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El Catoblepas, número 11, enero 2003
  El Catoblepasnúmero 11 • enero 2003 • página 18
Libros

Las memorias de un
Premio Nobel hispano

Fernando Muñoz Martínez

Sobre el libro de Gabriel García Márquez,
Vivir para contarla, Mondadori, Madrid 2002

Gabriel García Márquez, Vivir para contarla Estas líneas, de ser prudentes, debieran limitarse a señalar la novedad editorial de las memorias de uno de los más grandes escritores que ha dado el siglo XX, agradeciendo que haya García Márquez, como agradeció Borges que hubiera Stevenson. Con una audacia imperdonable harán más: arriesgarán muy brevemente cierta perspectiva de la obra de Don Gabriel. Su escritura nos ha ofrecido los entresijos de la única Colombia que renace entre los dedos de un niño rozando el hielo, a pesar de coroneles muertos de pie, a pesar de traiciones históricas y rendiciones de victoria. Es la Colombia a la que queremos los españoles que no hicimos todavía el viaje de iniciación a la madre patria (ubi filii ibi patria).

Don Gabriel ha narrado desde el territorio mítico de la casa y la familia interminable, hacia más allá de la Provincia, apelando a una comunidad de lengua sagrada que trasciende al estado. Este es el factor que destaca nuestro enfoque. No nos corresponde analizar el estilo, que nos sobrecoge y nos suspende, la pericia del narrador, que nos envuelve y nos amarra. Doctores hay que han hecho y harán la critica literaria. Queremos indicar un factor esencial en la composición de la razón delirante, casi inefable, que trasluce en esa viva realidad imposible del fondo de su habla.

I
La Casa

Gabriel García Márquez Desde nuestro enfoque nadie más certero que Gustavo Ibarra que, a propósito del primer borrador pero con una eficacia que alcanza lo más hondo de la obra de D. Gabriel, señaló tras su lectura: «–Esto es el mito de Antígona.» A nuestro juicio, el enorme poder de su escritura procede de un secreto a voces: agarra al lector por la madre. Sus imágenes son siempre inmediatamente operatorias y en ellas se anima, es decir, se incorpora incluso el ámbito impersonal del paisaje y los meteoros, en una vibración mitológica y terrestre que nos remite al entorno del crecimiento y la crianza. El autor se nos viste en concreto y ante los ojos de modo y manera que acabamos queriéndole. Fin de su/la literatura según propia confesión de este patriarca que gobierna nuestra lectura de viva voz y de cuerpo presente, pero que nos resulta fraternal y cercano.

Su obra comienza en La casa, en el oikos arcaico, en un paradójico mundo doméstico que, lejos de la aislante privacidad, resulta universal. Todo hombre es hijo o hermano, padre o cuñado; o lo ha sido hasta los días de este postmoderno final del neolítico. Las trenzas de su literatura alcanzan no sólo a padres o hermanos sino a compadres y a ancestrales Cotes e Iguaranes, que constituyen la materia última de la nación y, sobre el centón de su diversidad étnica, construyen la manta rasgada de su frágil unidad.

«La docena de paisanos caribes que me asumieron como suyo desde la llegada, y también yo, desde luego, hacíamos distinciones insalvables entre nosotros y los otros: los nativos y los forasteros. Los distintos grupos repartidos en los rincones del patio desde el recreo de la prima noche eran un rico muestrario de la nación. No había rivalidades mientras cada uno se mantuviera en su terreno. Mis relaciones inmediatas fueron con los costeños del Caribe, que teníamos la fama bien merecida de ser ruidosos, fanáticos de la solidaridad de grupo y parranderos de bailes.»

García Márquez inicia su recorrido en la casa de sus ancestros, de la que ni la llamada de Dios mismo en forma de hambre legendaria le hubiera sacado, como una suerte de Abraham empecinado en mantenerse a raya. La figura mitológica del coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía –Papalelo–- se dibuja en el horizonte imposible de su realismo aplastante, en el mismo enfoque que desvela la generosa presencia de Luisa Santiaga Márquez, con el torrente frágil de sus once hijos.

