Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas, número 14, abril 2003
  El Catoblepasnúmero 14 • abril 2003 • página 11
Estética

De la moda a la guerra.
Sobre democracia y algo de frivolidad indice de la polémica

Eduardo Robredo Zugasti

Se trata de indagar, tomando críticamente la guía del sociólogo francés Gilles Lipovetsky, en el enlace necesario que vincularía el vitalismo narcisista del «Homo democraticus» con la asunción de las ideologías «débiles», ácratas y pacifistas, basadas en la «estetización» de la moral democrática (uno de cuyos casos mas próximos es el movimiento de «no a la guerra»). La generalización de la «forma moda» (pareja a la disolución, o bien «realización silenciosa» de las vanguardias históricas) y la «inflexión estética» de los valores ha hecho posible la cristalización de una nueva mitología de resistencia cripto-ácrata y narcisista a la vez, que viene a contestar (desde dentro) las bases de la misma «sociedad frívola».

«De buen grado permito reír de mis reflexiones y resaltar su pueril solemnidad a todos aquellos a quienes su pesada gravedad impide buscar lo bello en sus más minuciosas manifestaciones; su juicio austero en nada me afecta; me contentaré con apelar a los verdaderos artistas, así como a las mujeres que al nacer han recibido una chispa de ese fuego sagrado con el que querrían iluminarse por entero.» Baudelaire, Elogio del maquillaje

§1. De la moda...

modelo (de) pacifistaEl museo Guggenheim organizó en 2001 una sonada exposición compuesta por doscientos trajes obra del diseñador italiano Giorgio Armani (con anterioridad había tenido lugar otra exposición titulada «Art&Fashion»), en un evento que poco después se trasladó a la versión bilbaína del templo neoyorquino. Acompañada por una puesta en escena y una musicalización «cool» y cosmopolita, los modelos de Armani expuestos en el Guggenheim quedaban inmediatamente prestigiados hasta alcanzar el estatus de verdaderas «obras artísticas» con la misma dignidad que los metafísicos lienzos de Anselm Kiefer o los montajes sobre sopas enlatadas de Andy Warhol situados a pocos pasos. Lo que había allí era algo «importante», sin duda, algo que había dejado de ser «efímero», como habían dejado de serlo los objetos mundanos de Duchamp y otros trastos pos-modernos «museificados» con anterioridad.

Pero (entonces y ahora) no era tanto que el Arte Mayúsculo, cuna y tumba de vanguardias, por una suerte de «benevolencia simbólica» (en el sentido de Bourdieu), «consintiese» el ingreso en tan sagrado recinto (en cuanto separado, exclusivo o elusivo) a su supuesto reverso profano (la Moda), cuanto que la misma Moda hacía mucho tiempo que había disuelto las oposiciones duras entre lo sagrado y lo profano del Arte. Dicho de modo más rápido; los ideales revolucionarios de la Vanguardia artística, en cuanto fusión de Arte y Vida, se habían realizado silenciosamente en la Moda. En este sentido si se quiere, las vanguardias no han fracasado. Mas bien, han triunfado contra sus propios pronósticos. Y decimos esto para completar, acaso polémicamente, la tesis que Raúl Angulo mantiene en esta misma revista a propósito de «El fracaso de las vanguardias».

Porque la era de la «plena moda» es también la de la «plena vanguardia». Nuestra sociedad es más «revolucionaria» de lo que pensamos. ¿No es también la empresa-red y el nuevo capitalismo «en red» un reflejo indirecto de las filosofías «críticas» y posmodernas a la búsqueda del «hombre-artista» que se crea a sí mismo, del «cuidado de sí» foucaultiano, &c.{1}? También para Lipovetsky nuestras sociedades democráticas y burocráticas serían, en el fondo, sociedades revolucionarias basadas mas en el entusiasmo y la seducción por los sentidos (y en la afirmación de la autonomía individual), que en la socialización por la imagen y la dominación orgánica propias de las sociedades panóptico-disciplinarias.

Pero el «caso Armani» remite sólo a un caso particular de esa masiva generalización de la «forma moda» a todos los ámbitos sociales (incluso intelectuales y políticos) designada por el sociólogo francés Gilles Lipovetsky{2}. En efecto, a pesar de la ceguera de muchos «críticos de la cultura», hace tiempo que las populares tiendas de pret-a-porter (cualquier sucursal española de Inditex, sin ir mas lejos) se han convertido en Museos funcionales, y que los mismísimos Museos o las exposiciones de «vanguardia» (al estilo de «Arco», en Madrid) se han convertido en ferias comerciales mas o menos kitsch. Contra toda estética romántica hoy en día no es necesario acudir al Reina Sofía o visitar una catedral gótica (con un manual platónico de Panofsky bajo el brazo) para fruir una genuina experiencia estética. Basta con ir de compras.

Así las cosas, los criterios para distinguir las «creaciones» del modisto (tanto de alta costura como de pre-a-porter, cuya distinción resulta también muy difusa como veremos) de las creaciones del «artista» no son ni claros ni distintos. Es cierto que la moda no puede prescindir de la seducción (seducción posromántica y minimalista, en todo caso), del culto a la individualidad, las apariencias y la afirmación narcisista. Es cierto que el narcisismo y la ética hedonista son condiciones de lo «fashionable», pero sus límites reales son mas que amplios. Basta con echar un vistazo al pluralismo empírico que depara la moda plena. Pero así como es dudoso que el arte (moderno y clásico) se desentienda por completo de la seducción (por ejemplo, en beneficio de la «crítica social») o bien prefiera la profundidad de la idea a las «engañosas apariencias» (no digamos ya si partimos de la teoría platónica del arte), tampoco se sigue que la «moda abierta» pueda considerarse sin más a-crítica, ni mucho menos estéticamente unívoca. De hecho, la «moda abierta» celebra la audacia estética e incorpora formas muy diversas de feísmo, minimalismo, expresionismo...consuma y consume estilemas procedentes de las vanguardias y funda «new looks» eclécticos de toda condición, que incluyen tanto el puro elogio de la novedad como el gusto retro. Anything goes!

