Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 12 • febrero 2003 • página 7
«Sí, esto tiene que ver con el Islam»: así tituló Salman Rushdie, tras el 11-S, un valiente artículo en el que pedía al mundo que no mirara para otro lado y que no siguiera cediendo a la gansada de la «corrección política» ni al evasivo arte del eufemismo, que llamara a las cosas por su nombre. Hoy aquello de lo que hablaba el escritor británico sigue vigente
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Guerra, conflicto, choque mundial, hiperterrorismo. Comoquiera que se denomine lo que está pasando, lo cierto es que nos hallamos ante una crisis mundial en la que la humanidad se juega su destino, nuevamente. No nos hallamos ante una querella entre historiadores, un debate literario, una disputa profesional o un conflicto de competencias: vivimos un tiempo de vesania en el que la barbarie ha desafiado con tremenda osadía y temeridad a la civilización a escala global. Estos son los términos del conflicto tras el 11-S: civilización o barbarie.
«Humanidad» es una de esas palabras, como «guerra» o «civilización», tan cargada de sentido y significación que cuesta pronunciar sin sufrir una cierta turbación. Tampoco resulta sencillo conjugarla con términos menores, porque su campo semántico y pragmático abarca nada menos que la esfera íntegra e integral del hombre, sea para sostenerlo, sea para derribarlo, y porque suele emplearse demasiado y no siempre con prudencia. «Humanidad» puede entenderse como vocablo máximo, pero nunca excesivo. Su empleo exige cautela y medida, ni más ni menos que las que debemos observar al articular o invocar los grandes valores humanos que la sostienen: libertad, justicia, igualdad, felicidad, placer, dignidad, contento. Es concepto máximo –quizá maximalista– por su condición de ideal superior, o idea regulativa, si quiere decirse al modo kantiano. Pero no es excesivo, porque de su impregnación no anda el hombre jamás sobrado. La humanidad abarca todo aquello que completa y perfecciona la tarea del hombre, que consiste en procurar hacerse cada vez más humano. Existe una idea de perfección moral en el proyecto y conformación de la vida buena que viene definida desde la Grecia antigua en términos de areté, o sea, de «excelencia». Y también disponemos de una categoría de perfección política que reconocemos y premiamos, igualmente desde el esplendor del Ática, con un nombre superior: «democracia». Asimismo aspiramos a la belleza, al amor, a la amistad y a la felicidad. En general, el hombre siempre ha perseguido lo mejor, que es lo único que le conviene, que le viene bien. Y lo mejor que hay en los hombres es su humanidad: el hombre en su integridad. Tener la fortuna y la virtud de desplegarla al máximo o la desgracia y la incompetencia de disminuirla al mínimo, tener o no tener: he aquí la disyuntiva o lucha de contrarios en la que el hombre se juega destino y fin.
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Desde sus orígenes, los pasos del hombre han oscilado entre la tentación del retorno (al origen), de la oscuridad, de lo menor, de la peor vida, y el impulso de avance hacia el pleno desarrollo de sus posibilidades, de más y mejor vida (siempre dentro de las posibilidades de la contingencia). Poetas, sabios, filósofos y científicos han dado cuenta de estos avatares de mil maneras, cada uno a su manera, en páginas inmortales. Platón situó al ser humano en la caverna, bajando unas veces al fondo, cálido y sindicado, allí donde reina la esclavitud y la noche del alma, otras ascendiendo por la cuesta para conquistar la luz y la libertad. Ignorancia o Sabiduría. Sigmund Freud hacía oscilar las tendencias del hombre entre dos fuerzas antagónicas: Eros y Tánatos. Deseo y Destrucción. También Dante, Goethe y muchos otros nos describieron las vicisitudes del alma humana marcadas por el semblante de Jano.
El caso es que el hombre siempre ha estado expuesto a esta tensión binaria, a las dos caras del destino. El Bien y el Mal. La Vida y la Muerte. El Yin y el Yang. Tao y Ego. Día y Noche. Cielo e Infierno. Dios y Demonio. Amor y Odio. Guerra y Paz. Civilización y Barbarie. Mas no siempre ha comprendido ni sentido lo mismo tras la evocación de estas disyuntivas. Por no ponernos de acuerdo, ni coincidimos en darle el nombre y la razón de las cosas a las mismas cosas. Verbalia y Babelia.
