Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 14 • abril 2003 • página 7
La indignación, junto a la «opinión pública», se erige cada día más en el mito dominador privilegiado por el cual mucha gente busca amparo y aun legitimidad para justificar –o tomar– posiciones. A menudo, ambos mitos salen juntos a la calle y se ponen de manifiesto
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Hoy todo el mundo habla de la «opinión pública» como de una mágica e inapelable vox populi ante la que deben de plegarse la acción política y la voluntad de los ciudadanos. Hoy: cuando, según dicen, la «opinión pública» se ha hecho mayor y mundial. Algunas personas, partidos políticos y grupos de presión incluso se aprestan muy gustosamente a representarla, los mismos que ordinariamente condenan el «unilateralismo» y exclaman «No en mi nombre» para oponerse a todo aquello, y sólo aquello, que les disgusta.{1} Pero, ¿qué es lo que piensa y dice en verdad la «opinión pública», si es que en realidad piensa y dice algo en absoluto? ¿Y por qué está tan indignada?
El concepto de «opinión pública» ha llegado a convertirse en los últimos tiempos en el recurso favorito de aquellos que aspiran a recuperar la voluntad general a través de manifiestos y manifestaciones, a convertir la plaza pública en la arena política, la playa fantaseada en los rabiosos 60 –que presumiblemente se ocultaba tras negro asfalto y grises adoquines– en centro de deliberación y decisión donde convergen las masas para clamar sus cuitas y aclamar a sus guías. Resurgen así, rugiendo, los nuevos demagogos, los sectarios y los «apaciguadores» para quienes su palabra expresa la voz de la conciencia colectiva. Estos nuevos cabecillas han decidido tomar la calle, y se pasean por ella no como pacíficos flâneurs ni como transeúntes que van de aquí para allá. No, éstos van al trote, casi diría que a la carrera, han iniciado la marcha a las ciudades, la larga marcha, y ya se sabe que todos los caminos llevan a Roma... Se instalan en la vía pública, donde establecen el discurso político y donde piensan quedarse tomando posiciones. Así como no hay foro sin aforo, así de la lengua mitinera de cuero emanan la voluntad de poder y el deseo irrefrenable del fuero. Se hacen dueños de las plazas y bulevares porque la calle es suya...
La calle, el público y la «opinión pública» producen un fenómeno curioso: su genuina vocación se consuma en la alteración. Puede uno salir a la calle, moverse por una ciudad, para ensimismarse, para encontrarse a sí mismo y para aislarse entre la multitud, o para perderse en ella, que viene a ser lo mismo. Esta es la manera de entender, según Walter Benjamin, la disposición al callejeo: «Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje.»{2} Sea como sea, vaya por donde vaya, se trata de una travesía normalmente solitaria, por lo que contiene de experiencia personal y de aplicación casi iniciática.
Hay, sin embargo, otros modos de concentrarse, que no suponen el abstraerse en sí mismo, sino maneras por las que, en lugar de absorberse, uno es absorbido por la fuerza y gravedad de la aglomeración, envolviéndose en los demás, reuniéndose con otros al objeto de espesarse en ellos, para así, todos juntos, conformar la masa. Una masa que, como pensaba Elias Canetti, precisa de la descarga para ser y definirse como tal.{3}
El hombre que carga con el peso de su individualidad crea su propio espacio marcando distancias con los demás; busca encontrarse a sí mismo y ensimismarse. Y en ese estado, empieza uno a pensar. Hasta que se cansa o se aburre, y necesita entonces liberarse de sus cargas de distancias, de la congoja o la angustia de la meditación. O es que tal vez sienta miedo de la soledad, de la desolación, por causa interna o externa. He aquí una muy prolija fenomenología del desprendimiento del Yo que no vamos a detallar ahora, una condenación y una expulsión del Paraíso que precisaría de más tiempo y de otras escrituras... El caso es que cuando el hombre precisa algo, a menudo le entra la prisa y se precipita, y cae en manos de la masa: «los hombres se convierten en masa», asienta Canetti. Se forma, en consecuencia, la masa, entre otros motivos, por la urgencia de un alivio; los hombres se congregan para desahogarse, pues la mismidad les sofoca.
Así como al individuo atascado le es menester evacuarse en la muchedumbre, la «masa detenida», una vez establecida, no puede eternizarse en la pasividad, sino que espera hasta que una cabeza particular mueva sus piernas múltiples, y se ponga en marcha. La concentración se torna entonces manifestación y comienza de esta forma una nueva descarga, en la que la masa se expresa y opina; o, dicho con más rigor, clama, o sea, se pone de manifiesto.
