civil y su lugar en la historia contemporánea de España) nos parece realmente importante desde un punto de vista historiográfico (no digamos ya cívico o meramente politico). 2º) El tema había sido ya objeto, por nuestra parte, de un cruce de cartas directo con el señor Moa en las páginas de la madrileña Revista de Libros (números 61, 65 y 66, correspondientes a los meses de enero, mayo y junio de 2002), con las limitaciones de espacio implícitas en ese medio y la consecuente abreviación de razones y argumentaciones que inevitablemente esterilizan toda polémica científico-humanística seria y rigurosa. 3º) El autor del artículo publicado en El Catoblepas, señor Sánchez Martínez, parece compartir con nosotros una profunda y genuina admiración intelectual por el profesor Gustavo Bueno y este inesperado factor común nos anima a confiar en que, al menos en este caso, las virtudes dialógicas de la palabra escrita y razonada no resulten vanas y puedan lograr el milagro de la «conversión» del oponente a los puntos de vista de quien suscribe. 4º) Por si fuera poco, last but not least, tanto la referencia crítica como la réplica obligada tienen como anfitrión a una revista que consideramos humildemente «nuestra propia casa» y una de cuyas múltiples virtudes es la de no poner límites estrictos y minúsculos a la extensión de la palabra razonada y escrita (digitalmente).

Como el artículo del señor Sánchez Martínez tenía la virtud de citar por extenso gran parte de lo que había sido nuestra primera reseña crítica sobre la obra de Pío Moa titulada El derrumbe de la Segunda República y la guerra civil, no trataremos ahora de reiterar las líneas fundamentales de la misma. Por el contrario, respondiendo a la amable invitación de nuestro severo crítico, entraremos inmediatamente en materia e iremos directamente al grano. Y, habida cuenta de nuestra modesta «especialización» (Ortega nos perdone esta nueva forma de barbarismo intelectual), esperamos que nos sea permitido que escojamos como campo y arena de prueba de la solidez o banalidad de nuestras críticas hacia Pío Moa una temática relevante y crucial: la intervención de potencias extranjeras en apoyo a uno u otro de los bandos contendientes en la guerra fratricida de 1936-1939 y su efecto sobre el curso y desenlace de la misma. En otras palabras: dejaremos de aludir a cuestiones «metodológicas» o de enunciar (y no desarrollar por falta de espacio) críticas genéricas o específicas «sustantivas» y nos centraremos en tratar a fondo (y sin temor a la extensión) un aspecto de la guerra civil española abordado en la obra citada de Pío Moa (aunque sea abordado erróneamente o precisamente por esto mismo).

Y excusamos extendernos en la sistemática omisión en esta réplica de toda referencia a los aspectos políticos y supuestamente «personales» inherentes o conexos con el asunto por mero principio de igualdad democrática: si el señor Moa tiene mayor o menor empatía por el Franquismo y su cabeza titular nosotros reconocemos que carecemos de ella en grados relevantes. También confesamos que los todavía habituales ejercicios de antifranquismo retrospectivo nos resultan de poco atractivo intelectual y de muy menguado valor cívico a la altura de los tiempos que corren. De igual modo, reconocemos nuestra humilde perplejidad ante las airadas denuncias de «censura» hacia la persona y obra del señor Moa. Vista la considerable tirada, excelente distribución y sostenida publicidad mediática que ha acompañado a cada uno de sus libros, y cotejada su entidad con la de otras publicaciones recientes y de temática análoga (las nuestras, pongamos por caso), más bien sentimos una sana envidia ante tal éxito logístico y empresarial. Y creemos tener cierta legitimidad para abrigar tal sentimiento, si se nos permite un pequeño desahogo personal. Al fin y al cabo, carente de tales ventajas logísticas y empresariales, uno de nuestros últimos trabajos (El reñidero de Europa. Las dimensiones internacionales de la guerra civil española, Península, Barcelona 2001), tuvo sin embargo la fortuna de permanecer tres semanas entre los libros de «no ficción» más vendidos en España en las Navidades del año de su publicación, según la lista del suplemento cultural del diario ABC. En cuanto al rechazo de diarios y revistas hacia las colaboraciones que uno mismo ofrece o demanda, incluyendo el pretendido derecho de réplica, ¿qué vamos a decir? Es práctica habitual y generalizada que casi todos los escritores en esos medios han tenido que experimentar y sufrir, empezando, desde luego, por quien esto suscribe. Airearla como si fuera un trato especial y singular no deja de ser un recurso retórico del género victimista que está fuera de lugar en una discusión sensata y razonada como la que pretendemos llevar a cabo en estas páginas y en esta revista. Y dicho todo esto, volvamos al asunto que nos ocupa.

Los términos del problema de la intervención extranjera en la guerra de España

Empecemos por establecer los términos constitutivos de esta faceta singular de la problemática general de la guerra civil según han sido desarrollados por el debate político (durante la propia guerra y en la postguerra) y por la controversia historiográfica (desde la década de los años sesenta y hasta la más reciente actualidad). Tanto los testigos y protagonistas de la época (fueran franquistas, republicanos o más o menos neutrales) como los historiadores y analistas posteriores (fueran más proclives a los primeros, a los segundos o a los terceros) han coincidido mayormente (casi diríamos: unánimemente) en este punto clave: esa intervención exterior, bajo la forma de envíos de armas, municiones y combatientes o mediante apoyo financiero, diplomático o logístico, fue un aspecto relevante del conflicto civil español y representó un factor de importancia tanto en su desarrollo efectivo como en su desenlace final.

Hasta aquí las unanimidades. Porque a partir de ese acuerdo de principio sobre la «importancia» o «relevancia» del tema, se abren los desacuerdos más patentes. Sobre todo por lo que respecta a cuatro cuestiones específicas y particulares. A saber: 1º) la génesis de dicha intervención (quién o quiénes fueron los primeros en intervenir, cuándo tomaron la decisión y cómo la llevaron a la práctica materialmente por vez primera); 2º) las motivaciones de dicha intervención (incluyendo su posible variación a lo largo del tiempo de duración del proceso bélico): razones de orden estratégico, de cálculo político, de interés económico, de carácter diplomático, de afinidad ideológica; de naturaleza clasista; &c.; 3º) la entidad de esa misma intervención (en cantidad, en calidad y en sus ritmos temporales de entrega y disposición): volumen de armamento remitido, número de efectivos humanos involucrados, cuantía de los préstamos y créditos otorgados, disponibilidad de las facilidades logísticas avanzadas y vigor del respaldo diplomático ofrecido; 4º) la transcendencia de esa intervención para el propio resultado de la guerra (la cuestión más compleja por ser la más valorativa y especulativa, en la medida en que significa ponderar hasta qué punto fue crucial y decisiva, o secundaria y accesoria, esa intervención en el resultado final: la victoria absoluta alcanzada por el bando franquista y la derrota total y sin paliativos cosechada por el bando republicano).

En esencia, y a sabiendas de que estamos reduciendo a simple esquema, a «tipo ideal», la complejidad de posiciones existentes, cabría decir que todas ellas se organizan sobre la base de dos alternativas básicas y virtualmente antagónicas.

Para la mayor parte de los protagonistas republicanos (como para una gran parte de historiadores pro-republicanos), la respuesta a las cuatro cuestiones señaladas iría en esta línea: la decidida intervención alemana e italiana (y, en menor medida, portuguesa) en favor de los militares sublevados en España fue inmediata (quizá incluso anterior al propio inicio de la misma) y se produjo mucho antes de que pudiera materializarse la escasa y espasmódica ayuda francesa, mexicana o soviética a la República; tuvo unas motivaciones estratégicas y políticas muy definidas (favorecer sus respectivos planes expansionistas, aunque se cubriera, a efectos de propaganda, de un barniz anticomunista respetable para la opinión conservadora internacional y particularmente anglo-francesa); adquirió una entidad inconmensurablemente mayor, en cantidad, en calidad y en oportunidad temporal, de la que caracterizó a la ayuda externa lograda por el gobierno republicano; y tuvo un impacto transcendente y crucial en la derrota militar absoluta del bando republicano y en la victoria sin condiciones lograda por sus enemigos.

No sería difícil señalar a los testigos que sostienen, en mayor o menor medida, todos y cada uno de los términos señalados de esta interpretación «canónica» y «republicana». A título de mero ejemplo, baste recordar las opiniones expresadas por el presidente de la República, Manuel Azaña, en el exilio francés y pocos meses antes de su muerte en 1940. Por lo que hace a la génesis de la intervención italo-germana, Azaña estaba convencido de que había antecedido a la frustrada ayuda francesa y que «no ha sido recurso improvisado» (pensando, sin duda, en los documentos descubiertos en el consulado germano en Barcelona que revelaban los contactos de agentes nazis y conjurados españoles con anterioridad al inicio de la guerra). En relación a su motivación, no tenía dudas de que «la carta española» era «parte de un plan mucho más vasto, que no se acaba con la transformación del régimen político español» (porque implicaba el dominio de Europa por las potencias del Eje y el sometimiento de la entente franco-británica). Referente a su entidad, el presidente opinaba que «su peso en las operaciones (militares) ha sido naturalmente decisivo» (aunque su mayor efecto «se realizó en el terreno diplomático») y no dudaba que había sido de mayor calidad, cantidad y oportunidad que la asistencia recibida por la República de la Unión Soviética: «durante todo el curso de la guerra, la afluencia de material comprado en la URSS ha sido siempre lenta, problemática y nunca suficiente para las necesidades del ejército. La gran distancia, los riesgos de navegación por el Mediterráneo, las barreras levantadas por la no-intervención, impedían, por de pronto, un abastecimiento regular». En definitiva, Azaña estimaba que el contexto internacional había sido crucial y determinante en el desenlace de la guerra civil porque «la política de intimidación del Eje» (con su intervención armada en favor de Franco), combinada con «la política de no-intervención» (fachada de la retracción anglo-francesa ante la suerte del gobierno republicano), habían resultado «desastrosas para la República» y «de ahí le vinieron los mayores daños».{1}

La alternativa antagónica a esta línea interpretativa enunciada fue formulada por el bando franquista durante la guerra y ha tenido notables pero decrecientes partidarios en el ámbito historiográfico. Su respuesta a las cuatro cuestiones enunciadas se vertebraría de la siguiente forma: la pequeña intervención inicial italo-germana fue posterior a la asistencia previa francesa a la República (en gran medida respondiendo a la misma) y su intensificación fue una réplica al comienzo del arribo de la ayuda directa soviética; sus motivaciones fueron genuinamente anticomunistas (dada la preocupación de ambas potencias ante la posibilidad de un nuevo Estado bolchevique en Europa occidental) y careció de vinculación originaria o fundamental con los respectivos programas expansionistas del Tercer Reich o del régimen fascista; su entidad, tanto en volumen como en calidad o en regularidad, no fue mayor, e incluso fue ligeramente inferior, a la que recibió la República de procedencia francesa, soviética, mexicana o checoslovaca; y su contribución al curso y desenlace de la guerra fue secundaria y en ningún caso vital dado que ambas ayudas externas se habían neutralizado mutuamente en virtud de su equiparación y práctica igualdad en todos los planos.

Para poner nombre y rostro a esta línea interpretativa «tradicionalista» y «franquista», nada mejor que recordar las opiniones privadas y públicas del propio general Franco y de su alto mando militar. A tenor de las confesiones del Caudillo a su primo y secretario militar, la ayuda italo-germana había sido una respuesta a su petición de auxilio en vista de la «disposición» de Francia y de la Unión Soviética en favor de la República: «El Führer no intervino para nada en la preparación del Alzamiento, y si a los pocos días se decidió a ayudarnos fue por haberlo pedido yo, como tú sabes, como también lo pedí a Mussolini, al ver que Francia y Rusia estaban dispuestas a ayudar a los rojos con una enormidad de material de guerra, tanto en el aire como terrestre». Para el Estado Mayor Central del Ejército eran claros y transparentes los motivos de esa intervención nazi-fascista a favor del bando sublevado: «(estaban) interesadas en que nuestra Patria no se convirtiera en una sucursal de la Unión Soviética» (si bien Franco, en la intimidad, daría credibilidad a la idea de que «a Hitler le moviese más la política antifrancesa que el deseo de ayudarnos», lo que no le parecía denunciable dado que «el occidente hizo todo lo posible para que perdiéramos la guerra y la ganase el mundo comunista»). En cuanto a la entidad de esa asistencia material, el Estado Mayor enfatizaba que había respondido a la necesidad de contrarrestar la contraria («la descarada intervención a favor del bando rojo (...) obligó al mando nacional a solicitar una ayuda más cuantiosa de la que hasta entonces habían prestado las potencias totalitarias») y descartaba que pudiera equipararse a la recibida por el bando enemigo: «Pero esta ayuda extranjera recibida por los nacionales no alcanzó el volumen de la que obtuvieron sus adversarios, y no fue pagada, como lo hicieron éstos, con una total sumisión a las consignas de fuera». Y por lo que hace a su transcendencia, se considera que fue secundaria en virtud de su pequeña entidad (Franco: «el número de voluntarios extranjeros no llega al 5% de nuestras tropas») o del hecho de que, pese al mayor volumen de la ayuda recibida por el enemigo, otros factores internos inclinaban la balanza en favor del bando propio: «De no ser por la ayuda de los aliados al bando contrario, la guerra no hubiese durado un mes, la hubiéramos ganado nosotros, que teníamos más moral, mejores mandos y representábamos al Ejército español con toda su tradición» (Franco).{2}

La persistencia de estas dos líneas interpretativas (la «canónica republicana» y la «tradicionalista franquista») sobre el tema en el ámbito historiográfico actual apenas admite dudas razonables. Pero puestos a cumplir debidamente los deberes para no ser acusados gratuitamente de tergiversador o cosas peores, prudentemente nos inclinamos a citar dos testimonios suficientemente probatorios. El primero, bien representativo del sector historiográfico más afin a la causa republicana, procede del hispanista norteamericano Gabriel Jackson, autor de uno de los primeros y más afamados libros genéricos sobre el conflicto aparecidos en la década de los años sesenta del recién terminado siglo XX. Estas son sus palabras sintéticas sobre el tema de la intervención exterior en la contienda:

Las diversas formas de intervención extranjera fueron de importancia crucial para el curso de la guerra. (...) Fuera de España siempre ha sido axiomático que la victoria de los nacionales se debió en gran medida a la ayuda extranjera. Pero el régimen de Franco, durante los cuarenta años de monopolio de la censura en el país, cultivó el mito de que un levantamiento patriótico popular había liberado a España del comunismo internacional. En esa mitología, la Unión Soviética, las Brigadas Internacionales y el gobierno del Frente Popular de Léon Blum (en Francia) fueron las únicas fuerzas de intervención extranjera de importancia. Italia, Alemania y Portugal eran simpatizantes, pero prestaron más apoyo moral que material a la causa nacionalista. En cuanto a la contribución de los capitalistas ingleses y americanos, ni una sola palabra. Pero sólo teniendo en cuenta la abrumadora ayuda militar, financiera y diplomática prestada al general Franco cabe comprender la serie casi ininterrumpida de victorias nacionalistas, las expresiones de indignación contenidas en los discursos pronunciados por el presidente Azaña durante la guerra, el «pesimismo» del ministro de Defensa, Prieto, la política de resistencia encarnada por Negrín, y la constante invocación del derecho internacional y aun de los intereses egoístas por parte tanto del presidente como del Jefe del Gobierno en 1937. Todas las decisiones técnicas adoptadas por la Sociedad de Naciones y todas las declaraciones del Comité de No Intervención obedecían a los mismos fines, a saber, despojar a la República de sus derechos como gobierno legítimo y disimular la ayuda prestada a los nacionales.{3}

