Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 7 • septiembre 2002 • página 14
polémica
Televisión

Desactivar el vacío indice de la polémica

Rufino Salguero Rodríguez

Se hace una crítica del artículo «Desactivar la cercanía», de Ignacio Castro Rey, y de la perspectiva desde la que está escrito, el autodenominado «pensamiento débil», desde el materialismo filosófico

Juan Aranzadi, en su más reciente libro{1}, al rastrear la genealogía del llamado pensamiento postmoderno, señala cómo, después del fracaso que supuso la «revolución» del mayo del 68 francés, un puñado de autores hasta ese momento desconocidos, entre ellos Foucault y Deleuze, empezaron a ser leídos y citados hasta la saciedad. El diagnóstico que Aranzadi realiza sobre este hecho lo consideramos muy acertado y pertinente para lo que en este artículo queremos resaltar: el pensamiento postmoderno no sería más que el resultado de ese fracaso de la revolución, para ser reconvertido en la revolución del fracaso, o en lo que nosotros hemos llamado en otro lugar de la impotencia{2}, cuya otra cara no es más que el reconocimiento de la imposibilidad de remover el llamado «poder establecido». El artículo de Ignacio Castro Rey, al acogerse a ese pensamiento postmoderno, no hace otra cosa que reproducir todos los defectos de los que adolece tal perspectiva al aplicarla a la crítica de la televisión y que Gustavo Bueno ha señalado en su obra Televisión: Apariencia y Verdad. En este artículo sólo pretendemos confrontar las ideas que aparecen en esta obra, para resaltar la mayor potencia del materialismo filosófico, con el llamado «pensamiento débil» en un caso muy particular: el del análisis de la televisión. Lo interesante también, creemos, de la aplicación de las ideas de Bueno al artículo de Castro, es el de resaltar algunas ideas del libro de Bueno que pudieran pasar desapercibidas en el conjunto de la obra.

Los principales defectos que podemos encontrar en el artículo de Ignacio Castro son el formalismo y el elitismo de aquellos que piensan que, frente a una masa aborregada y convertida en «fantasmas clonados», sólo ellos disponen de la suficiente distancia y capacidad crítica como para poder darse cuenta de tamaño adocenamiento y, si no evitarlo, sí disminuirlo para distinguirse de la manada humana. El formalismo aparece nada más comenzar el artículo al diagnosticar que «es más que probable que el cine no naciese en principio para representar a la inculta tierra silente, a la vida en general, sino más bien a la vertiginosa acción moderna». Ahora bien, ¿hay algo que pueda representar a la vida en general? ¿Por qué acusar al cine de antropocentrismo y endogamia y salvar a la literatura cuanto resulta que ésta es también el producto de las ideologías de su tiempo? ¿No es también, necesariamente, la literatura antropocéntrica? Y es que la forma de argumentación de Castro no va a escapar en ningún momento de la generalización, es decir, de la comparación de géneros: la literatura (los libros) frente al cine y la televisión (los medios audiovisuales); de tal manera que no va a rozar siquiera la posibilidad de una definición específica de la televisión, lo que es indispensable, como veremos, para hacerse una mínima idea del papel de la televisión en nuestra sociedad y no caer en un crítica apocalíptica o escéptica de la misma o confundir e hipostasiar el medio y el mensaje, como ya hizo McLuhan.

Podríamos denominar al estilo argumentativo que Castro utiliza, frente a un estilo analítico y dialéctico, como «metáforas encadenadas», estilo tan del gusto del pensamiento postmoderno y que es tan sugerente (no escatimamos los elogios a sus méritos «estéticos» o literarios) como tramposo. Lo hace desde el principio al pretender definir el cine a partir de la palabra film (capa, velo) y asociar su significado con delgadez, superficialidad (la profundidad correspondería ¡por supuesto! a la literatura) que, a su vez, estarían asociadas, con ¡la circulación rodada! y con las prisas y la falta de lentitud y serenidad de la sociedad moderna. Con esto Castro, sin embargo, no pasa el nivel de «profundidad» de un Milán Kundera. El resto del artículo insistirá en este estilo, al señalar el cambio de la tecnología analógica a la digital e interpretarla como síntoma de la transformación de una sociedad ya falsa a otra más artificial y controladora, o cuando resalte que lo digital es símbolo de un «sistema integrado, sin oposiciones ni dualidad interna».

En las afirmaciones anteriores se puede detectar, y esta es otra de las características de fondo del artículo, la clásica oposición entre naturaleza y artificio, con toda la carga axiológica que conlleva, donde la carga positiva se la lleva el término naturaleza y la negativa el de artificialidad en frases como: «Desde antes del cine, el entorno gregario conspira para convertir poco a poco el ojo en la primera prótesis habituada a discriminar, en un apéndice de la voluntad de poder y desarrollo típicamente occidental» (...); «la televisión, fuego artificial del Norte descendiendo a las moradas, (...)»; «la muchedumbre de imágenes nos devuelve una única imagen, la de nuestro ojo vacío en contacto con una no-naturaleza, la del espectador controlado que se halla ahora entre bastidores, (...)»; «se trata de ese estadio en el cual el arte ya no embellece ni espiritualiza la naturaleza sino que rivaliza con ella». No hay ocasión aquí de extendernos acerca de la relación de estos dos términos (lo haremos en otro artículo sobre la película A. I. de Steven Spielberg), y volveremos a tratarlo con un poco más de detalle más adelante, pero sí conviene subrayar que el término «Naturaleza» tal y como empezó siendo utilizado por los griegos, para luego ser reutilizado por la Ilustración y el Romanticismo, es un concepto confuso e incluso mítico. La idealización que acompaña al término es la que funcionaba en la comparación que Lèvi-Strauss hacía entre las sociedades «asilvestradas» y las sociedades modernas occidentales. Las primeras se caracterizarían, entre otras virtudes, por su espontaneidad e inmediatez frente a la artificialidad de las segundas. Pero Lèvi-Strauss, más coherente aquí que Castro, retiraba por esta razón el prestigio que en nuestra cultura tienen los libros, pues la escritura sería una de las causas que han convertido la comunicación en algo distante y mediatizado frente a la cercanía e inmediatez del lenguaje oral. Por nuestra parte, subrayaríamos que los libros son un producto tan «artificial» como pueda serlo el cine o la televisión y como artificial se pueden ver características tan específicamente humanas como la fabricación del pan, la capacidad de producir fuego o de cocinar los alimentos.