El aullido, como antes era habitual en ejecuciones públicas cuando la cabeza del malhechor era sostenida en alto por el verdugo, o el aullido, tal como hoy se conoce de los espectadores deportivos, son la voz de la masa.{4}
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¿Qué dice la masa? En realidad, nada, pues no habla. La masa se manifiesta, casi siempre sin razón, pero invariablemente con pasión. En y con la muchedumbre se levanta el hombre público, lo público, el público. Y, ¿qué es el público? John Stuart Mill resolvió el enigma con esta declaración fulminante:
Si los hombres más sabios, los más capacitados para confiar en su propio juicio, encuentran necesario justificar su confianza, no es mucho pedir que se exija la misma justificación a esa colección mixta de algunos pocos discretos y muchos tontos que se llama el público.{5}
Pero el público no se justifica, ni se responsabiliza (ya que no responde; normalmente, sólo exige y clama): por algo es el respetable público y se le respeta todo. Pero que no se diga que siempre tiene razón. Entre otras cosas, porque no pretende tener razón. Tampoco ansía la verdad ni pretende la realidad; su ámbito es el de la ficción. En este momento, interviene J. Habermas: «La opiniones no públicas actúan en –nutrido– plural, mientras que "la" opinión pública es en realidad una ficción.»{6} Su sueño no es el sueño de la razón, sino que se complace en la amplificación (de la voz) y la ampliación (de sus miembros): el público, busca ser más, siendo cada vez más. Su medida es la desmedida; su tasa, la densidad; su criterio, la unanimidad; su onda de frecuencia, la alta frecuencia, el griterío.
La masa avanza como un solo hombre o no prospera. El hombre acude a la masa como descarga, como promesa de distensión; pero una vez sometida a ella, el hombre-masa no acepta la disensión. Aquel que se resiste a ser engullido por el magma, o en su seno aspira a desigualarse, es juzgado y condenado sin remedio. Mala cosa ésta: «La peor ofensa de esta especie que puede ser cometida consiste en estigmatizar a los que sostienen la opinión contraria como hombres malos e inmorales.»{7} A su señalamiento le sigue el linchamiento.
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La calle, el público y «opinión pública» se pierden en la avenida de la alteración. La alteración es el territorio de alter: el dominio del alternar, del relacionase con los demás, de estar entre los otros, pero también el medio y el entorno de la exaltación, del desasosiego desatado, de la indignación.
Sostiene una vieja creencia que la indignación aporta un plus de razón a todo aquel que mantiene un punto de vista cualquiera. Quien se pone muy serio y exhibe fuerte enojo, se dice, alguna razón tendrá y por algo será. Si uno formula una reclamación o enuncia una protesta mostrando adusto gesto, ya lleva mucho ganado; si no parecería que la cosa va de broma. Pero, al mismo tiempo –y esto es más serio–, hay una larga tradición en la ética que considera que la moral nace del descontento.
Decía, por ejemplo, Antonio Machado muy convencido, y acaso también no menos complacido, en el Juan de Mairena, que el descontento es la única base de «nuestra ética». Ciertamente que el poeta, circunstancialmente metido a filósofo moral, se dirigía con sus palabras a los que tenía por «amigos queridos», de manera que los que no lo sean –o, aun si lo son– no se crean por ello atados por el compromiso de la amistad, tomando la declaración al pie de la letra.
Primero, porque, si se me permite decirlo así, la inflexión declamatoria y un tanto teatral del autor, la traza de poeta que exhibe, el énfasis retórico que no oculta, invitan más a la ovación fácil, a la aclamación, que a la aprobación sincera y ponderada. Y segundo, porque, como se sabe, los espíritus poéticos son a menudo bastante proclives al dramatismo, a la fantasía y muy inclinados al lamento incontenible, a la subida de tono, a comulgar con el alma de tango.
Bien es verdad, que este gusto o afición por el descontento con vocación de fundamentación no se reduce al estrecho espacio de los versados en letras y rimas, sino que asimismo impregna otros ámbitos, como, por ejemplo, el ideológico. Y, de esta forma tan disgustada y tan penosa, ha logrado instalarse dentro de determinada tradición política –dícese de «izquierdas»– un sentimiento lánguido y quejoso, de conciencia eternamente ofendida y de ánimo disgustado, agitado por la creencia de que la ética está hecha para deshacer entuertos, para librar singulares batallas y atajar la injusticia allá donde se presente, lograr la emancipación de los pueblos, hacer retroceder el desagravio e imponer la restitución.