Es esta atmósfera nutricia, alma mater, la que constituye la fuente esencial de su literatura, el ámbito mitológico de la costa caribe anclado en una prehistoria mucho más íntima que la de los cantos rodados, enormes como huevos de dinosaurio, en íntima oposición al lejano estado histórico gobernado por los cachacos del altiplano. Los lazos de sangre y su política inmanente gobiernan el pulso del escritor anclado a su centro caribe aunque los pasos de la gloria le hayan llevado por la más remotas trochas del mundo.

Sólo así se entienden las oposiciones fanáticas frente al extraño, paradójica intolerancia hoy en un mundo a punto de abandonar su estado neolítico para ingresar, según dicen, en las brumas del final de la historia:

«Para todo el mundo parecía claro que la intolerancia no era de él sino de ella, cuando en realidad estaba inscrita en el código de la tribu para quien todo novio era un intruso.»

El joven comunista caribeño, naufrago en las lecturas oceánicas del grupo de Barranquilla, lejos del socialismo revolucionario es –en su fuero íntimo– del orden de un comunismo ancestral, anterior a la primaria acumulación de capital, en un mundo gobernado por el intercambio sin trascendencia cifrado en moneda doméstica. Carlos Marx apuntaba a este orden mediante la fórmula: mercancía → dinero → mercancía (M/D/M), de cuya inversión surgirá el curso histórico en cuyo negro corazón late la lucha de clases: dinero → mercancía → incremento de dinero (D/M/ΔD): ésta es la ley del capital cuyo imperio está exorcizado en el orden de esta escritura mágica: «La plata es el cagajón del diablo.» García Márquez se ha nutrido en un arqueológico estado del mundo asombrosamente vivo en medio de un siglo veinte que ha descuajado como un huracán de mala sombra los quicios de la historia.

«El dinero en efectivo terminó por no tener sentido en la tradición oral de la casa. De modo que cuando tuvieron que comprar un piano para mi madre a su regreso de la escuela, la tía Pa sacó la cuenta exacta en moneda doméstica: Un piano cuesta quinientos huevos.»

Así pues, es la familia infinita –en medio del mar de familias de la sociedad caribeña y lejos del estado histórico– el ámbito de la constitución literaria de D. Gabriel. La utopía política que late tras el Macondo de nuestras más íntimas revelaciones no conoce los entresijos de la administración política. Los lejanos arcana imperii, a 2400 metros de altura sobre el nivel del Caribe, sólo cobran sentido si alcanzan a transmutarse en dictámenes de parentesco. Si esa mutación fracasa irrumpen como la ola inconcebible de un mundo exterior –más allá de la Ciénaga– cuyo orden incomprensible sirve al sueño y pesadilla de viajes impensables y desgarradores o a ráfagas de ametralladora capaces de producir en un instante la cifra inestimable de tres mil almas sin vida.

«Los cachacos eran los nativos del altiplano (...) después de las represiones feroces de las huelgas bananeras por militares del interior, a los hombres de tropa no los llamábamos soldados sino cachacos. Los veíamos como los usufructuarios únicos del poder político, y muchos de ellos se comportaban como si lo fueran. Sólo así se explica el horror de "La noche negra de Aracataca", una degollina legendaria con un rastro tan incierto en la memoria popular que no hay evidencia cierta de si en realidad sucedió.»

Gabriel José de la Concordia debió convertirse en el cantante irredento y fatal de cantos vallenatos y boleros de amor contrariado para el que, en armonía con su perspectiva terrenal y arcaica, ir cantando de feria en feria resultaba el modo más antiguo y feliz de contar un cuento. Pero finalmente el aliento de batalla de la política comenzará a obrar en la literatura de García Márquez, sin embargo siempre a través del tejido del parentesco y catalizado por la figura del abuelo Nicolás: político del (im)posible y prototipo del coronel legendario. Un coronel tanto más cercano cuanto que su grado era revolucionario y no académico, que se nos figura un D. Quijote actual, anegado en su desolada labor de montar pescaditos de oro.

