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El Catoblepas, número 15, mayo 2003
  El Catoblepasnúmero 15 • mayo 2003 • página 7
La Buhardilla

La ética, a las puertas de la ciudad

Fernando Rodríguez Genovés

Resumen de la intervención del autor en el XII Congreso de Ética y Filosofía Política, «Entre la ética y la política: éticas de la sociedad civil», convocado por la Asociación Española de Ética y Filosofía Política (AEEFP) y celebrado en Castellón entre los días 3 y 5 de abril de 2003

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El hombre, al filo de lo social

Del hombre se dice, acaso con desmesurado entusiasmo, que es un ser individual y un ser social al mismo tiempo, como si de una sucesión de continuidad se tratase, como si ambas categorías pudiesen reunirse cómodamente y sin contradicción. Desde una inspiración más templada diremos aquí, sin embargo, que el hombre vive al filo de lo social; que de raíz menesterosa e incompleta, el lugar del hombre se halla a las puertas de la ciudad.

Sólo los dioses y las bestias pueden vivir solos; el hombre, en cambio, es animal social y político (zoon politikon). Esto afirma el griego Aristóteles, dando pie con ello a que se haya desarrollado a su sombra una interpretación del individuo humano fuertemente comunitaria que ha llegado hasta nuestros días. Sin ánimo de competir ni mucho menos de pretender rectificar al Estagirita y a sus seguidores y simpatizantes, sugiero esta otra caracterización que, por otra parte, tal vez no se aleje demasiado del espíritu de su pensamiento: el hombre viene de la bestia y se encamina hacia la excelencia. La primera fase la cubre con manto explicativo la Biología, mientras que la segunda queda atendida por la Ética, ese ámbito donde la vida no se contempla como zoe sino como bios. En origen y en fin, los humanos somos en soledad. De ella venimos y a ella vamos. No nos puede resultar cosa extraña ni desagradable, sino más bien, y estrictamente hablando, una instancia entrañable. Somos realmente en soledad, si es que en realidad somos. El resto pertenece al capítulo de la actuación, de la representación y de la intersección. Por eso decimos que somos en soledad, desde la individualidad, pero estamos en sociedad, en comunidad.

Merced a la primera y primaria condición, la del ser, se revela la imprescindible unicidad, distinción de la libertad y de la autonomía moral, pues cada hombre es único; como consecuencia de la segunda, la del estar, en la que el ser humano se hace presente en el tiempo histórico, se impone necesariamente la igualdad, pues somos inexorablemente individuos sociales. Tomados en conjunto desde la categoría de ciudadanos, todos los hombres somos iguales, porque estamos «igualados» en la sociedad y nos queremos iguales políticamente, pero considerados como sujetos morales, libres y necesariamente individualizados, somos seres desigualados, diferenciados y, si se quiere, también distinguidos por razón de la virtud y la dignidad. La tasa que hace pagar la sociabilidad al individuo en nombre de la igualdad ha sido firmemente expuesta por Hannah Arendt, por ejemplo, con estas palabras:

La igualdad que lleva consigo la esfera pública es forzosamente una igualdad de desiguales que necesitan ser «igualados» en ciertos aspectos y para fines específicos. Como tal, el factor igualador no surge de la «naturaleza» humana, sino de fuera.{1}

Que la igualdad de derechos y de «recursos» es un requisito político y el reconocimiento moral el cimiento en el que se construye la excelencia y la dignidad, es doble convicción que creemos provechosa para el crecimiento armonioso de la esfera pública y de la privada. Dos dimensiones de la vida práctica del hombre que deben ser diferenciadas y respetadas paralelamente, pero nunca solaparse.

El hombre se presenta, pues, como un ser a las puertas. El problema ético y político que aquí se barrunta, queda de manifiesto en el momento de valorar, respectivamente, la voluntad y la efectividad del internarse y del externarse. En el interior, se halla el ser íntimo, la morada y dominio, el ámbito del sí mismo de cada uno que individualiza y personaliza, aquello que he denominado en otros lugares el continente de ética; en el exterior, campa el mundo en común, la realidad compartida, la campiña y la ciudad.

