Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 7 • septiembre 2002 • página 7
El 11 de septiembre de 2001, a raíz de los atentados terroristas sobre Estados Unidos, se inició un nueva era para la humanidad. Hoy, un año después, muchos parecen no haber comprendido aún lo que ha pasado, lo que nos pasa. Ni lo que significa una «nueva guerra». Ni siquiera quién es el enemigo y quién, el aliado. Unos están asustados; otros, simplemente desorientados. ¿Dónde está el frente?
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Una mañana clara de final del verano de 2001, el cielo de la ciudad de Nueva York se vio seccionado por unos aceros flamígeros, unas espadas de fuego, que decapitaron las cumbres de cristal y dejaron la borrasca en el asfalto y en el alma. Tras el tajo criminal, una nube de polvo y ceniza dejó oscurecida la línea del horizonte, huérfana la línea del cielo, envolviéndola hasta casi borrarla del paisaje. Cuando se disipó la niebla, un nimbo infinito seguía coronando la ciudad víctima de la fechoría. La ciudad, herida, continuaba viva, pero el mundo había cambiado la faz y probablemente su destino. Había entrado en un tiempo de vesania. Dies irae, dies ille...
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Nadie en el mundo civilizado podía esperar ni prever el ataque sufrido en la mañana del 11 de septiembre sobre Estados Unidos, la ofensiva terrorista que ha alterado bruscamente nuestras vidas, irremediablemente abocadas a un futuro de siniestra incertidumbre. ¿Cómo pudo pasar? Si alguien lo hubiese sabido, lo habría evitado. Hablo del mundo civilizado y de las personas civilizadas. Fuera de él, aparte de ellas, algunos sí lo sabían. Lo sabían los que lo prepararon y ejecutaron, los que lo financiaron y animaron, los verdugos y sus cómplices. Después, tras el acto criminal, todavía escuchamos a analistas clarividentes, cronistas a posteriori, que dicen haberlo vaticinado, que más tarde o más temprano tenía que pasar, que se veía venir, que esto ya lo habíamos visto mil veces en las películas de Hollywood, en los videojuegos, también leído en best-sellers, escuchado en la radio, interpretado por grupos de música rap, que estaba cantado. De muchos de los individuos que esto profieren, preferiría no tener que hablar. Sin embargo, diré que me recuerdan (siendo muy indulgente, de momento) a muchos científicos sociales ejecutando su particular especialidad: la previsión del pasado. Otros sujetos, más soberbios y biliosos, simplemente sostienen con escalofriante frialdad, que ha sucedido lo que tenía que suceder, lo que estaban esperando, que ya era hora, que por fin, el fin. Otros, falsamente, hipócritamente, conmovidos por el suceso, extienden el dedo acusador y señalan a los gobernantes norteamericanos, al FBI, a la CIA, a la policía metropolitana, a los bomberos, a Israel, a los americanos todos, ¡a Bush!: les acusan de haber tenido información e indicio sobre lo que iba a pasar... y no hicieron nada. O simplemente fueron encubridores, lo sabían todo y les dejaron hacer.
«Y ahora, ¿qué?» Esta proposición indecente podía leerse a los pocos días de la tragedia en la primera página de una revista de información general (vamos a ser indulgentes nuevamente, por ahora, y definámosla así), inclinada hacia posiciones izquierdistas y nacionalistas (más que inclinada, diría que ladeada, torcida, o mejor aún, retorcida) que se edita en algunas regiones del Mediterráneo español. En la foto de portada, veíamos a las Torres Gemelas ardiendo. «I ara, què?» Así rezaba el titular, todavía más claro. Así, en plan chulo, amenazador, provocador. He aquí, un lema camorrista, de matón, que en realidad quiere decir: «¡Victoria! ¡Victoria! Y ahora qué vais a hacer, valientes».
Unos: «lo sabían, y no hicieron nada». Otros: «Y ahora, ¿qué? Ni se os ocurra hacer nada». ¿Quiénes dicen semejantes cosas? En verdad, son los mismos, los de siempre.