Según esta divisa, todo sujeto imprudente que se atreva a reconocer que todo va bien o, en un plano más personal, que las cosas le van bien, y que se siente contento consigo mismo y conforme con el mundo, será irremediablemente tenido por un conservador, un explotador y un subordinado al mismo tiempo, un rufián, un alienado, un presuntuoso, un arrogante, un conformista... y un inmoral.
El estado de contento suele verse, en consecuencia, por parte de muchos espíritus soliviantados y justicieros como una condición incompatible con el talante ético, el cual, por lo visto y oído, será más justo, cuanto más ceñudo, y más digno, cuanto más indignado. Es más, en no pocas ocasiones se espera que sólo el hecho de que el individuo vista su acción con el gesto ceñudo de la indignación ya sea motivo suficiente como para concederle una porción abundante de razón y aun de legitimidad, no importa que las tenga o no por méritos propios, ni que la rabia expresada sea sincera o postiza. La trama puede funcionar y dar algún provecho ocasional. Pero, más pronto o más tarde, la trampa se pone de manifiesto y se descubre el embrollo. Además, aceptar semejante actitud significaría confundir la ética con el cinema verité, la discreción y la sobriedad con el artificio y el oropel, la justa reclamación con la batahola.
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Al cumplir ochenta años en noviembre de 2002, ese espíritu desatado que es el Nobel de Literatura, José Saramago, en un acto de homenaje ofrecido en Santa María da Feira, alternaba, firmaba libros y atendía a los invitados (no faltó Marisa Paredes, que actuó de diva y entonó muchos vivas, cuando ahora tanto dice «no» y «muera»: cosas veredes). Pues bien, ¿creen ustedes que estaba contento y deleitado? Nada de eso. Este autor de novelas y manifiestos, declaraba a la sazón muy desazonado: «En los años que me restan, habrá más libros y, sobre todo, más indignación.» Hace menos de un año de esto que cuento. Y ¡vaya que no se ha apartado ni una línea del guión de la declaración! En la manifestación celebrada en Madrid el día 22 de marzo como protesta contra la intervención de las fuerzas aliadas contra el régimen dictatorial de Sadam Husein (lo que no significa que esté a favor de éste), Saramago leyó un pregón en el que lanzó mucha bilis y exhibió mucha hybris. No habló allí de paz, sino de guerra; de guerra contra aquellos que no estaban presentes en aquella manifestación (o en otras similares: los indignados regañan muy a menudo a muchos) y no clamaban «No a la guerra», a quienes dedicó esta perla de la literatura: «no les vamos a dejar en paz». ¿No es ésta la perfecta manifestación de un sectario? Puesto que sería un tanto petulante caracterizarlo de pacifista, formularé otra pregunta: ¿no es ésta la voz de un «apaciguador»?
No es cosa probada que la indignación sea una muestra de moralidad. Más razón parece tener Marshall McLuhan cuando afirma que la indignación moral es la estrategia tipo para dotar al idiota de dignidad.
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Vivimos en los últimos tiempos un sinvivir ciudadano, al menos desde que se desató –en España muy particularmente (y con mucho «particularismo»)–, la estrategia de las «broncas ciudadanas»,{8} la cual, con mil excusas, sea el naufragio de un petrolero, la muestra en marcha por el Parlamento de leyes educativas, un plan hidrológico nacional, un accidente ferroviario, o una guerra en Irak, no busca más que acosar y derribar al Gobierno de la Nación, antes de las urnas, o bien llegar a las urnas con una ventaja adicional: la que proporciona una Oposición política movilizada en todos los frentes, una población soliviantada, incitada y excitada, unos grupos radicales levantados en manifiesta insurrección, un clima de coacción generalizado, en el que sólo se escucha una voz (la voz de la calle, apropiada por unos pocos dirigentes políticos), y en el que inmediatamente son puestos en la picota los que no participan de la sublevación o la critican. Al día de hoy, según los sectarios, es cosa cierta y corroborada por los hechos que la práctica política de consenso consiste en hacer lo que ellos digan y exigen, sin rechistar y rapidito; una atmósfera bajo la cual la menor muestra de disenso engendra un aluvión de descalificaciones y de maldiciones.{9}
Dícese de los sectarios que son sujetos intransigentes, partidarios partidistas, adeptos a la Causa y genuinos secuaces (sectario y secuaz comparten la misma raíz latina «sequi»). En política, verbigracia, manifiestan una actitud sectaria aquellos que se creen los únicos con derecho a gobernar, a estar en el Poder: si los desalojan del Poder por las urnas, se enojan, rompen la baraja y se revolucionan. También lo son aquellos que siempre quieren tener razón, toda la razón, y se indignan cuando se les contradice o matiza en lo más mínimo.