Castro comparte con el antropólogo francés la idea de nuestra sociedad como algo degenerativo. El cine hace perder, según él, profundidad a la literatura, además leer es un acto de decisión (afirmación muy frecuente entre los «intelectuales», como si ver cine no fuera también un acto tan lleno de decisión como abrir un libro) y, por eso, el cine está escorado hacia el solipsismo y la no creación. Pero como todo puede empeorarse, visto desde la perspectiva posterior de un invento aún más maligno, reconoce que el adicto al cine tiene todavía una relación con la bohemia literaria, con el fracaso y la tragedia. ¿Qué le ocurre, en cambio, al teleadicto?: que en él «se da únicamente la espantosa normalidad de un ser estadístico, semi-autista, sin relieve». Más adelante hablaremos del argumento principal que intenta fundamentar esta tesis, pero vamos a recalcar aquí como es difícil encontrar un mejor ejemplo del formalismo y del elitismo que Gustavo Bueno denuncia en la «teoría crítica» de la televisión. Porque «solipsismo», «creación» o «decisión» no son más que conceptos formales que, para ser alabados o criticados, deben ponerse en relación con contenidos concretos. No se trata de estar decididos o no, sino en por qué estamos decididos a hacer ciertas actividades y no otras; si, como hemos dicho antes, ir al cine o leer un libro son actos de decisión, queda por demostrar por qué es mejor leer un libro (¿cualquiera?) a ver una película (¿cualquiera?) o quedarme en casa viendo la tele (¿cualquier programa?). ¿Por qué la presunta relación del espectador de cine con la bohemia literaria lo hace más digno que al espectador de la televisión? ¿No es acaso esa «bohemia» un concepto meramente ideológico asumido por la sociedad burguesa? (Por el mismo espectador «bohemio» que asiste a una ópera de Puccini). Todavía más oscura es la relación con el fracaso y la tragedia, pues aquí está de nuevo funcionando la famosa actitud de sospecha que el postmodernismo tiene ante el «poder», nuevo concepto formal que funciona a toda máquina en Foucault, autor citado por nuestro articulista: «Si la pequeña pantalla interesa tanto a los políticos es porque el poder (no «la derecha», sino esa fuerza tecnológica y dinámica que obsesionaba a Foucault, en la que hace tiempo participa de lleno la socialdemocracia) es hoy ondulatorio, si se quiere micropuscular. No «represivo», sino «productivo», insertado en los discursos individualizados del mecanismo colectivo». O yo no entiendo nada, como dice Castro que le pasa a Richard Rorty en una nota al párrafo anteriormente citado, o ese concepto de poder que obsesionaba a Foucault es fantasmal e inasible por la propia elaboración del concepto fabricado por él y los autores llamados postmodernos. Al poder sólo cabe enfrentarle otro poder y no un no-poder o una impotencia, y habrá que determinar de qué poder estamos hablando para poder decir si es positivo o negativo, pues nos negamos a caer en ese pesimismo estructural del postmodernismo que considera que todo poder es negativo, convirtiendo lo marginal, lo débil, en aquello que, implícitamente a veces, es alabado. Y esto es el resultado de lo que ya decíamos al principio de este artículo que denuncia Juan Aranzadi: convertir el fracaso de la Revolución del «Mayo francés» en victoria pírrica{3} y, añadimos nosotros, rescatar la ideología del Romanticismo para adaptarla a los nuevos tiempos. Otra cuestión será la de analizar, y ahí no le falta razón a Castro, cómo en las ideologías actuales el concepto de «sujeto» y especialmente de «sujeto libre» juega un papel fundamental. Pero una cosa es denunciar esto y otra escapar a esa ideología pues, como más adelante veremos, Castro no lo consigue.

Todos los errores que venimos señalando, hasta ahora, en el artículo de Ignacio Castro son el resultado de lo que Gustavo Bueno ha llamado metodología de las Ideas «desenmarcadas»{4}, es decir, no enmarcadas en un marco genético terrestre, lo que obliga a Castro a contraponer Poder a Libertad, Naturaleza a Artificio o a Técnica o a Escenario, Verdad a Simulacro (Apariencia),... dentro de una atmósfera indeterminada. «Pero si nos atenemos a un marco genético, en el que figuren obligadamente los sujetos operatorios y, por tanto, objetos apotéticos correspondientes a esos sujetos, y en el que figuren también realidades deterministas, habrá que concluir no sólo que la contraposición Verdad/Apariencia se da siempre a través de una realidad determinada, sino que la Verdad implica siempre la Apariencia, pero que, en cambio, las apariencias no implican siempre a verdades correlativas, aunque no sea más que porque las apariencias, como veremos, pueden ser veraces o falaces»{5}. Vamos a ver en qué sentido este nuevo marco nos permite reexponer el artículo de Castro y cómo las anteriores palabras, de Gustavo Bueno, pueden ser ilustradas aplicándolas al artículo que estamos criticando.

Al poder ser las apariencias veraces o falaces, el término «Apariencia», no tomado en sentido absoluto, pierde su sentido exclusivamente negativo y su desconexión con el término «Verdad», al que tantas veces se opone, erróneamente, de forma radical. Las apariencias serán veraces si, efectivamente, se vinculan a la realidad en función de la que consideramos la apariencia. Por eso Bueno, frente al nihilismo o el escepticismo, introduce la necesidad de que, en el marco concreto desde el que estamos hablando figuren no sólo sujetos ensimismados o autistas sino objetos apotéticos, es decir, dados a distancia (y que influyan en esos sujetos de forma no meramente mecánica o fisiológica, como harían los llamados objetos paratéticos) y que, a su vez estén vinculados a realidades que estén determinadas necesariamente. Según esto las apariencias serían falaces cuando no estén vinculadas a la realidad a la que hacen referencia (sin dejar, por ello de ser apariencias). La llamada «intencionalidad» de un sujeto, al estar referida a signos, éstos pueden referirse a sí mismos, pero esto no ocurre en las imágenes retinianas (a las que hay que referirse siempre que hablemos de la televisión) pues éstas necesariamente remiten a algo distinto de la propia imagen formada en el ojo, lo que Bueno llama apariencias alotéticas.{5}.