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En ocasiones, se escuchan voces y fondos corales que logran hacer más trágica la escena y la experiencia de lo fatídico. Unas veces, por simple estupidez o puerilidad; otras, por malicia y perfidia. Las víctimas contribuyen con su turbadora no-presencia (la ausencia del negado, del pulverizado, los «restos humanos») a calibrar la inmensidad de la catástrofe, pero no debemos perder de vista a los otros protagonistas del drama: los autores de la fechoría. Cuando sucede un crimen no hay mayor responsable directo que el que lo lleva a cabo. La víctima nunca es culpable de su suerte. Tampoco puede asegurarse que sea inocente. Tales categorías nada interesan al caso, tampoco el destino, ni la fatalidad. La víctima es víctima, que ya es suficiente calamidad. Pero, la calamidad se torna perversidad cuando se criminaliza a la víctima, cuando se la mata dos veces (o más), cuando se la remata. La vileza puede adornarse con expresiones retóricas: «tiro de gracia», se denomina al disparo certero y directo que certifica la faena de un fusilamiento; y al fusilamiento se le dice «ejecución», otra expresión ambigua, equívoca, de una duda que ofende, que suelta con convicción el sujeto que se sitúa fuera de la ley, porque él impone la ley, él es la justicia, y cuando mata a otro, simplemente le da su merecido.{1}
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Hay otras facundias de sucia traza que buscan consumar la felonía matando dos veces (o más) al que ya es difunto. Una de ellas consiste en la celebración de la hazaña criminal, o en la burla y el escarnio que representa el perseguir a los familiares y allegados a la víctima, el amenazarlos, el acosarlos. Otra forma (¡hay tantas!) consiste en negar que hubo matanza («el holocausto judío nunca existió», «no hubo ataque contra el Pentágono», «¡todo es mentira!»), en borrar del mapa a los cadáveres, lo que supone ir todavía más allá de negar la muerte urdida, casi como negar que estuvieron alguna vez vivos. Porque, ¿quién duda que hay palabras que matan?: algunas llegan a cristalizarse en instrumentos tan efectivos como el puñal o la escopeta: «se lo andaban buscando», «¡muerte a Bush!», «vamos a por ti», «tú serás el próximo», «ETA, mátalos»... No faltan tampoco las fórmulas festivas: bailar sobre la tumba del difunto, celebrar su derrota, mandarlo al infierno.
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Todo eso, y más, ha tenido lugar entre nosotros, en el corazón del planeta, el 11 de septiembre de 2001. Un ataque al corazón que ha paralizado el ritmo cardíaco de nuestras vidas y puesto en serio peligro la supervivencia. Uno nunca espera que le vaya a tocar la mano negra, la peste, cuando lo suyo es vivir. A la muerte roja nunca la espera una persona de bien, un hombre libre y feliz, porque sujeto de este temple en nada piensa menos que en la muerte, piensa en la vida y en vivir bien: el cielo puede esperar. Para vivir el infierno nunca estamos suficientemente preparados. Porque nos es ajeno, es nuestra negación, la negra espalda de la existencia, su revés.
Para esperar la maldad, hasta ese punto, hay que estar muy desesperados. O ser muy ruines, tanto como para en el fondo, pero no muy profundamente, desearla. El día que conmovió el mundo, nuestros sentidos tuvieron que percibir demasiadas impresiones atroces: la tempestad de fuego, el olor a destrucción, el estallido, el estrépito, los gritos de dolor, las lágrimas, el polvo. A modo de cruel complemento, como para rematar la hazaña, después, hasta hoy, los descontentos, los infelices, los que no tienen nunca bastante, traman la continuación, ejecutan la segunda parte, el anticipo de lo que se avecina: las danzas de muerte, las amenazas tras la estocada, el oprobio, los puños retadores en alto, el insulto, el rictus de deleite canalla, el cinismo de los clercs, la amonestación, la advertencia, el regodeo, las lecciones de los maestros de la bellaquería. Todo esto, y más, será difícil de borrar de nuestra mente.