Dícese de los «apaciguadores» que son sujetos que están muertos de miedo porque tienen miedo a morir ante la amenaza que les lanza un feroz personaje o un grupo intimidador. En el colegio o en la pandilla, suele descubrirse la traza de un «apaciguador» en aquel niño que sintiéndose aterrorizado por el matón de la clase o del barrio, le hace coro y corro, le halaga, le ríe las gracias, está junto a él para que él no esté contra uno, le hace regalos y concesiones, le calma cuando se encrespa, se deja humillar. En política, verbigracia, suele aplicarse el término «apaciguador» a aquel gobierno o agrupación política que practica el appeasement, el intento de apaciguamiento del insurrecto, o del que está a punto de atacar, a cambio de que le perdone la vida; si tiene que golpear que lo haga a otro, que uno se quiere salvar. Por ejemplo, Arthur Neville Chamberlain y Lord Halifax practicaron en el Reino Unido el apaciguamiento ante la ascensión y amenaza mundial del nazismo, a diferencia de Winston Churchill, que era partidario de plantarle cara y pararle los pies. Pues bien, hoy la «opinión pública» se ha visto seducida por un canto de sirena, por la creencia (ya lo sabemos: ficticia) según la cual Chamberlain y Halifax pasarían por pacifistas, y Churchill por belicista.{10} Y eso en un año en el que una importante encuesta (¿la voz de la «opinión pública»?) llevada a cabo en el Viejo Continente (con perdón) elevaba a Winston Churchill a la consideración de personaje más popular de los últimos cien años.
En estos tiempos de hybris, de desmesura y vesania, hacen más falta el espíritu y la praxis de la pacificación que la actitud del apaciguamiento. Está comprobado que el apaciguamiento no sólo no detiene el conflicto sino que favorece la extensión de las políticas expansionistas y demoledoras. En el documental Le Chagrin et la Pitié (1969) realizado por Marcel Ophüls (hijo del genial director vienés Max Ophüls), donde se narra la vida cotidiana en la ciudad francesa de Clermont-Ferrand bajo la ocupación alemana, la subterránea, cuando no patente, disposición colaboracionista y comprensiva de gran parte de la población, de la gente corriente, hacia el invasor, la actitud de sumisión y apaciguamiento hacia el nazismo, el antisemitismo; se observan allí comportamientos pasmosos y se escuchan comentarios que sobrecogen y algunas reflexiones que dan que pensar. De entre estas últimas, selecciono la siguiente: preguntado Mr. Eden, ministro británico por entonces, sobre su valoración de la política de Vichy, contesta con mucha diplomacia que ellos –los británicos– podían hacerse cargo de que los franceses hubiesen cedido ante el empuje nazi y decidido no hacerles frente (en fin, claudicar), pero lo que les costaba muchísimo de entender era el hecho de que los franceses (gobernantes y gobernados), por acción u omisión, favorecieran el avance alemán y dificultaran de mil maneras la acción aliada...
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La tercera guerra de Irak ya se ha comenzado. La etapa prebélica ha resultado larga, fatigosa y muy gravosa para la comunidad internacional. El desarrollo de la acción bélica se espera breve y, sobre todo, que concluya del modo menos oneroso y lesivo para la población iraquí y para las tropas aliadas, de la manera más provechosa para la paz sin menoscabo de la libertad y de la seguridad. Pero la perspectiva posbélica se divisa muy inquietante. Los bandos y las facciones en un lado y otro del conflicto se han visto confundidos en unos discursos altamente confusos y en una serie de actuaciones desconcertantes. En otras ocasiones, sin embargo, la obviedad y el cinismo han sido tan manifiestos que han rayado la obscenidad. Puede que sea ésta una característica de las «nuevas guerras», pero la perplejidad y la inquietud no por ello se atenúan: cuesta acostumbrarse a las nuevas situaciones y escenarios. Por poner sólo un ejemplo, el cruce de acusaciones entre ¿antiguos aliados?, como EEUU y Francia, da la impresión de que ellos son los países beligerantes, mientras el régimen de Irak y el islamismo fundamentalista contemplan el espectáculo con tanta nitidez como hilaridad, es decir, como la evidente prueba de la definitiva «decadencia de Occidente».