Por supuesto, ni el arte ni la moda comparten un objeto material tal que la belleza. La moda puede ser «fea» y «siniestra». Apenas nadie sostendrá hoy una estética basada en los trascendentales del ser (Verdad, Bondad, Belleza). Estos motivos quedan, acaso, para la mitología adolescente y la bohemia idealizada enfrentada «críticamente» a las instituciones «burguesas», al estilo de la película reciente «Moulin Rouge» (Baz Luhrmann, 2001). Estamos lejos del «buen gusto» trascendental al modo humanista (de Gracián a Gadamer).

Porque la moda, de suyo, no es a-crítica. Al contrario, permite incorporar (en los cuerpos) la crítica social entendida justa y etimológicamente como «clasificación». La «plena moda» de nuestras «tranquilas» democracias presenta una amplísima retícula estética de clases y grupos simbólicos. Permite la identificación y la percepción imaginal de la alteridad, «estetiza» esencias sociales y escenifica a la par que suaviza la lucha de clases. De hecho, la moda plena tiende mas a la armonización de pequeñas diferencias que a la violencia simbólica basada en distinciones absolutas. La moda desde luego no es nada «arbitrario» (ya el antropólogo Alfred Louis Kroeber intentó probar que los flujos de la moda no eran un puro caos, sino que seguían ciertas regularidades). La moda no es unívoca. Representa mas bien una gestión democrática de la diversidad simbólica de las diferencias de clase, por un lado, y de las microdiferencias del individuo enclasado por otro.

Además, la democratización, la individualización y la diversificación de los estilos de moda ayudan tanto a trazar micro-diferencias individuales (individuos micro-distintos «microdistinguiéndose» unos de otros en función de adquirir una camisa en Zara o en Armand Basi) como a dibujar y hacer perceptibles las diferencias entre los grupos (no solo entre «clases sociales», sino ante todo entre «clases simbólicas», para traer otra vez a Pierre Bourdieu{3}). Hoy nadie escapa de la moda, ni mucho menos la «anti-moda», que en todo caso evocaría la imagen paradójica de la escalera wittgensteinana (retirada después de ser escalada, con el consiguiente »vacío» que se abre tras semejante operación...). ¿O acaso el look «anti-globalización», pongamos por caso, con sus rastas, su simbología ecléctica a la vez pacifista y revolucionaria, su revival sesentero, su «nativismo» y su forma «sucia» podría considerarse al margen de los flujos de la moda? En todo caso, este ácrata resistirse a la «dictadura de la moda» (en cuanto caso particular del poder) se mantendrá sólo intencionalmente, en una especie de reserva ideológica para irredentos practicantes del «diabolo», pero sin ninguna relevancia material real. En principio, no hay razones para considerar que los manifestantes de Seattle y de Génova sean «fashion-victims» en menor medida que los clientes de Basi, Armani o Custo Dalmau. Porque la moda no es una «generalización empírica» (Kant) de signo unívoco. De hecho, el movimiento anti-globalización resultaría absolutamente incomprensible fuera de la cristalización de la «plena moda» democrática, aún cuando en ocasiones pretenda erigirse en su contra-figura dialéctica y alternativa estético-política.

Manu Chao, ¿Look «anti-globalización»?Custo Dalmau, ¿Vitalismo indiferente?

Moda viene de «modus», y ya sabemos que la substancia (a la manera de Espinosa) contiene infinitos modos. La moda parece tener una relación esencial, en consecuencia, con la finitud y la temporalidad, así como con «lo frívolo». Ya Baudelaire escribió un «Elogio del maquillaje». Pero el arte moderno ha dejado de identificarse con la substancia y, al igual que la «Razón» o cualquier otra idea con ínfulas de identidad dura, apenas puede ser escrita con mayúsculas o proferida en alto sin provocar una suave mueca de cinismo. En la «sociedad del humor» (otro sintagma lipovetskyano) estamos muy lejos del pensamiento «dirigista» de las viejas vanguardias espiritualistas (salvo, naturalmente, el gremio de los críticos de arte, algunos cinéfilos y ciertos filósofos posmodernos). Las nematologías (las poéticas) idealistas (al estilo de Kandinsky, por poner sólo un ejemplo) son en todo caso interpretaciones entre otras, hermenéuticas privadas que no tienen porque constituir una parte formal de la obra, sino a lo sumo una parte material de un interés mas que discreto para los historiadores de chismes populares, pero a partir de la cual no podríamos reproducir la «forma» esencial del arte. Por supuesto que no es necesario penetrar en el «alma del artista» para conocer y fruir estéticamente la obra. Esto es lo que el materialismo filosófico conoce por «objetivismo estético» o bien, en otros términos, «hermenéutica de texto» (frente a las hermenéuticas de autor, al estilo de Schleiermacher o Dilthey). Según este «objetivismo estético» resulta irrelevante el estado anímico de Pollock antes de proceder a «manchar» uno de sus grandes lienzos. Lo que interesa es la obra misma en cuanto ofrecida a la interpretación y re-presentación. Por supuesto, y como supone el materialismo estético, las obras de arte no son testimonios psicológicos, terapias fallidas, o meras confesiones anímicas procedentes de individuos muy extraños a punto de separarse de sus esposas o de iniciar una revolución.

Retomando ahora el hilo perdido de la vanguardia. Si la moda puede «sacralizarse» y «elevarse» hasta las mismas alturas del Arte substantivo como muestra el caso Armani y otros (queda claro que este lenguaje jerarquizante resulta muy sospechoso), también el arte moderno y de vanguardia puede «rebajar» el arte a la vida, reciclando todo «signo inferior» y transfigurando lo sucio y lo deshilachado (¡exactamente como los últimos jeans!) hasta el punto de convertirlos en componentes suyos, en esencia de su misma poética o nematología interna (por ejemplo, en el «arte sucio», sí es que algún arte o producción cultural no lo es).