El segundo testimonio proviene de un prolífico historiador español afín a la causa franquista y que tuvo un innegable protagonismo en el remozamiento de la historiografía oficial sobre la guerra civil como funcionario del Ministerio de Información y Turismo durante el decenio de los años sesenta citado (en calidad de director de la «Sección de Estudios de la Guerra de España»). El juicio de Ricardo de la Cierva y Hoces sobre el tema de la intervención extranjera es como sigue:

Las potencias, entonces en trance de reordenación hegemónica, aplicaron al conflicto español la regla habitual en los conflictos localizados durante este siglo: la aportación equilibrada de ayuda a cada uno de los bandos. La intervención extranjera, invocada y conseguida simultáneamente por cada uno de los bandos, resultó relativamente contrapesada. Los países fascistas, Italia y Alemania, ayudaron a la España de Franco; la Unión Soviética y los gobiernos izquierdistas de Francia y Méjico favorecieron a la República. Las aportaciones humanas y materiales a favor de la República se adelantaron durante la fase decisiva de la intervención (el año 1936) a las recibidas por el bando nacional, y las superaron netamente en calidad aunque no en rendimiento, por el espíritu de desidia, desorganización y absurdo derroche que reinaba en el bando del Gobierno. Atribuir la derrota de la España republicana a falta de medios es prolongar históricamente las excusas de la ineptitud y el derroche republicano. Claro que éste es otro de los acreditados puntos de la mitología vencida.{4}

La inexistente novedad de la aportación mítica o infundada de Pío Moa

Y tras este largo pero necesario introito, llegamos así al tema central de todo este artículo: ¿qué papel cumple y desempeña la obra de Pío Moa en esa dilatada polémica político-historiográfica sobre el perfil y carácter de la intervención extranjera en la guerra civil española? Pues dicho simple y llanamente: un papel muy limitado y secundario de publicista divulgador. Y ello por las razones y motivos que señalábamos en la primera reseña de su obra y que tanto parecen haber molestado al interesado, primero, y a su rendido admirador, después.

De hecho, creemos que en este punto particular se concretan a la perfección las limitaciones y carencias que nos atrevíamos a señalar en aquella reseña: reproducción acrítica de las líneas argumentales de la propaganda original franquista y de la historiografía más afecta al régimen; radicalización maniquea de las tesis apuntadas y formuladas por autores declaradamente franquistas o genéricamente conservadores; ausencia de pruebas documentales o soportes archivísticos que avalen o corroboren los juicios y razonamientos expuestos; parcialidad en el uso y cita de la producción historiográfica especializada y disponible; desconocimiento manifiesto o simple repudio y omisión de obras e investigaciones descartadas a priori por razones inexplicadas o ligadas a preferencias y antipatías político-ideológicas; &c.

Y dicho todo lo anterior sin mengua de nuestro reiterado reconocimiento a la efectividad publicística del estilo discursivo del autor, cuyas cualidades retóricas, tan rotundas como tronantes (en la mejor pose del enfant terrible y «políticamente incorrecto»), probablemente están en la base de una gran parte de su éxito mediático y mercantil entre un amplio sector del público lector de obras históricas en España. Aunque sólo sea por el lamentable funcionamiento de esa especie de «ley de Gresham» intelectual que también está en el origen, permítasenos la comparación, del amplio curso y circulación de obras filosóficas más que menores sobre los efectos histórico-culturales de la televisión en comparación con la producción más reciente del profesor Gustavo Bueno sobre la materia.

Enunciada las carencias «metodológicas» y de otro tipo que sustentaban nuestro juicio negativo sobre la obra de Pío Moa, procede ahora demostrar hic et nunc, punto por punto, esta valoración. Y a fin de ser justo con el autor criticado y no caer en el fácil expediente de acusar sin probar, nos permitiremos seguir un procedimiento consagrado académicamente para ejercer esta tarea crítica: primero la lectio y sólo luego la comentatio y disputatio. En consecuencia, trataremos primero de re-exponer literalmente (en la medida de lo posible) lo que su obra reseñada (recuérdese: El derrumbe de la Segunda República y la guerra civil) dice sobre las cuatro cuestiones básicas del asunto: génesis, motivos, entidad y transcendencia de la intervención de potencias extranjeras en la contienda fratricida española. Y sólo después de esta tarea inicial de re-exposición, ipsissima verba, nos ocuparemos de contrastar sus juicios y opiniones con el conocimiento acumulado por la historiografía especializada en el tema y con las fuentes documentales, archivísticas o de otro tipo, disponibles sobre el particular. En el cotejo y contraste entre esos juicios y opiniones y esas tesis y pruebas materiales podrá verse la validez y pertinencia de nuestra negativa evaluación sobre el señor Moa en calidad de historiador y publicista riguroso y veraz. Y como quiera que la labor será larga y prolija, añadamos que esta forma de exposición crítica se atendrá por riguroso orden a cada una de las cuatro cuestiones básicas enunciadas, para que la razón histórica constructiva pueda explorar su propia virtualidad catártica con la mayor potencia y operatividad (y para mayor legibilidad del conjunto, también hay que confesarlo). Dejemos, en fin, que hablen los textos y comencemos el trabajo de crítica historiográfica.

Primera cuestión: la génesis de la intervención extranjera

En el tema de la génesis de la intervención de potencias extranjeras en la contienda desatada por la sublevación militar del 17 de julio de 1936, Pío Moa es «tradicionalista» y «franquista», sin asomo de ironía ni propósito de sarcasmo: en el estricto sentido de asumir, compartir y reflejar la versión tradicional del bando franquista sobre el particular más arriba enunciada y perfilada.

En su primera referencia al asunto (página 358), afirma con sustancial veracidad: «Tanto el gobierno como los rebeldes se apresuraron, simultáneamente, a buscar armas en el exterior. Madrid probó en Francia y Alemania, con éxito en la primera y fracaso en la segunda. Los rebeldes tuvieron éxito en Alemania e Italia, poca suerte en Inglaterra y rechazo en Francia; también encontraron ayuda en Lisboa» (advertimos que, salvo mención contraria, los subrayados son siempre nuestros). Como veremos, el único y grave reparo consiste en equiparar el «éxito» de los rebeldes en Alemania e Italia con el «éxito» de la República en Francia, por razones y pruebas documentales que veremos muy pronto. También es veraz su reconocimiento de la habitual falsedad de imputar precedencias temporales a unos u otros: «Hoy está claro que el mismo día, 19 de julio, empezaron unos y otros». Y aquí aparece una práctica habitual del señor Moa muy poco apreciada por el gremio de historiadores: esas afirmaciones, en este caso mayormente veraces, están desprovistas de la pertinente nota a pie de página para revelar sus fuentes informativas, sean libros genéricos, monografías específicas, documentos de archivo inéditos o impresos, testimonios de protagonistas, &c. Cuando menos, se concederá que esta desidia en la expresión y referenciación de las «autoridades» o «fuentes informativas» es una carencia «metodológica» reprochable en general y, aún más, en asuntos polémicos u oscuros. No en vano, nos permitimos recordar que desde los debates exegéticos en tiempos de la Reforma entre católicos y protestantes (el cardenal César Baronio y los autores de las Centurias de Magdeburgo), es práctica consagrada el uso de notas marginales para dar la referencia exacta y localización explícita de todos los documentos u obras citadas, utilizadas o reproducidas en el texto principal (sobre todo si son claves para la argumentación).

La siguiente referencia al asunto (página 365) es ya una reproducción literal de la idea franquista de que la ayuda francesa (tanto la decisión como la materialización) fue anterior a la ayuda italo-germana: «A fines de julio (de 1936) llegaron a ambos bandos las primeras remesas (de suministros extranjeros), algo antes las francesas al Frente Popular». E inmediatamente, aclarada la primacía gala y la consecuente reacción italo-germana, la tercera referencia al tema declara que ya en su génesis, la intervención extranjera estuvo sustancialmente equilibrada: «A principios de agosto (de 1936) los dos países (Italia y Alemania) habían comprometido tanto material como Francia: 21 aviones de combate italianos y 26 alemanes, en su mayor parte de transporte, frente a 50 cazas y bombarderos franceses» (pág. 366). Subrayamos esta afirmación de virtual equilibrio (47 aviones para Franco, 50 para la República: gana ésta y los recibió primero) porque alude a un tema crucial que volveremos a tocar de inmediato y en detalle. Y también nos permitimos remarcar que dicha afirmación (definitoria de muchas cosas por activa y por pasiva: ¿acaso los aviones italianos y alemanes no eran también cazas y bombarderos, como los franceses? ¿por qué calificar «de transporte» a los bombarderos J52?), también se presenta desprovista de nota a pie de página informativa de su procedencia. De todos modos, aventuramos una fuente: el ex-combatiente franquista e historiador militar Jesús Salas Larrazábal, autor de La guerra de España desde el aire (Ariel, Barcelona 1969) y de Intervención extranjera en la guerra de España (Editora Nacional, Madrid 1974); o quizá su reputado hermano, igualmente ex-combatiente e historiador militar, Ramón Salas Larrazábal, responsable de Los datos exactos de la guerra civil (Rioduero, Madrid 1980).

Expuestas las afirmaciones de Pío Moa sobre la cuestión, ha llegado el momento de demostrar su rotunda falsedad y error, sin duda alguna razonable en términos historiográficos (esto es: documentales y probatorios). Tanto por lo que respecta a la supuesta primacía temporal de la ayuda francesa frente a la italo-germana como por lo que hace a la supuesta equiparación de volumen de ambos envíos de armas (particularmente de aviones, los elementos bélicos más relevantes, más fáciles de contar, más difíciles de ocultar y por eso mismo mejor estudiados documentalmente). Vayamos por partes.

Para empezar, el señor Moa se equivoca y yerra al señalar el volumen de la ayuda en aviones de combate prestada por Italia y Alemania a principios de agosto de 1936. Para entonces no eran 21 italianos y 26 alemanes. Eran bastantes más. ¿Cómo lo sabemos con tanta certeza y seguridad? Porque una gran parte de la pertinente documentación de los archivos diplomáticos y militares de la Italia fascista y de la Alemania nazi fue capturada por los ejércitos aliados anglo-norteamericanos en 1944-1945, fue utilizada por sus fiscales para la preparación de los juicios de Nuremberg y posteriormente fue publicada (en largas series impresas: Documents on German Foreign Policy, a cargo de las potencias ocupantes de Alemania; Documenti Diplomatici Italiani, a cargo de la nueva República Italiana) o abierta a la consulta de los investigadores en la década de los años cincuenta y sesenta. Se trata, en el caso alemán, del Archivo Político del Ministerio de Negocios Extranjeros (Berlín), Archivos Militares (Friburgo) y Archivo Secreto del Estado (Berlín). En el italiano, se trata de sendos archivos romanos: el Archivio Centrale dello Stato (que incorpora, por ejemplo, la Segreteria Particolare del Duce) y el Archivio Storico del Ministero degli Affari Esteri (que custodia el «Ufficio Spagna», organismo creado para la gestión y control de la intervención italiana en la guerra civil española).

Tomando como base informativa la documentación interna citada de los organismos estatales de Italia y Alemania, es posible decir con plena certeza que las cifras avanzadas por Pío Moa son equivocadas. Así lo han demostrado historiadores tan diversos como John Coverdale (La intervención fascista en la guerra civil española, Alianza, Madrid 1979; edición original inglesa de 1975); Raymond L. Proctor (Hitler's Luftwaffe in the Spanish Civil War, Greenwood Press, Westport, Conn. 1983); Ismael Saz Campos (Mussolini contra la Segunda República. Hostilidad, conspiración, intervención, Institució Valenciana d'Estudis i Investigació, Valencia 1986); o Angel Viñas (Franco, Hitler y el estallido de la guerra civil. Antecedentes y consecuencias, Alianza, Madrid 2002; primera y segunda edición de 1975 y 1977).

Por ejemplo, la cifra de 21 aviones italianos «a principios de agosto de 1936» no se sostiene de ningún modo y es abiertamente desmentida por los cómputos elaborados en el «Ufficio Spagna» y en los ministerios militares italianos. El primer envío de material aeronáutico (incluyendo bombas y otras armas) por parte de Italia fueron 12 aviones de bombardeo Savoia-Marchetti (S81) que partieron de Cerdeña hacia el Marruecos español el 30 de julio de 1936.{5} A esa primera docena (de la cual sólo llegaron 9 por estrellarse los tres restantes en territorio africano francés) habría que añadir otros 27 cazas remitidos el día 7 de agosto (junto con 5 tanques, 40 ametralladoras y 12 cañones, amén de municiones y gasolina).{6} Con lo que se alcanza la cifra total de 39 aviones de combate remitidos (36 efectivamente llegados) a principios de agosto de 1936: casi el doble de la cifra apuntada por Moa. Así lo demuestra un informe interno para el Duce elaborado por el «Ufficio Spagna» el 28 de agosto, que Coverdale reproduce literalmente y en cuadro en la página 107 de su obra: «Material bélico italiano enviado a España: Bombardeos, 12; Cazas, 27; tanquetas, 5; cañones antiaéreos, 12; ametralladoras, 40». Y teniendo en cuenta que ese cómputo no incluye 3 hidroaviones enviados directamente a Mallorca el 13 de agosto ni otros 6 cazas remitidos a igual destino el 19 de agosto.{7} Si se sumaran todos estos envíos, la cifra de aviones remitida por Mussolini a Franco antes de cumplirse el mes del inicio de la guerra civil ascendería a 48 aparatos (una cifra mayor que el total de 45 aviones avanzado por Moa para el conjunto de la ayuda italo-germana).

Si la cifra de 21 aviones italianos está equivocada y seriamente infracuantificada, otro tanto cabe decir de la cifra de 26 aviones alemanes. El primer envío de material aerónautico (con su tripulación, equipamiento y armamento) remitido por Hitler a Franco tuvo lugar el 29 de julio de 1936 y consistió en 20 aviones de bombardeo Junker 52 (Ju52) y 6 aviones de caza Heinkel 51 (He51).{8} Hasta ahí la cifra de Pío Moa es correcta. Pero si computamos el mes de agosto (como él hace, aunque fuera su primera mitad), deberíamos incluir otros 6 cazas He51 y 2 bombarderos Ju52 solicitados «en los primeros días de agosto» por Franco y remitidos el 14 del mismo mes.{9} En total, la ayuda aeronáutica germana a menos de un mes del inicio de la guerra había alcanzado la cifra total de 34 aparatos. Y una semana antes de terminar el mes de agosto se había incrementado de nuevo con la remisión de otros 7 aparatos (según informaron los alemanes al «Ufficio Spagna» y consta en el documento ya citado reproducido por Coverdale en pág. 107). En total: 41 aparatos alemanes, una cifra muy superior a la avanzada por el señor Moa.