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En el momento presente padecemos una escalada de terror y vesania comandada por grupos y países que siguen la llamada y la llama islamista, todos ellos con múltiples tentáculos, intrincadas alianzas y perversas concordancias en todo el planeta, cuyo objetivo confesado se sintetiza sencillamente en aniquilar Estados Unidos e Israel, y, ya puestos a la faena y viniéndoles de paso, en reventar la civilización occidental. Manhattan (EEUU), Calcuta (India), Karachi (Pakistán), Lima (Perú), Djerba (Túnez), Yemen, Bali (Indonesia), Moscú (Rusia), Nairobi, Mombasa (Kenia), Kuwait... Terrorismo sin fronteras.
Sabemos lo que dicen acerca de esto, y todo lo demás, los intelectuales orgánicos de izquierda, los averiados, los resentidos, los sectarios, pues ni paran ni descansan: «¡Muera Bush y Sharon! ¡Guerra, no; paz, sí!» De Sadam Husein, de Bin Laden, de Fidel Castro..., no saben, no contestan, o (no se sabe lo que es peor) están simplemente de su parte. El rayo que no cesa... Pero ¿qué dicen sobre esto, a todo esto, los arabistas americanos y europeos? Casi sin excepción (el «casi» es decisivo, después de todo el pluralismo no ha sido borrado todavía de las democracias liberales en Occidente), afectados por una singular variedad de «síndrome de Estocolmo», se ponen en bloque –o mayoritariamente, al menos– del lado del Islam, por algo conocen su lengua, su cultura, sus tradiciones, sus costumbres y viven de ello. De esta forma, al cabo concluyen razonamientos de este tenor o inspiración: ellos son así; los ciegos son los intelectuales occidentales pro-occidentales, que hablan sin saber, que aborrecen lo que no conocen, son ignorantes y arrogantes, etnocéntricos, logocéntricos, falócratas (no piensan más que en misiles, y creen que con ellos se consigue todo), pobres –pro-ricos– siervos del Imperio y del «pensamiento único», cautivos del mal, no como nosotros, occidentales anti-occidentales, practicantes del pensamiento critico. Esto dicen, o cosas parecidas, los arabistas americanos y europeos culpabilizados por la segunda condición.
No se crea que tamaño diagnóstico corporativista y unilateral sea exclusivo de este sector académico o profesoral, pues no pocos especialistas e interesados en otras materias se suman al clamor con mucho gusto, aunque en el caso en particular de aquéllos la motivación sea tan básica y compleja, tan explícita, como una declaración de la renta de las personas físicas: de lo que se trata al fin y a la postre es de proteger el ámbito y las derivaciones de la profesión y la especialidad, la retribución y las dietas.
Aunque, bien pensado, no sea éste un rasgo de casta o gremio tan privativo como se pueda creer. ¿Existe si no –por poner algún ejemplo y sin ánimo de ofrecer comparaciones con segundas intenciones– algún crítico profesional de teatro, con dedicación exclusiva, que afirme que la culpa de la crisis de las artes escénicas, de la pobre respuesta de los espectadores a sus propuestas y convocatorias, se halla en el propio mundo del teatro, ellos incluidos, y no más bien fuera de él, o sea, el Gobierno que no subvenciona, el público que es inculto, la televisión y su insana competencia que no deja vivir? ¿Acaso algún comentarista taurino reconocerá la legitimidad de las acusaciones de salvajismo (no digamos de bestialismo) dirigidas a la «fiesta nacional» que llena de color (rojo) el suelo de sus naciones, y tomará en cuenta las exigencias relativas a la restricción de los festejos, o a su prohibición sin más, en especial ahora que muchas de esas naciones forman parte de la Unión Europea, en donde es preciso homogeneizar criterios y legislaciones más allá de pasiones y episodios nacionales?
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Ante la presencia de no pocas situaciones conflictivas, una actitud preventiva y cautelosa muy a la mano consiste en catalogarlas con la etiqueta de realidades «complejas». A menudo este recurso clasificador (o archivador) de problemas revela poco más que unas maneras intelectuales moderadas, pusilánimes o medrosas, pero en otras ocasiones oculta una acción refleja altamente oscura, y aun cínica, aunque, eso sí, muy consecuente. Por ejemplo, se dice que el terrorismo es, en el fondo, un fenómeno muy «complejo», porque, sin ir más lejos, hay que vivir allí donde tiene lugar (es más: ser de allí) para entender el problema, o que siempre hay un «conflicto político» de base y detrás de él todavía por solucionar, o porque para hacer su valoración (unos preferirían decir su «estimación») también cuentan las injusticias económicas, los agravios históricos, la pobreza existente, los sentimientos avivados, o porque no se soluciona nada por la vía policial, represiva y menos aun bélica. Esto dicen, o algo parecido, los apologistas de lo complejo y lo oscuro.