Sin embargo, hay algunas enseñanzas de las viejas ciencias y filosofías políticas que, mientras no se demuestre lo contrario, siguen pareciendo ciertas. Me refiero en concreto a aquellas que recomiendan, antes de iniciar una confrontación, el prever con escrupulosidad la forma de restablecer en el futuro, en el día después, algún elemento del orden y estatus previos, que todo conflicto necesariamente destruye, al objeto de la reconstrucción. Asimismo, cuando dos individuos disputan intelectualmente sobre cualquier tema, deben ordenar sus argumentos y sus razonamientos de manera que el desarrollo del debate pueda recuperar una mínima unidad de partida, por más que ambos se hayan separado para dar fe de sus respectivos discursos antagónicos, si es que no quieren definitivamente perderse.
El debate sobre el conflicto de Irak, o sea, dialécticamente hablando, ya comenzó mal en el instante en que triunfó la consigna, plana como una pradera, de «No a la guerra», dividiendo la escena entre supuestos pacifistas y presuntos belicistas. No fue, por supuesto, un hecho resultado del azar, pero sus creadores, sus portavoces y el público en general deberán hacerse cargo del mismo y responder en algún momento de sus repercusiones y consecuencias. A tal disposición se le conoce como ética de la responsabilidad. Desde entonces, el deterioro social y el clima de crispación ciudadana –por no hablar de las instituciones políticas y del consenso político– se han recrudecido y ha llegado hasta tal punto en que el punto de freno y retorno parece cada vez más difícil de asegurarse. De momento habría que preguntarse a quiénes les resulta ventajoso que la confrontación (militar, social y política) no finalice ¡ni aun después de que se baje el telón en el teatro de operaciones!, así como que no se frene la estrategia de «guerra de desgaste» y de «maximización del sufrimiento».
A propósito del texto de Canetti que comentábamos antes, decíamos que las masas se ponen en movimiento según disponga la cabeza de la manifestación. Pues bien, quien agita a la muchedumbre debe saber cuándo hay que detener la marcha, si es que no quiere que se desmande. Pues puede ocurrir que más adelante ya no pueda contenerla, incluso que deje de obedecerla y aun que se revuelva contra ella. Las masas –y no sólo la mocedad o los grupos radicales– movilizadas por la consigna chata de «No a la guerra» se han mostrado muy agresivas. ¿Por qué están tan indignadas? ¿Por qué se han dejado llevar por estas formas enloquecidas? Todo parece indicar que a medida que el conflicto vaya cerrándose, los ánimos calmarán, e incluso mañana muchos justificarán lo que ayer condenaban. Así se mueve la «opinión pública». Y ya se observan movimientos en ese sentido. Pero, con todo, muchos interrogantes siguen abiertos. ¿Cómo hemos llegado a esto?
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En una democracia y en un Estado de Derecho existen vías pacíficas y mesuradas, ordenadas y ponderadas de hacer pública la disconformidad, la protesta y la «comunidad de comunicación», pero, ¿cómo puede ser esto posible cuando quien no está en el «mundo de la Vida» se le expulsa al «mundo del Sistema» y se le anula? El tono de la disparidad y de la desaprobación han llegado hasta el punto de que han logrado incendiar la pradera. Y hoy hasta el mar arde.
Ocurre que incluso magistrados y catedráticos de Derecho, hombres de toga y birrete, la plana mayor del magister et magisterium, intervienen en la discusión pública, no como profesionales o simples ciudadanos, sino como auténticos incendiarios. Un conocido y mediático juez de la Audiencia Nacional ha declarado en estos días que España ha incurrido en «estricta ilegalidad» al involucrarse en el conflicto de Irak y que, en consecuencia, no excluye que el Gobierno español pueda ser llevado como reo ante el Tribunal Penal Internacional recientemente constituido (al menos ahora ya sabemos para qué fue creado y por qué fue tan rabiosamente patrocinado por algunos; también en este momento comprendemos el significado preciso del latinajo in dubio pro reo).{11} Un catedrático de Derecho Constitucional refiriéndose a esta cuestión, dicta esta singular sentencia: «No estamos únicamente ante un incumplimiento de la Carta de las Naciones Unidas, sino también ante la violación de la Constitución española.»{12} Y, en fin, otro eminente jurista y rector universitario declara públicamente que, por todo lo que ha hecho el Gobierno, estamos nada menos que ante un golpe de Estado.{13} Si esto dicen prominentes figuras del Poder Judicial, ¿qué no dirá el hombre de la calle, cuando se manifiesta o cuando simplemente pasa por ahí?