La fusión del arte y de la vida propugnada por las vanguardias históricas no puede tener lugar en el interior de los museos o en la mera crítica de arte nematológica sobre el papel, sino en la calle y en el hombre de carne y hueso; esto es, en la moda y en el diseño (muy lejos del rigorismo funcional de la bauhaus) incorporados a la vida cotidiana, ese «locus» ético y político donde R. Vaneigem situaba toda revolución futura que no quisiera atestarse la boca de cadáveres. Por eso Yves Saint Laurent, otro santón de la alta costura en irremediable declive, pudo gritar: «¡Abajo el Ritz, viva la calle!» Ahora bien, no podemos estar de acuerdo con otra sentencia del modisto francés en la que afirmaba que la Moda es Arte sólo cuando el diseñador es un artista, y ello porque no compartimos la vieja teoría romántica que, desde Kant, sitúa la esencia de lo artístico en las individualidades creativas y geniales. A nuestro juicio, cualquier diseñador a tiempo parcial para la empresa Inditex puede, en principio, desempeñar idénticas facultades creativas. ¿Es que Bach no componía sus cantatas por encargo de la parroquia? Lo que queremos decir es que semejante «creatividad», acaso, hoy no sea ya ningún lujo, o una especificidad meramente individual, sino una especie de exigencia estructural que domina casi todos los órdenes de la vida y del trabajo (lo cual por descontado no nos convierte a todos en pequeños «Bachs»), y que desconoce o bien difumina muy mucho los límites entre las «ciencias» y las «humanidades», entre los artistas y el resto. ¿Es que no son «creativos» los físicos cuánticos o no pueden serlo los pasteleros? Ya el situacionismo (esa frívola revolución del 68...), en plena trans-vanguardia soñaba con convertir a los obreros en artistas-creadores.

En resolución, toda vanguardia realizada pasa inmediatamente a la retaguardia en un movimiento dialéctico incesante; o toda vanguardia nace para desaparecer, como diría el raro hegeliano Guy Debord (uno de los ideólogos ocultos del «Mayo Francés»).

Pensar otra cosa sería recaer en el Kitsch de una élite que ya no puede existir (hablamos de la Vanguardia), o que sólo existe en las cabezas de algunos críticos de arte o nostálgicos del ready-made, si queda alguno. Como deja claro el «genial» análisis de Lipovetsky, la alta costura hace mucho que dejó de ser vanguardia, y resulta impotente para producir verdaderas novedades o para servir como guía estético-espiritual poco menos que indiscutible. La «moda centenaria» dirigida por criterios unicistas desde algunas exquisitas casas de París periclitó en los años cincuenta. La inversión es tan profunda que ahora la vanguardia imita a la calle (y sobre todo, lo joven), y no la calle a la vanguardia. En el mejor de los casos, la Alta Costura (análogo funcional de la vanguardia artística) en plena era de la «moda abierta» (años sesenta en adelante, según el mismo análisis de Lipovetsky) sólo puede consagrar o bien prestigiar el flujo continuo de novedades; los nuevos «modos» que el Diseño y la Moda industrial permiten emerger siempre con la aquiescencia y el gusto del consumidor. El sociólogo español Manuel Castells{4} ha explicado a la perfección la conexión entre el diseño pret-a-porter de la casa Inditex (por citar el caso mas relevante) y los gustos del público que son inmediatamente computados en tiempo real a medida que realizan sus compras, repercutiendo directamente en la siguiente remesa de diseños disponibles para la venta. Otra pueba de que el consumidor impone sus necesidades y ridiculiza constantemente cualquier amago dirigista (sin perjuicio de que se deje seducir por las sugerencias mas atrevidas). Esta «desacralización» democrática de las élites podría explicar, acaso, el desencanto que el mismo Yves Saint Laureant mostraba públicamente al anunciar el año pasado su retirada de esa Alta Moda supuestamente enferma de comercialismo.

Sencillamente, el mundo del modisto-genial (no digamos ya del artista, o del «intelectual») se ha evaporado para siempre. Saint Laureant, en el fondo, se resistía a la democratización de la moda.

Ahora bien, no queremos decir que el «caso Armani» y otros similares hayan logrado desbaratar el discurso del arte «elevante» y cierta estética romántica, que siguen operando en ciertos «gremios» circunscritos (por ejemplo, entre algunos críticos de arte, «estetas» y fruidores del kitsch), donde aún sigue manteniéndose el discurso aristocrático y su elevación de la vida prosaica por obra y «gracia» de una poética selecta. Si algo caracteriza a nuestras sociedades, es el pluralismo de sentidos. Pero incluso en los mas bien aislados casos en que «reverbera» el espíritu de la vanguardia histórica, lo hace de un modo muy tamizado por el humor y el cinismo, como el caso del colectivo Mike Nedo{5}, un grupo de «artistas» vascos que, en un espectacular acto «anti-artístico» consiguieron colgar un cuadro titulado «Torbellino de amor» en las paredes del museo Guggenheim para demostrar con ello el «falso valor del arte moderno» y poner de paso en solfa a la misma «institución Arte». Al poco tiempo, Mike Nedo fue entrevistado por Javier Sardá en su programa «Crónicas Marcianas». ¿Connubio de arte y frivolidad?

§2. ...a la guerra

Mike Nedo, «Anti-artístico» Torbellino de amorEn resolución, y como muestra el caso Armani o las simpáticas «gamberradas» de Mike Nedo, no existe ya una dicotomía disyuntiva entre Arte y Vida, como no existe en general antítesis entre Arte y Moda o entre los artistas (y los «intelectuales» sean quienes sean) y el resto de ciudadanos. En la era de la «plena moda» tampoco puede sostenerse una oposición dura entre arte substantivo y arte adjetivo (arte popular). Tan «terapéutico» y adjetivo puede ser un concierto de Rock como una representación sublime de La Boheme en el Teatro Real. La «cultura de masas» no es ya sólo ese vergonzante «opio popular» denunciado por Marcuse o Debord y que las vanguardias históricas intentaron privar de todo «espíritu» (reduciendo el arte de masas a «arte de efectos», como si los macromontajes del «land-art», pongamos por caso, estuviesen enteramente desprendidos de efectismo espectacular). Hoy estamos tan lejos de la «unidimensionalidad» marcusiana que sólo veía una masa uniforme y mediocre de consmidores como de los satélites de Júpiter. También los libros de Nietzsche se difunden hoy en ediciones de bolsillo y nadie salvo quizás algún catedrático de metafísica se sorprenderá si alguien tiene en sus manos un volúmen de «Asi hablo Zaratustra» mientras viaja en metro).