En la película Fotografiando hadas se hace la fotografía ampliada del ojo de una niña que, supuestamente, ha visto hadas; cabe la duda (para los espiritualistas, no para un materialista) de si la pequeña ha visto realmente un hada o lo que ha visto es un dibujo o una marioneta o cualquier otro montaje, es decir, una apariencia falaz de hada, pero lo que no cabe ninguna duda (y con esto juega la película) es de que esa imagen en la retina prueba que no es una alucinación, pues necesariamente, remite a causa externas. Otra cosa será la interpretación que el cerebro de la niña dé a esa imagen, lo cual dependerá, por supuesto, de sus estructuras neuronales pero también, y no menos esencialmente, de las operaciones (de ahí lo de sujeto operatorio de Bueno) que la niña puede realizar: principalmente alargar la mano y tocar y manipular aquello que se le aparece frente a sí, pues la visión adecuada es también fruto del tacto (niño que quiere coger la luna), pero también escuchar, oler, &c. La interpretación dependerá, no menos, de lo que los psicólogos cognitivos llaman «esquemas» y que nosotros hemos de remitir necesariamente a la conexión que los cerebros tienen con los demás, en cuanto que, en el ejemplo que estamos proponiendo, su educación, dada en una época, finales del XIX, y en un lugar determinado, en Inglaterra, remite a un grupo distinto e incluso enfrentado a otros de la Inglaterra Victoriana (donde el mismísimo Arthur Conan Doyle se interesaba por estos temas). Esto es fundamental para entender la deformación de la perspectiva desde la que se sitúa muy habitualmente la Teoría de los Medios de Comunicación y, en particular, Ignacio Castro: la de un espectador individual aislado y pasivo que se sienta frente al televisor.

Añadamos unas palabras más, fundamentales, sobre la concepción de Bueno sobre la visión y su relación con la televisión, antes de pasar a la reinterpretación del artículo de Castro. Según lo que hemos visto antes la visión implica una acción apotética, es decir, un espacio vacío («transparente») interpuesto entre el ojo y la apariencia vista. Este espacio, a partir del llamado hiperrealismo de Bueno{6}, será una apariencia «eleática» (llamada así en referencia a Parménides y su escuela) pues es imposible que exista el vacío y la acción a distancia, es decir, que entre el sujeto y aquello que se le muestra exista «nada»; esa «transparencia» o vacío será, pues, una construcción, por abstracción de los objetos interpuestos entre el sujeto y el objeto visionado, del propio sujeto. Pero esto es precisamente lo que hace la televisión (veremos luego que es todo lo contrario a lo que afirma Castro) y por eso Bueno afirmará, disculpando la redundancia, que la visión es ya una televisión{7}.

En función de lo anterior se podrá decir que «la televisión, en su conjunto, se comporta como una máquina que fabrica apariencias positivas o de presencia en un medio de apariencias eleáticas o de ausencia». Y a partir de aquí se podrá plantear la importancia que tiene el problema de la verdad en televisión a partir de la siguiente pregunta: ¿Qué alcance puede tener la verdad en un Mundo de fenómenos en el que todo son apariencias y apariencias de apariencias?{8} Como dice Gustavo Bueno las respuestas son múltiples y heterogéneas, muchas veces caóticas o fragmentarias. Lo que nosotros vamos a hacer es localizar la respuesta de Ignacio Castro (explícitamente adscrita al «pensamiento débil») dentro de la sistematización propuesta en el libro de Bueno y reinterpretarla desde nuestra posición.

La tesis fundamental de Ignacio Castro, aun a arriesgándonos a simplificarla, se podría resumir de la forma siguiente: la televisión es una generalización del cine que, precisamente por eso, entra en competencia con él y lo vulgariza y simplifica (teniendo en cuenta que, a su vez, el cine es una simplificación de la literatura). La televisión se apropia de la imagen y substituye la belleza y el pensamiento por otros poderes muy distintos: los del consenso absoluto y la masificación. La televisión conseguiría esto mediante un efecto psicológico o anímico: la ilusión de la cercanía, la ficción de un orden interconectado donde, en realidad, sólo hay individuos aislados y lejanía o vacío. La argumentación de Castro subraya, sobre todo, lo siguiente: la televisión, frente al cine, ha perdido todo contacto con el exterior, pues si el proyector es el causante de las imágenes en la gran pantalla, las imágenes de la televisión vienen desde dentro, creando la ilusión de una realidad propia, donde lo que importa es la relación entre las propias imágenes.

Es evidente que la tesis fundamental de Ignacio Castro y el tono de su artículo se puede encuadrar claramente en la llamada «teoría crítica de la televisión», una teoría que quedaría esbozada por la Escuela de Frankfurt en la década de los 50 y que es retomada, entre otros, como es el caso del que nos ocupamos, por el postmodernismo. Es curioso cómo, según esta teoría, tal y como es defendida por Castro, convertiría a los televidentes en una especie de realización del ideal de conocimiento aristotélico, puesto que los teleadictos se constituyen en una especie de actos puros dedicados a la exclusiva contemplación, es más, a una contemplación ensimismada (endogámica), como el Acto Puro de Aristóteles (interpretado, por supuesto, de forma negativa, pues nosotros no podríamos reflejar en nuestra «interioridad» la «exterioridad» del Mundo). Pero con esto Castro cae en uno de los principales defectos de la «teoría crítica», pues en realidad ese sujeto pasivo e ingenuo no es más que una construcción de la propia teoría. Los sujetos que vemos la televisión no estamos atados al sillón, sino que nos podemos y, necesariamente, nos tenemos que levantar del mismo; y esta constatación, trivial (aunque no lo parece para la teoría crítica, como tampoco parece constatar que la televisión no es sólo imagen sino sonido), es lo que permite la crítica y la distancia de esas imágenes, pues la crítica sólo se podrá realizar, ya lo hemos dicho antes, a través de operaciones táctiles y la comparación con otras informaciones no televisivas y, sobre todo, con el «mundo entorno» de la televisión y las relaciones sinalógicas (físicas, &c...) que mantenga con las imágenes televisivas. Ocurre también que el sujeto que ve la televisión no es tampoco un sujeto aislado (y aquí la ilusión la sufre Ignacio Castro), pues estos sujetos están interconectados entre sí de maneras muy diversas, en función de distintos enclasamientos, es decir, de los diferentes grupos a los que pertenecen esos individuos y que los conforman en una dirección o en otra.