«No puedo imaginar un medio familiar más propicio para mi vocación que aquella casa lunática en especial por el carácter de las numerosas mujeres que me criaron. Los únicos hombres éramos mi abuelo y yo, y él me inició en la triste realidad de los adultos con relatos de batallas sangrientas...»

II
Las mujeres

Aparentemente la salida del claustro nutricio se cifra en un legendario viaje al Bogotá sin mujeres, y saturado de individuos con aire de funcionario en su sombrero hongo y sus trajes de paño negro.

«Me llamó la atención que había en la calle demasiados hombres deprisa, vestidos como yo desde mi llegada, de paño negro y sombreros duros. En cambio no se veía ni una mujer de consolación, cuya entrada estaba prohibida en los cafés sombríos del centro comercial, como la de sacerdotes con sotana y militares uniformados. En los tranvías y orinales públicos había un letrero triste: Si no temes a Dios, témele a la sífilis.»

Éste viaje, que debió romper el hilo umbilical con el plasma materno, sirvió sin embargo para sublimar su presencia en una literatura incipiente que nos ha dado a medio mundo la cercanía inefable de un Caribe ambiguo en los mapas del mundo, pero unívoco y bien señalizado en los trazos sinuosos de cada biografía.

«Una amiga de última hora había convencido a mi madre de hacerme un petate de corroncho con un chinchorro de pita, una manta de lana y una bacinilla de emergencia, y todo envuelto en una estera de esparto y amarrada en cruz con los hicos de la hamaca. Mis compañeros músicos no pudieron soportar la risa de verme con semejante equipaje en la cuna de la civilización y el más resuelto hizo lo que yo no me hubiera atrevido: lo tiró al agua. Mi última visión de aquel viaje inolvidable fue la del petate que regresaba a sus orígenes ondulando en la corriente.»

Ese origen, lejano desde la altura inimaginable de la cuna de la civilización, no ha dejado de alimentar la obra de Gabriel García Márquez. En la dialéctica entre el orden ancestral de la sociedad de parentesco y el curso histórico del Estado, una dialéctica que constituye el centro trágico de la civilización, trascendentalmente manifiesto en cada presente del curso histórico en la pugna de los dioses de la familia –sus lares y penates– con los dioses del Estado, García Márquez tiende a dejarse llevar a la esfera del hogar femenino. En la conjugación incesante entre el oikos regido en femenino y la polis de gobierno masculino, diríamos que el fundamento y nudo del modo de ser de D. Gabriel ha sido –en el ámbito mitológico de la casa– el hálito íntimo de las mujeres de la familia, según su propia constatación.

«Creo que la esencia de mi modo de ser y de pensar se la debo a las mujeres de la familia y a las muchas de la servidumbre que pastorearon mi infancia. Eran de carácter fuerte y corazón tierno y me trataban con la naturalidad del paraíso terrenal.»

En la textura mitológica que alimenta su escritura, las mujeres constituyen el ámbito nutricio de la familia, que se ofrece con la naturalidad anterior a la historia del paraíso terrenal. Es este rescoldo cálido con el que la política masculina rompe a través del abuelo liberal y solitario para abrir paso al Kriegstaat, en una suerte de conjugación infinita.

La dialéctica del foro masculino y el hogar femenino nos ha entregado en las Antígonas y Creontes de Macondo, en sus Polinices y Eteocles caribeños, en las mejores páginas de D. Gabriel, un paradójico orden universal que alcanza la estructura honda de la persona desde su íntima particularidad. En efecto, desbordando la dialéctica de la historia, D. Gabriel dibuja con sus silenciosas manos de narrador la posibilidad de alcanzar –a través de la oposición entre el Privatmensch y el Kriegstaat– al hombre del mundo realizado. El hombre que, en páginas transcendentales, no es ya inmediato hermano de sangre (particularidad individualizada), ni otro abstracto en la formación de la polis (individualidad generalizada) sino un sujeto sin estigma y sin historia en la atmósfera fraternal de una política infinita (particularidad generalizada). Es una figura rigurosamente trágica, dada su (im)posibilidad real, una figura trágica que obligó al joven poeta caribeño a modificar su escritura para que no le confundieran con Sófocles.