En resumen: antes de finalizar el mes de agosto de 1936, Franco había recibido 48 aviones de combate procedentes de Italia y 41 de Alemania, lo que hace un total de 89 aparatos. Reconozcamos que es una cifra bastante superior a los 47 aparatos italo-germanos recogidos por Pío Moa. Y también bastante superior a la cincuentena que consigna como envíos aeronáuticos de Francia a la República en ese mismo período. Por sí misma, la cifra de 89 aparatos permitiría impugnar rotundamente la consecuente afirmación de que ambas intervenciones tuvieron idéntico o similar volumen y se contrarrestaron y equilibraron mutuamente (en palabras del autor: «los dos países habían comprometido tanto material como Francia».

Aparte de esta verdad histórica probada y demostrada, hay algo más y de mucho mayor calado: la cifra de 50 aviones remitidos por Francia a la República hasta agosto de 1936 es totalmente falsa y equivocada. Pasemos a probarlo documentalmente sobre la base de la documentación procedente de los archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores de Francia (París), de los archivos militares franceses (Tolouse y París), de los archivos departamentales fronterizos con España y de los archivos de las compañías aeronáuticas francesas. Los historiadores que se han ocupado de este tema sobre esa base documental primaria, fiable y originaria son varios (Juan Avilés Farré y David W. Pike, a título de ejemplo){10}, pero destaca sobre todo un autor muy injustamente despreciado por Pío Moa (aunque muy dignamente considerado por el general Ramón Salas Larrazábal): Gerald Howson, autor de dos estudios canónicos por su rigor expositivo y documental, Aircraft of the Spanish Civil War (Putnam, Londres 1990) y Armas para España. La historia no contada de la guerra civil (Península, Barcelona 2000; edición original inglesa, 1998).

Es bien conocido el proceso abierto por la primera demanda de ayuda militar remitida por el gobierno español a su homólogo francés, presidido por el socialista Léon Blum e integrado por una coalición de socialistas y radicales (con apoyo parlamentario ocasional de los comunistas): el 21 de julio de 1936 se acepta reservadamente la petición; el 25, en vista de la tormenta política desatada en Francia por las derechas y tras comprobar la censura del aliado británico, el gobierno frentepopulista francés rescinde su decisión y decide «no intervenir» en el conflicto español; tras la llegada de noticias fidedignas de la intervención italiana (dos de los S81 se estrellan en territorio colonial francés en Marruecos y Argelia; el otro en aguas cercanas), el gobierno revoca su decisión no-intervencionista y deja abierta la posibilidad de vender armas a la República; el 8 de agosto, en atención al recrudecimiento de la agitación interior y de la firme oposición británica a secundarle, el gobierno francés reitera su voluntad de «no intervenir» y propone a todas las potencias europeas la firma de un Acuerdo de No-Intervención en España (un pacto de embargo colectivo de armas y municiones con destino a ambos bandos contendientes); el 15 de agosto Francia y Gran Bretaña suscriben el acuerdo y todos los restantes gobiernos europeos se adhieren al mismo antes de finalizar el mes y toman parte en el Comité de supervisión de dicho acuerdo establecido en Londres.

La importancia de esta secuencia histórica no es poca. El 25 de julio el gobierno frentepopulista de Francia decide, por mera impotencia, «no intervenir» en España (es decir: retirar al gobierno republicano su derecho reconocido a comprar armas en el país, como era práctica habitual, equiparándolo de facto con los militares insurgentes en el ámbito clave del suministro de pertrechos bélicos). Ese mismo día, en Alemania, Hitler decidía atender en secreto la demanda de ayuda militar remitida por Franco intuyendo o sabiendo que Francia ha renunciado a su primera intención, que Gran Bretaña ha expresado su voluntad neutralista y su apenas encubierta hostilidad antirrepublicana y que la Unión Soviética no manifestaba signos de interés prioritario por la cuestión española y procuraba secundar las iniciativas francesas. Y ese mismo día 25, en Italia, con información detallada sobre lo que sucedía en París, Londres, Berlín y Moscú, Mussolini empieza a considerar seriamente una respuesta positiva a la petición de ayuda de Franco (que contestará definitivamente apenas dos días después).

La secuencia histórica descrita permite extraer dos conclusiones seriamente graves y lesivas para la interpretación franquista tradicional reactualizada por Pío Moa: desmiente que hubiera un período de «iniciativa» intervencionista militar francesa (como subraya en título de capítulo Jesús Salas Larrazábal en Intervención extranjera en la guerra de España, por ejemplo); y demuestra que «Hitler se adelantó a otros potenciales intervinientes».{11} Y no sólo eso: la investigación histórica desmiente igualmente que hubiera habido envíos militares franceses, generales tanto como aeronáuticos, antes del 25 de julio e incluso antes del 7 de agosto de 1936. En otras palabras: no hay ni rastro de los famosos 50 aviones remitidos por el gobierno francés a la República antes de esa fecha. Lo que hay es otra cosa. Permítasenos citar por extenso el relato de Howson:

Ningún avión, francés o de cualquier otra nacionalidad, llegó a la zona republicana antes del 7 u 8 de agosto (de 1936). Todos los servicios aéreos con destino a España habían quedado suspendidos en la madrugada del 18 de julio, y los únicos aviones que cruzaron la frontera entre esa fecha y el 8 de agosto fueron los Douglas DC-2 de la LAPE (Línea Aéra Postal Española), que transportaron el oro a París los días 25, 26 y 30 de julio (regresando inmediatamente), los solitarios aviones postales franceses, a los que se había permitido mantener el servicio dos veces al día entre Toulouse y Barcelona, y cuatro o cinco viejos aeroplanos Latécoère de 28 pasajeros sacados del depósito con objeto de evacuar de Barcelona y Alicante a ciudadanos franceses, a partir del 28 de julio. En la época nadie dijo esto en voz alta, los desmentidos oficiales fueron tachados de maniobras de encubrimiento y tomó cuerpo el bulo de que entre veinte y cincuenta «aviones militares» franceses se habían entregado a los republicanos antes del 9 de agosto de 1936.{12}

¿Quiere esto decir que no hubo ayuda francesa, aeronáutica o de otro tipo, a la República antes del 7 de agosto? Así es: la supuesta partida de aviones carece de toda confirmación documental en archivos franceses, públicos o privados («la policía y el cuerpo de aduanas franceses vigilaron de cerca el tránsito por la frontera española de Cataluña durante el verano y otoño de 1936»), en tanto que la pretendida remesa de armas embarcada en el puerto de Marsella en el mercante Ciudad de Tarragona no tuvo lugar, como supo el gobierno italiano a través de su cónsul en la ciudad.{13}

¿Quiere esto decir que no hubo ayuda francesa en todo el mes de agosto? No. La ayuda francesa empezó a materializarse a partir del 7 y 8 de agosto, justo después de conocerse fehacientemente que Italia estaba enviando aviones de combate a Franco y en vísperas de la decisión gubernamental de replegarse en la No Intervención multilateral. Y consistió en 13 aviones de caza Dewoitine (D372) y 6 bombarderos Potez 54. Con una particularidad notable que contrastaba con las remesas italo-germanas al enemigo: los aviones tuvieron que ser pagados en efectivo y a precios muy elevados (esto es: no a crédito, como era el caso italo-germano) y fueron entregados desarmados, sin acompañamiento de pilotos y técnicos de mantenimiento y sin mínimo equipamiento para armas (miras, dispositivos de disparo, portabombas.{14}

¿Hay más pruebas (al margen de la documentación francesa) que avalen esa limitación de los envíos militares galos a la República y que demuestren más allá de toda duda razonable la falsedad de la prioridad intervencionista francesa y su entidad de volumen similar o superior a la de ayuda italo-germana? Sí: la propia documentación interna de los insurgentes militares españoles. Un documento reservado elaborado por el Ministerio de Asuntos Exteriores del general Franco para conocimiento del propio ministro (general Gómez-Jordana), obra de autor anónimo y sin fecha precisa (pero de julio de 1938 por razones evidentes), permite concluir que no hubo suministros militares franceses a la República antes del 8 de agosto y que su volumen fue modesto y limitado. Bajo el título Intervención francesa en España, dice en las primeras líneas de texto:

Al principio de la guerra civil española la intervención por parte de Francia en favor de la España roja, no se manifestó inmediatamente porque no era previsible el alcance del Movimiento. (...) Después de dos o tres meses [esto es: entre la segunda mitad de septiembre y la segunda mitad de octubre de 1936] apareció evidente que el Gobierno se veía envuelto en una verdadera guerra, y entonces comenzó a realizarse la intervención de Francia, solicitada por Madrid y por los Partidos extremos del Frente Popular francés, en favor de la España roja. Tal intervención asume en breve proporciones imponentes que culminaron en el verano de 1937 y se mantuvieron en la misma medida elevada durante un año, esto es hasta finales de julio del corriente año (1938).{15}

Omitimos extendernos demasiado en la glosa de este documento. Todas sus referencias cronológicas coinciden con lo conocido a través de fuentes documentales oficiales francesas: no hubo envíos militares antes del 7 u 8 de agosto y éstos fueron de poca importancia; al principio del otoño de 1936, una vez demostrada la continuidad de la intervención italo-germana pese a la firma del Acuerdo de No Intervención, el gobierno de Blum comenzó a practicar la «no-intervención relajada» (la autorización para el paso de contrabando de armas y municiones compradas por la República en diversos lugares y transportados a través de la frontera pirenaica); el período de mayor permisividad se produjo durante el verano de 1937 (con ocasión de la crisis diplomática de aquella coyuntura, permitiendo el inicio de las primeras ofensivas militares republicanas en Brunete y Belchite); y en el crítico mes de junio de 1938 tuvo lugar el cierre definitivo de la frontera francesa al paso de armamento (clausurando entonces la única vía de comunicación terrestre de la asediada República).

¿Qué queda después de todo este despliegue textual necesariamente largo y quizá hasta cansino? La demostración (hasta donde resulta humanamente posible) de la falsedad y error de las afirmaciones tradicionales franquistas recogidas y recuperadas por Pío Moa: la intervención francesa no precedió a la italo-germana y tampoco tuvo su misma entidad en volumen y calidad durante esos primeros meses cruciales del conflicto. Todo lo contrario, cabe afirmar sin temor a duda historiográfica. De hecho, hasta el comienzo de la vital ayuda militar soviética (a principios de octubre de 1936, como hemos de ver), la ayuda recibida por Franco de Italia y Alemania superó mucho a la recibida por la República de otras procedencias. Otra vez Howson resulta inexcusable:

Con respecto a los aviones (adquiridos por la República en el extranjero), ahora es posible calcular su número (con un escaso margen de error de dos o tres: veintiséis aviones militares franceses modernos sin armas ni medios para instalarlas; dieciséis aeroplanos civiles franceses, en su mayoría viejos y o bien aviones de pasajeros pequeños o bien entrenadores; y catorce aeroplanos civiles procedentes de Gran Bretaña, de los que sólo los cuatro De Havilland Dragon, lentos y prácticamente sin defensas, podían utilizarse durante breve tiempo como bombarderos ligeros en situaciones que no hubiera oposición. Finalmente, había cuatro aviones militares, desde hacía tiempo inservibles y bastante vetustos que, aunque hubieran sido entregado armados –que no fue precisamente el caso–, no habrían servido para ningún fin militar.{16}

Permítasenos recapitular: a la altura de principios de octubre de 1936 la República había conseguido importar esos 60 aparatos descritos por Howson. Y permítasenos contrastar: esos 60 aparatos en su mitad civiles y desarmados seguían siendo inferiores (en número y calidad) a la cifra de 89 aviones de combate militar (con su equipo y tripulación) que Italia y Alemania habían aportado al general Franco hasta la última semana de agosto de 1936. Dejamos de lado los suministros italo-germanos llegados entre esa fecha y finales de septiembre porque la comparación habla ya por sí misma y no necesita más comentarios. Aunque quizá sí: en clara contradicción con estos cálculos historiográficos avalados documentalmente, Pío Moa sentencia en pág. 367:

A fines de ese mes (septiembre de 1936) Franco había recibido 141 aviones, y 102 el gobierno. La diferencia numérica, no grande, aumentaba en lo cualitativo, pues los rebeldes usaban más racionalmente su fuerza aérea.

Cierta la primera afirmación: a 3 de septiembre de 1936 Franco había recibido 141 aviones de Alemania (73 aparatos) y de Italia (56 aparatos). Lo corrobora Gerald Howson en Aircraft of the Spanish Civil War (pág. 27). Pero ese mismo autor, como hemos visto, desmiente radicalmente que hubieran llegado 102 aviones del extranjero y reduce la cifra a menos de la mitad: un máximo de 60. ¿Que queda entonces de ese juicio de que no era «grande» la diferencia cuantitativa? Dejamos por imposible replicar al insólito comentario último sobre la dimensión «cualitativa» por razones evidentes, puesto que parece que la tal calidad ya no se aplica a los propios aparatos, su nivel técnico y su equipamiento (lo que permitiría discutir el tema), sino a la destreza operativa e inteligencia estratégica del mando aéreo (lo que no deja de ser irrelevante dada la diferencia entre unos efectivos y otros a esas alturas iniciales de la guerra, aunque sólo fuera porque los pilotos alemanes e italianos eran combatientes regulares y experimentados).

Segunda cuestión: las motivaciones de las potencias intervencionistas

Pasando de la génesis de la intervención a las motivaciones de las grandes potencias intervencionistas, Pío Moa también aparece sustancialmente como un «tradicionalista» y «franquista» en el sentido literal (de reproductor de la tesis interpretativa tradicional franquista sin apenas variación o novedad). No pretendemos que esto sea un juicio moral o «personal», como ya hemos advertido. Pretendemos que describa acertadamente lo que pasamos a probar.

Por lo que respecta a los motivos de Francia para intervenir inicialmente y luego retirarse a prestar una ayuda «bajo cuerda», el señor Moa (páginas 365-366) alude a las razones de afinidad política y legalidad jurídica para la primera decisión («el argumento del Frente Popular hispano como régimen democrático, internacionalmente reconocido y con derecho a adquirir armas para defenderse de una agresión fascista») y a las razones de estabilidad política interna y seguridad diplomática para el segundo curso («pronto hubo Blum de tomar cautelas ante el escándalo de un sector de su país, inquieto por el riesgo de conflicto con Alemania. (...) Además estaba el temor al contagio revolucionario»). Con una feliz novedad en el tema: por fin aparece una nota al pie que informa de las «autoridades» y «fuentes informativas» que avalan ese juicio. Nada menos que Arnold J. Toynbee y su obra Survey of International Affairs. The International Repercussions of the Spanish Civil War (Royal Institute of International Affairs, Londres 1937) y Jesús Salas Larrazábal (Intervención extranjera en la guerra de España, de 1974).

Nada que objetar en esencia a esa afirmación sobre las motivaciones de Francia y sólo lamentar que no se utilicen otros trabajos posteriores a los citados (y basados en novedosas e inéditas fuentes internas oficiales francesas) que hubieran servido para matizar algunas cuestiones, actualizar algunas perspectivas y quizá para subrayar la genuina preocupación político-estratégica (y no sólo ideológica o doctrinaria) imperante en los círculos gubernamentales: José María Borrás Llop (Francia ante la guerra civil, Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid 1981); Jaime Martínez Parrilla (Las fuerzas armadas francesas ante la guerra civil española, Ejército, Madrid 1987); y, como editores, Jean Sagnes y Sylvie Caucanas (Les Français et la guerre d'Espagne, Université de Perpignan, Perpiñán 1990).