Contra la teoría de la «trama invertida» y de las «necesidades dirigidas» (al estilo de Galbraith), Lipovetsky ha subrayado la lógica suave de una dominación burocrática caracterizada por la seducción publicitaria. Y «publicidad» no se confunde con «propaganda». La publicidad tiende a la verosimilitud (no a «la verdad») y se basa ante todo en el humor, riéndose con frecuencia de sus propios clientes...desbaratando la lógica totalitaria en favor del juego y la seducción, descentralizando cualquier dogma estético o ideológico, y en definitiva tomando al hombre tal cual es (desde el presente y no desde la utopía). La política, naturalmente, también se pasa al marketing y al juego de la seducción que ridiculiza cualquier intento de edificar sistemas ideológicos omnímodos.

Nada que ver, en consecuencia, con la lógica panóptica-totalitaria de sesgo foucaultiano denunciada por la sociología «crítica» francesa (Bourdieu, Baudrillard...) y cuantos aún perserveren en semejante mitología resistencial (contra el «totalitarismo», contra el «fascismo», contra «el arte», contra el «franquismo», contra el »imperialismo», contra «el capital» o contra las hamburguesas). Lo mediático no necesariamente «embota» el uso crítico. Es cierto que existe un trasvase de recursos morales, desde la moralidad de las costumbres derribada por Nietzsche hasta la educación mediática (la «educación informal») mediante imágenes. Pero, ¿es que a alguien se le ocurre otra alternativa? Tenemos, eso sí, ciertas contrapartidas «progres»: los media desacralizan el espíritu del sistema, preparan a los individuos para el cambio constante y ablandan las convicciones. Ello en parte colabora a desenrarecer el ambiente y a debilitar las grandes oposiciones, pero también favorece la opinión «blanda» y el pensamiento no ya débil sino escuálido, adialéctico. Contraria non (semper) sunt complementa. De igual forma que la Moda erosiona el prestigio y la auctoritas de la Tradición Unánime. Moda (Frivolidad y Humor) contra Tradición (Rigor y Seriedad), aún cuando esta misma tradición regresa en forma de diversos fantasmas (meta-políticas, nacionalismos y otras ideologías del law&order o del fundamento político inconcuso).

Se comprende muy bien que, abrigado en esta «comunidad frívola», el Homo Ludens se someta sin disgusto al escrutinio on-line de frivolidades sin importancia al estilo del programa de televisión Gran Hermano, o el mas reciente «Hotel Glamour»; sentimentalismo «producido» que lejos de reducir o cuestionar la intimidad (frente a «panoptistas», críticos mojigatos y demás «conspiranoicos» alarmistas), la consagra y celebra, del mismo modo que abona el culto a la personalidad original pero a la vez accesible, rayana en ocasiones con lo «casposo» y borderline (¡tan alejada del cristalino aislacionismo de las viejas «stars» hollywoodenses!). Estamos muy alejados del sentimiento de vergüenza existencial o de la mirada medúsea de la cámara panóptica que escudriña nuestras últimas vísceras anímicas con propósitos totalitarios (al estilo de Bergman en «El huevo de la serpiente» (1977). Así las cosas, gritar «Dios mio, ¡es el apocalipsis!» para auto-distinguirse de las «masas dirigidas», como hizo el «cantante» y «artista» Enrique Bunbury, entre otros, a propósito del éxito de audiencia del «Big Brother» televisado (que por cierto nada tiene que ver con la utopía orwelliana) no deja de ser otra muestra de la impotencia de las falsas élites con pruritos vanguardistas, de los aires gratuitamente malditos y de la «pesada gravedad» de cierto «midcult» nacional tan sometido al marketing (en el fondo) como el mas antipático de los «grandes hermanos».

Glamour 2003Glamour 1955

Pero pese a la «resistencia» de algunos rock stars calculadamente desencantados o defensores del pudor mas extraño, el «Glamour» (juntamente con el conocimiento mas «elevado») se integra (frente a «apocalípticos») hoy en los quioscos con plena normalidad. En todo caso, a estos artistas «exquisitos» y a-frívolos podría ocurrirles algo parecido a lo que narra Giddens en uno de sus libros, refiriendo el caso de una antropóloga desplazada a ignotas tierras africanas en la intención de vivir in situ la mítica «otredad» antropológica, pero que en el primer contacto con los «nativos» se encontró con que estos estaban visualizando en video con toda normalidad la película «Instinto básico».

Por supuesto que no se trata de algo así como «festejar» con confetis y fuegos artificiales el curso de lo dado (conocemos bien las contradicciones: neocapitalismo aliado con el individualismo posesivo, formas acríticas de espiritualidad «new age», defragmentación del estado-nación y auge del nacionalismo etnicista, imperialismos depredadores, anomia generalizada...). El mismo Lipovetsky, señalado acaso con razón como ideólogo inconfeso de cierto individualismo auto-satisfecho, tiene una cabal conciencia del problema.

Guardémonos de toda visión satisfecha: las reacciones impulsivas del publico, las sectas, las diferentes creencias esotéricas y parapsicológicas que frecuentemente pueblan las crónicas, están ahí para recordarnos que las luces no pueden avanzar sin su contrario; la individualización de las conciencias conduce también a la apatía y al vacío intelectual, al pensamiento-spot, al revoltijo mental, a las más irracionales adhesiones, a nuevas formas de superstición y a «lo que sea». Gilles Lipovetsky, El imperio de lo efímero.

Evidentemente las luces siempre proyectan zonas de penumbra (empezando por aquellos lugares que no reciben ninguna iluminación mediática).

Ahora bien, no es que los media imposibiliten o emboten sin más la «conciencia crítica», como decimos; una conciencia que según algunos estaría reservada a una «vanguardia» de iniciados y clarividentes intelectuales o artistas (resabios de este elitismo han aflorado recientemente) pero, al menos, la «estetizan». Y, en todo caso, cada pueblo tiene los media que se merece...