Pero, ¿por qué están tan indignados? Una razón principal –además de las ya expuestas– que explica la masiva y apasionada reacción de una parte considerable de la población en respuesta al «No a la guerra» se halla en la perspectiva (engañosa) que se le ha brindado desde los primeros compases del conflicto por parte de foros sociales y frentes «contra la guerra», según la cual el desarme y derrocamiento del régimen de Sadam Husein (sobre este punto parece que hay, a pesar de todo el alboroto y la confusión, acuerdo común y favorable) podían haberse conseguido sin intervención militar y sin el uso de la fuerza, es decir, sólo por el poder de convicción de los inspectores de la ONU (¿qué proporción de la «opinión pública» conoce su auténtica función y su misión, como son las de certificar el desarme del régimen y no las de buscar pruebas?), o sólo con más tiempo (el tiempo lo cura todo); esto es, bueno, bonito y barato. O sea, gratis total... Expuestas así las cosas, ¿quién puede resistirse al hechizo? La duda razonable está en averiguar si esta especulación tiene lugar en una «comunidad ideal de comunicación», en el mejor de los mundos posibles, en el limbo, en la isla Utopía, o en un escenario real. Si está fundado en el Principio del Deseo, del Placer o en el Principio de Realidad.
Con todo, no hay nada menos evidente que sospechar –y no digo sostener– que las manifestaciones y las descargas de las masas resulten siempre «gratis total». Los políticos y los medios de comunicación, que tienden a halagar a la multitud, se esfuerzan en alabar el valor de la acción pública y de la participación ciudadana cuando acude sin pensárselo dos veces a un acto público de estas características, en elogiar su coraje moral y que al menos se manifiestan, cosa que no hace daño a nadie. Pero esto no es cierto en todos los casos. Las manifestaciones y los actos de masas tienen valor por sus consecuencias, no por sus intenciones. Dedicarse a exaltar las concentraciones y las muchedumbres comporta olvidar, entre otras consideraciones, la especial predilección que han mostrado por ellas los césares, los dictadores y los regímenes totalitarios de todos los tiempos.
Así pues, al tratarse de un asunto sumamente disputable y lleno de sospechas urge que se clarifique sin reservas, y que lo que la política y el periodismo calla, el pensamiento y el análisis revele. Pondré ahora tres ejemplos. Los dos primeros se refieren, respectivamente, a las movilizaciones (profusas en número de convocatorias y de asistentes) en protesta por la catástrofe del Prestige y contra el Plan Hidrológico Nacional (PHN) patrocinado por el Gobierno español (me refiero a lo segundo), un Plan defendido por unas comunidades autónomas y partidos políticos –o por secciones regionales de partidos políticos– y condenadas por otras y otros. ¿Han sido acciones afortunadas y provechosas? Atendamos a estas declaraciones de la ministra de Medio Ambiente, Elvira Rodríguez.{14} Con respecto al accidente del petrolero frente a las costas gallegas afirma: «Como consecuencia de muchas de sus manifestaciones, las entidades de seguros generales quieren hasta utilizarlas como razonamiento para no seguir adelante y no compensar por el daño causado.» A propósito de las movilizaciones contra el PHN declara: «Con estas maniobras, lo único que hacen es complicar los trámites para lograr el billón de pesetas (6.000 millones de euros) de ayuda europea para el PHN, que tiene una financiación total superior a los tres billones.» Sobre estos asuntos podrían traerse a colación nuevos argumentos y testimonios, pero creo que las palabras de la ministra son suficientemente clarificadoras.