Fernando Savater ha establecido en las últimas semanas una correcta distinción (clara y distinta) entre las varias clases de sentimiento que produce el conocimiento de las acciones terroristas y las que provocan el eco o la reverberación de muchas reacciones que las suceden: «La barbarie política criminal no es repulsiva, sino aterradora e intolerable. En cambio, resulta repugnante, es decir, asqueroso, comprenderla, justificarla, inhibirse ante ella para evitar problemas y sobre todo lamentarla patéticamente sin hacer nada realmente efectivo para perseguirla y castigarla.»{2} Ciertamente, el terrorismo existe y persiste merced a la actividad de sus militantes y al apoyo, simpatías, silencios cómplices, miedos y miserias que lo amparan: vive de la acción tanto como de la reacción. Un terrorismo sin coartada, refugio ni cobertura social y política, no tiene visos de continuidad, los grupúsculos que lo practican se disipan casi con el humo de originan sus atentados, su energía es efímera y fugaz, aunque puedan hacer mucho daño: la banda Baader-Meinhof en Alemania, las Brigadas Rojas en Italia, el GRAPO en España, son, entre otros muchos, tres casos que podemos citar de esta clase de acción terrorista desabrigada (de hecho, si reaparecen, lo hacen momentáneamente y sólo cuando encuentran una coyuntura, un clima propicio, un ambiente previamente caldeado por otros: verbigracia, el asesinato del dirigente político Pim Fortuyn en Holanda y el del asesor del Ministerio de Trabajo italiano, Marco Biagi, este mismo año). El terrorismo que, en cambio, recibe aplauso, comprensión y justificación, ése es de largo aliento y mucho más difícil de derrotar.
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Pues bien: la campaña terrorista a escala global desatada el 11 de septiembre resulta intolerable sin más, y por ello se le ha declarado la guerra{3}. Pero, la contemplación del horror, su conocimiento, no producen asco: tal cosa supondría un tremendo insulto hacia las víctimas reventadas o aplastadas y para sus deudos. Lo que produce repugnancia y repulsión, asco, es tener que escuchar sin cesar los discursos desvergonzados de periodistas, políticos e intelectuales, que se las dan de listos y de muy «majos», de «progresistas» gastando todas sus energías en atacar al «Imperio», a Israel, al liberalismo, al Capital, al Sistema, mientras ignoran o minimizan el terrorismo («¿y el terrorismo de Estado?» «¡Muera Bush! ¡Muera Sharon! ¡Muera Milton Friedman!»), empalagados de antiamericanismo, tan pagados de sí mismos. Asquea contemplar la cobardía de quienes dicen que nada se puede hacer contra los terroristas, y que, por tanto, no hay que contradecirles, ni enojarles..., que es peor. Repugna advertir que la policía y la población palestinas no impiden la marcha fúnebre de los «hombres bomba», que se inmolan por «la causa» reventando cafeterías, restaurantes, autobuses y universidades repletas de ciudadanos en Israel, ni los constantes atentados indiscriminadados contra la población civil, sino que además los favorecen y alaban. Asquea presenciar cómo algunos maestros de la demagogia saquean y aniquilan el significado de términos tan nobles como «consenso» y «diálogo», cuando en el fondo quieren decir, sin decirlo, «imposición » y «claudicación». Repugna escuchar cómo se tilda de «pacifistas» a activistas que protegen, escudan y amparan a los terroristas y piden guerra. Asquea...
Parece que no quiere entenderse que no puede haber terror sin odio y sin resentimiento. Que quienes siembran el odio, alimentan la vesania. Que el terrorismo no perduraría sin madrasas ni madrazos, sin la propaganda y el adoctrinamiento, sin los silencios cómplices y sin los discursos comprensivos, sin cobertura y tapadera. La antipatía personal contra determinados líderes democráticos mundiales podría explicar que haya gente que no desee casarse con ellos, ni invitarles a cenar{4}, ni ponerles un piso, ni siquiera votar por ellos en las elecciones, pero en absoluto justifica que llegue a encender en la muchedumbre una hostilidad y una agresividad tales que la excite hasta el punto de crear un escenario planetario de acoso y cacería permanentes contra los dirigentes políticos democráticos, que enarbole un pendón fanático y belicoso que anima a la radicalidad y estimula los bajos instintos de las agrupaciones y comunidades más violentas y a las «células durmientes». Porque con su actitud, en la práctica y a la postre, dañan algo más que el honor y el sistema nervioso de los señalados: perjudican a las instituciones democráticas y al sistema de libertades. ¿O se trata precisamente de eso?
¿Por qué no emplean su furia y su desprecio con idéntica energía en denunciar y perseguir a los tiranos, a los sátrapas, a los dictadorzuelos, en condenar el terrorismo? ¿Por miedo a que les confundan con ellos? ¿Para salvaguardar un «discurso propio» en tiempos de ruina de ideologías totalitarias y tontainas? Mas yo pregunto: si tanto les preocupa la propia imagen y la identidad, ¿por qué entonces no dudan en compartir pancarta y lema con los enemigos a muerte de ellos y repetir las palabras y gestos de éstos?