En la ponderación de las razones de la rápida intervención italo-germana, Pío Moa es más escueto en su argumentación pero tan drástico y rotundo como acostumbra a serlo: «Al Duce, como a Hitler, esta guerra le ofrecía la ocasión de probar su material y sus tácticas de combate y de ganar un aliado estratégico». Sin olvidar mención, para el caso germano, del interés económico por las materias primas españolas (págs. 351-352). No es un retrato completamente errado, pero altera de forma notable el peso respectivo de cada factor concurrente, en la medida en que subraya equivocadamente la preponderancia de cálculos de orden logístico-militar o de interés económico (para Alemania), en detrimento de las siempre prioritarias e inicialmente exclusivas razones político-estratégicas. Vayamos por partes.

Como quiera que la apoyatura bibliográfica utilizada por Pío Moa es, por decirlo así, muy parca y poco actualizada, esa percepción errónea sobre los motivos de la temprana decisión tomada por Hitler y Mussolini para intervenir en ayuda de los militares insurgentes españoles no resulta del todo sorprendente. Probablemente, si hubiera dedicado más atención al estudio de los trabajos de Angel Viñas, John Coverdale e Ismael Saz ya citados (amén del estudio de Robert L. Whealey, Hitler and Spain. The Nazi Role in the Spanish Civil War, Kentucky University Press, Lexington 1989), quizá hubiera matizado y alterado su redacción. O si, sencillamente, hubiera examinado los artículos de Denis Smyth («Reacción refleja: Alemania y el comienzo de la guerra civil española»); Walther L. Bernecker («La intervención alemana en la guerra civil»; Ismael Saz («El fracaso del éxito: Italia en la guerra de España»; y Paul Preston («La aventura española de Mussolini: del riesgo limitado a la guerra abierta»).{17}

Todos estos autores, siguiendo la estela de investigadores alemanes e italianos previos (como Renzo de Felice, Manfred Merkes, Hans-Henning Abendroth, MacGreogr Knox, Gerhard L. Weinberg o Wolfgang Schieder), estiman como determinantes de esa decisión del Führer y del Duce las consideraciones de orden político-estratégico. A su fundado y ampliamente documentado juicio, ambos estimaron que el rápido envío a Marruecos de una ayuda aérea militar limitada y encubierta (en principio) podría dar la victoria a Franco y alterar a bajo coste y riesgo el equilibrio estratégico europeo-occidental, en la medida en que un régimen democrático y pro-francés (como era la República, y todavía más si se convertía en satélite revolucionario y pro-soviético) sería sustituido por otro afín al Tercer Reich y a la Italia fascista o, como mínimo, por otro régimen estrictamente neutral, favoreciendo así la viabilidad de los respectivos planes expansionistas en Europa central y en el Mediterráneo.

Además, tanto Hitler como Mussolini apreciaron certeramente la ventajosa oportunidad diplomática que hacía viable su arriesgada apuesta: habida cuenta del amago de revolución social perceptible en la retaguardia republicana, siempre cabía presentar esa ayuda ante los atemorizados gobernantes franceses y británicos como una desinteresada contribución al aplastamiento del comunismo en el otro extremo del continente europeo, apaciguando sus recelos por la acción alemana e italiana con una justificación ideológica tan conveniente como encomiable. Una estimación esta última avalada por la estricta neutralidad adoptada por el gobierno conservador británico desde el principio, tan determinada por su prevención antirrevolucionaria como por su compromiso con una política de apaciguamiento de Italia y Alemania destinada a evitar a casi cualquier precio una nueva guerra general en el continente.

La prioridad de esas razones de cálculo político-estratégico sobre cualesquiera otras (siempre secundarias y complementarias) quedan confirmadas por un documento sumamente revelador: las instrucciones que el propio Führer impartiría a su embajador ante Franco, general Wilhelm Faupel, en noviembre de 1936. A tenor de las mismas, el militar devenido en diplomático recibió órdenes tan claras como tajantes:

Su misión consiste única y exclusivamente en evitar que, una vez concluida la guerra, la política exterior española resulte influida por París, Londres o Moscú, de modo que, en el enfrentamiento definitivo para una nueva estructuración de Europa –que ha de llegar, no cabe duda–, España no se encuentre del lado de los enemigos de Alemania, sino, a ser posible, de sus aliados.{18}

Y lo mismo valdría para el caso de Mussolini, según puede comprobarse en un instructivo despacho remitido a Berlín por el embajador alemán en Roma, a finales de diciembre de 1936. En el mismo, el experimentado diplomático exponía certeramente esas prioridades político-estratégicas y daba cuenta y razón de la acordada precedencia de Italia sobre Alemania en la política de asistencia a los insurgentes españoles:

Los intereses de Alemania e Italia en el problema español coinciden en la medida de que ambos países pretenden evitar una victoria del bolchevismo en España o Cataluña. Sin embargo, mientras que Alemania no persigue ningún objetivo diplomático inmediato en España al margen de éste, los esfuerzos de Roma se dirigen sin ninguna duda a lograr que España se acomode a su política mediterránea o, al menos, a evitar la cooperación política entre España y el bloque de Francia e Inglaterra. Los medios utilizados para este fin son: apoyo inmediato a Franco; asentamiento en las islas Baleares que previsiblemente no será retirado voluntariamente a menos que se instale en España un gobierno central favorable a Italia; compromiso político de Franco con Italia; y estrecho vínculo entre el fascismo y el nuevo sistema político establecido en España (...) Nosotros debemos considerar como deseable la creación en el sur de Francia de un factor que, libre del bolchevismo y de la hegemonía de las potencias occidentales y por el contrario en alianza con Italia, sirva para hacer reflexionar a los franceses y a los británicos. Un factor que se oponga al tránsito de tropas francesas desde Africa y que tome en plena consideración nuestras necesidades en el ámbito económico.{19}

Más detallado es el análisis de Pío Moa sobre los motivos de la intervención soviética en apoyo a la República, si bien igualmente «tradicionalista» y «franquista». En la página 352 de su obra se encuentra un resumen de las razones de la actitud de las grandes potencias que incluye como último término a la Unión Soviética:

En síntesis, el interés de las potencias fascistas en el conflicto español estaba en aprovecharlo como campo de experiencia bélica y para ampliar su esfera de influencia, aunque de manera limitada; el de las democracias, en mantenerlo aislado y asegurar que la influencia germano-italiana en España no saliese de lo controlable; y el de la URSS, en darle el mayor relieve y extenderlo por el oeste europeo.

Dicho en otras palabras: Pío Moa sostiene lo que hemos denominado en otra ocasión la «hipótesis del pérfido Stalin»{20}, que «intentaba ganar tiempo y desviar el conflicto hacia occidente, sin excluir por ello el pacto con Hitler» (págs. 287-288 ) A tenor de esta versión dominante en círculos tradicionales franquistas y en otros de índole anticomunista, la conducta de Stalin en España en relación con la República debe ser considerada como una tentativa calculada para fomentar la revolución social en Europa mediante la creación de un estado satélite en la Península Ibérica y la provocación de una guerra general en el continente. Y, por supuesto, esta versión se opone a la alternativa «hipótesis del honesto Stalin», favorecida por sectores pro-republicanos y progresistas, que entendería esa política soviética como un intento de sostenimiento de un régimen democrático en oposición al expansionismo del Eje italo-germano y con la esperanza de forjar una alianza con las democracias occidentales en defensa de la seguridad colectiva y la paz.

Hasta hace poco tiempo, el grave problema para tratar de resolver las contradicciones entre ambas hipótesis radicaba en un hecho historiográficamente relevante: mientras que el análisis de las motivaciones franco-británicas o italo-germanas se hizo factible con la apertura de sus archivos oficiales a partir de 1945, en el caso soviético la disponibilidad documental no fue posible hasta la desintegración de la URSS en 1991. Desde entonces, la apertura gradual e intermitente de tres grandes repositorios ha permitido cambiar sustancialmente el panorama: el Archivo Militar del Estado Ruso; el Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores de la Federación Rusa y el Centro Ruso de Conservación y Estudio de la Documentación de Historia Contemporánea (que custodia los fondos de la Internacional Comunista).

Lo que resulta más chocante del trabajo de Moa es que prescinde de casi cualquier referencia a las investigaciones de autores que han examinado esos nuevos fondos o son reputados especialistas en el tema: Jonathan Haslam (The Soviet Union and the Struggle for Collective Security in Europe, 1933-1940, Macmillan, Londres 1984); Geoffrey Roberts (The Soviet Union and the Origins of the Second World War, Macmillan, Londres 1995); Ronald Radosh, Mary R. Habeck y Grigory Sevostianov (autores conjuntos de España traicionada. Stalin y la guerra civil, Planeta, Barcelona 2002; edición original inglesa, 2001). Sobre todo teniendo en cuenta que, aparte del carácter monográfico del estudio de Radosh y su equipo, los otros dos han abordado el tema de la intervención soviética en España en artículos relevantes: J. Haslam, «The Soviet Union, the Comintern and the Demise of the Popular Front»; y G. Roberts, «Soviet Foreign Policy and the Spanish Civil War».{21} Dejamos fuera de la lista a otros tres autores que han utilizado esos archivos y son citados por Pío Moa pero que más que utilizados son maltratados y despreciados: el ya presentado Howson (véanse las págs. 518-519 para corroborar el grado de desprecio) y Marta Bizcarrondo y Antonio Elorza, autores de Queridos camaradas. La Internacional Comunista y España, 1919-1939, Planeta, Barcelona 2000 (como ejemplo de trato despectivo hacia ambos, véase pág. 288).

Si Pío Moa hubiera ampliado sus fuentes informativas y hubiera prestado mínima atención a esta ya abundante producción bibliográfica, habría podido señalar que el profundo giro de la política soviética en España (pasando de la «simpatía platónica» y distante a la intervención directa y armada) se produjo durante la primera quincena de septiembre de 1936. En particular, que la decisión de intervenir la tomó personalmente Stalin (¿quién si no?) el 14 de septiembre y que dos días después ya estaba en funcionamiento la «operación X» a cargo de oficiales de la NKVD (Comisariado del Pueblo del Interior) y el GRU (Servicio de inteligencia militar), como ha demostrado claramente el trabajo de Gerald Howson (cap. 17 de Armas para España). También habría podido indicar que la primera remesa marítima de envíos bélicos soviéticos zarpó el 26 de septiembre de 1936 de Crimea y arribó a Cartagena el 4 de octubre de ese mismo año. Y respecto a los motivos de Stalin para arriesgarse a dar ese paso y abandonar la cautelosa política de no-intervención oficialmente adoptada desde el principio de la guerra, no hubiera dejado de ser instructiva la inclusión del siguiente documento publicado por Elorza y Bizcarrondo (pág. 460) procedente del Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores de Rusia. Se trata de las instrucciones que el titular de dicho ministerio, Maxim Litvinov, redactó a principios de septiembre de 1936 para conocimiento y uso del nuevo embajador soviético en Madrid, Marcel Rosenberg (subrayados nuestros):

Hemos discutido en reiteradas ocasiones el problema de la ayuda al gobierno español después de su partida, pero hemos llegado a la conclusión de que no era posible enviar nada desde aquí (...). Nuestro apoyo proporcionaría a Alemania e Italia el pretexto para organizar una invasión abierta y un abastecimiento de tal volumen que nos sería imposible igualarlo (...). No obstante, si se probara que pese a la declaración de No Intervención se sigue prestando apoyo a los sublevados, entonces podríamos cambiar nuestra decisión.

Como quiera que todos estos datos y otros similares no son considerados ni tenidos en cuenta, Pío Moa sigue aferrado a la omnipresente idea de que Stalin pretendía con su ayuda a la República forzar a la postre un enfrentamiento armado entre las democracias y el Eje para estimular la revolución social en Europa. Y tal idea, en ese formato rotundo y perfecto y exclusivo, queda desmentida por varios episodios de la conducta soviética en España, sin que por ello sea obligada la admisión, igualmente en formato rotundo, perfecto y excluyente, de la alternativa del honesto Stalin. Resulta más instructivo y fructífero atender a los varios motivos (concurrentes o divergentes) que fueron operando en la formulación de la respuesta de Stalin a la crisis española, siempre bajo el imperio de esa omnipresente preocupación político-estratégica por la seguridad del régimen soviético y sus expuestas fronteras (muy vulnerables ante un potencial ataque conjunto germano-japonés con la tácita aquiescencia franco-británica).

Por ejemplo, cabe disentir de la visión tradicional franquista a la vista del documento 55 que incluyen Radosh y su equipo en su estudio: la tajante prohibición de Stalin para que «los aviones bombardeen buques italianos y alemanes» (pág. 335). Era ésta una reacción notablemente moderada y «contrarrevolucionaria», en vista de la oportunidad para desencadenar un conflicto general que planteó Hitler a finales de mayo de 1937 con su decisión de bombardear impunemente Almería en represalia por el previo hundimiento del acorazado Deutschland en el puerto de Palma (origen de la dilatada crisis diplomática del verano de 1937, ya aludida anteriormente).

Por las mismas razones de evidencia documental, cabe disentir de la idea de que Stalin no tuvo en cuenta cálculos tradicionales de gran potencia, de orden básicamente estratégico (y desprovistos de carga «subversiva» oculta), a la hora de decidir enfrentarse al Eje italo-germano en España. Al menos tal parece ser el sentido de un informe del vicejefe del servicio secreto militar soviético de principios del año 1937 en el que su autor (el comandante Anatoly Nikonov) afirmaba:

Una victoria de los fascistas en España puede crear las condiciones para reforzar la agresividad de todos los Estados fascistas; en primer lugar y ante todo, de la Alemania hitleriana, profundizando extraordinariamente el peligro de guerra en Europa, en especial de un ataque de Alemania contra Checoslovaquia y otros países democráticos y de una guerra contrarrevolucionaria contra la URSS.{22}

No parecen estos argumentos tan lejanos a los apuntados por algunos de los sostenedores de aspectos parciales de la hipótesis del honesto Stalin, al fin y al cabo. Recuérdese a este respecto la conclusión alcanzada por Denis Smyth en su artículo «Estamos con vosotros: solidaridad y egoísmo en la política soviética hacia la España republicana, 1936-1939»:

La intervención de Stalin en la guerra civil española no se debió a un resurgir del internacionalismo revolucionario en la política exterior soviética. Al contrario, la injerencia soviética en el conflicto civil español tenía como objetivo consolidar y quizás incluso completar con una alianza militar, el acercamiento de Moscú a las potencias occidentales frente a la común amenaza del nazismo.{23}

Admitamos que sobre este punto el grado de certeza alcanzado por la historiografía especializada no es tan elevado y categórico como en los otros planos de la cuestión (y todavía es menor que la práctica certeza absoluta que se ha alcanzado en torno a la primera cuestión aquí estudiada de la génesis de la intervención extranjera). En todo caso, hoy no cabe seguir reproduciendo las periclitadas versiones tradicionales franquistas centradas en la perfidia intrínseca de las motivaciones soviéticas y su inalterada persistencia a lo largo de casi tres años de hostilidades. Sería tan absurdo como conceder crédito completo a la idílica imagen de motivos de solidaridad y generosidad fraternal dibujada en el retrato ofrecido por la obra dirigida por Dolores Ibárri y otros dirigentes comunistas.{24} Y ya no está el horno para bollos de esa estirpe y condición, simple y llanamente.