¿Y qué decir de las masivas manifestaciones contra la intervención aliada en Irak, aparte de insistir en la obviedad de que los asistentes tienen todo el derecho del mundo de manifestarse? Acaso recordar que una comunidad que sólo habla de derechos y no de deberes más que una sociedad activa y abierta equivale a una caja de ahorros y monte de piedad, a una institución de beneficencia, a una hoja de reclamaciones, a una sociedad anónima y ciertamente muy limitada... en recursos y aspiraciones. Educar a los ciudadanos en la prudencia de sus actos y actuaciones, en el respeto y reconocimiento de ideas y creencias, en la mesura, en la discreción y en la responsabilidad es un saludable empeño auténticamente cívico que redunda en solidez democrática, en estabilidad institucional y en salud pública; proyectos políticos éstos que desde hace tiempo han quedado nominados por conceptos muy explícitos, como es el de «pedagogía social».
Piénsese, entonces, por un momento, en qué ha propiciado más el desarrollo de los acontecimientos en la crisis de Irak y en el comienzo de la intervención militar: si el pacifismo de siempre o si el belicismo de toda la vida, si los señores de la paz o los señores de la guerra.
La proclama del ideal pacifista no provoca la desaparición automática de esos grupos [terroristas, y movimientos antidemocráticos y criminales]. Al contrario, la simple proclama pacifista, es decir, la puesta en práctica de las propuestas de acción (o más bien de inacción) pacifistas deja el terreno libre a la agresión de estos grupos inmunes a cualquier llamamiento a la democracia o a la paz.{15}
Algunos han celebrado la constitución de la «nueva superpotencia de la opinión pública mundial» como contrapunto a la existencia de una única superpotencia mundial, o sea, EEUU, como manera viable de consumar su debilitamiento, su derrota y su humillación, como modo de lograr que EEUU ceda, vencido, su liderazgo mundial. Pero, yo pregunto, cederlo, ¿a quién? ¿A Francia, a Alemania, a Rusia, a China? ¿A nadie? ¿A todos? ¿A la ONU con «derecho de veto»? ¿A la «opinión pública mundial» y a la paz? ¿Al Vaticano? ¿A quién?
Sí, algunos lo han celebrado. Pero, ¿quiénes? Muchos, no sé cuántos con exactitud, no tengo aquí los nombres de todos. Pero sí veo aquí y ahora sobre la mesa en que escribo unas declaraciones de Sadam Husein en las que expresa su confianza de que, si la acción aliada contra su régimen se atasca, la «opinión pública internacional» –con movilizaciones y huelgas generales– forzará la caída de Bush, Blair y «los belicistas».{16}
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En materia de terrorismo experimentado en carne propia, el pueblo norteamericano ha aprendido hace poco, y así está: asustado y desconcertado (¿por qué nos odian tanto?). Pero resulta asombroso que el pueblo español haya aprendido tan poco del terrorismo, cuando ETA lleva golpeando el país desde hace varias décadas y se contabilizan cientos de muertos y miles de heridos. Sorprende que algún magistrado y no pocos intelectuales, y tantos otros, se muestren iracundos y beligerantes contra el terrorismo de ETA en San Sebastián, Madrid y Santa Pola, pero tibios y aun tolerantes con el terrorismo en Manhattan, en Tel Aviv y en Karachi.
Cuando a un pueblo se le vende el mensaje, que lo penetra hasta desangrarlo, y se le convence de que la posición más aconsejable ante el fenómeno terrorista es mantenerse lejos de él; no esforzarse en su derrota sino en pedirle que se autodisuelva, que «desaparezca de nuestras vidas»; abandonar a las víctimas a su suerte para que no se contagie la mala suerte; defender que con diálogo y consenso todo puede lograrse en este mundo de Dios; tener paciencia y darle más tiempo y otra oportunidad a la paz; sugestionarse de que, en realidad, se exagera con esto del terrorismo y que tampoco hay para tanto o que no hay pruebas evidentes; que si «provocas» a los terroristas y tiranos, es peor; que prevenir el terrorismo supone violencia y represión ilegítimas y aun un crimen contra la humanidad; que también otros son terroristas y no pasa nada y, por lo tanto, todos son lo mismo, y que lo nuestro es pasar...; cuando este mensaje, en breve, consigue persuadir a las masas hasta el punto de sacarlas a la calle clamando por la Paz y gritando a pleno pulmón, nos hallamos ante una evidencia incontestable: están, sin duda, muy indignadas, porque alguien les ha robado la Paz.
¿Qué dice la calle, pues? ¡No queremos la Guerra! ¿Qué piensa la calle, aunque no lo diga? ¡Con lo bien que vivíamos antes... algunos!