2
Puerta y puente: moral y política

Jorge Simmel. Nacido en Berlín en 1858, fallecido en 1918. En el marco de la puerta atendemos las palabras de Georg Simmel contenidas en su célebre ensayo Puente y puerta:

Es esencial para el hombre, en lo más profundo, el hecho de que él mismo se ponga una frontera, pero con libertad, esto es, de modo que también pueda superar nuevamente esta frontera, situarse más allá de ella.{2}

El hombre vive en el límite porque se marca límites, es decir, porque él mismo delimita. Su acción particular supone ordenar y cartografiar el informe magno del mundo que ante él se despliega y hacia el que se encamina en su vivir. Un mundo físico de puntos y líneas se torna así mundo objetivo, mundo humano –no confundir con mundo humanizado–, que se determina merced a una actividad que les da forma, sentido y dirección, y que le hace tomar distintos trayectos y superar incontables obstáculos, en su ir y venir de acá para allá. Es en ese transitar y atravesar fronteras en el que cobra especial sentido la figura del puente, que «simboliza la extensión de nuestra esfera de la voluntad sobre el espacio»{3}. En la vida estamos de paso, y hacemos camino y vida al andar. Por eso se ha dicho con mucha razón que la vida es aquello que se nos va y aquello que nos pasa. Con la construcción de un camino, el hombre expresa la voluntad de ir a un lugar, y de un sitio a otro, para establecerse, para ir a alguna parte y allí crear un espacio en conjunción con otros: él los crea y los otros se juntan. El camino indica, entonces, el empeño de la ligazón, de lugares y de personas.

El puente, en su explícita armazón, va más allá que el camino, pues muestra la voluntad decidida del hombre de afianzar su andada y convertirla en cruzada. Desde su inquebrantable materialidad parece querer decirnos que ningún obstáculo natural, río o quebrada, se opone al deseo humano de ganar terreno al espacio, esto es, de espaciarse. Construcción tras construcción, el concepto de puente se ha ganado a peso el reconocimiento y la estimación. Así, decimos «tender puentes» como sinónimo de crear vías de entendimiento, de forjar tentativas de aproximación, de favorecer que las que están enfrentadas y se ven como cosas separadas, puedan superarse, cruzarse, reunirse. La virtud –o mejor, la virtualidad– del puente adquiere, por tanto, una significación netamente política. El puente iguala porque equipara sus lados, lo mismo que las direcciones que se toman en cada momento; une las ciudades divididas, así como a las personas distanciadas que habitan la misma ciudad. Es riguroso espacio público, zona de paso y de tránsito.

La puerta, en cambio, «con el adentro y el afuera, indica una diferencia completa de intención.»{4} La puerta delimita el aquí y el allí, el interior y el exterior. Una función similar representa la ventana, pero su interpretación es distinta a la de la puerta. La ventana sirve básicamente para mirar, para asomarse al mundo, de adentro a afuera, pues el mirar de afuera a adentro indica acechar, hacer de la abertura una ventana indiscreta... Su función no comprende –quiere decirse, no contempla– la acción de entrar o salir, pues esa sería iniciativa excéntrica, practicada por aquel que no se anuncia ni se despide, sino que irrumpe, con maneras inconvenientes de malhechor o ladrón. Al contrario que la ventana, la funcionalidad de la puerta armoniza bien con el movimiento de la vida humana, que es un ir y venir, pero también un salir y un entrar; por eso simboliza un sentido claramente moral.

No es propio del hombre el vivir a la intemperie, ni a la vista constante de todos; necesita refugio como aire para respirar, que de puro abierto lo puede asfixiar. La puerta contiene, en efecto, un carácter individualizador que no pasó desapercibido a Simmel, y por ello declara: «El cierre de su ser-en-casa por medio de la puerta significa ciertamente que separa una parcela de la unidad ininterrumpida del ser natural.»{5}

Henos aquí con una imagen, la de la puerta, de ricos significados, que nos invita a evocarla como pórtico de la libertad, boca que permite abrirse al mundo exterior, pero también volverse al corazón de la morada interior. Estos movimientos no deben interpretarse necesariamente como ejercicios de un peregrinar físico, pues el ámbito de la ética, o continente de ética, no se halla en un lugar particular del mundo. En realidad, no se ubica en el mundo exterior sino en el interior: allí –que es, en realidad, el aquí– el hombre es dueño y propietario, aunque sin esclavos que le sirvan, ni más servidumbres o constricciones que las que uno mismo quiera imponerse. Cuando, por el contrario, el individuo no ejerce la prerrogativa sobre la apertura y cierre de la puerta, de entrar en sociedad y salirse, de sumarse a los demás y retirarse consigo mismo, sea por la dejación de uno mismo o la coacción de otros, entonces la libertad y la moral están perdidas. Y la masa gana la partida.