Tercera cuestión: la entidad de la intervención extranjera

Aunque una parte de esta temática (la entidad de la primera ayuda en el verano de 1936) ya ha sido tratada en el epígrafe referido a la génesis de la intervención, se hace preciso recuperarla aquí en sus proporciones globales y referentes al conjunto de la guerra. Porque, qué duda cabe, importa mucho determinar el volumen y la calidad de la respectiva ayuda extranjera recibida por el bando republicano y el bando franquista.

En su reactualización de las tesis «tradicionales» y «franquistas», Pío Moa no deja lugar a dudas. Ya en el propio prólogo advierte (pág. 15) que «los envíos (de la URSS) prácticamente equilibraron los de sus contrarios». Y, más adelante, al abordar el inicio de la intervención militar soviética «a finales de septiembre» (recordemos la precisión de que fue a principios de octubre de 1936), vuelve a la carga al señalar en la página 387: «la guerra iba a experimentar un brusco giro, con una intervención soviética muy superior a la de Alemania, Italia y Francia». Por si fuera poco, dos páginas después de esa afirmación, sentencia contra toda evidencia (como ya hemos visto): «Moscú justificó su masiva transgresión del acuerdo de No Intervención alegando las vulneraciones italianas y alemanas (exceptuó las francesas), pese a que éstas no alteraban el balance de fuerzas». Y continúa en la página 401 subrayando que la «masiva» intervención soviética fue la más importante y la que realmente cambió la naturaleza de la participación extranjera en la guerra: «A mediados de octubre, la URSS había enviado ya 56 aviones, que variaban radicalmente el balance de fuerzas aéreo no sólo en cantidad sino, lo que es más importante, en calidad». La lógica consecuencia no tarda en ser expuesta: Franco solicitó de Alemania e Italia los refuerzos para contener esa «masividad y calidad de su intervención (soviética)» (pág. 407) y ambas potencias respondieron afirmativamente para replicar a la acción de Stalin. Dice Pío Moa en pág. 406: «Franco admitió el aflujo masivo de extranjeros para compensar a las brigadas internacionales».

Toda la construcción narrativa de Pío Moa induce a creer una falsedad notoria: que el equilibrio existente entre la ayuda material respectiva en septiembre de 1936 fue roto masivamente por el arribo de ayuda de la URSS y este fenómeno obligó a las potencias del Eje (ahora ya pueden ser llamadas así, desde octubre de 1936) a replicar y contener esa deriva y a restablecer el equilibrio. Algo bien conocido. Pero falaz por completo. Vayamos por partes por que el tema lo merece.

Excusamos reiterar que a la altura de finales de septiembre de 1936 no existía tal «equilibrio» de apoyos militares entre republicanos y franquistas. Como hemos visto en su momento, a fecha de 3 de septiembre de 1936 Franco había recibido 141 aviones de combate procedentes de Alemania (73 aparatos) y de Italia (56 aparatos), mientras que la República había logrado importar 60 aparatos de diversa procedencia y en su mitad civiles y desarmados. El inicio del arribo de la ayuda soviética no rompió un equilibrio masivamente sino que trató de establecerlo por primera vez. Y su impacto en el frente de batalla fue casi inmediato, como es bien sabido, lo que induce graves dudas sobre la supuesta irrelevancia de los suministros militares en la marcha de las operaciones bélicas.

¿Qué volumen cuantitativo tuvo esa llegada «masiva» de armamento soviético? Podemos saberlo a ciencia cierta gracias a los registros de envíos mantenidos por el Ejército soviético y a los informes proporcionados por éste al mariscal Voroshilov, comisario de Defensa, y al propio Stalin. Estos fondos están custodiados en el «fondo Voroshilov» del Archivo Militar del Estado Ruso. Los datos estadísticos de uno de sus más importantes informes, el final y global, fueron publicados por extenso por Gerald Howson en Armas para España (págs. 382-418).

A tenor de los informes militares soviéticos podemos desmentir la afirmación de Pío Moa de que «a mediados de octubre de 1936 la URSS había enviado ya 56 aviones». Para esa fecha sólo habían llegado 10 aviones de bombardeo Tupolev SB en un mercante arribado el día 15. Cuatro días más tarde llegarían otros 10 aviones idénticos por igual vía. Y el día 21 llegaría otra decena. Sólo el día 28 llegaría un nuevo transporte con 25 cazas Polikarpov I-15. En total, a finales del mes de octubre, los aviones remitidos desde la URSS habían alcanzado la cifra de 55 aparatos (uno menos de los apuntados por Pío Moa para una quincena antes). Pretender, por tanto, que esos aparatos «desequilibraron» la situación en beneficio republicano es más que inexacto: es una impostura indefendible e injustificable en el plano historiográfico. En todo caso, habría que decir que «equilibraron» (relativamente) la situación aérea y pusieron coto (por algún tiempo) al dominio indisputado del aire que habían disfrutado los franquistas gracias al volumen y calidad de la ayuda aeronáutica italo-germana. Esa es la cruda verdad de la cuestión, probada documentalmente más allá de toda duda razonable. Salvo, claro está, que sostengamos la hipótesis absurda de que los servicios militares soviéticos redactaban registros internos de envíos falsos, quizá para engañar a sus superiores o a la posterioridad, como si esa opción hubiera sido posible o necesaria en un régimen totalitario como el soviético bajo Stalin.

Por si fuera poco, esa sospechosa y abusiva concentración de Pío Moa en los términos cuantitativos de los envíos militares soviéticos de octubre de 1936 se compadece mal con la falta de atención similar a los términos cuantitativos de la supuesta «réplica» obligada de Alemania e Italia al desafío de Stalin. Y lo cierto es que la respuesta germana e italiana superó con mucho, en cantidad sino en calidad (lo que también parece cierto), las remesas soviéticas. De hecho, aunque apenas aparece mencionado en la obra de Pío Moa (una breve referencia sin cuantificación en pág. 406), entre el 6 y el 18 de noviembre de 1936 Hitler envió a España un total de 92 aviones de combate con más de 3.800 pilotos y técnicos de mantenimientos en seis mercantes, en cumplimiento de una decisión tomada a más tardar el 29 de octubre. En pocas semanas, la nueva unidad aérea llegaría a contar con una fuerza regular de 140 aviones permanentes a los que asistían un batallón de 48 tanques y otro de 60 cañones antiaéreos, a la par que sus efectivos alcanzaban los 5.600 hombres.{25}

Mussolini no se quedó a la zaga de Hitler. A lo largo de todo el mes de diciembre de 1936 y hasta los primeros días de enero de 1937 remitió a España un auténtico cuerpo de ejército expedicionario: el Corpo di Truppe Volontarie (que Pío Moa apenas menciona en la pág. 406 para decir que llegó a «equipararse en número a los brigadistas en febrero, y luego superarlos»). Fue algo más: hasta el día de fin de año de 1936 habían llegado a España 10.064 hombres (de la Milicia y del Ejército) y su número llegaría a su cumbre máxima a mediados de febrero de 1937 con 48.823 efectivos. El volumen de material militar remitido con esas huestes no quedó atrás. Según los informes internos del «Ufficio Spagna», a 1 de diciembre de 1936 Italia había remitido a Franco 118 aviones de combate militar. Según la misma fuente, absolutamente digna de crédito y no desmentida sino corroborada por fuentes germanas paralelas, en esa misma fecha Alemania había remitido 162 aparatos.{26}

En otras palabras: la masiva (aquí sí procede el adjetivo) intervención militar italo-germana en favor de Franco (completada por la medida diplomática del reconocimiento de iure, el 18 de noviembre de 1936), marcó un verdadero punto de no retorno en la intervención extranjera en la guerra civil. Lo percibió así incluso un observador neutral e indiferente hacia la causa republicana como era Anthony Eden, secretario del Foreign Office. En informe reservado para sus colegas del gobierno británico afirmaba el 8 de enero de 1937:

La guerra civil ha dejado de ser un asunto interno español y se ha convertido en un campo de batalla internacional. El carácter del futuro gobierno de España es ahora menos importante para la paz de Europa que el hecho de que los dictadores no obtengan la victoria en ese país. La extensión y naturaleza de la intervención ahora practicada por Alemania e Italia revelan al mundo que su objetivo es garantizar la victoria de Franco tanto si lo quieren los españoles como si no. (...) Es cierto que también han cruzado la frontera francesa voluntarios en número considerable [alusión a las Brigadas Internacionales]. Pero son de una categoría diferente. No están organizados, no tienen experiencia militar, y en su gran mayoría no están armados ni equipados. (...) Si no detenemos la interferencia alemana en España, no habrá ocasión para que las influencias moderadoras en Alemania puedan contener cualquier tendencia agresiva similar en cualquiera de los otros tres focos de peligro (Memel, Danzig y Checoslovaquia). Por tanto, tengo la convicción de que, a menos que exijamos un alto en España, tendremos problemas este año en uno u otro de los focos señalados.{27}

Eden estaba en lo cierto, como demostraría el curso de los acontecimientos en Europa central en los meses y años venideros. Pero el gobierno británico no secundó ni entonces ni más tarde sus recomendaciones, seducido por la ilusión de preservar la paz europea al precio de su tolerancia furtiva hacia la intervención germano-italiana en España.

En todo caso, lo importante para el conflicto español es que la masiva intervención italo-germana fraguada en torno a las navidades de 1936-1937 por segunda vez volvió a romper (aquí también procede el verbo) de manera ya irreversible el precario equilibrio logrado tras la arribada de la ayuda militar soviética, dado que esa reactivación de los envíos italo-germanos adoptó un patrón de medida, proporción y regularidad que no pudo (y no quiso) ser compensado por las ulteriores remesas soviéticas (ya lo había advertido Litvinov en agosto: «un abastecimiento de tal volumen que nos sería imposible igualarlo»). ¿Por qué? Primero por la limitada capacidad de la industria bélica soviética y por las dificultades logísticas para dichos envíos: «la distancia que nos separa de España hace muy difícil la posibilidad de prestar cualquier forma de ayuda militar» (así razonaba internamente la diplomacia soviética en agosto de 1936).{28} Y segundo, porque había razones de orden político-estratégico supremas que impelían a la cautela y a la evitación de la guerra por razones de seguridad del régimen soviético y de sus expuestas fronteras europeas y asiáticas. El propio Stalin se lo dijo en varias ocasiones al embajador republicano en Moscú, como transmitió el doctor Pascua al presidente Azaña en el verano de 1937:

Terminantemente, (Stalin) le reitera que aquí (en Moscú) no persiguen ningún propósito político especial. España, según ellos, no está propicia al comunismo, ni preparada para adoptarlo, y menos para imponérselo, ni aunque lo adoptara o se lo impusieran podría durar, rodeado de países de régimen burgués, hostiles. Pretenden impedir, oponiéndose al triunfo de Italia y de Alemania, que el poder o la situación militar de Francia se debilite. (...) El Gobierno ruso tiene un interés primordial en mantener la paz. Sabe de sobra que la guerra pondría en grave peligro al régimen comunista. Necesitan años todavía para consolidarlo. Incluso en el orden militar están lejos de haber logrado sus propósitos. Escuadra, apenas tienen, y se proponen construirla. La aviación es excelente, según se prueba en España. El ejército de tierra es numeroso, disciplinado y al parecer bien instruido. Pero no bien dotado en todas las clases de material. (...) Gran interés en no tropezar con Inglaterra.{29}

En función de esos límites férreos de la ayuda soviética, desde la primavera de 1937 (con el inicio de la campaña franquista del norte) y hasta el arranque de la ofensiva de Cataluña que iba a desembocar en el desplome militar de marzo de 1939, la República libró una guerra a la defensiva (base del paradójico lema negrinista: «Resistir es vencer»), siempre con problemas de abastecimiento militar suficiente y regular, dependiendo enteramente de la espasmódica llegada de armamento soviético y sin conseguir otras fuentes seguras y constantes de suministro militar alternativo (sea de procedencia francesa, checa, mexicana o cualquier otra).

Por esas mismas razones resulta inexplicable leer en la página 428 de la obra de Pío Moa lo siguiente: «Los nacionales (en abril de 1937) conservaban una superioridad cualitativa, pero mucho menos acusada que en el período anterior, mientras que la ventaja material y técnica seguía del lado populista». Lo primero podría admitirse aclarando en qué consiste esa «superioridad cualitativa»; lo segundo es completamente inadmisible por infundado y contrario a la realidad históricamente probada. Todavía resulta más inexplicable, además de contrario a toda evidencia, que el autor se empeñe en sostener que ese básico equilibrio se mantuvo durante el resto de la contienda y fue característico del conjunto de la guerra (pág. 521): «en la carrera por los suministros los nacionales resolvieron con mayor habilidad sus problemas y obtuvieron, con muchos menos recursos, una cantidad de armas comparable a la de sus enemigos».

No podemos más que disentir de ese juicio arbitrario e fehacientemente demostrable como falso. El desequilibrio de recursos y medios de combate fue una constante y, desde luego, se acentuó hasta extremos angustiosos desde el verano de 1937. Por eso, en el plano aeronáutico, pudo llegarse a un desequilibrio notable que Gerald Howson ha cuantificado con márgenes de error inclusos:

Puede afirmarse que los republicanos tuvieron disponible durante la guerra civil una fuerza aérea de combate efectiva de entre 950 y 1.060 aparatos, de los cuales 676 (o como máximo 753) procedían de la Unión Soviética. En el mismo período, los nacionalistas dispusieron de una fuerza de combate aérea efectiva de 1.429-1539 aparatos, de los cuales 1.321-1.431 procedían de Alemania e Italia.{30}

Para corroborar el acierto básico de ese cómputo y para demostrar la falta de «equilibrio» entre las aeronáuticas combatientes, quizá sea oportuno reproducir un informe del servicio secreto militar británico realizado en el verano de 1939 (procede del archivo de los Jefes de Estado Mayor del Reino Unido y está custodiado en el Public Record Office de Londres bajo la signatura archivística CAB 54/6). Ofrece una comparación entre ambas fuerzas armadas muy fidedigna y subraya que la entidad numérica humana de ambos ejércitos enfrentados era básicamente equiparable, aunque su capacidad de actuación y sus recursos y fuentes de suministro fueran muy distintos y desequilibrados. Merece la pena reproducir su evaluación literalmente. Con una previa advertencia: las cifras de aviones de agosto de 1936 reflejan la división operada en la flota aérea española tras el estallido de la guerra, apenas computan todavía las aportaciones extranjeras y básicamente concuerdan con los cálculos historiográficos posteriores («quedaron con el Gobierno algo más de los dos tercios», según Ramón Salas Larrazábal, Los datos exactos de la guerra civil, pág. 79):

a) Las fuerzas republicanas crecieron desde un total de 100.000 ó 150.000 en agosto de 1936 hasta cerca de 600.000 ó 700.000 en diciembre de 1938.
b) Las fuerzas nacionalistas, incluyendo los contingentes italianos y alemanes, se elevaron desde cerca de 50.000 ó 60.000 en agosto de 1936 hasta cerca de 600.000 ó 700.000 en diciembre de 1938.
Aviación en España (incluyendo la de potencias extranjeras. Todos los tipos)

 RepublicanosNacionalistas
Agosto de 1936160120
Septiembre de 1937215455
Noviembre de 1938250662

La fuerza aérea nacionalista consistía en: a) fuerza área española, utilizando personal español y material italiano y germano; b) la «Aviazione Legionaria» italiana; y c) la «Legión Cóndor» alemana. Ambas últimas son realmente contingentes «regulares».
La aviación republicana en sus etapas iniciales consistía en: a) la fuerza aérea republicana española, compuesta por personal español y extranjero y material ruso y francés; y b) los escuadrones rusos. En 1938 el material nuevo era principalmente ruso pero el personal ruso había sido en gran medida reemplazado por españoles.