La concepción de los televidentes atados a sus sillas, para ser víctimas de las apariencias televisivas, es la que hace inevitable la comparación de esa situación con la que sufren los esclavos de la caverna descrita por Platón: donde están «desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar sólo delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar en derredor la cabeza». Pero, como indica Gustavo Bueno, la comparación es tan obvia que lo que se presenta como necesario no es tanto establecerla, sino explicarla. Castro no llega a formular esta comparación de forma explícita, pero sí indirectamente cuando dice que «la cualidad integradora de la tecnología digital se corresponde con la fragmentación miniaturizada de la existencia en la reclusión doméstica». Y especialmente significativa es la nota veinticuatro a esta afirmación, donde añade que «en efecto, lo espectacular comienza por una retirada, una fijación del espectador a su asiento» y citando a Elías Canetti afirma que «el teatro normal busca asentar a los hombres y dejarles sólo la libertad de sus manos y voces» (el subrayado es nuestro). Lo que está haciendo Castro es pues, comparar, de forma genérica (y luego incluir a la televisión como exponente máximo del género) los espectáculos escénicos y su efecto en el individuo-masa: el cine sería el teatro de la segunda mitad del siglo XX y la televisión sería el cine continuo metido en casa. Reconociendo que Castro detecta aquí una de las principales consecuencias de la televisión, la de la «reclusión» en el hogar, el principal defecto, ya señalado pero que en este punto muestra su mayor debilidad, es que su definición de televisión es tan genérica que su análisis podría ser aplicado a cualquier medio audiovisual (incluido el teatro). Pero, más importante aún, la teoría en torno a la que se mueve Castro no le permite explicar, en primer lugar, por qué el «mito de caverna» reproduce una situación más cercana a la televisión que al cine y, en segundo lugar, cómo es posible que ciertos individuos, incluidos el propio Castro, puedan distanciarse de la televisión y criticar sus efectos perniciosos, de la misma manera que algunos de los antiguos esclavos pueden salir de la caverna para darse cuenta que su vida anterior, y la de sus compañeros, era una pura ilusión.

Para responder a las dos preguntas anteriores, es del todo necesario distinguir entre televisión material (que incluye todas las características genéricas que tiene en común con el resto de aparatos audiovisuales) y televisión formal (que sería lo que de específico distingue a la televisión del resto de medios parecidos a ella). Para Gustavo Bueno lo especifico de la televisión es la clarividencia, es decir, no la capacidad de ver a lo lejos (tal y como indicaría erróneamente el nombre con el que se la bautizó, pues esta capacidad la comparte con otros aparatos ópticos como el telescopio) sino la capacidad de ver a través de los cuerpos opacos, pues las cámaras lo que ofrecen es la posibilidad de llevar al monitor, no ya imágenes de cuerpos que están lejos, sino que están detrás, ocultos, de paredes, montañas, &c... Veamos cómo se puede aplicar el concepto de clarividencia para criticar las ideas fundamentales de Castro.

En primer lugar, el concepto permite establecer una relación esencial entre el mito de la caverna de Platón con la televisión y no con el cine. Pues en el cine es el proyector el que se encarga de fabricar las imágenes que son proyectadas en la pantalla, pero dentro de la sala, es decir, dentro de la caverna. Sin embargo, en la televisión (formalmente considerada) las imágenes necesariamente provienen del exterior de la habitación donde esté instalada la televisión. Y esto nos permite señalar uno de los mayores errores de Castro, pues, para él, «la televisión es la cinematografía del planeta entero, un cine que ha perdido la conciencia de la exterioridad, (...)» Precisamente es todo lo contrario, la televisión formal es necesariamente exterior, pues remite, necesariamente, a cuerpos exteriores en el momento mismo de ser televisados (por supuesto también el cine nos remite a esos cuerpos, pero no en el momento específico de la proyección). Es por esto, por lo que la televisión, como tal televisión, nos remite continuamente, no a la ilusión y a la apariencia, sino necesariamente a la verdad, y no por razones éticas, sino por razones ontológicas{9}. Nos permitimos aventurar que esta sería una de las razones por las cuales la televisión no habría alcanzado lo que Castro denuncia: un estilo estético propio y definido, pues la televisión tendría más relación con la gnoseología o con la ontología que con la estética, de ahí que no sean los valores de belleza, y los a él asociados, los que aparezcan en los discursos sobre la televisión, sino que son los valores relacionados con la verdad (veracidad, realidad, ilusión...) los que aparecen continuamente en este tipo de discursos.

Vemos, pues, que la inmanencia de las imágenes televisivas, no es tanto un producto de la televisión que crea esa ilusión en los espectadores sino, más bien, una creación del propio Castro para poner su «teoría crítica» por encima de esos espectadores. Más bien habría que situar a la teoría crítica como resultado de la confrontación de las propias imágenes televisivas, pues esas imágenes, lejos de proceder de un único poder que conspira contra las masas, provienen de diferentes grupos enfrentados entre sí que compiten por la «parrilla». Esa confrontación es la que desmiente continuamente la creencia de que la televisión, y la realidad que refleja, conforma un mundo armónico y sin fisuras.

En cuanto al segundo problema que nos planteábamos: ¿cómo es posible que los propios individuos encadenados puedan criticar su situación de esclavos?, queda parcialmente respondido con lo anterior, pero cabría subrayar lo siguiente. El «mito de la caverna» de Platón no sólo refleja una situación análoga a la de la televisión, sino que constituye su crítica, pero no desde una postura metafísica o nihilista, a la que tendríamos que adscribir la de Castro, sino desde una postura dialéctica. Esto quiere decir que, ni se puede despreciar totalmente la caverna (la televisión) considerándola como el mundo de las apariencias y equiparando a éstas con las ilusiones, el simulacro o la irrealidad, ni la crítica de Platón está concebida como «autocrítica», sino como crítica que ciertos individuos (pertenecientes a ciertos grupos) hacen a otros y, por lo tanto, como crítica partidista que sólo puede comenzar en el conflicto y el enfrentamiento entre grupos, y no cuando un individuo se ponga a «reflexionar» (como implícitamente admite Castro cuando, al final de su artículo, afirma que la televisión y la sociedad actual impiden «pensar»). Porque, efectivamente, Platón considera la posibilidad de que ciertos individuos se levanten, rompan sus cadenas y salgan al exterior y para hacer todo esto no se puede limitar a estos individuos a sus capacidades visuales, sino que habría que incluir sus capacidades táctiles. Tampoco Canetti, en la cita que de él hace Castro, los limita al puro ver, pero sí parece que con la «sola libertad de sus manos y voces» se esté refiriendo a que el espectador se limite a aplaudir y vociferar. Pero ese espectador podrá levantarse y utilizar sus manos no sólo para tirar tomates, sino para salir de la sala o del hogar, y para manipular otros objetos (como libros) y recordar («reminiscencia») otras ideas de grupos de antepasados con las que pueda criticar aquello que se le presenta, ya sea en el escenario o en la calle. Nada más contundente y aparentemente claro que la afirmación con la que nuestro autor inicia la nota cinco de su artículo: «Para que uno actúe es necesario que cien no actúen». Pero esta afirmación es oscura en tanto que esta ejercitando la concepción del espectador como alguien homogéneo y absolutamente pasivo y, sin embargo, «si los hombres pueden remontar el plano de las apariencias, es porque esos hombres, el público (la audiencia) no forma una clase homogénea, según una homogeneidad que se hiciera consistir en el ejercicio de una vida puramente especulativa, la vida del espectador (el bios theoreticos de Heráclides Póntico) que se atiene, sentado en las gradas del anfiteatro a ver y a oír lo que ocurre en la escena. La audiencia no es homogénea; está diferenciada en capas, sectores, grupos muy diferentes y, entre ellos, los compuestos por hombres que, además de ver y de oír, caminan, se levantan del asiento, se esfuerzan, exploran la caverna y, sobre todo, logran salir al exterior y tomar contacto con otras realidades»{10}.