3
Casa y masa

Elias Canetti. Nacido en Ruse (Bulgaria) el 25 de julio de 1905, con el ladino como lengua materna. Fallecido en Zurich el 19 de agosto de 1994. Premio Nobel de Literatura en 1981. Para Elias Canetti, existe un impulso originario e incontenible de la masa, en verdad una de las primeras características que más impresionan, su instinto de destrucción: «Preferiblemente la masa destruye casas y cosas.»{6} Como animal pesado y sobrecargado que es, la masa avasalla y somete todo lo que encuentra a su paso, todo lo engulle y metaboliza, hasta el punto de formar en su interior una pasta compacta, concentrada y reducida a su mínima expresión: un conjunto de objetos empequeñecidos. La masa se agranda en proporción directa a la mengua de sus componentes; la masa, vale decir, se hace masilla, con la que tapa agujeros y aberturas que impidan fugas. Y es que como apuntó Ortega: «Hay una delicia epidémica en sentirse masa, en no tener destino exclusivo. El hombre se socializa.»{7}

Pues bien, los individuos que se resisten a ser integrados en la masa –lo que no significa que lo logren– buscan su propio espacio donde resistir y sobrevivir, quedando así en el límite de la masa: uno de esos espacios protectores es la casa, refugio de la intimidad y símbolo superior de la propiedad y de la privacidad. Los límites y las demarcaciones de la casa son las ventanas y las puertas, desde ellas guardan el espacio interior y lo separan de lo exterior. No extraña, pues, que la masa se esfuerce en destruir este bastión, porque destruyendo estas imágenes, quebrantan los fortines de la individualidad, la jerarquía y las distancias:

Ventanas y puertas pertenecen a casas, son la parte más delicada de su delimitación hacia el exterior. Destrozadas las puertas y las ventanas, la casa ha perdido su individualidad. Entonces, cualquiera puede entrar a su gusto, nada ni nadie está protegido dentro de ellas. Por lo común, en estas casas están metidos los hombres que pretenden excluirse de la masa, sus enemigos. Ahora se ha destruido lo que los separa. Entre ellos y la masa no hay nada. Pueden salir y sumarse a ella. Se les puede pasar a buscar.{8}

A la masa le irritan las puertas y las ventanas cuando no están rotas. Le disgusta todo signo indicador que marque distancias. Sobre ellas ejerce la masa su presión más enfurecida: Soplaré, soplaré y la casa derribaré... «A la masa desnuda todo le parece la Bastilla.»{9}

La capacidad del hombre para ensimismarse y desprenderse de la carga y del eco fragoroso de la plaza pública y la tremenda necesidad de residir en uno mismo aun viviendo en la ciudad, no representan un don natural ni una gracia que nos sobreviene. Se trata de un aprendizaje, de un ejercitarse en salir de la casa, de atravesar el puente, de entrar en sociedad, de participar en la vida activa, de encontrarse con la masa, pero también de encontrar el camino y el destino de vuelta al continente de la ética.

Notas

{1} Hannah Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona 1998, pág. 236.

{2} Georg Simmel, El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, Península, Barcelona 1986, pág. 31.

{3} Ibíd., pág. 30.

{4} Ibíd., pág. 32.

{5} Ibíd., pág. 34.

{6} Elias Canetti, Masa y poder, Mario Muchnick, Barcelona 1994, pág. 14.

{7} José Ortega y Gasset, «Socialización del hombre» (1930), Obras Completas, Alianza Editorial/Revista de Occidente, Madrid 1983, tomo 2, pág. 745.

{8} Elias Canetti, op. cit., pág. 15.

{9} Ídem.

 

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