El resultado de esa desproporción y falta de «equilibrio», que llegó a ser patente e incontestable durante la ofensiva final sobre Cataluña (inaugurada por Franco el 23 de diciembre de 1938), puede ser demostrada por informes internos de esta misma procedencia oficial (la más neutral en toda la guerra, como reconocerían todas las cancillerías europeas y los propios contendientes españoles). De hecho, a finales de enero de 1939. el representante diplomático británico ante la República comunicaría confidencialmente a su gobierno las razones del colapso de la resistencia republicana que preludiaba su derrota definitiva:

La situación militar era muy grave. La escasez de material bélico era enorme. La artillería estaba reducida a menos de doce cañones por división y éstos estaban desgastados por el uso constante. En aviación, la inferioridad del gobierno era aproximadamente de un avión por cada seis enemigos. No tenían siquiera suficientes ametralladoras.{31}

Abandonando ya la evaluación del número de armas y aviones, debemos ocuparnos, siquiera brevemente, de la ponderación del volumen de los efectivos humanos de origen extranjero que tomaron parte en la guerra. A este respecto, Pío Moa escribe en la página 348:

Expresión de la emocionalidad ideológica fue también el aflujo de gentes de muy diversas naciones y orígenes, desde obreros a intelectuales, para alistarse en España. La Comintern aprovecharía esas emociones para formar, con decenas de miles de voluntarios, las famosas Brigadas Internacionales. Los rebeldes admitirían unos pocos millares de portugueses, irlandeses y otros, aparte de unidades militares italianas y alemanas, más o menos voluntarias. La URSS iba a mandar fervorosos asesores y tropas especiales.

El párrafo es antológico por lo que dice y por cómo lo dice: «decenas de miles» frente a «unos pocos millares», «aparte» italianos y alemanes y con la presencia de «fervorosos» (los otros no parecen serlo) asesores soviéticos como «tropas especiales» (las otras parecen ser «del montón»). Recuerda mucho a aquel polémico libro de Andreas Hillgruber titulado La destrucción del Tercer Reich y el final de la judería europea, publicado en Berlín en el año 1986. En el mismo, el verbo «destruir» (con toda su inevitable carga de ruina, terror y violencia intencionada) se aplicaba al desplome del Tercer Reich bajo el impacto de las armas aliadas, mientras el genocidio judío, nombrado en segundo lugar, quedaba denotado además por un neutro sustantivo («el final»), como si hubiera sido un proceso orgánico de extinción natural e involuntaria. En todo caso, en nota a pie de la página 516, Pío Moa aborda el tema con mayor seriedad cuantitativa:

Lucharon unos 70.000 italianos, 15.000 alemanes, y menos de un millar de portugueses y otros tantos irlandeses, en la zona nacional. Los brigadistas internacionales solían cifrarse en 35.000 aunque Jesús y Ramón Salas muestran convincentemente, a partir del número de bajas, que debieron de ser en torno al doble. (...) Los oficiales y especialistas rusos sumaron, oficialmente, unos 2.000, pero en realidad debieron de alcanzar una cifra cercana a la de los alemanes. (...) De los marroquíes, vinieron a España unos 70.000.

A tono con lo que ha sido siempre la versión «tradicional» y «franquista», Pío Moa infracuantifica sensiblemente el volumen de aquellos extranjeros que lucharon en el bando vencedor y sobredimensiona notoriamente el número de aquellos extranjeros que combatieron en el bando derrotado. Y, a estas alturas y con la información de que disponemos, no cabe excusa alguna para esta operación de desinformación gratuita, inconsciente, ingenua, interesada o sencillamente malévola. Al menos desde una perspectiva historiográfica. Vayamos por partes.

¿Por qué reitera Pío Moa la cifra de «unos 70.000 italianos» al evaluar el número de los milicianos y soldados remitidos por Mussolini para combatir con Franco? Hace ya mucho que sabemos su cifra exacta y total, sin género de dudas, porque procede el organismo italiano que gestionó su envío, estancia y repatriación: el «Ufficio Spagna» del Ministerio de Asuntos Exteriores de Italia. Además, la cifra total y sus pormenores fue publicada por John Coverdale ya en el año 1975 en inglés y en 1979 en español (un autor, por cierto, poco sospechoso y autor de una oficiosa biografía del fundador del Opus Dei, san José María Escrivá de Balaguer). A tenor de esa fuente indisputada y pertinente, accesible desde hace ya mucho tiempo, Mussolini remitió a España para combatir con Franco (y sin carácter «voluntario» alguno) a 72.775 hombres: 43.129 del Ejército y 29.646 de la Milicia. A ese número total hay que sumar 5.699 hombres que tomaron parte en la unidad aérea de la «Aviazone Legionaria». Lo que da un resultado total de 78.474 combatientes italianos al lado de Franco en la guerra de España: algó más que «unos 70.000», según parece.{32}

La cifra de 15.000 alemanes aportada por Pío Moa resulta más cercana a la realidad comprobada documental y archivísticamente. Pero no deja de ser menor (en varios miles) de la recogida por los especialistas. Según Robert Whealey, «el número de tropas alemanas enviadas a España por vía marítima fue de 16.846. (...) Además, unos 31 hombres murieron en el acorazado Deutschland, no incluidos en esta cifra».{33} Como quiera que esa cifra presente en la documentación de la Marina alemana no recoge las tropas enviadas por vía aérea, Raymond L. Proctor concluye que el número total de combatientes alemanes remitidos por Hitler a Franco llegó a ser de «19.000 hombres». Esa misma cifra es la recogida por Angel Viñas: «unos 19.000 soldados, en rotación, altamente especializados y entrenados».{34} No fue poca cosa ni en cantidad ni en calidad y suponen unos 3.000 más de los reseñados por Pío Moa.

La cifra del «millar» dada para los irlandeses y los portugueses que lucharon en el bando de Franco tampoco parece nada acertada, en un caso por leve exceso y en el otro por craso defecto. Según las investigaciones de Robert A. Stradling («Campo de batalla de las reputaciones: Irlanda y la guerra civil española»){35}, el contingente de católicos irlandeses dirigidos por el general Eoin O'Duffy que lucharon con Franco ascendió a 700 hombres. Por el contrario, según fuentes portuguesas y británicas, los voluntarios autorizados por Salazar para servir con las tropas militares españolas (los célebres «Viriatos») llegarían a una cifra máxima de 10.000 efectivos.{36} Como ha recordado a este respecto un autor reciente: «lo cierto y verdad es que si bien hubo varios miles de voluntarios lusos, los verdaderos «Viriatos» no llegaron a los dos centenares [tropa, jefes y oficiales de la Misión Militar Portuguesa en España]».{37}

En conjunto, por tanto, se podría avanzar unas cifras mínimas y bastante seguras (excepto en el caso portugués) para computar el número de extranjeros que lucharon con el bando franquista: 78.474 italianos; 19.000 alemanes; 10.000 portugueses y 700 irlandeses. En total: en torno a 108.000 hombres (descontando los 70.000 marroquíes que tomaron parte en la guerra como integrantes de las Tropas de Regulares Indígenas, difícilmente clasificables como «españoles» por motivos obvios).{38} Resulta, después de todo, una cifra de considerable mayor entidad de la que dejaba entender aquella frase de Pío Moa sobre los «pocos millares» de portugueses e irlandes, «aparte de unidades» italo-germana, que habían combatido con Franco.

Si pasamos a evaluar las cifras avanzadas por Pío Moa para cuantificar la intervención de combatientes extranjeros en el bando republicano encontraremos todavía más desajuste y mayor desviación numérica respecto al cómputo avalado por solventes estudios historiográficos. Para empezar, sus dudas sobre la cifra de un máximo de 2.000 soviéticos desplazados a España no tienen ninguna base documental. Todavía menos la tiene la temeraria sugerencia de que podrían haber sido unos 15.000 (como la cifra de alemanes que postulaba). Al contrario, la apertura de los archivos militares ex-soviéticos no ha reportado novedades en ese campo: los «fervorosos» asesores y «tropas especiales» soviéticas fueron de ese orden númerico limitado a dos millares, sin que por ello fuera menor su influencia militar o política (excusamos insistir en ello).

En el caso del contingente de voluntarios extranjeros que formaron en las Brigadas Internacionales, el cálculo ofrecido por Pío Moa es descabellado y le sitúa en la tradición franquista de «inflar» abusivamente ese número para subrayar el carácter cuasi-extranjero de la notable resistencia republicana al avance de las tropas de Franco (y disminuir, correlativamente, el mal efecto creado por la desproporción entre la ayuda humana recabada por ambos bandos). Y este seguidismo de la literatura de combate y propaganda franquista por parte de Pío Moa resulta particularmente reprobable porque existen desde hace varios años trabajos que ofrecen datos indubitables sobre el volumen y composición de esos efectivos por su propia procedencia: la Internacional Comunista (cuyos fondos están en el ya citado archivo moscovita) y el servicio de seguridad militar soviético (cuyos fondos custodia el Archivo Militar del Estado Ruso también citado). Volvemos a descartar, por manifiestamente absurda y paranoica, la hipótesis de que los funcionarios de la Comintern y los agentes del servicio secreto soviético hubieran redactado internamente registros falsos sobre los brigadistas internacionales para despistar o engañar a sus superiores. Y, por tanto, damos por fidedignos y acreditados esos cómputos internos y nunca destinados a la publicación oficial o a la publicidad propagandística.

Sobre la base de sus investigaciones en el archivo de la Comintern, Rémi Skoutelsky ha estimado con alto grado de certeza que la cuantía total de estas unidades fue de 34.111 individuos (32.165 interbrigadistas y el resto «elementos repartidos en el ejército español»).{39} Su cómputo se ve fundamentalmente corroborado por un informe del servicio secreto militar ruso elevado al mariscal Voroshilov, comisario de Defensa soviético, el 26 de julio de 1938. Según este documento, procedente del segundo archivo citado y publicado por Ronald Radosh y sus colaboradores, a finales del mes de abril la Comintern había registrado a 31.369 voluntarios en las Brigadas Internacionales durante todo el transcurso de la guerra (nunca hubo más de 12-000/15.000 al mismo tiempo).{40}

En definitiva, contra la pretensión nada «convincente» de Pío Moa de que los brigadistas internacionales llegaron a ser en torno a 70.000, la terca realidad documental probada subraya que ni siquiera llegaron a la cifra de 35.000. En todo caso, 35.000 brigadistas sumados a 2.000 soviéticos (téngase en cuenta que Stalin prohibió expresamente a los ciudadanos soviéticos el alistamiento en las Brigadas) sigue dejándonos en una cifra muy inferior (bastante menos de la mitad, exactamente) a los más de cien mil combatientes extranjeros que luchaban al otro lado de las trincheras. Un caso más de falta de «equilibrio» singularmente interesante, que demuestra nuevamente la potencia crítica de la investigación histórica solvente, documentada y libre de anteojeras partidistas excluyentes y dogmáticas. Convengamos que es motivo de felicitación esta capacidad probada de la disciplina histórica para triturar «mitos» arraigados, como es confeso objetivo impracticado del señor Moa.

Cuarta cuestión: la transcendencia de la intervención extranjera

La última de las grandes cuestiones que rodean la polémica historiográfica sobre la intervención extranjera en la guerra civil tiene un carácter necesariamente ponderativo y supone un alto grado de estimación cualitativa: ¿Hasta qué punto y en qué medida fue transcendente para el curso y desenlace de la guerra? ¿Tuvo el contexto internacional envolvente, con sus correspondientes potencias intervencionistas y potencias no-intervencionistas, un efecto e impacto directo y crucial en el desarrollo de la guerra y en la naturaleza de su terminación con una victoria total y una derrota absoluta?

Pío Moa se adscribe sin dudas ni temores a la versión tradicional elaborada por el bando franquista y desarrollada por la historiografía más afecta al régimen: ese contexto y esa intervención no tuvieron una importancia esencial y definitiva porque la ayuda recibida por ambos bandos fue sustancialmente idéntica y nivelada, de modo que el equilibrio alcanzado contrarrestó su posible incidencia. En consecuencia, la victoria total y sin condiciones del bando liderado por Franco y la derrota absoluta y sin paliativos cosechada por sus enemigos republicanos respondieron, fundamentalmente, a otros motivos y razones internas y propiamente españolas: la mayor capacidad de combate de las tropas de Franco y el mejor aprovechamiento de sus recursos militares y materiales por el mando franquista; el mayor orden y eficacia del aparato administrativo insurgente y el acierto de sus políticas económica y social para sostener el esfuerzo bélico; el mayor entusiasmo y entrega de la población civil de retaguardia y la mayor confianza popular en sus autoridades y en la justicia de su propia causa; &c. Con su corolario lógico: el bando enemigo fracasó o fue manifiestamente peor en el manejo de todas esas facetas y dimensiones y sus propios errores y fracasos explican su desplome y su derrota.

Basta leer las propias palabras de Pío Moa para comprobar que lo dicho no es una caricatura fácil o tergiversadora. En la página 515 de las conclusiones de su libro («Algunas consideraciones generales») aborda el tema de modo directo:

La presunción, implícita o explícita en multitud de análisis, de que la suerte de la contienda dependía del suministro de armas, carece de sentido si se olvida el elemento realmente clave: la solidez orgánica y moral del ejército y la calidad de su mando, sin los cuales el mayor aporte de armas resulta poco útil, tal como la ayuda económica a regímenes corruptos suele perderse como el agua en la arena. Por otra parte, la habilidad para adquirir armas es una manifestación de la calidad del mando.

Esta devaluación de la importancia y transcendencia de las fuentes de suministros militares en el conflicto, por supuesto, se apoya y sostiene en la premisa de que ambos bandos tuvieron básicamente la misma ayuda y asistencia, de modo que el «equilibrio» resultante aminoró el efecto potencial de la intervención de potencias extranjeras. Y, por supuesto, también se devalúa el efecto que tuvo la no-intervención de otras potencias en el propio conflicto. Como si la inhibición de Francia respecto a la suerte de la República y el compromiso estrictamente neutralista de Gran Bretaña (para citar sólo a las dos grandes potencias democráticas occidentales) no hubiera sido un factor de peso y determinante en el resultado de la guerra española. En la página 521, Pío Moa desarrolla esta versión cumplidamente, con todos sus elementos integrantes, con mención de algunos de sus autores de referencia y con denuesto de otros poco considerados (subrayados nuestros):

Si en la carrera por los suministros los nacionales resolvieron con mayor habilidad sus problemas y obtuvieron, con muchos menos recursos, una cantidad de armas comparable a la de sus enemigos, debe concluirse que manejaron sus asuntos con brillantez. Su gestión financiera fue mucho más sobria y sana, negociaron con mucha más independencia y control de las compras que sus contrarios, y lograron condiciones de pago excelentes.