En ocasiones, idénticas o semejantes cogitaciones provienen, no de portavoces de grupos radicales o de gacetilleros de fin de semana, sino de «voces autorizadas», de dirigentes políticos de aldea... global, de estadistas y gobernantes de primera fila, de algunos monarcas tercermundistas y autoridades en general, de responsables de instituciones internacionales, como es el caso de Juan Pablo II, quien, a pesar de su avanzada edad y su delicado estado de salud, no se cansa de pontificar y de proclamar que para derrotar al terrorismo es preciso acabar antes con la injusticia, y que las guerras nunca traen nada bueno porque las desata el diablo, o del ¡Alto Representante para la Política Exterior y de Seguridad de la Unión Europea!, a la sazón D. Javier Solana, quien en un Seminario sobre La amenaza del siglo XXI celebrado en Madrid en junio de 2002, afirmó que el terrorismo mundial «tiene mucho que ver con un mundo injusto», que uno no puede eliminarse sin el otro. El sentido del discurso del Papa de Roma se capta con facilidad, a pesar de que los caminos del Señor son inescrutables y las palabras del Vicario de Cristo a veces no se entienden bien. Pero, si interpretamos correctamente al Alto Funcionario responsable de la seguridad europea (esta tarea es peliaguda cuando se expresa en inglés, menos penosa cuando lo hace en español), no es que el terrorismo sea en rigor algo injusto, sino que se trata de un efecto de un mundo injusto, es decir, dice él, de «un mundo que tiene que cambiar». Y, añade, de un lado está Europa y de otro EEUU, uno, el primero, enfrentado a la pobreza, el otro, el segundo, al terrorismo, porque es su problema y su guerra. Después de los trascendentales acuerdos entre la OTAN y Rusia certificados en la Declaración de Roma (mayo de 2002), que refrendan el fin de la Guerra Fría y el compromiso internacional en su lucha contra el terrorismo y la paz mundial, el ¡Alto Representante para la Política Exterior y de Seguridad de la Unión Europea!, a la sazón D. Javier Solana, declara en el citado seminario, en Madrid, un mes después de la Declaración de Roma esto que sigue: «Por primera vez, Europa siente que, desde Lisboa a Moscú, no hay posibilidad alguna de guerra. Es una sensación de seguridad sin precedentes, y esto ocurre precisamente cuando EEUU, por primera vez, tiene un sentimiento contrario.» (El País, 7 de junio de 2002). Esto dice D. Javier Solana, en un ejemplar ejercicio de paralelas, de ética y política del presente, y de refinamiento diplomático. Desde entonces hasta ahora mismo el tono del antiamericanismo de muchas autoridades europeas no ha variado mucho, incluso diría que se va enervando cada día que pasa, compitiendo con los clamores y vapores de la calle, a ver quien de ellos escupe más alto y caldea más el ambiente.
Sin embargo, entre manifestaciones y esputos, se olvida a este respecto algo esencial: cuando el terrorismo tiene alcance mundial – como ocurre en el momento presente–, todos somos de allí, de allí donde tiene lugar, todos somos las víctimas, y el verdadero problema político es el terrorismo, así como el arma que se blande como pretexto para dejarlo estar, y que algunos admiten por ignorancia o por provecho o por incordiar e irritar o por sola maldad. O por miedo.
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Uno de los dramas añadidos al terrorismo, sobre todo en su fase «superior» actual, en la etapa del imperialismo de la muerte y del terror contra el Imperio, lo que hace del terrorismo un hecho trágicamente insoportable, es la división social y política que provoca, muchas veces por efecto directo del mismo terror, por la acción del miedo que produce en personas e instituciones. Por un lado, están aquellos que creen que lo mejor es complacer y satisfacer de algún modo (de cualquier modo) a los grupos terroristas, a sus guionistas y productores, al objeto de que dejen de matar y aterrorizar, al menos a quienes así proceden, y por eso básicamente lo hacen; los demás, los otros, que luego no se quejen si no lo hacen (y no lo harán, especialmente, los muertos). Por el otro lado, en cambio, se hallan los que estiman que una sociedad que se reconoce vencida por el miedo ya está espiritualmente muerta (poco después lo estará del todo), y a la barbarie no se la convence, se la vence.