Los tiempos del pietismo kantiano, de la moral de la letra o deducida algorítmicamente, de las ideologías prometeicas y del imperativo categórico dejan paso a las ideologías «débiles» y las morales estetizadas que sólo resultan categóricas a la hora de afirmar, megáfono en mano, los Derechos Humanos Universales. En todo lo demás, son hipotéticas y relativistas. No sin exageración puede hablarse del «crepúsculo del deber»{6} y del declive de la ética «logocéntrica» en beneficio de una nueva liturgia ético-imaginal indolora pero que no podría identificarse de modo inmediato con el inmoralismo o con el nihilismo ético. Mas que «faltos de valores» habría que decir que tenemos muchos valores, y que estos son muy confusos y aún enfrentados entre sí. Abrigar la adialéctica esperanza de un nuevo «humanismo planetario», de un «mundo en paz y sin conflictos» irénicamente poblado de valores finalmente armonizados no deja de ser, en el mejor de los casos, tan utópico como cantar alabanzas por el reino de Dios. El tránsito del homo hominis lupus al homo hominis deus se antoja infinito.

La «guerra» y la «paz» son también conceptos conjugados, correlativos, dialectizados, por mucho que reconocer esto aparente desbaratar la hipersensibilidad del «homo ludens».

De la misma manera, toda moral sacrificial que pretenda imponerse heterónomamente sobre el valor sagrado del individuo es ipso facto inmolada en beneficio de una ética individualista satisfecha, «objetora» e indolora. También por eso nos «manifestamos» por la paz. Hasta el punto de que la práctica de la solidaridad social es considerada «buena para la salud» (el trasunto secular por excelencia de la salvación), según expresó hace muy poco el psiquiatra y convencido roussoniano Luis Rojas Marcos, durante un congreso sobre Humanismo celebrado en la universidad de Deusto. Se acabaron no sólo el cilicio penitencial, ¡sino la misma ética «kantiana»!. La ética lúdica declara que el enlace entre «virtud» y «felicidad» es analítico (y no sintético, como supone toda moral de cierto sacrificio no eudemonista). Ser feliz y virtuoso se sigue por necesidad. Desde esta perspectiva, las ONG's, los nuevos movimientos sociales y los mas variopintos fenómenos de solidaridad civil (Nunca Mais, No a la Guerra, &c.) aparecerán no solamente como agentes de justicia social o de reacción política (contra el Estado), sino también como administradores de la salud pública en la era del «crepúsculo del deber» y de la «retirada del estado» (por decirlo con Susan Strange): verdadera solidaridad terapéutica en sentido secular; tranquilización y «normalización» de la conciencia narcisista colectiva.

La retransmisión de las catástrofes, reales, previstas o imaginadas, la vista de la sangre (o del «chapapote») en televisión reproducen constantemente la misma ética fundamentalmente espectatorial. Ética de las «causas» (mas nobles que los efectos) televisadas. Vivimos una inflexión estética de los valores. Por supuesto que no es la angustia metafísica frente a «la nada», ni ningún humanismo ético pero abstracto, sino ante todo la vista (televisada, on-line) del cadáver o del rostro sufriente lo que dispara el más arcaico temor y protosensibilidad ante la muerte; y también el sentimiento de solidaridad colectiva. Entre el puro indiferentismo y el terror revolucionario existe el término medio de la solidaridad tranquila y hedonista: así es la ética lúdica, narcisista, estetizada e individualizada de tiempos democráticos. «Era del individuo», sin duda, como diría Alain Renaut y otros muchos. Pues es justamente el derecho de auto-realización individual, el sensualismo, la revalorización del cuerpo, el auge de los valores «psi» y el proceso de personalización en general lo que abona el terreno para una creciente sensibilidad mediática por los derechos humanos y el consiguiente «no a la guerra» de inequívoco regusto «flower-power»; «Make love, not war!». Desde luego, queda claro que este nuevo «homo eticus» se inclina mas bien por la «intuición» del valor flotante (casi a la manera de Scheler), con preferencia a encadenar él mismo largos razonamientos o intentar fundamentar su postura de modo claro. El «progre» no suele mostrar intención alguna por indagar en su propio mito constituyente. Prefiere ridiculizar al adversario o proyectar sobre él cuantas imágenes míticas sean necesarias antes que intentar entenderlo o reducirlo dialécticamente. Ciertamente todo ello no está lejos de una moral con frecuencia «querulante» y cripto-maximalista, donde el Mal siempre es proyectado hacia afuera y la «Paz» no deja de ser una idea reguladora cargada de libido utópica y armonista (y lo que ya es peor, fuertemente ideologizada). La moral estetizada es también una «ética del megáfono» arraigada en una nueva mitología de resistencia (particularmente en el caso de algunos «anti-globalización»).

Ética del megáfono («micrófono» en este caso)Pacifistas (¿espiritualistas?) manifestándose masivamente por las calles de una ciudad española

¿Pero de verdad se excluyen la frivolidad, el narcisismo y el «compromiso social»?

En el marco de las manifestaciones contrarias a la guerra, también dentro de la Pasarela Gaudí y otros templos de lo frívolo pudieron contemplarse diversos «símbolos y consignas» en favor de la paz. Alguna prensa saludó el acto como una prueba irrefutable de que la moda «deja a un lado la frivolidad para tocar temas de relevancia internacional». Incluso una de las diseñadoras, en un alarde de conciencia social, presentó a sus modelos con tapabocas en recuerdo de la catástrofe ecológica del Prestige. Ahora bien, ¿es que puede dejar de ser «frívola» la moda sin perder su función básica? Lo único que la Pasarela Gaudí escenenificó, de nuevo, fue la estetización del pacifisismo neutralista, mostrando la compatibilidad estética entre el armonismo y el narcisisimo, pero no ninguna superación irrefutable de su frivolidad esencial.

Además, allí donde hay banalidad, pornografía, espectáculo, arte de masas, frivolidad y «moda plena» ¡hay también democracia! La moda debe fabricar frivolidad. Lo superfluo, en el fondo, es importante. Tampoco podría ser de otro modo y acaso sería indeseable que lo fuera. Un mundo demasiado «profundo» y espiritualizado perdería el contacto con las superficies mundanas. Decimos esto no sólo contra el neoconservadurismo que quiere recuperar la «tradición unánime» (o contra la Iglesia, que al fin y al cabo siempre ha visto con malos ojos los afeites y el maquillaje), sino contra algunas formas de anarquismo envueltas por la mitología anti-globalización que también pretenden terminar con la seducción frívola y democrática a golpe de maza y contra-información («barriendo» la basura televisiva previamente señalada como tal y sustituyéndola por sesudas tertulias filosóficas sobre Kropotkin o el rizoma deleuziano, pongamos por caso).