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Con frecuencia se califica/descalifica a Estados Unidos, en tono desdeñoso y acusador, de «gendarme del planeta», y no precisamente desde localizaciones tercermundistas, sino muy ordinariamente desde posiciones intelectuales y políticas europeas. ¿Se ha meditado lo suficiente el hecho de que fue Estados Unidos de América el país que sacó del inmenso apuro en que Europa (y, por extensión, el planeta entero) se metió en las dos Guerras Mundiales que recorrieron el siglo XX, que le cubrió las espaldas en sus recurrentes contenciosos internos, y que le liberó con su esfuerzo del peligro del totalitarismo? ¿Que su intervención fue decisiva para hacer retroceder a las dos ideologías totalitarias y criminales que Europa misma incubó: el nazismo y el comunismo? ¿Que se la jugó más que nadie en el conflicto de la antigua Yugoslavia, apoyando a comunidades de mayoría musulmana: Bosnia; luego, Kosovo? ¿Que se le acusa de aislacionista cuando se ocupa de sus problemas domésticos y de imperialista cuando sale fuera de sus fronteras? ¿No comprenden los acusadores obsesivos y réprobos profesionales que saben a demonios sus indiscriminadas y reiterativas invectivas contra Estados Unidos, su antiamericanismo? ¿Que no tiene gracia que se le tache de agresor porque interviene en Irak durante la Guerra del Golfo, de acuerdo con la resolución de la ONU, y al mismo tiempo de cómplice, timorato, irresponsable y no sé cuántas cosas más, por no echar del poder a Sadam Husein, lo que significa exigirle que intervenga en asuntos internos? ¿Y que ahora vuelven con la misma melodía, con el viejo cuento ya sabido, con la letanía, con el ritornello? ¿Que en realidad siempre dicen y hacen lo mismo (se les nota: ya no engañan a casi nadie) a propósito de cualquier acción o intervención norteamericana, u omisión, y la condenan por anticipado? ¿Se ha ponderado bastante lo que representa el escupirle a un país y a un pueblo a la cara que no tienen derecho a defenderse cuando se les ataca ni a contraatacar cuando sufren la agresión más execrable jamás imaginada?
¿Se creen unos tan listos para suponer que los otros, el resto, son estúpidos, que no se dan cuenta, que no nos damos cuenta, de que Estados Unidos está empezando a cansarse de tanto cinismo, escarnio e ingratitud, de tener que resolverle a Europa sus problemas económicos y de seguridad, y al mundo de sus conflictos múltiples, de pagar siempre las facturas, de tener que dar la cara en el último minuto, y que comiencen, en consecuencia, a meterse de verdad en sus propios asuntos («in our own bussiness»), que piensen en serio en ellos mismos, antes que nada ni nadie, que internalicen la idea de que su seguridad es lo primero, porque la paciencia tiene un límite? ¿Y que con ello Europa y el resto del mundo se quedarían entonces absolutamente desprotegidos, a merced del terror y la dictadura? ¿No se dan cuentan que el indeseable «unilateralismo» puede ser provocado? ¿O se trata precisamente de eso?
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No son estas preguntas retóricas ni basadas en supuestos abstractos o caprichosos. Tras el 11 de septiembre, Estados Unidos ha debido encajar nuevos golpes: la burla, el rencor, la rechifla, la provocación, el desafío, la deslealtad, el desaire, el insulto, la infamia. Las muestras de solidaridad después del primer ataque, el duelo internacional, duraron poco tiempo. Un reducido número de amigos y aliados fieles le queda para superar la desgracia y la situación creada, no buscada, y para responder al terrorismo en una empresa global.