Los primeros, son remisos a condenar el terrorismo, por ser asunto complejísimo, y exigen que se analicen sus causas. Y están en contra de la guerra. Ya me parece oírles decir algo así como que también tendrán parte de razón esos hombres violentos, esos señores de la guerra, esos jóvenes insurgentes, para actuar de modo tan vehemente como en verdad lo hacen, y que algo les habrán hecho... De modo que la vía represiva, policial o militar es cosa inconveniente y provocativa, como echar más leña al fuego, vale decir, alimentar la espiral de la violencia, y que es mejor dialogar y negociar con ellos, con los violentos, si acaso convencerles para que se moderen, que acepten alguna tregua o que no maten tanto ¡caramba!, algo les daremos a cambio, pues nada en la vida se consigue gratis, el que algo quiere, algo le cuesta... Así hablan, más o menos, los que se llaman a sí mismos, modestamente, dialogantes, los comprensivos, los amantes de la paz, los partidarios del acuerdo y del entendimiento, los pacifistas, aunque con suma facilidad se enfurecen y pasan al ataque cuando se les contradice en lo más mínimo.
Los segundos son los atacados y golpeados doblemente (por la acción criminal y por la opinión publicada y/o por los gritos de la calle) y son tildados de provocadores, de belicistas, de cowboys, «de ser lo mismo», cuando osan defenderse y tomar medidas preventivas antes de volver a ser golpeados.
¿Son todos los terrorismos iguales o de la misma clase? De ningún modo –responden muchos igualitaristas morales y políticos en todo menos en esto, nostálgicos de la sociedad y un mundo sin clases, porque otro mundo es posible–, cada uno responde a una causa determinada y hay que entenderlos en su contexto. No hay que simplificar. En efecto, esto, o algo parecido, responden los igualitaristas del ramo, pensadores cultivados de floristería. Pero, hay más preguntas. ¿Es posible aprobar el terrorismo de fuera y no el de de dentro, o bien censurar el terrorismo, o lo que sea, de dentro y no el de fuera, o viceversa? Respuesta probable: claro que es posible, ¿por qué no? Después de todo, estamos hablando de asuntos muy complejos, que no se resuelven con un «sí» o con un «no», ¿no?
Como dicen algunos intelectuales y políticos occidentales, y muchos opinantes (tienen más doxa que episteme), el fenómeno del terrorismo es muy complicado, o sea, «un problema muy problemático». Casi de gramática parda.
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¿Qué se oye, mientras tanto, allende Occidente? Para el denominado «mundo musulmán» –o gran parte de él– el problema no es nada «complejo» en absoluto, sino muy cristalino, pues no reside en que Estados Unidos sea atacado, sino en que ataque, no en que se demuela Nueva York o Washington, y, si se me apura, Londres, Madrid o Roma, sino en que se bombardee Palestina y Afganistán, o Irak, o Libia, o cualquier nación musulmana. Tales cosas, y otras más, se cuentan de dicho «mundo»: Tales from Orient. Ahora bien, ¿cómo podemos saber con certeza lo que piensan y lo que pretenden los habitantes de esa parte del mundo, o los que profesan su religión y comparten el ser de pertenencia, esos más de mil millones de personas?
En los países musulmanes no florecen demasiado especies como la opinión pública, la sociedad civil, la prensa libre, el sufragio universal, la multiculturalidad (no confundir, lo ruego, con el multiculturalismo), la oposición política independiente, los gobiernos representativos, la libertad de expresión, los derechos humanos individuales, la ciudadanía, el intercambio cultural, ni abundan las poblaciones alfabetizadas y cultivadas, ni otras hierbas características del «mundo occidental», de manera que resulta francamente dificultoso –no diré «complejo»– conocer, con un mínimo de fiabilidad, el estado real de opinión que en ellos se da. Hay arabistas y publicistas islámicos en Occidente, que invitan con frecuencia a intelectuales musulmanes para que nos hablen de sus preocupaciones y ocupaciones (en EEUU vive tan ricamente Edward W. Said, y nadie le incomoda), y algo nos cuentan, pero no dicen toda la verdad. Mientras tanto, hay pocos, muy pocos, intelectuales norteamericanos, europeos o israelíes invitados a platicar sobre las ventajas y beneficios de la civilización occidental. Algunos se ofrecen como «escudos humanos» para parar la guerra y la «agresión» contra las naciones musulmanas: a ellos sí les dejan entrar y les escuchan, se hacen fotos con ellos (las fotos son importantes) y les pagan la estancia encadenada y los billetes de avión ¡de ida y vuelta! Aunque Lawrence de Arabia fue al principio mal recibido por algunos jeques, luego hizo en el desierto grandes amigos. Pero, claro, no es lo mismo, pues son casos distintos, maneras diversas de entender la célebre «hospitalidad oriental».