También en nombre del pensamiento «crítico», y en el fondo desde los mismos prejuicios cripto-elitistas, ciertos grupos «de izquierdas» y contrarios a la globalización (que sólo declaraban contar entre sus principios el «cosmopolitismo» y la «libertad») pidieron el boicot general a la cadena de televisión Telecinco por haber retirado de la parrilla el programa «Caiga quien caiga»; profundos ignorantes de que, en democracia, es la audiencia implacable la que ejerce su particular dictadura de necesidades, y no ningún abstracto y fantasmal «capitalismo internacional». ¿O es que querían sugerir que nos pasásemos masivamente a la programación de tarde de Antena 3? Ello recuerda también a una «Huelga de artistas» propuesta en 2000-2001 por ciertos grupos neo-situacionistas de la red alrededor del colectivo «Luther Blilsset»{7}, cuyo seguimiento real y verdadera repercusión mediática-espectacular no es difícil de calcular.

Pasarela Gaudí: entre la frivolidad y la Paz MundialPero resulta que la ética lúdica y consumista generalizadas por la «forma moda» comparece críticamente contra todo reflejo intelectualista y elitista. Ya provengan las asechanzas del lado tradicionalista o del lado «roussoniano», tarde o temprano el narcisismo acabará devolviendo el golpe, mandando todo conato de «élite» al exilio simbólico. Quizás el agente decisivo es siempre el consumo, la platónicas «almas irascibles y vegetativas» de nuestras democracias frívolas. Y no olvidemos que el sueño de las necesidades controladas por el estado se esfumó con el último socialismo estatal. Se comprende que en semejante panorama no tengan ningún espacio, con la excepción de cierta arqueología «crítica» o islas sub-culturales (para decirlo con Habermas), las así llamadas «vanguardias» históricas (sean intelectuales, políticas o estéticas) en cuanto élites directoras y elevantes del «sentir común». En suma, la estética democrática celebra definitivamente la «aristofobia», o bien propone una (suave y tranquila) revolución de masas no exenta de fuertes contradicciones. Pues, ¿qué partido político o «élite intelectual» podría arrogarse hoy la función de «vanguardia» del proletariado o, en términos mas generales y menos marxianos, de la sociedad civil y del estado? Preguntamos esto a Jose María Rodríguez Vega, quien en su por lo demás excelente artículo{8} defiende una estricta separación entre la doxa popular y la episteme de los expertos, situando el problema político en un claro contexto orteguiano de difícil síntesis (la dialéctica entre las masas y las élites). Porque es bien cierto, por situarnos de nuevo en el contexto maquiavélico tan caro a Zarpax (y sin que supongamos que la ciencia política maquiávelica agote la cuestión política actual), que «la primera causa que haría a un príncipe perder el suyo (su estado) sería abandonar el arte de la guerra», pero asímismo no es menos cierto que el príncipe «debe evitar ser aborrecido y despreciado» (Capítulo XIX de El Príncipe).

Según esto, El papel de los «intelectuales» y los «artistas» (incluyendo a los modistos) en la guerra reciente no debería ser interpretado en un sentido dirigista, como si estos «intelectuales» tuviesen algún poder efectivo, alguna fuerza para obligar en cuanto que «vanguardia». Creemos que no puede ser así, y las razones y aporías derivadas de ello ya han sido suficientemente mostradas en el artículo de Gustavo Bueno publicado en esta revista. Urge distinguir los planos emic (intencionales) y etic (factuales). De modo muy general, las protestas «pacifistas» (deberíamos añadir –etic– «armonistas», y «espiritualistas») contra la guerra de Irak, y asi mismo cualesquiera otras que la sociedad-red informacional se proponga «mediatizar», son mucho más el resultado de la ética narcisista y del vitalismo consumista del Homo Democraticus que de cualquier otra clase de maniobras o conspiraciones políticas (sin perjuicio de que estas operen de hecho, desde luego, pero siempre a posteriori).

Ahora bien, del hecho de que las movilizaciones contra la guerra arraiguen en «sentimientos» ético-estéticos compatibles con la «forma moda», mas bien que en razones sistematizadas, no puede seguirse que queden automáticamente exentas de la crítica racional. Cierto que la extrema «sentimentalización» (como ha dicho el profesor Lassalle) de la protesta proporciona un paraguas muy opaco contra todo argumento que pretenda ir algo mas allá de la homilía o el lirismo edificante, marcando un «rubicón» imaginario entre lo humano y lo inhumano desde el cual no es difícil clasificar al disidente de las masas como "asesino de niños, intrigante pronorteamericano, belicista, salteador del orden internacional, filofascista, gánster del dólar, apuñalador del europeismo o cruzado de Occidente, entre otras lindezas». Y no menos cierto es que, cuando se trata de decisiones políticas, no existe un método de decisión neutral (una especie de «calculos metahphysicus» a la manera de Leibniz) capaz de determinar unívocamente las respuestas adecuadas en cada caso. La política no es ninguna «ciencia dura». Pero ello no invalida la necesidad de la argumentación filosófica, aunque en última instancia la prudencia política (y no tanto la crítica racional) tenga la última palabra. Como supo ver Juan Bautista Vico y la misma tradición humanista, el sensus communis tiene también su propia capacidad de juzgar.

Pero el «sentido común», aunque legislador público de la razón, no es dogma de fe o canon de la verdad. A no ser, claro está, que uno continúe creyendo piamente en ideas sacrosantas o bien agarre el megáfono para solventar la cuestión de una vez por todas desgañitando las consignas habituales «¡Libertad!, ¡Democracia!, ¡Derechos humanos!»... y realizar así (por un mágico efecto perlocucionario) la «paz perpetua».

Notas

{1} Esta se la tesis que defiende Francisco Vázquez en «El retorno de la práctica, el nuevo espíritu del capitalismo y la filosofía», en El lugar de la filosofía, VV.AA., Tusquets, Barcelona 2001. La figura del «manager» vendría a personificar los filosofemas de la posmodernidad de un Foucault, Derrida, Deleuze, &c.