Para entender de dónde proviene la concepción de Castro de ese sujeto-espectador pasivo, y cómo se puede construir una concepción totalmente contraria, es necesario preguntarse por la filosofía de la técnica que subyace en el artículo que nos ocupa. Fundamentalmente se defiende en él una contraposición entre naturaleza y técnica, cargando el sentido positivo en la primera y el negativo en la segunda. Ya hemos indicado cómo esta concepción es deudora del Romanticismo, pero habría que retrotraerse mucho más atrás para entender su origen.

Castro señala que uno de los efectos más perniciosos de la televisión es el de contribuir a la construcción de la tecnología como una nueva religión moderna, pues uno de los «defectos», dice, de la tecnología es que ya no es «mímesis», imitación o reproducción de la naturaleza. La televisión, se defiende en el artículo, es «un paso más» en la utilización de aparatos visuales mediante los cuales la «voluntad de poder» ha ido imponiendo la creencia de que el ojo es el instrumento adecuado del conocimiento, sometiendo al individuo de «carne y hueso», impidiéndole pensar y convirtiéndolo en masa o rebaño. Pero el partir del individuo humano, del hombre de «carne y hueso», no es un dato empírico, inocente u obvio; presupone todo un planteamiento teórico de la antropología y de la tecnología poniéndolo bajo la rúbrica de la cuestión de la relación entre «el hombre y la técnica», presuponiendo, también, que este planteamiento nos lleva a las cuestiones más «profundas» sobre la filosofía de la tecnología y, más en concreto, de la televisión. También la concepción de la técnica como imitación de la naturaleza (de la poiésis-mímesis de la natura naturata) se debe a esta forma de problematización.

Efectivamente, el término «hombre», por su formato de concepto-clase, nos remite inmediatamente a los individuos humanos, a los hombres de «carne y hueso» a los que se refiere Castro. La pregunta que se realiza, así como su respuesta, quedan de esta manera condicionadas por el planteamiento de partida que es de corte netamente etológico, y de una etología que considera al «hombre» desde el individuo: ¿por qué, y como fue posible, ciertos individuos humanos, parecidos a los animales, e incluso más frágiles y débiles que ellos, tuvieron la necesidad y la habilidad de construir técnicas que no se encuentran entre los animales, en la «naturaleza»? La respuesta, como decimos, viene dada por la propia formulación del problema: la técnica es una especie de ortopedia, un modo de compensar los defectos de un mono «mal nacido» como es el hombre. Esta es la perspectiva que se ofrece en el mito de Prometeo, tal y como es contado por Protágoras en el diálogo de Platón, pero que es retomado en el siglo XX por Arnold Gehlen y Ortega y Gasset, entre otros{11} y que, por cierto, reproducen una y otra vez la casi totalidad de los libros de texto de bachillerato. A esta respuesta se le podrá dar un sentido negativo o positivo según los casos, subrayando, por ejemplo, cómo el hombre es un animal débil y enfermo (concepción deudora del pesimismo agustiniano) y recalcando lo que de artificial y monstruoso tiene la tecnología que, siendo en principio un instrumento útil, se habría ido erigiendo en la destructora de la naturaleza y del propio hombre; o, por el contrario, subrayando cómo partiendo de una situación de inicial desventaja el hombre habría conseguido superar a los animales y «dominar» la naturaleza.

Pero será el propio desarrollo de las tecnologías el que convierta en absolutamente improcedente la concepción de la técnica como imitación de la naturaleza en el sentido anterior, pues ahora se tratará de la creación de formas absolutamente inauditas, comportándose, por tanto, más bien, como la natura naturans o fhysis.{12} Aplicando esta concepción a la tradición judeo-cristiana se entenderá que, tanto la artes como las técnicas, son creaciones de Dios o creaciones divinas ellas mismas, fruto de la acción mitopoyética del hombre, como afirma Cassirer. Esta es la razón por la que Heidegger dirá que detrás de cada técnica o de cada tecnología estará actuando una metafísica. Castro utiliza la cita de Heidegger para denunciar la metafísica de la televisión, sin darse cuenta de la concepción metafísica misma que late bajo su reproche. Pues, en primer lugar, al defender en su artículo una concepción positiva del arte en general como imitador de la naturaleza, se retrotrae, como hemos indicado, a una valoración anterior a la época paleotécnica y neotécnica (según la terminología de Mumford), pero no hay razones válidas para ver en el arte una especie de inocente contemplador, que se limita a embellecer lo que ve, y enfrentarla a la tecnología como creadora de ilusiones metafísicas y destructora de la «naturaleza».La primera concepción implica una visión arcaica y mítica de la naturaleza como algo intocable y sagrado, y la segunda una visión deudora de la interpretación religiosa de las técnicas como creaciones absolutas de un poder que, en este caso, no provendrá de un Dios todopoderoso, pero sí de una voluntad que se reviste del mismo misterio y que «conspira» para manipularnos.