Los estadounidenses se han quedado prácticamente solos. Les han dejado solos. Les regatean los apoyos, y si los dan, piden a cambio altos precios (ellos son ricos, tienen dólares, y pueden pagarlo todo: que paguen, pues); buscan compensaciones, hipotecas, fianzas, algo a cuenta, una garantía. Y además le exigen a su Gobierno que no se extralimite, que no se ponga así, que se contenga, que no maltrate los derechos humanos{5}, que no asesine a civiles durante sus incursiones, que no se pase, que no se equivoque: como si intencionadamente lo pretendiera (¿se puede ser más ofensivo, más infamante?). Mejor aún, que lo olvide. Y si no, que se vaya al diablo. Se les deja solos, porque no hacen lo que se les dice, son intratables («no sé lo que se habrán creído...»), porque son unos arrogantes. Y después de esto, hay quien todavía se extraña (o es puro teatro o vil cinismo: no se puede ser tan obtuso) de que Estados Unidos cuente ante todo con sus propias fuerzas, que caiga en el «unilateralismo».
¿Qué son el «unilateralismo» y el American Exceptionalism? La nueva política internacional norteamericana consistente en no depender de los demás para solucionar los problemas, para actuar y valerse por sí mismos, en confiar en sus propias fuerzas, en no vivir a cuenta de otro y contra sí mismos, en hacer aquello que se cree que es lo mejor, en pensar primero en su propio pueblo. Quien todavía no entienda el American way of life, o le repugne, desde luego que no podrá estar de su parte, ni siquiera comprenderá su modo de actuar: no entenderá nada de lo que está pasando. ¿Que sería mejor actuar de consuno y llegar a acuerdos y entenderse y consensuar y dialogar y estar todos tan a gusto? Pues sí, francamente. Y además no creo excederme en mi interpretación, ni hablar por boca de otros, si presumo que incluso los norteamericanos estarían de acuerdo en que se produjera dicha situación ideal (o idealizada).
De hecho, antes de lanzar la campaña bélica contra el régimen talibán de Afganistán, Estados Unidos se contuvo, estudió alternativas, estableció alianzas y pactó táctica y estrategia. Mientras lamía las heridas, lloraba a sus muertos y no actuaba, hasta llegó a provocar algunas palabras de moderado elogio por parte de sus permanentes antagonistas y críticos hostiles. Daban a entender que, después de todo, habían aprendido la lección (11-S: no hay mal que por bien no venga). Pero, ay, cuando los motores de los B-52 comenzaron a tronar, cuando las espadas apuntaron al objetivo, cuando empezó la acción, todo cambió. América volvía a ser la de siempre. Nuevo engaño, un espejismo: no había aprendido, pues. Fue una ensoñación: «Pero, ya aprenderá –comenzaba de nuevo el sonsonete–, no sabe lo que le espera en las Montañas Blancas, allí donde fracasaron británicos y soviéticos en su día, allí en Tora Bora –que no es como ir de vacaciones a Bora Bora–, allí encontrarán su sepultura, un nuevo Vietnam.» Contra estas previsiones y malos deseos, Estados Unidos llevó a cabo una campaña militar breve y eficaz. Ciertamente, hubo que lamentar bajas y se oyeron algunas explosiones, Osama Bin Laden no fue capturado, pero se acabó con un régimen abominable y directamente implicado en los hechos, y además... nadie es perfecto. Mas ¿quién contenta a los vocacionalmente descontentos? ¿Quién satisface a los criticistas sintéticos a priori?
Hay que ser muy obtuso, muy cínico o muy bribón, para extrañarse de que, después de todo, Estados Unidos, que sigue siendo la primera potencia del mundo (¿es eso lo que duele, lo que no se puede soportar, lo que se quiere solucionar a cualquier precio?), no pida permiso para seguir existiendo, y que, ya que le han dejado prácticamente solo, se mantenga al margen de acuerdos internacionales cuando los considera contraproducentes o peligrosos para sus intereses. En los últimos tiempos, Estados Unidos de América se ha distanciado de muchos acuerdos de proyección mundial: tratados balísticos y de defensa (ABM, minas antipersonas), protocolo medioambiental de Kioto, Corte Penal Internacional). ¿Es ésta una buena noticia? ¿Se trata de un hecho a celebrar? Rotundamente, no. Pero, ¿es Estados Unidos culpable de su decisión, de su «unilateralismo»? Tampoco.