Cuando las voces musulmanas provienen de países occidentales, el discurso es, como digo, muy contradictorio: la mayoría simpatiza con sus «hermanos», a pesar de todo, mientras otros callan y sólo unos pocos marcan distancias con la totalidad.
Vemos en las televisiones muchedumbres encolerizadas alzando machetes y vociferando con gestos demudados, mirada extraviada, quemando banderas norteamericanas y muñecos de trapo que, como en un vudú, personifican a maldecidos, verbigracia, presidentes o dirigentes políticos de países democráticos, a veces también a escritores díscolos y apóstatas, señalados por el pérfido índice de la fatwa, en general, a infieles. Hemos visto también a pobres niños palestinos pobres, manipulados, jaleados por adultos desaprensivos, junto a unas pocas mujeres, celebrando los atentados del 11-S, en imágenes que se intercalaban con las de las Torres derribadas, el Pentágono herido, los aviones civiles inmolados: imágenes unidas por la misma vesania. Todo esto hemos visto, y más.
Lo verdaderamente grave no es, empero, la regularidad, la repetición, de estas manifestaciones de furiosas y férvidas masas ebrias de odio, su presencia, pues no son representativas ni siquiera informativas. Lo es la ausencia, o poquedad, de despejadas e inequívocas expresiones de condena del terrorismo, de distanciamiento y clara distinción con los agresores islamistas, por parte de las comunidades y asociaciones musulmanas de todo el mundo; o, si las hay, que no sepamos de su existencia. Lo es que las denuncias de terrorismo no provengan de los propios países musulmanes, que no puedan provenir al no poder expresarse libremente: en los campos de refugiados palestinos se lincha sin más preámbulo a cualquier sospechoso de judaísmo. Eso sí es altamente revelador de su realidad presente, de sus peculiaridades culturales y las posibilidades propias de renovación. Lo es también que se echen en falta en las comunidades musulmanas instaladas en países occidentales (a excepción de Estados Unidos: dato no menos indicativo), donde sus democracias, que las amparan, no les impiden la libre expresión: ésta es una laguna sencillamente injustificable, casi insultante. Es decir, que no maldigan los ataques a las democracias, justamente los espacios en donde viven y han sido acogidos, sino todo lo contrario, que protesten contra ellas, su presunta hipocresía, sus debilidades, sus instituciones, sus leyes, su seguridad, sus libertades, su modo de vida, lo que tanto amenaza y ofende a sus «hermanos musulmanes», a los que viven en tierra santa, no sabemos quiénes de entre ellos tienen más suerte: aunque asesinen y masacren, son musulmanes y hermanos, están con ellos, y les comprenden, cuestión de identidad o de fe, pase lo que pase.
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Esas actitudes complacientes, esa realidad presente, conforman lo verdaderamente grave, lo máximamente inquietante. Actitudes complacientes, pero también muy contradictorias. Leemos en las estadísticas que contabilizaban las víctimas del ataque contra las Torres Gemelas e Nueva York que el quinto puesto en el cómputo de desaparecidos lo ocupan personas de procedencia o nacionalidad paquistaní (200, igual número que británicos) e inmediatamente después se consignan los filipinos (115) y los turcos (120), países estos de mayoría islámica. Son estos datos, en verdad, muy indicativos de la experiencia que se vive en muchos países musulmanes, de los sentimientos contrarios y contrariados frente a Occidente que allí anidan, que informan de una población desesperada por la presión de un presente de corrupción y desgracia, de despotismo y estrechez, y ante la perspectiva de un futuro incierto, cuyas pasiones fluctúan, se dividen, entre sueños de ir a Occidente, de marchar al Oeste, porque anhelan su modo de vida, es decir, aspiran a una mejor vida, y delirios de ir contra Occidente, porque no pueden salir, o no quieren, o se lo impide su fe o sus gobernantes, quedando, éstos, en evidencia, en precario, y disgustados, frustrados, aquéllos.
Este conflicto interno, esta esquizofrenia cultural se ve corroborada por unos datos tan escalofriantes como inquietantes: según un informe elaborado por una treintena de intelectuales árabes, patrocinado por un fondo de la Liga Árabe y por cuenta del Programa de Desarrollo de Naciones Unidas (PNUD), el 51% de los adolescentes y el 45% de los jóvenes árabes desean emigrar. Tamaño descontento, semejante humillación alguien los tiene que pagar, lo mismo que los gastos contables o incontables, la miseria también, y las deudas. Y la responsabilidad. Pero, ¿quién? ¿Son los culpables de esta situación EEUU e Israel? Es posible, pero disputable. Lo que sí resulta incontrovertible es que el integrismo islámico no es inocente.