¿Cómo salir de la «trampa» que supone la formulación del problema planteado en los términos anteriores?: no partiendo del individuo aislado, sino del grupo humano que, ya desde sus comienzos, lejos de ser indefenso, constituye un grupo depredador de alta eficacia (y no precisamente frente a la Naturaleza, sino frente a otras «naturalezas») y concebir las técnicas y tecnologías, no como creaciones de la capacidad mitopoyética del hombre o de su voluntad de poder, sino a los propios seres humanos como producto precisamente de esa técnicas{13}. No es que el hombre invente armas debido a que no tiene garras, sino que la falta de garras se deberá también a la utilización de armas, así como la disminución de la mandíbula se deberá, entre otras causas, a la cocción de los alimentos y no principalmente a la inversa. Lo que importa subrayar aquí es que las técnicas no serán invenciones de los individuos, sino de éstos en tanto que pertenecen a diversos grupos y son moldeados por ellos, y que estas invenciones no son creaciones a partir de la nada, sino transformaciones de materiales preexistentes. Y esto es esencial para no caer en la teoría sobre la conspiración de un poder que crea una tecnología para dominar al resto de seres humanos. La televisión, por ejemplo, será «creación» de diferentes grupos enfrentados entre sí, y por mucho que sea productora de una «verdad consenso», nunca será tan absoluta, como denuncia Castro, para no ver en ella la lucha ideológica de diversos intereses. Al recordar la naturaleza social de la televisión, habrá que subrayar la necesidad de la existencia de sujetos que operen con las cámaras, de todo un equipo humano, pero también, volvemos a insistir, la existencia al otro lado de la pantalla de sujetos activos que reconstruyan las apariencias que se les ofrecen. Desde luego, hay que admitir un efecto hipnótico de la televisión que han estudiado ampliamente los psicólogos{14}, pero al limitar el análisis de la televisión a este efecto anímico lo que hace Castro es caer en un reduccionismo de tipo psicológico que, a su vez, le lleva a un defecto ya comentado: la imposibilidad de distinguir la especificidad de la televisión frente al teatro, al cinematógrafo o los demás artefactos ópticos, afirmando, como mucho, la mayor intensidad de sus efectos pero no su verdadera originalidad, como a continuación veremos.

Tampoco las producciones de los seres humanos, por las que también son conformados, habrá necesariamente que verlas como imitadoras de la naturaleza, pues esas producciones tendrán necesariamente un momento analítico o destructivo de las naturalezas y no sólo un momento constructivo, y ambos en diferentes escalas{15}. El momento destructivo de la televisión se encontraría, precisamente, en aquello que la define esencialmente: la clarividencia. La televisión destruye los cuerpos opacos que se interponen entre los ojos y los objetos de visión. Pero esto jamás lo ha podido hacer el ojo humano, y este hecho, por sí mismo, constituye ya una crítica a las concepciones de la tecnología como ortopedia o prolongación de ciertas partes del organismo humano. Y también la máxima refutación de la afirmación de Castro de que «ante el extraño halo del devenir, la televisión representa un peldaño más en la escalada norteña por aislar higiénicamente la existencia, por asegurarla frente a su más íntima exterioridad» y su interpretación de la televisión como «un paso más» o como un «concentrado» de los demás medios audiovisuales. La televisión hay que verla, por el contrario, como un aparato que posibilita algo absolutamente novedoso. En esta destrucción de los cuerpos opacos (edificios, cordilleras, &c.) consistiría lo que llama Gustavo Bueno la ironía de la televisión, y es aquí también donde reside su máxima limitación{16}. La metodología de Bueno le permite resaltar las diferencias esenciales de la televisión respecto al teatro y al cinematógrafo. La diferencia con el primero es que el teatro ofrece al espectador cuerpos tridimensionales, frente a las imágenes bidimensionales que ofrecen las pantallas cinematográficas y televisivas. La realidad tridimensional, en estas últimas, tendrá que ser reconstruida de manera parecida a como la imagen plana de la retina ha de ser reconstruida por el cerebro, pero aquí, de nuevo, una vez más, se necesita el concurso de otros individuos. La televisión digital, frente a lo que afirma Castro, en lo que no deja de ser una metáfora que no sirve para explicar sino para deformar aquello que se pretende entender, no nos aleja aún más de la realidad al ser «copia de una copia», sino que pretende aparentar las tres dimensiones de la realidad en las pantallas de 3D.

Lo anteriormente dicho podría hacer pensar que la contraposición, en televisión, entre las apariencias y la verdad, estaría en la contraposición entre la bidimensionalidad de la pantalla y la tridimensionalidad de la realidad de la que proceden las imágenes de aquella. Pero no es la única contraposición, ni la más importante, pues ésta se da en otros lugares más esenciales. Aquí hay que resaltar, de nuevo, la diferencia esencial entre el cine y la televisión. Gustavo Bueno coincide con Ignacio Castro en que la televisión, en tanto que televisión material (en tanto que cine televisado) reproduce y amplía los efectos sociales del cine: el cine tiene, efectivamente, una duración limitada a dos horas o tres, frente a la sesión continua de la televisión; la televisión es una especie de cine que se cuela en casa y se distribuye entre las diferentes familias, dando lugar a múltiples cavernas platónicas (por cierto que este carácter distributivo le acerca al libro, pero la televisión tiene también una dimensión atributiva, donde media la colectividad, que le acerca también al púlpito o a la cátedra; en esta doble dimensión reside la base de las paradojas, que Castro se dedica a resaltar, que se dan en televisión acerca de la relación individuo/colectividad); esta distribución no ha de hacer olvidar que los individuos sentados ante las telepantallas están ya moldeados socialmente y que, aunque la televisión es más bien «privada» frente al cine, los contenidos que aparecen en ella son públicos y, por eso, no dispersa a los individuos, sino que tiene ese efecto de consenso, que tanto molesta a Castro, pero que no tiene por qué ser necesariamente negativo{17}.

Pero donde Gustavo Bueno se separa radicalmente de Ignacio Castro es en el momento en el que hay que definir las características esenciales de la televisión, pues esta definición, como venimos insistiendo, no llega a realizarla el autor del artículo que venimos criticando, con las consecuencias fundamentales que ahora se verán. Es del todo necesario explicar por qué el usuario de la televisión acude a ésta, y no a cualquier otro medio de comunicación, para demandarle un determinado tipo de servicio. Y tenemos un ejemplo muy reciente que nos lo muestra: incluso el «intelectual» que dice aborrecer la televisión, y se niega incluso a tener un aparato en casa, tuvo que acudir a este medio para enterarse de lo que sucedía el 11 de septiembre de 2001 en los Estados Unidos en el momento mismo en que estaba sucediendo. Ni el cine, ni los periódicos, ni siquiera la radio, podía en esos momentos sustituir a la televisión en lo que tiene de más característico: su clarividencia. Las diferencias tecnológicas entre el cine y la televisión se muestran aquí, no como meramente accidentales, sino como esenciales para comprender también los distintos efectos sociales de ambos. Castro, al subrayar cómo las imágenes de la televisión, frente a las del cine, parecen provenir desde dentro de la pantalla, olvida él mismo lo fundamental: que «en la caverna platónica, como en la televisión, la acción causal continua del exterior sobre la pantalla resulta ser imprescindible para que las imágenes aparezcan en el interior del recinto en donde se encuentran los receptores».{18} Precisamente el efecto social y político más característico de la televisión, en relación a su clarividencia funcional, habría que ponerla en «la acción causal continua cuasi inmediata o directa, óptica y acústica, entre grupos sociales separados a gran distancia por cuerpos opacos, no ya por la distancia misma (por ejemplo, por la distancia entre la Tierra y otros planetas perceptibles «a simple vista»)»{19} y cómo esa acción engarza con el presente dramático de los espectadores, que perciben lo que está ocurriendo en el momento mismo del suceso, con toda la carga dramática que implica lo imprevisible. No sería del todo improcedente conjeturar que los terroristas del 11 de septiembre, además de por la cantidad de personas que pudiera haber en las Torres Gemelas, por el horario de vuelos, &c... se guiase por el impacto que el atentado iba a causar al ser televisado a determinada hora.