La atención a estos hechos permite afirmar, contra lo que creen Howson y otros, que la No Intervención distó de tener efectos determinantes sobre el curso de la guerra. Nacionales y populistas se quejaron de ella, pero, según los hermanos Salas Larrazábal, su acción consistió básicamente en equilibrar los suministros. Otra escuela insiste en que la No Intervención puso una soga al cuello de la «república», abandonada inexplicablemente por sus socios naturales, las democracias, y arrojada por ellos en brazos de Stalin. La tesis desafía de tal modo la evidencia en cuanto al carácter del Frente Popular, que en ese sentido no merece mayor atención. Tanto Francia como Inglaterra tenían buenas razones para mantener dicho equilibrio.

Como parte que somos de esa aludida «escuela» de Howson «y otros», empecemos diciendo que negamos la premisa mayor del discurso argumental de Pío Moa y de toda su tradición político-historiográfica: hemos señalado y demostrado en páginas previas que nunca fue verdadero el supuesto «equilibrio» de la ayuda militar extranjera recibida por ambos bandos (ni en momentos puntuales ni en su carácter global). Habida cuenta de ese hecho, lo que resulta todavía más llamativo y sorprendente (y así ha sido notado por múltiples testigos de la época y analistas posteriores) es la capacidad de resistencia militar ofrecida por la República a lo largo de casi tres años de guerra a la defensiva y en desventaja.

Por cierto, ¿no es esa misma capacidad de resistencia un argumento notable contra la suposición asumida por Pío Moa y sus referentes de que la derrota (en marzo de 1939) se debió al caos, desorden, despilfarro y anarquía revolucionaria que imperaban en la retaguardia republicana (iniciada a fines de julio de 1936 y prolongada, en mayo o menor grado, hasta el final)? Sensu contrario, podría afirmarse que el proceso político de recuperación del poder estatal y contención de los cambios revolucionarios que se inició resolutivamente en mayo de 1937 (proceso asociado a la figura y gobierno del doctor Juan Negrín) fue el factor crucial (junto con el mantenimiento de la corriente de suministros militares soviéticos) que hizo posible tal resistencia dilatada y contra todo pronóstico. Así al menos lo estimaba en documento interno y confidencial un representante diplomático británico (y probable agente de su servicio secreto) a la hora de evaluar la figura de Negrín y su política a principios de septiembre de 1938, en vísperas de la crisis germano-checa que puso a Europa al borde de una nueva guerra general. Según este analista, Negrín y su «resistencia a ultranza» eran los verdaderos y principales reponsables de la capacidad de resistencia demostrada por la República ante los persistentes reveses militares:

Llegados a este punto, es necesario mencionar otro factor en la situación política: la personalidad del presidente del consejo de ministros, señor Negrín. La rápida recomposición del gobierno que ha tenido lugar en los últimos meses se debe en gran medida a él. Es un hombre viril y extremadamente capaz de unos 45 años, que parece tener un ascendiente completo sobre el consejo de ministros. Su carácter es excepcional y posiblemente sea el "hombre del destino" de España. Su "casa espiritual" es Alemania y sus dioses son Mussolini y Lenin. Además de ser jefe del gobierno también es ministro de Defensa, con todas las fuerzas del Estado bajo su control. En este ámbito, está convirtiendo rápidamente al Ejército y a las fuerzas aéreas en cuerpos altamente organizados. Es bastante implacable. El único factor de debilidad en la situación radica en la falta de suministros alimenticios, especialmente en Madrid. Por primera vez, se están haciendo serios esfuerzos para organizar la distribución de alimentos. Si fracasan, continuará el abastecimiento de las fuerzas combatientes y se sacrificará la población civil a las necesidades militares.{41}

Pero volvamos a la evaluación del efecto, crucial o accesorio, de la injerencia extranjera en la guerra civil y en el modo de su terminación. Hay una prueba positiva de su crucial importancia: cuando el golpe militar parcialmente fracasado del 17 de julio de 1936 deviene en una verdadera guerra civil (tres días más tarde), ambos bandos contendientes optan por recurrir a la demanda de ayuda extranjera porque, simplemente, carecían de los elementos y pertrechos bélicos necesarios para librar un combate prolongado y de envergadura. Recuérdese al respecto lo que han escrito y demostrado múltiples autores (incluyendo el general Ramón Salas Larrazábal, como veremos más tarde): a la altura de finales de julio de 1936, la distribución inicial de fuerzas materiales entre los dos bandos contendientes ofrecía la imagen de un empate virtual imposible de alterar con la movilización de los recursos propios disponibles. Y añadamos que nada en esa situación coyuntural de mediado el verano de 1936 hacía presagiar una victoria total o una derrota sin paliativos por parte de ninguno de ambos bandos en combate. Reflexionaba Azaña al respecto y con acierto desde su exilio en Francia en 1939:

Una barrera «sanitaria» a lo largo de las fronteras y costas españolas, habría en pocos días dejado a los españoles sin armas ni municiones para guerrear, y como no iban a pelearse a puñetazos, hubieran tenido que rendirse, no a esta o a la otra bandera política, sino a la cordura, y hacer las paces, como pedía el interés nacional.{42}

Por eso tuvo una importancia crucial y vital la decisión germano-italiana de intervenir en apoyo de las tropas de Franco, salvando una situación gravísima y permitiendo a éste retomar la iniciativa estratégica y emprender la ofensiva militar con una seguridad, vigor y contundencia que ya nunca abandonaría. Del mismo modo y con igual carácter crucial y vital, en el crítico mes de octubre de 1936, la decisión soviética de acudir en auxilio material de la República permitió la resistencia de Madrid frente al asedio franquista y sostuvo con posterioridad la estrategia defensiva del bando gubernamental hasta su postrero desplome más de dos años después.

No fueron ésos los únicos momentos en los que el contexto internacional, bajo la forma de intervenciones o inhibiciones (militares, diplomáticas o financieras), tuvieron un efecto vitalmente relevante para el curso de la contienda española. En varias ocasiones durante el despliegue cronológico del conflicto (en virtud de razones internas tanto como exteriores), la coyuntura internacional volvió a incidir sobre el escenario bélico español e hizo posible una resolución del mismo muy diferente a la finalmente adoptada. En todas estas ocasiones tomó cuerpo como posibilidad viable la idea de una mediación internacional o una capitulación negociada para poner término forzado a la guerra española:

1º) Durante la primavera de 1937, en virtud de la inquietud británica por la escalada intervencionista italo-germana, al compás de la puesta en funcionamiento del efímero control naval y terrestre patrocinado por el Comité de No Intervención, y aprovechando el fracaso franquista e italiano en la batalla de Guadalajara.

2º) En el verano de 1937, en vista de la crisis diplomática desatada por la política exterior alemana y en función del cambio de situación política y militar en la zona republicana con la formación del gobierno de Negrín y la realización de las primeras ofensivas del Ejército Popular de la República.

3º) Entre septiembre y octubre de 1937, con motivo de la crisis provocada por la indiscriminada actividad submarina italiana y de la enérgica respuesta anglo-francesa, con apoyo de todas las potencias ribereñas del Mediterráneo reunidas en la Conferencia de Nyon.

4º) En marzo de 1938, tras la anexión forzada de Austria por Alemania y en virtud de la formación del último y efímero gobierno frentepopulista presidido por Blum en Francia, que consideró una intervención directa en España y abrió durante casi tres meses su frontera al paso de armas de toda procedencia con destino a la República.

5º) En septiembre de 1938, cuando la amenazadora presión militar alemana sobre Checoslovaquia estuvo a punto de desencadenar la guerra, contingencia evitada en última instancia por los gobiernos británico y francés mediante el Acuerdo de Múnich y la cesión a las demandas nazis.

Sin embargo, la guerra civil no terminó por agotamiento de sus recursos internos para guerrear (como afirmaba Azaña); ni con una mediación internacional que atajara un foco de tensión internacional (como esperaban las autoridades francesas y, en menor medida, las británicas); ni con una negociación de condiciones de capitulación mínimamente favorables (como esperaban sectores políticos republicanos seducidos por la ilusión de contar con el firme apoyo democrático para esa solución: Besteiro); ni tampoco con una victoria republicana a lomos de una guerra europea entre las potencias democráticas occidentales y las potencias del Eje italo-germano (como en algún momento llegó a soñar Negrín). No fue así al final por varias razones difíciles de aquilatar y ponderar en su medida exacta, hay que reconocerlo. El presidente Azaña, desde el exilio, enumeraría con notable perspicacia el conjunto de razones que podrían explicar la abrumadora derrota republicana (más que los motivos de la victoria total franquista):

El Presidente considera que por orden de importancia, los enemigos del Gobierno republicano han sido cuatro. Primero, la Gran Bretaña [por su adhesión al embargo de armas prescrito por la política colectiva de No Intervención]; segundo, las disensiones políticas de los mismos grupos gubernamentales que provocaron una anarquía perniciosa que fue total [favorable] para las operaciones militares de Italia y Alemania en favor de los rebeldes; tercero, la intervención armada italo-germana; y cuarto, Franco.{43}

No discreparía demasiado de ese juicio en sus memorias un dirigente enemigo como era Pedro Sainz Rodríguez, profesor de literatura, conspirador monárquico y ministro de Educación del primer gobierno de Franco durante la guerra civil. Aunque su estimación se centraba en el primero y tercero de los motivos (significativamente, ambos de orden internacional) aludidos por Manuel Azaña:

Muchos españoles, desorientados por la propaganda anti-inglesa del régimen de Franco, creen de buena fe que conseguimos nuestra victoria exclusivamente por la ayuda italiana y alemana; yo tengo la convicción de que, si bien ésta contribuyó, la razón fundamental por la que ganamos la guerra fue la actitud diplomática de Inglaterra, que se opuso a una intervención en España».{44}

El juicio general de los historiadores no está muy lejos de compartir y suscribir esas apreciaciones de testigos y protagonistas, aunque pueda alterar el orden de prioridades y el peso de cada factor. Así, al menos, se observa en el balance apuntado cuarenta años más tarde de los sucesos por Raymond Carr y Juan Pablo Fusi:

¿Por qué ganaron los nacionalistas? La respuesta, como en todas las guerras, es: un liderazgo y una disciplina superiores en el Ejército, y un esfuerzo militar respaldado por un gobierno de guerra unificado. Los nacionales fueron mejor ayudados que la República por sus simpatizantes extranjeros en cuanto a suministros de armas: la Legión Cóndor alemana y las tropas y el material italianos compensaron sobradamente la ayuda soviética al Frente Popular, que tan vital fue en las primeras fases de la guerra. Igualmente importantes fueron el disciplinado ejército africano bajo las órdenes de Franco y el adiestramiento superior de los ejércitos nacionales. (...) La disciplina militar de los nacionales era un reflejo de su unidad política: la debilidad militar del Frente Popular una consecuencia de sus luchas políticas intestinas.{45}

Parece indudable que los factores apuntados por Azaña en 1939 y refrendados por Carr y Fusi en 1979 resultan inexcusables a la hora de tratar de explicar y dar cuenta y razón del modo y manera en que terminó la guerra civil. Sobre todo por una razón crucial: ese contexto internacional envolvente (con el cuadro de apoyos e inhibiciones exteriores concurrente), tuvo un impacto vital en el modo y manera en que los dos bandos combatientes afrontaron los tres graves problemas inducidos por lo que era una «Guerra Total» en el plano estratégico-militar, en el ámbito económico-institucional y en el orden político-ideológico. A saber: 1º) la reconstrucción de un Ejército combatiente regular, con mando centralizado y jerarquizado, obediencia y disciplina en sus filas y una logística de suministros bélicos constantes y suficientes, a fin de sostener con vigor el frente de combate y conseguir ulteriormente la victoria sobre el enemigo o, al menos, evitar la derrota; 2º) la reconfiguración del aparato administrativo del Estado en un sentido centralizado para hacer uso eficaz de todos los recursos económicos internos o externos del país, tanto humanos como materiales, en beneficio del esfuerzo de guerra y de las necesidades del frente de combate; y 3º) la articulación de unos Fines de Guerra compartidos por la gran mayoría de las fuerzas socio-políticas representativas de la población civil de retaguardia y susceptibles de inspirar moralmente a esa misma población hasta el punto de justificar los sacrificios de sangre y las privaciones materiales demandados por esa cruenta lucha fratricida.

A juzgar por el curso y desenlace de la guerra civil, parece evidente, como subraya Pío Moa, que el bando franquista fue superior al bando republicano en la imperiosa tarea de configurar un Ejército combatiente bien abastecido, construir un Estado eficaz para regir la economía de guerra y sostener una Retaguardia civil unificada y moralmente comprometida con la causa bélica. Pero al contrario de lo que afirma Pío Moa, también parece evidente que el contexto internacional en el que se libró la contienda española impuso unas condiciones más o menos favorables y unos obstáculos más o menos insuperables a cada uno de los contendientes en el cumplimiento de esas tareas imperiosas.

No en vano, sin la constante y sistemática ayuda militar, diplomática y financiera prestada por la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, es harto difícil creer que el bando liderado por el general Franco hubiera podido obtener su rotunda victoria absoluta e incondicional. Para empezar, sin la oportuna ayuda nazi y fascista en la última semana de julio de 1936: ¿cómo se hubieran recuperado los insurgentes del trauma que supuso el inicial fracaso del golpe militar faccional (literalmente: a cargo de una facción del Ejército) en casi la mitad del país, incluyendo su capital y sus zonas más densamente pobladas e industriales? De muy mala o nula manera, cabe pensar con todo rigor, como en su momento dejó anotado el general Ramón Salas Larrazábal:

Concluiremos por tanto que la preparación del movimiento fue francamente floja a escala local y que de no haber sido por la acción de Mola y la audacia de Queipo y Aranda, el fracaso hubiera sido total a pesar de la acción coherente y perfectamente dirigida de las fuerzas africanas y de la presencia, siempre alentadora, de Franco en Canarias y más tarde en Tetuán. En general los conspiradores pecaron de superficialidad y optimismo; subestimaron al adversario y supervaloraron su propia influencia en las filas militares (...). En Madrid, en Barcelona, en Valencia, en Cartagena, en Bilbao, en Santander, en Málaga o en Almería, ciudades todas ellas en las que triunfó el Gobierno y que en su conjunto decidieron la suerte del golpe de Estado, fueron las fuerzas armadas que permanecieron fieles al Gobierno –Ejército, Guardia Civil, Carabineros o Asalto– quienes resolvieron la situación reduciendo a los rebeldes.{46}

De igual modo, sin el asfixiante embargo de armas impuesto por la política europea de No Intervención y la consecuente inhibición de las grandes potencias democráticas occidentales, con su gravoso efecto en la capacidad militar, situación material y fortaleza moral, es altamente improbable que la República hubiera sufrido un desplome interno y una derrota militar tan total, completa y sin paliativos. Y los testimonios y documentos movilizables para sostener esta afirmación son muchos, muy variados en procedencia y muy regulares durante toda la guerra y en la postguerra, tanto de testigos y protagonistas como de analistas militares y políticos o de historiadores. Pero nos limitaremos a recordar dos juicios de procedencia no española, nunca destinados a la publicidad y, reconozcámoslo, de poca o nula simpatía por la causa republicana (lo que avalaría su sentido ecuánime y desinteresado a la hora de comprender el fenómeno y descubrir sus causas).