Acerca del caso concreto de la Corte Penal Internacional, debe saberse que existe un plan preconcebido, preparado por Gobiernos, fuerzas políticas y agrupaciones hostiles a Estados Unidos, y dispuesto a criminalizar cualquier actuación que desarrolle en el exterior y de auspiciar juicios políticos a la menor ocasión. Así pues, ni «unilateralismo» a secas, ni pura paranoia. En todo caso, cautela y prevención. Repárese en que tal rastreo antiamericano ya se está haciendo a nivel de medios de comunicación y desde las cancillerías en muchos países, en las calles, desde hace tiempo. En la actualidad, Estados Unidos tiene desplegados por el planeta cerca de 8000 soldados sirviendo como cascos azules, sin contar las delegaciones civiles y bases militares norteamericanas y a sus simples conciudadanos afincados en el extranjero, fuera de casa, y todos ellos son objetivos preferentes de los grupos terroristas y, en general, del antiamericanismo. Arriesgan más que nadie. Desde luego, más que los pequeños países que a nada se exponen porque poco aportan, y mucho más que los grandes que no se arriesgan y a quienes mueve otra clase de cautelas (Rusia, China e India se han negado asimismo a ratificar el Tratado). Lo que ahora algunos pretenden con esta loable empresa (pero dudosa y escasamente garante, si no se clarifican sus verdaderos fines), consecuencia de la globalización, es que la persecución sea también judicial, a escala mundial. ¡El sueño del antiamericanismo se vería así hecho realidad! ¡Ver sentados a Bush y a Powell y a Bruce Springsteen{6} en un tribunal internacional acusados de crímenes contra la humanidad por ser americanos y cantar nuevas glorias a América! Pero, ¿se creen algunos tan listos para pensar que los norteamericanos son tan estúpidos que no se dan cuentan, que no nos damos cuenta?
Si queremos fundar un orden mundial justo y estable, si nos proponemos consolidar unas instituciones internacionales fiables que persigan y sancionen el crimen y el terror, hay que ser consecuentes, prudentes y leales, y no jugar con dos barajas (la célebre equidistancia o el simple cinismo, y aun la mala fe), haciendo trampas, hay que aprender a identificar al enemigo, y no hacerle el juego.
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Durante este año de duelo sin consuelo, hemos tenido que escuchar demasiadas cosas ruines, que difícilmente podremos olvidar, y aun perdonar. El odio y el resentimiento, la cobardía, la pasión miserable, han afilado las lenguas y han escupido el veneno. Un capítulo más en el largo libro de la infamia. Pero cuando se ha superado el nivel de lo inaguantable, cuando se han pasado de la raya, entonces es que ha llegado la hora de poner las cosas en su sitio. Tras el 11 de septiembre, cuando el nivel del terror se ha hecho insoportable, intolerable, cuando la vida y la libertad han aguantado todo lo imaginable, y más, las personas decentes han coincidido en un grito de rabia, orgullo y esperanza: ¡Basta ya! ¿Cuántos políticos responsables y hombres de bien lo escucharán?
En este tiempo de vesania, abundan los sujetos que no hablan más que de diálogo y de consenso (palabras-trampa){7}, cuando de lo que se trata es de actuar contra el terrorismo. Pero, con muchos de ellos es imposible hablar. Su dogmatismo, su sectarismo, su fanatismo, su cinismo lo impiden. Están desprestigiados, aunque no cejan, siguen incansables en la labor de zapa, en la tarea de destrucción.
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¿Por qué a tanta gente le cuesta tanto hablar de terrorismo? No me refiero ahora a que haya personas que se muestren renuentes a condenarlo o a enfrentarse a él, sino simplemente a que rehúsan emplear el término. Se habla de «radicales», de «violentos», de «traviesos», de «descarriados» (y «descamisados»: la verdad es que visten muy mal), de «activistas», de «agitadores», de «exaltados», de «warriors», de «incontrolados», de «luchadores»; todo lo más, se les tacha de «fundamentalistas», de «integristas», hasta de «brutos», pero no siempre se tilda de terroristas a los terroristas. Desde muchos medios de comunicación, todavía se describe a la organización terrorista ETA como «grupo separatista vasco» (sí, sí, también en Estados Unidos: lo sé, lo sé, y lo lamento) y a muchas tribus guerreras que practican el más duro terrorismo, aún se las encuadra dentro del capítulo de los ejércitos de «liberación nacional», de «fuerzas revolucionarias» o de «acción directa»{8}. Se ha convertido en costumbre, en complaciente rutina, el denominar kale borroka al terrorismo callejero que se práctica en los pueblos y ciudades de la Comunidad Autónoma Vasca, lo cual representa ceder y capitular ya en el plano de las palabras, asumir su jerga, distinguir como «lucha callejera» lo que con mayor justeza y precisión recibe otro nombre.{9}
Con frecuencia, a muchas personas de buena fe, incluso a las propias víctimas o a los amenazados por el terrorismo, les resulta embarazoso emplear el vocablo «terrorismo». Se ven ridículos recurriendo a este término vergonzante, retroceden con timidez cuando alguien les advierte que están exagerando y que... a ver lo que dicen. Se da a menudo el caso de que al pronunciarse la palabra «terrorismo» en alguna reunión o acto público, se escuchan a continuación, como sonido de fondo o coro, algunas risitas.