Pero la televisión, al posibilitar la percepción de acontecimientos u objetos que está a miles de kilómetros y ocultos tras accidentes geográficos, edificios, &c., también abre la posibilidad de «la falsificación de tal percepción, precisamente en cuanto la misma clarividencia encubre, borra o destruye, esas cordilleras u océanos interpuestos. La apariencia se vincula de este modo a la misma clarividencia»{20}.

Llegamos así a un punto fundamental, pues el concepto de vacío, tal y como es utilizado por Ignacio Castro para criticar la televisión, recibe un sentido opuesto al que le da Gustavo Bueno al señalar las limitaciones de la misma. Para Castro la televisión llena un vacío en el sentido, hueco, del existencialismo: la vida del consumidor, llena durante el trabajo, sería rellenada durante el resto del día por la televisión, como aparato que oculta la soledad y el vacío de la vida del consumidor capitalista. Lo de menos serían los contenidos, lo importante es tener el aparato en marcha para tener la sensación de compañía y la de estar conectado con el resto de el Mundo. Pero aquí, Castro vuelve a caer en un reduccionismo psicológico que, sin dejar de ser importante, no explica las verdaderas limitaciones objetivas de la televisión. Estas limitaciones tienen que ver, no con la ocultación de un vacío que se intenta llenar falsamente mediante las imágenes o el ruido, sino todo lo contrario, con la ilusión de un vacío que no existe, un vacío que oculta la presencia de ciertas realidades. Pues lo que la televisión hace es crear la apariencia de que nada se interpone entre los grupos sociales que vemos a miles de kilómetros.

Es verdad que, en ciertas conclusiones, las denuncias de Castro y Bueno se acercan: como el hecho de señalar el efecto de «Aldea global» de la televisión. Pero en Castro este defecto es interpretado de forma psicológica y como un elemento más de los múltiples efectos perversos que tiene la televisión. Claramente se ve aquí la mayor potencia crítica de Gustavo Bueno, cuando se entiende la crítica, no en un sentido apocalíptico o como denuncia de defectos y limitaciones, sino como clasificación en la que se incluyen también las virtudes y posibilidades. Pues, como ya hemos indicado, la clarividencia es la causante de los límites infranqueables de la televisión, pero también de sus inéditas cualidades. Hay que resaltar que el «defecto» de la televisión se debe a su modo peculiar de abstracción, a la creación de la ilusión de transparencia o vacío, una ilusión difícil de detectar (y tiene aquí razón Castro, pero no por los motivos psicológicos o anímicos que él aduce) porque ni siquiera «brilla por su ausencia», dado que es la apariencia de no presencia o vacío la que oculta otras realidades. Por lo tanto, no es una limitación subsanable dado que es constitutiva de la televisión y no de la utilización eventual por algún tipo de poder, por ejemplo el capitalista, ya que «el Mundo es inmenso y, por tanto, no es posible reflejarlo íntegro en pantalla»{21}. Es muy ilustrativo el ejemplo que pone Gustavo Bueno: la celebración del nuevo Milenio el primer día del año 2000, donde aparecieron representados más de cincuenta países para intentar demostrar la unidad básica de la Humanidad, evidentemente sin conseguirlo, pues para ello (además de que era imposible que los televidentes soportaran las 24 horas de emisión seguidas) tuvo que hacer abstracción, no sólo de las barreras ópticas y auditivas de las que hemos hablado, sino de los conflictos entre esos países y sus diferentes estructuras políticas, sociales y económicas{22}.

Lo que hay que «desactivar», por lo tanto, no es tanto la cercanía ilusoria que crea la televisión, como dice Castro, que también, sino, sobre todo, llenar el vacío abstracto que es constitutivo de la televisión formal. ¿Cómo hacerlo? El análisis de Castro parece indicar que la propia denuncia de su escrito será el modo por el cual el teleadicto, al leer su crítica, «caiga en la cuenta» de la falsa cercanía que crea la televisión; pero, por otro lado, cabría sospechar, teniendo en cuenta el tipo de «zombi» que describe como espectador televisivo, que son «insalvables» y que sólo una minoría selecta se habrá dado cuenta de lo perniciosa que es la televisión y, como mucho, cabe esperar que algunos privilegiados con suerte, al leer su manuscrito u otros similares, escapen al efecto hipnótico de la televisión y de la alineación que produce y vean, a partir de ese momento, la televisión, no como el resto de mortales consumidores, sino con la distancia requerida o, incluso, apagando el receptor y leyendo «profundos» libros.

El análisis de Gustavo Bueno se aleja, en cambio, de la consideración del espectador como un individuo aislado y meramente pasivo; concepción, ésta última, que se puede retrotraer al término vulgo de los philosophes del XVIII{23}. El sujeto es alguien que reconstruye continuamente lo que aparece en la pantalla, en función del moldeamiento que ha recibido del grupo o, mejor, de los grupos a los que pertenece; por ello cabría dudar de que sea la televisión la que lo conforme, al menos, de manera absoluta. Aunque Castro reconoce que la televisión será uno más de los medios que utiliza el poder, carga continuamente las tintas en su efecto pernicioso y en la consideración de la televisión como uno de los máximos agentes del moldeamiento del espectador. Para decirlo de forma más explícita: la concepción del sujeto que Castro utiliza es deudora del capitalismo burgués y forma parte de su ideología o de la falsa conciencia que se quiere criticar. El materialismo filosófico de Gustavo Bueno se define, por el contrario, como un pluralismo dialéctico, que lo distancia tanto del idealismo como del materialismo histórico (evitando las explicaciones dualistas). El concepto de «conciencia reflexiva» o representativa del materialismo histórico, no deja de ser un dualismo y mentalismo subjetivista, que sigue actuando en la «teoría crítica de la televisión», al considerar la televisión como «cámara oscura» que invierte la realidad en la conciencia del televidente{24}.