El primero de los juicios reveladores está contenido en un informe confidencial elaborado por el agregado militar británico en España para conocimiento de las autoridades británicas a finales de 1938, en vísperas del inicio de la triunfal e imparable ofensiva sobre Cataluña:

Es casi superfluo recapitular las razones (de la victoria del general Franco). Estas son, en primer lugar, la persistente superioridad material durante toda la guerra de las fuerzas nacionalistas en tierra y en el aire, y, en segundo lugar, la superior calidad de todos sus cuadros hasta hace nueve meses o posiblemente un año. (...)
Esta inferioridad material (de las tropas republicanas) no sólo es cuantitativa sino también cualitativa, como resultado de la multiplicidad de tipos (de armas). Fuera cual fuera el propósito imparcial y benévolo del Acuerdo de No Intervención, sus repercusiones en el problema de abastecimiento de armas de las fuerzas republicanas han sido, para decir lo mínimo, funestas y sin duda muy distintas de lo que se pretendía.
La ayuda material de Rusia, México y Checoslovaquia (a la República) nunca se ha equiparado en cantidad o calidad con la de Italia y Alemania (al general Franco). Otros países, con independencia de sus simpatías, se vieron refrenados por la actitud de Gran Bretaña. En esa situación, las armas que la República pudo comprar en otras partes han sido pocas, por vías dudosas y generalmente bajo cuerda. El material bélico así adquirido tuvo que ser pagado a precios altísimos y utilizado sin la ayuda de instructores cualificados en su funcionamiento. Tales medios de adquisición han dañado severamente los recursos financieros de los republicanos.{47}

El acierto de ese juicio del analista militar británico resulta corroborado por el segundo testimonio documental: un informe remitido a Berlín por el embajador alemán en España, Eberhard von Stohrer, tras la ocupación de Cataluña y en vísperas del colapso de la resistencia republicana. A tenor del mismo, «las causas de la derrota roja» eran las siguientes:

La explicación de la decisiva victoria de Franco reside en la mejor moral de las tropas que luchan por la causa nacionalista, así como en su gran superioridad en el aire y en su mejor artillería y otro material de guerra. Los rojos, todavía sacudidos por la batalla del Ebro y en gran medida lastrados por su escasez de material bélico y sus dificultades de suministros alimenticios, fueron incapaces de resistir la ofensiva.{48}

En definitiva, parece de todo punto indudable que el contexto internacional conformado por la realidad práctica de la política europea de No Intervención (con su cuadro asimétrico de apoyos e inhibiciones y el consecuente desequilibrio de suministros militares y de otro tipo) incidió de manera directa y con resultados diferenciales sobre el esfuerzo de guerra de ambos bandos contendientes y sobre sus ineludibles tareas para hacer frente a la Guerra Total. Dicho en otras palabras: los condicionamientos del marco internacional plantearon ventajas notorias e impusieron servidumbres sustanciales que cada uno de los bandos utilizó o sorteó a fin de engrosar su capacidad de acción militar, fortalecer la moral de combate de su población civil de retaguardia, y acrecentar la eficacia de su aparato estatal y el aprovechamiento de sus recursos económicos. Y en este engarce y conexión dialéctica entre contexto internacional y circunstancias internas se fueron labrando las razones de una victoria total y los motivos de una derrota sin paliativos.

Por eso está equivocado el señor Moa al señalar que «la No Intervención distó de tener efectos determinantes sobre el curso de la guerra» y que la cuestión «no merece mayor atención». Todo lo contrario. A menos que se desista de comprender todos los factores que participan en la configuración de un fenómeno histórico, se desprecien las pruebas documentales irreconciliables con los propios deseos apriorísticos y se opte cómodamente por recurrir a viejas y caducas pseudo-explicaciones que no resisten el paso del tiempo ni la apertura de los archivos documentales probatorios. Pero entonces ya no hacemos escritura de la Historia: cultivamos Mitos oscurantistas.

A modo de epílogo

Llegados a este punto, consideramos que hemos completado el recorrido propuesto al comienzo de estas páginas para dar cuenta y razón de una verdad cuestionada por nuestro crítico, el señor Sánchez Martínez, de manera injusta e ilógica (en nuestra modesta opinión e impresión). ¿Cuál era esa verdad sometida a discusión? Sencillamente, nuestra afirmación de la debilidad argumental y la falsedad documental que estaban en la base misma de las tesis defendidas por el señor Pío Moa en lo referente a la génesis, motivación, entidad y transcendencia de la intervención extranjera en la guerra civil española.

Quisiéramos creer que, a estas alturas y dada la tinta derramada, esas críticas y cuestionamientos habrán quedado suficientemente trituradas e infundadas. Al menos ese era nuestro leal propósito y objetivo prioritario, en atención a todas las razones señaladas al comienzo de este texto. Si no fuera así, al menos nos conformaríamos con haber demostrado que, al margen de la veracidad de denuncias de persecución político-ideológica y poses victimistas interesadas, hay elementos intelectuales suficientes para poner en duda la fiabilidad, el rigor y la destreza del señor Pío Moa en calidad de historiador de la guerra civil. No en vano, aun cuando el examen detallado aquí practicado sólo haya cubierto un aspecto (temáticamente parcial pero nada baladí) del fenómeno de la guerra civil, los fallos, errores y falsedades detectados son tan abundantes y tan recurrentes que, necesariamente, proyectan una potente sombra de duda sobre la solidez y fundamentos veraces del conjunto de la obra de Pío Moa.

A otros historiadores especializados en los otros aspectos dejados de lado (responsabilidad en el desencadenamiento de la guerra, carácter y volumen de la represión en cada bando, eficacia militar de las contrastadas estrategias, limitaciones de las políticas económicas y financieras adoptadas, &c.) les corresponde ejercer su propio examen y dictar sus pertinentes dictámenes. Aunque bien pudiera ser que continuaran declinando esta tarea con un hipotético argumento no tan banal como pudiera parecer: el señor Moa sólo reactualiza, sin demasiadas novedades de interpretación ni de documentación, los términos y parámetros interpretativos de una escuela historiográfica muy bien conocida (fue doctrina oficial durante casi cuarenta años) y muy bien debatida en los últimos veinticinco años. Siendo esto así, pudiera ser que se hayan preguntado (y obrado en consecuencia): ¿para qué perder tiempo desmintiendo a un divulgador cuando ya se ha discutido y debatido con los historiadores que le sirven de base y apoyo?

Se me ocurre modestamente una respuesta que es la que nosotros hemos tenido presente: para que esas viejas versiones míticas y maniqueas sean mantenidas a raya y no dificulten ni aun menos ahoguen la necesaria recepción cívica de las verdades y tesis que configuran el conocimiento histórico depurado y contrastado por la investigación correspondiente. Una actitud, reconocemos humildemente, inspirada en el ejemplo y magisterio del profesor Bueno: no rehuir nunca la participación en el debate intelectual planteado en el campo «mundano», por muy tosca que pueda ser o parecer la cuestión debatida y sus participantes, pero procurando sostener siempre criterios de rigor y razón propios del campo «académico». Porque, de otro modo, no sólo la «ley de Gresham» estaría en operación en el mercado bibliográfico y en el universo de las conciencias ciudadanas por lo que hace a este tema. Para infortunio, además, de todos y no sólo del supuesto prestigio de la comunidad de historiadores españoles y de su disciplina humanística.

Notas

{*} «Este trabajo se ha beneficiado del apoyo financiero del Ministerio de Ciencia y Tecnología al proyecto de investigación BHA2002-00948.»

{1} Manuel Azaña, Causas de la guerra de España, Crítica, Barcelona 1986, págs. 36-37, 42, 49 y 66. La obra se compone de once artículos escritos durante su estancia en Collonges-sous-Salève en 1939 y destinados a la publicación en revistas internacionales.

{2} Las palabras de Franco (de julio de 1965 y junio de 1968) proceden de Francisco Franco Salgado-Araujo, Mis conversaciones privadas con Franco, Planeta, Barcelona 1976, págs. 453 y 533. Las otras citas proceden de la publicación del Estado Mayor Central del Ejército titulada Síntesis histórica de la Guerra de Liberación, 1936-1939, Servicio Histórico Militar, Madrid 1968, pág. 66.

{3} Entre la reforma y la revolución, 1931-1939, Crítica, Barcelona 1980, págs. 26-27. La obra canónica de Jackson, publicada en inglés en 1965, fue traducida y publicada en español bajo el título de La República española y la guerra civil, Crítica, Barcelona 1977.

{4} Historia del Franquismo. Orígenes y configuración (1939-1945), Planeta, Barcelona 1975, pág. 80.

{5} John Coverdale, La intervención fascista, págs. 21-22. Ismael Saz, Mussolini contar la Segunda República, págs. 184-186

{6} John Coverdale, op. cit., pág. 94.

{7} John Coverdale, op.cit., pág. 131.

{8} Raymond L. Proctor, Hitler's Luftwaffe in the Spanish Civil War, pág. 20; Angel Viñas, Franco, Hitler y el estallido de la guerra civil, pág. 414.

{9} Raymond L. Proctor, op. cit., pág. 33; Angel Viñas, op. cit. , pág. 430.

{10} Juan Avilés, Pasión y farsa. Franceses y británicos ante la guerra civil, Eudema, Madrid 1994. David W. Pike, Les Français et la guerre d'Espagne, PUF, París 1975.

{11} Angel Viñas, Franco, Hitler y el estallido de la guerra civil, pág. 416.

{12} Armas para España, pág. 57. 

{13} Ismael Saz, Mussolini contra la República, págs. 196-200; Gerald Howson, Aircraft of the Spanish Civil War, págs. 12, 112 y 252; y Gerald Howson, Armas para España, págs. 150-151.

{14} Gerald Howson, Armas para España, pág. 76 y 355-359.

{15} Reproducido en Enrique Moradiellos, El reñidero de Europa, págs. 120-121. Subrayados nuestros.

{16} Armas para España, págs. 149-150. 

{17} El primero de los citados en P. Preston (comp.), Revolución y guerra en España, Alianza, Madrid 1986). Los dos segundos en la revista Espacio, tiempo y forma. Historia contemporánea, nº 5, 1992, págs. 77-104 y 105-128. El último en Paul Preston (ed.), La República asediada, Península, Barcelona 1999, págs. 41-69.

{18} Hans-Henning Abendroth, Hitler in der Spanischen Arena, Paderborn, Ferdinand Schöningh, 1973, pág. 36. Reproducido en Enrique Moradiellos, «Hitler y España: la intervención alemana en la guerra civil», en E. Moradiellos, Sine Ira et Studio. Ejercicios de crítica historiográfica, Universidad de Extremadura, Cáceres 2000, pág. 66.

{19} Recogido en la colección Documents on German Foreign Policy, 1918-1945, serie D, vol. 3, Germany and the Spanish Civil War, Londres, HMSO, 1951, nº 157.

{20} Enrique Moradiellos, «La sombra de Stalin en España», ABC, suplemento cultural, 2 de noviembre de 2002.

{21} El primero publicado en Helen Graham y Paul Preston (eds.), The Popular Front in Europe, Macmillan, Londres 1987; el segundo en Christian Leitz y David J. Dunthorn (eds.), Spain in an International Context, Berghahn Books, Oxford 1999.

{22} Ronald Radosh y otros, España traicionada, documento 33, pág. 174.

{23} Incluido en el libro Paul Preston (ed.), La República asediada, pág. 117. 

{24} Guerra y revolución en España, 1936-1939, Progreso, Moscú 1966-1977, 4 vols.

{25} Robert Whealey, Hitler and Spain, págs. 48-50 y 189; Raymond L. Proctor, Hitler's Luftwaffe in the Spanish Civil War, passim. De este mismo autor, véase la voz «Condor Legion» en James Cortada (ed.), Historical Dictionary of the Spanish Civil War, Greenwood Press, Westport 1982.

{26} John Coverdale, La intervención fascista, págs. 116, 164 y 168. Ismael Saz y Javier Tusell, Fascistas en España. La intervención italiana en la guerra civil a través de los telegramas de la «Missione Militare Italiana in Spagna», 15 diciembre 1936-31 marzo 1937, CSIC, Madrid 1981, págs. 23-30.

{27} Documento reproducido en Enrique Moradiellos, La perfidia de Albión. El gobierno británico y la guerra civil española, Siglo XXI, Madrid 1996, pág. 132.

{28} Según transcribe Jonathan Haslam, The Soviet Union and the struggle for collective security in Europe, pág. 112.

{29} Manuel Azaña, Memorias de guerra, Grijalbo, Barcelona 1996, págs. 74-75.

{30} Aircraft of the Spanish Civil War, pág. 305.

{31} Informe reproducido en Enrique Moradiellos, La perfidia de Albión. El gobierno británico y la guerra civil española, pág. 337.

{32} John Coverdale, La intervención fascista, pág. 350.

{33} Hitler and Spain, págs. 205-206.

{34} Angel Viñas, Franco, Hitler y el estallido de la guerra civil, pág. 453. Raymond L. Proctor, Hitler's Luftwaffe in the Spanish Civil War, pág. 253,

{35} Incluido en Paul Preston (ed.), La República asediada, págs. 131-132.

{36} César Oliveira, Salazar e a guerra civil de Espanha, O Jornal, Lisboa 1988, págs. 244-247; Glynn Stone, The Oldest Ally. Britain and the Portuguese Connection, 1936-1941, The Royal Historical Society, Londres 1994, págs. 11-12.

{37} José Luis de Mesa Gutiérrez, «Voluntarios portugueses en las filas nacionales», Revista española de historia militar, nº 16, 2001, pág. 164.

{38} María Rosa de Madariaga, Los moros que trajo Franco. La intervención de tropas coloniales en la guerra civil española, Martínez Roca, Barcelona 2002. José Fernando García Cruz, «Las fuerzas militares nativas procedentes del Protectorado de Marruecos», Hispania Nova (revista digital, artículo del año 2000, dirección de acceso: http://hispanianova.rediris.es

{39} L'Espoir guidait leurs pas. Les volontaires français dans les Brigades Internationales, Grasset, París 1998, pág. 330.

{40} España traicionada, pág. 549.

{41} Informe de Mr. Denys Cowan sobre las condiciones existentes en la zona republicana, firmado en Caldetas (Barcelona) el 12 de septiembre de 1938. Reproducido en Enrique Moradiellos, «Juan Negrín: un socialista en la guerra civil», en E. Moradiellos, Sine Ira et Studio. Ejercicios de crítica historiográfica, Universidad de Extremadura, Cáceres 2000, págs. 103-104.

{42} Manuel Azaña, Causas de la guerra de España, pág. 34.

{43} Declaraciones de Azaña a Isidro Fabela, representante de México ante la Sociedad de Naciones, a mediados de 1939. Reproducidas en Santos Martínez Saura, Memorias del secretario de Azaña, Planeta, Barcelona 1999, pág. 53.

{44} Pedro Sainz Rodríguez, Testimonios y recuerdos, Planeta, Barcelona 1978, págs. 234-235.

{45} Raymond Carr y Juan Pablo Fusi, España, de la dictadura a la democracia, Planeta, Barcelona 1979, págs. 14-15. Subrayados nuestros.

{46} Historia del Ejército Popular de la República, Editora Nacional, Madrid 1973, vol. 1, pág. 170.

{47} Informe del mayor E. C. Richards, 25 de noviembre de 1938. Reproducido en Enrique Moradiellos, La perfidia de Albión. El gobierno británico y la guerra civil española, pág. 257. Subrayados nuestros.

{48} Despacho del 19 de febrero de 1939. Recogido en Documents on German Foreign Policy. Germany and the Spanish Civil War, documento nº 740, pág. 844.

 

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