«Después de una semana de crisis turbia decidí hacer algunos cambios de fondo que dejaran a salvo mi buena fe, todavía sin darme cuenta de la vanidad sobrehumana de modificar un libro mío para que no pareciera de Sófocles.»

El orden del hogar se sobrepone a través de la paciencia recolectora de hijos de su sangre, con que Luisa Santiaga acoge la simiente dispersa de un coronel errabundo por todo el país en guerra, para fundar una familia infinita, la familia del hombre.

Esta casa familiar está gobernada por las mujeres según un dictamen machista de cuño católico que fuerza a ceder el gobierno doméstico al dios de los lazos de sangre mientras la vida pública, y en suma la guerra (stásiç/pólemoç), es de la administración de los hombres. La tragedia consiste en la irresoluble contradicción entre el orden sin historia del parentesco y la sangre y el orden histórico y político del estado fracturado en clases mutuamente ajenas a la par que enfrentado en guerra infinita con sociedades políticas competidoras. Es la dialéctica tensión interna – presión externa, característica del curso histórico. García Márquez se nutre en cada página, pese a la desolada ruina que produjeron los imperios del siglo pasado, de un orden liminar y privado, del aliento femenino de la casa del padre.

«...era un matrimonio ejemplar del machismo en una sociedad matriarcal, en la que el hombre es rey absoluto de su casa, pero la que gobierna es su mujer. Dicho sin más vueltas, él era el macho. Es decir: un hombre de una ternura exquisita en privado, de la cual se avergonzaba en público, mientras que su esposa se incineraba por hacerlo feliz.»

III
El género humano

Así adquiere otra dimensión la circunstancia de que en el centro de la batalla revolucionaria del Abril colombiano el joven poeta caribeño, ajeno todavía –pese a su inmersión en mitad de la historia– a los misterios políticos de la guerra buscara la comunicación con el ámbito de su atmósfera propia. Su muy terrenal preocupación de entonces, comprensible para cualquiera, adquiere desde nuestro enfoque un valor esencial.

«Mi única preocupación entonces era la más terrestre : informar a nuestra familia que estábamos vivos –al menos hasta entonces– y saber al mismo tiempo de nuestros padres y hermanos...»

La polémica triste entre los defensores de una literatura cerraba en los encalados muros de su torre de marfil y aquellos otros defensores del compromiso político y la escritura de batalla queda completamente trascendida por el enfoque metafinito de D. Gabriel. No es que su escritura no respire en la atmósfera de batalla de la política, es que su política literaria sólo se compromete con una escritura del género humano, acaso la única que pudiera considerarse propiamente una literatura socialista. La colisión dialéctica de los dioses del hogar y la tribu con los dioses del estado no se resuelve sino negándose en un orden que la trasciende. Una política de parentesco que, no reducida al orden de las neolíticas sociedades sin extraños, sino trascendida por la historia política, busca infinitamente la realización del género humano.Realización (im)posible, pero cuya (im)posibilidad constituye la fuente de la locura lúcida de las páginas de D. Gabriel, como un D. Quijote redivivo cuya realidad mágica sólo termina con la convicción de que el género humano no puede realizarse porque las fuerzas políticas del estado y su guerra insalvable nos devuelven una y otra vez al fracaso. Pero este fracaso interminable posee una estructura trascendental que la constituye por encima de cualquier victoria fáctica. Sólo la esperanza lunática en la realización del reino del hombre puede mantener en vida a un coronel literario, a un caballero letrado capaz de iniciar otra marcha en nombre de un amor contrariado, en nombre de una huella de sangre que busca su origen arcano, en nombre de un hombre cualquiera rendido a los pies de un mercado. La derrota de la que buscan convencernos para arrojarnos al pesimismo reaccionario está conjurada una vez y otra por la optimista sonrisa mágica de D. Gabriel de Cataca.

 

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