En el materialismo filosófico la oposición entre una «conciencia refleja interior» y un «ser exterior, natural o social» se substituirá por la oposición de dos conceptos que, curiosamente, tienen gran importancia en el artículo de Castro: los de «cerca» y «lejos». Sin embargo, Castro utiliza el término «cercanía», que aparece en el título de su artículo, en el lugar en el que Bueno utiliza el concepto de «vacío» dando lugar a una explicación muy diferente de las limitaciones de la televisión, como antes señalábamos. Vuelven a invertirse aquí el sentido de los términos, pues si, para Castro, la cercanía es la ilusión que la televisión crea, para Bueno supone las relaciones propiamente físicas y tecnológicas de la televisión (casi se podría decir que constituye lo «natural» de la televisión, en el sentido clásico de la Physis a la cual Castro opone la televisión) frente a la «lejanía» que no es el mundo de la «realidad» como tal, sentido que tendría en Castro por oposición a la falsa cercanía, sino, precisamente, el mundo escénico donde aparecen las imágenes (ya sean veraces o falaces). Y es que, para el materialismo filosófico, en el campo histórico las superestructuras será interpretadas como «morfologías apotéticas», es decir, dadas a distancia, y las infraestructuras como «morfologías paratéticas» o realizadas mediante la cercanía o el contacto. En la televisión, las estructuras tecnológicas y físicas imprescindibles para que se ponga en marcha son relaciones paratéticas, mientras que las estructuras escénicas se dan en una escala apotética (la cámara ha de colocarse a cierta distancia del objeto que se quiera visionar, también en la relación del espectador y la pantalla es necesaria la distancia...){25}

Lo importante es subrayar aquí lo siguiente: las interpretaciones apotéticas son múltiples y aunque no se dan de forma aislada, nadie puede arrogarse el derecho de hablar en nombre de la «Humanidad» o del «hombre». La multiplicidad de interpretaciones, por muy fuerte que sea el consenso que se establezca (especialmente en las circunstancias actuales, después de la caída de la Unión Soviética), sobre todo en una sociedad democrática, aparecerá en las propias pantallas de televisión y en la recepción y reconstrucción que los espectadores realizan de la misma. Como decíamos: en la propia constitución de la televisión, por razones ontológicas, por su clarividencia, hay una relación necesaria con la verdad, pues, de lo contrario, no sería televisión (otra cosa es que la televisión «degenere» en función de lo que le pidan los espectadores).

¿Cómo rellenar el vacío que crea la televisión?, preguntábamos antes. Desde luego, no necesariamente apagando el aparato, sino viendo sus múltiples apariencias contradictorias. Por supuesto obteniendo información por otros medios, incluidos los libros. Pero, sobre todo, no sólo adquiriendo información enciclopédica, sino haciéndonos de un «mapamundi» que nos permita reinterpretar esa información en contraste con otros.

El artículo de Castro admite, implícitamente, que analizar la televisión supone comprometerse con una determinada interpretación de la realidad toda, de ahí que denuncie la ideología capitalista o consumista pero, como hemos indicado, de manera sesgada. ¿Por qué salvar al «libro» de la crítica al consumo? ¿No es acaso un objeto de consumo? ¿No está rodeado también de una ideología o falsa conciencia? Al igual que la televisión se pone en marcha para llenar la «soledad» o el «vacío», sin ver o escuchar sus contenidos, también se compran libros que no se leen sino que se tienen y se exhiben en las estanterías. El Día del Libro, cuando se lee el Quijote en voz alta, parece olvidarse que Cervantes realiza en esta obra una crítica de la lectura no selectiva. Parece que, especialmente, no se escuchara el capítulo en el cual el cura y el barbero queman un ingente número de libros de caballerías, aunque no todos.

Criticar el hecho de que el consumidor de televisión no elige, sino que se trata de un simulacro de elección, es ambiguo, pues no se aclara si es una crítica a la democracia (¿añoranza de una dictadura contra la cual cabía la rebeldía, pues era menos sutil su manera de controlar?) o a la falsa conciencia o ideología de la democracia. Pero en esto Castro no entra, y nosotros tampoco, pues nos llevaría muy lejos.

Notas

{1} Juan Aranzadi, El escudo de Arquíloco. Sobre mesías, mártires y terroristas. Vol. 1: Sangre vasca, Antonio Machado Libros, Madrid 2001, págs. 112-113.

{2} Rufino Salguero, «Peripatéticos, patéticos e impotentes», Comunicación defendida en el 39 Congreso de Filósofos Jóvenes, Gijón 2002.

{3} Juan Aranzadi, El escudo..., págs. 112-113.

{4} Gustavo Bueno, Televisión: Apariencia y Verdad, Gedisa, Barcelona 2000, págs. 27-28.

{5} Gustavo Bueno, Televisión..., pág. 27. Ver también el artículo de José Manuel Rodríguez Pardo, «El conocimiento animal y humano: una aproximación».

{6} Gustavo Bueno, Televisión..., pág. 317.

{7} Gustavo Bueno, Televisión..., pág. 318.

{8} Gustavo Bueno, Televisión..., pág. 87.

{9} Gustavo Bueno, Televisión..., pág. 323.

{10} Gustavo Bueno, Televisión..., págs. 95 y ss.

{11} Gustavo Bueno, Televisión..., pág. 194.

{12} Gustavo Bueno, Televisión..., pág. 195.

{13} Gustavo Bueno, Televisión..., pág. 195.

{14} Gustavo Bueno, Televisión..., pág. 201.

{15} Gustavo Bueno, Televisión..., págs. 196-197.

{16} Gustavo Bueno, Televisión..., pág. 200.

{17} Gustavo Bueno, Televisión..., págs. 208-209.

{18} Gustavo Bueno, Televisión..., pág. 213.

{19} Gustavo Bueno, Televisión..., pág. 215.

{20} Gustavo Bueno, Televisión..., pág. 216.

{21} Gustavo Bueno, Televisión..., págs. 314-315.

{22} Gustavo Bueno, Televisión..., pág. 314.

{23} Gustavo Bueno, Televisión..., pág. 318.

{24} Gustavo Bueno, Televisión..., pág. 320.

{25} Para el tema de las ideologías en la literatura ver, Juan Carlos Rodríguez, De qué hablamos cuando hablamos de literatura, de guante blanco/Comares, Granada 2002, especialmente el Prólogo, la Introducción y el Epílogo. Para el tema de las ideologías en la democracia ver, Gustavo Bueno, «La democracia como ideología».

 

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