{2} G. Lipovetsky, El imperio de lo efímero: la moda y su destino en las sociedades modernas, Anagrama, Barcelona 1994.

{3} P. Bourdieu, Espacio social y espacio simbólico en Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción, Anagrama, Barcelona 2002.

{4} Nos referimos a los tres monumentales volúmenes de La era de la información, publicados en Alianza editorial por Manuel Castells.

{5} http://www.mikenedo.com/

{6} G. Lipovetsky & J. Bignozzi, El crepúsculo del deber: la ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, Anagrama, Barcelona 1994.

{7} Luther Blissett, «Por una huelga espectacular», Documento sobre la Huelga de arte 2000-2001 aparecido en el fanzine Amano, nº 8, Industrias Mikuerpo, Madrid 1997:

«Un fantasma recorre el mundo occidental. Sólo algun@s elegid@s han escuchado sus cánticos, pues estos se han filtrado con virulencia entre las melodías con que las almas sensibles dejan discurrir una existencia desilusionada. Todavía este grito no se ha alzado sobre la homogénea percusión del espectáculo: nosotr@s esperamos ese momento para empezar a ser comprendid@s.
Son pocas y minoritarias todavía las publicaciones en las que la Huelga de Arte (Barcelona-Madrid, 2000-2001) habla con franqueza: la mayoría se han fingido desinformadas, si bien han comenzado a maniobrar ocultamente para que el peligroso enunciado no trascienda a la escena. Impávidas pero no impasibles. En realidad el enunciado se halla en la escena y huelen el peligro. L@s elegid@s, l@s que otean el futuro en busca de visiones para la Máquina no han querido explotar esta figura del espectáculo. Así, tras la ofensiva de Karen Eliot en Madrid a principios de año (ver Amano, nº 5), movimiento más bien de tanteo y de filtración vírica, los medios de difusión nacional respondían ignorando la convocatoria y desinfectando el terreno que podría legitimarla. El 13 de abril M. Vicent, intelectual que se ha inspirado alguna vez en este fanzine para redactar sus intuiciones, escribía en El País una columna titulada «Destrucción» que no es sino una intervención sobre el manifiesto de Karen Eliot, subvirtiendo la palabra "exclusión", de rancio sabor marxista, por la de "envidia", un fenómeno mucho más creible para una ideología del éxito políticamente correcta, en forma de "virus altamente destructivo" que en su fase final convertiría a sus pacientes, artistas fracasados en su mayor parte, en camicaces "dispuestos a sacrificarlo todo, su prestigio, su fortuna, cualquier código y hasta la propia vida".
Todavía las publicaciones alternativas que han asumido la convocatoria tienen que enfrentarse a la incomprensión de bastantes, construida ella misma, tenemos que decirlo, a la medida del espectáculo y de sus mitos ya seculares. Uno de estos mitos, el más difícil de sacudirse, sería el de un elemento performativo en los motivos del espectáculo que los haría inaccesibles a la intervención. Así, en el debate abierto en la revista de mail-art P.O.Box, hemos visto cómo una convocatoria destinada a la construcción colectiva de un concepto de Huelga de Arte cuyos precedentes han tenido carácter de ensayo o tentativa, nunca de modelo o referencia, se ha transformado en una discusión acerca de un concepto que viniera dado, sin que podamos saber por quién ni de qué manera. A la vista de las críticas que se han ido reflejando de manera cumplida y honesta en dicha publicación, y aprovechando el espacio que me ofrece este fanzine, considero necesario realizar algunas precisiones acerca de este primer desenfoque.
Quienes hayan seguido la convocatoria desde su origen habrán percibido la ausencia de planteamientos definidos y cerrados con respecto a la misma. No es sólo que la propuesta nace con espontánea y transparente inmadurez. Ya no existen planos absolutos de realidad; a lo sumo se dan, y esto porque es el problema lo que quiere globalizarse, movimientos aglutinantes, causas comunes, diferentes problemas personales dentro de un mismo marco político. Dentro de este marco de problemas globales y soluciones diversas que cumplen bien la función que disolver la globalización de las causas únicas, son cada vez más necesarios motivos de movilización capaces de aglutinar y prender discursos en torno a cuestiones que salpican a tod@s y que la ortodoxia revolucionaria ha desconsiderado en los movimientos del pasado.
Pensamos que la movilización por la Huelga de Arte reune condiciones tales que producirían efectos espectaculares en la estructura del sistema capitalista (que en Occidente se monta principalmente sobre necesidades de segundo orden, principalmente productos culturales o ideológicos o transmitidos a través de estos mecanismos) con un mínimo costo social. Acaso nuestras necesidades estéticas tendrían que canalizarse hacia actividades que no tuviesen cabida en los espacios y circuitos que sustentan la estructura de las artes, tal y como esta aparece hoy definida dentro del sistema del mercado y de las legitimidades políticas. A cambio, todo un sistema sostenido gracias a la alienación espectacular, alienación que es económica e ideológica paralelamente y de una vez y que ha integrado gracias a sacralizados mecanismos de abstracción y de propiedad todas las rupturas formales, quedaría cuestionado en el peor de los casos (su seguimiento por un número reducido de marginales) y colapsaría si se diese un seguimiento notorio.
Hemos tenido ocasión de comprobar la inmediata simpatía que puede generar este concepto, o más bien este collage de conceptos procedentes de diferentes universos cada vez más implicados, entre much@s artistas comprometid@s y activistas (contra)culturales. Cabe interpretar según esta simpatía el hecho de que una convocatoria limitada, en principio, a Madrid y Barcelona, ha suscitado respuestas desde todas las partes del mundo. Aunque dicha simpatía se ve en muchos casos matizada tras una "consideración racional" de las circunstancias a que podría dar lugar, much@s de quienes se pronuncian contra ella manifiestan hacerlo a pesar de interesantes estímulos. Creemos que se trata de un concepto cargado y ya reconocible, una realidad mutante, como muchas manifestaciones artísticas, una criatura del espectáculo que amenaza llevárselo por delante. El espectáculo lleva inscrito siempre su final: el Espectáculo no existe. Cada espectáculo busca negar el momento aberrante de la eternidad. Es el Capital, como fuerza separada del control humano, quien se agazapa tras un encadenamiento uniforme de espectáculos que impiden retirar la mirada para comprender. Es el Capital quien admite esa metáfora como uno de sus Nombres Divinos. Y si el Capital siempre tuvo una lógica prevención hacia las huelgas, pondrá todos los recursos para eliminar los recursos que puedan cuestionar el mundo que ha construido de arriba a abajo, un mundo que se disolvería apenas retirásemos la mirada.