Notas
{1} «¿Tanto le cuesta entender [al Gobierno español] que los ciudadanos no son tontos de remate? Los ciudadanos se han sentido indignados. No hay ninguna mano negra.» Declaraciones de Manuel Marín, portavoz del Grupo Socialista en la Comisión conjunta de Exteriores y Defensa del Congreso de los Diputados de España. El País, 25 de marzo de 2003.
{2} Walter Benjamin, Infancia en Berlin hacia 1900, Alfaguara, Madrid 1982, pág. 15.
{3} Elias Canetti, Masa y poder, Mario Muchnik, Barcelona 1994, pág. 12 y ss.
{4} Ibíd., págs. 31 y 32.
{5} John Stuart Mill, Sobre la libertad, Alianza, Madrid 1986, pág. 82.
{6} Jürgen Habermas, Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública, Gustavo Gili, Barcelona 2002, pág. 269.
{7} John Stuart Mill, Sobre la libertad, op. cit., pág. 121.
{8} Título de una columna de Andrés Ortega en El País, 11 de marzo de 2002.
{9} Por ironías de la vida, o por ratificación de lo obvio, puede advertirse dicha actitud incluso en algunos profesores de Ética que predican en la teoría pura de la razón práctica la causa del disenso, pero que en la escueta escuela de la práctica lo pulverizan a uno –con mirada de Basilisco, ante lo cual ese uno no puede sino que bajar la cabeza, compasivamente, con contorsión de Catoblepas– al menor intento de llevarles la contraria en no importa qué asunto. Con todo, tampoco tiene esto nada de extraordinario, pues no deberíamos dejarnos sugestionar por el mito según el cual un «profesional de la moral» está especialmente capacitado para dar lecciones –dada su condición magistral– de comportamiento razonable, de decencia, de virtud, de buenas costumbres y de acciones correctas. La sola con-vivencia en departamentos universitarios de esta especialidad, así como la asistencia a congresos y encuentros sobre la materia, informan con facilidad y generosidad de datos de cómo el «pensamiento único» impera en ellos y ejerce de fiel cancerbero, guarda e intérprete del Dogma y del Consenso.
Sobre esta cuestión, por cierto, ha escrito Fernando Savater en un texto reciente esto que sigue: «Cuando suena el teléfono y una voz respetuosa me tantea: "Usted, como profesor de ética...", me muerdo la lengua para no aclararle que los profesores de ética rara vez resultamos ejemplos de ella (por lo general somos bígamos o pederastas y robamos cucharillas de plata las pocas veces en que los potentados nos invitan a sus casas a tomar el té), pero sobre todo nunca, absolutamente nunca, debemos ser guardianes de los prejuicios.» (Mira por dónde. Biografía razonada, Taurus, Madrid 2003).
{10} El biógrafo de Churchill, Sebastian Haffner, describe, sin embargo, la naturaleza y la formación de su posición ante la guerra en los años 30 de modo más argumentado: «Por así decirlo, Churchill se fue dejando caer poco a poco en la hostilidad antinazi sólo porque, por su mismo carácter, era enemigo de cualquier política de appeasement, y resultaba que justo ahora, después del partido laborista y de los indios [hindúes], el nuevo objeto de la política británica de appeasement eran casualmente los nazis. También puede que el breve contacto personal que Churchill tuvo en 1932 con el movimiento nazi en Munich despertara súbitamente en él algo más profundo. Siendo como era un hombre de guerra por su naturaleza e instinto, es probable que Churchill supiera reconocer y olfatear los impulsos bélicos allí donde le salieran al paso.». Véase, Winston Churchill, Destino, Barcelona 2002, pág. 130.
{11} Declaraciones del juez Baltasar Garzón a la Cadena Ser, recogidas por el diario El País, 21 de marzo de 2003.
{12} Artículo «Obligación constitucional» de Javier Pérez Royo publicado en El País, 21 de marzo de 2003.
{13} Gregorio Peces-Barba Martínez, «La guerra: un golpe de Estado interno», en El País, 21 de marzo de 2003.
{14} Entrevista de Isabel Gallego en ABC, 9 de marzo de 2003.
{15} Edurne Uriarte, «Señores de la guerra, señores de la paz», ABC, 20 de marzo de 2003.
{16} Crónica de Alberto Sotillo, «Los Husein se niegan a entregar el poder», en ABC, 19 de marzo de 2003.