Se trataba en un principio de aprovechar el potencial evocador de ambos conceptos en interacción y su enorme capacidad para generar discursos desde diferentes ámbitos: desde el de las artes, de la política, de la economía, de la vida cotidiana... La enumeración de la multiplicidad de motivos que podrían condensarse en ella (P.O.Box, nº 25) atendía a esta pluralidad de motivaciones implicables en su discusión. El concepto surgió desde los circuitos de mail-art (no para quedarse en ellos, desde luego) al modo de una silueta que había que manipular, copiar y pasar, una forma no espectacular de transmitir ideas, pero no poco efectiva a la hora de establecer una red internacional de activistas. La Huelga de Arte es un planteamiento horizontal, sin derechos de autoría para nadie. No es una situación construida, sino una escena para luchar y jugar a otros juegos. No hay nada que derribar: hay que construir la Huelga de Arte.
A la luz, sin embargo, de algunas críticas, podemos ya decir unas cuantas cosas todavía acerca de lo que la Huelga de Arte no es para much@s de nosotr@s:
La Huelga de Arte no es una huelga de silencio. A pesar de que la mayoría de las objeciones críticas se han orientado en esta línea creíamos esto explícito cuando hablábamos de un silencio activo, al igual que los trabajador@s en huelga no se quedan en casa, sino que acuden a la puerta de la fábrica, organizan piquetes y extienden la huelga a otros centros, la huelga de arte no es unas vacaciones de los sentidos (P.O.Box, nº 24: «Sobre la huelga de arte Barcelona 2000-2001»), pero Karen Eliot lo hizo aún más explícito en un comunicado posterior (cf. «Es tiempo de asesinos», P.O.Box, nº 26): ...estamos hart@s de minutos de silencio..., clamor del espectáculo detenido antes del desencadenamiento de los sucesos, hart@s también del silencio construido a base de pensamiento único y abstracción mediática. Es cierto que un simple parón de actividades disidentes dentro de las artes no nos llevaría a ningún sitio, si este parón no fuese visible, si no fuese clamoroso y espectacular. Aunque podemos asumir el simple gesto, no tenemos pretensión alguna de quedarnos ahí. También es posible que no todos los marcos sean oportunos para esta acción. Hago referencia aquí al planteamiento de Clemente Padín respecto de cual pueda ser la situación en Latinoamérica, y la función liberadora-crítica que las artes puedan tener allí. Consideramos que el seguimiento de la huelga sería más eficaz en los paises que organizan su economía en torno al consumo, allí donde se despliega cada vez con diseños más atroces el espectáculo del sufrimiento de otras partes del mundo.
La Huelga de Arte no es una Huelga de Artistas. Tal asunción únicamente aparecía implicada en la convocatoria de Metzger en los años 70 y aparece explícitamente negada en la Huelga de Karen Eliot de 1990-1993, pues tendería a reconocer al artista un estatus profesional separado que le negamos, no sólo porque escamotea el reconocimiento de la potencia creadora que anima a todo ser humano, sino porque las propuestas artísticas más innovadoras cada vez tienen menos que ver con el ejercicio profesional de las artes y las más influyentes encuentran una potente aplicación en los dominios del espectáculo (publicidad, televisión, industria de objetos culturales). Si frente a estos usos espectaculares de la energía y la creatividd humanas se ha definido un circuito de artistas disidentes, que han encontrado por ejemplo en el mail-art un interesante campo de aplicaciones, ello no ha venido a estorbar, y sí muchas veces a inspirar, la práctica de un apropiacionismo mediático de imágenes de utopía subvertida que constituyen la base actual del espectáculo. Querer definirse, en cuanto artistas, como representantes de lo colectivo, cuyo silencio asolaría ese valor, resulta una actitud ingenua a la vista de esta inmensa pantalla que impone su verdad según una sola medida, la que nos tiene en huelga de arte desde hace varios siglos a quienes no reflejamos en nuestras obras el prisma neoliberal. También de esta manera trasciende la Huelga de Arte cualquier principio de subjetividad o de autoría.
La Huelga de Arte no es una Huelga de producción. No cabe esperar que sean los productores de la industria del espectáculo ni sus patronos capitalistas los que mejor sintonicen con esta convocatoria. También aquí la inercia de una tradición de fracaso asumida acríticamente podría llevarnos lejos de la realidad que se vive, donde ninguna de nuestras elecciones puede relejar ya el todo. Si al capitalismo en fase de construcción correspondieron las huelgas de producción como estrategias de lucha de clases, al capitalismo en fase de decadencia (postcapitalismo, sociedad de consumo) deberían corresponder más bien las huelgas de consumo. Jorge Verstrynge plantea esta estrategia en el número 109 de la revista El Viejo Topo («El consumo como arma»): "Si el consumo es la clave, entonces el arma clave es el consumo. Podemos aceptar del capitalismo el que sin beneficio prefiera no producir; pero él debe aceptar de nosotros que la toma en consideración de criterios exclusivamente de rentabilidad conduce a una situación no óptima desde el punto de vista del Sistema, e incluso explosiva desde un punto de vista social." Así como nuestras propuestas estético-expresivas privilegian la percepción como momento constructivo de la experiencia en un mundo sobrecargado de imágenes, la huelga de arte no debe plantearse exclusivamente como una huelga de productores, ni como una huelga de participantes en los con-cursos mediáticos, sino como una huelga de espectadores críticos conscientes. (Esto Continuará).»

{8} J. M. Rodríguez Vega, «La guerra y el pueblo», El Catoblepas, nº 13 (marzo 2003), pág. 16.

 

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