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¿Cómo vamos a poder vivir ahora en un mundo dividido por la profunda escisión creada ante todo lo que ha pasado, ante la vesania? ¿Como reforzar Occidente cuando Europa se desmarca de Estados Unidos –¿no es eso también unilateralismo?– y lo deja solo, con la excepción del Reino Unido? ¿Cómo ganar a un Oriente lejano y disperso para la causa de la paz y la estabilidad mundiales? Unos exclaman, desde la rabia y el orgullo: We'll never forget. Nunca olvidaremos. Otros, desde el ruido y la furia, exclaman que después de todo... no ha pasado nada, que se olviden del tema, que es su problema. Se trata de dos posiciones difícilmente conciliables, dos puntos de vista profundamente disparejos, incomparables, inconmensurables: una discrepancia que en verdad resulta harto complicado pretender superar sólo con el vaporoso llamado al consenso y al diálogo.
Vivimos un tiempo de vesania, una «nueva guerra» que se desata en todos los frentes, una guerra globalizada, una guerra no declarada, sin campos de batalla convenidos, una gran guerra civil que se airea en los espacios urbanos, en las conversaciones, en los medios de comunicación, en el seno de la comunidad, en el interior de las familias, una «nueva guerra» descentralizada y descerebrada, sin código de honor y sin convenciones, una «nueva guerra» fantasmagórica, con más francotiradores y facciosos que soldados de uniforme, con más milicianos que militares, sin disciplina castrense, sin control, sin cuartel, una «nueva guerra» en la que no se pretende ganar al enemigo, sino aniquilarlo, en la que los atacantes no dan la cara, una guerra ciega y cegada, sin identidades definidas, sin ideologías manifiestas, sin límites, sin compasión, sin fronteras.
No deberíamos, sin embargo, confundirnos demasiado ante lo que nos está pasando. Si en este tiempo de vesania, cada vez más gente sigue sin reconocer al aliado y al adversario, a la víctima y al verdugo, sin distinguir entre democracia y tiranía, que no se abandone al miedo, al odio ni al resentimiento, y que reflexione seriamente. Porque si la desorientación y la ofuscación persisten, entonces, sí habrá motivos para preocuparse y temer lo peor.
Notas
{1} «Tú lo has querido». Así dicta el bandido su sentencia, después de disparar sobre el asaltado, y futuro difunto, que se resiste a atender las exigencias del matón. Cf. Rafael Sánchez Ferlosio, La hija de la guerra y la madre de la patria, Destino, Madrid, 2002, pp. 151-155. Aunque el maestro Ferlosio no siempre apunta al objetivo adecuado, confunde a veces el blanco (y el negro) y sus flechas se obsesionan a menudo por atravesar al hombre blanco (casi nunca al indio malo), su arco se tensa normalmente con precisión debido a la musculatura de su inteligencia y a su ingenio poderoso.
{2} Fernando Savater, «El asco», El País, jueves 8 de agosto de 2002.
{3} Hablamos de guerra en el sentido en que debe entenderse tal término en el momento presente, o sea, como «nueva guerra». Para un pormenorizado análisis y desarrollo del concepto es de lectura imprescindible el libro de Mary Kaldor, La nuevas guerras. Violencia organizada en la era global, Tusquets, Barcelona, 2001.
{4} Referido a este complejo asunto de relaciones personales y sociales relacionado con la teoría de la democracia, relajadamente me permito recordar la siguiente historieta que relata Anthony Giddens: «Un viajero británico en EEUU preguntó una vez a un compañero estadounidense: "¿Cómo podéis aguantar ser gobernados por gente que no osaríais invitar a cenar?", a lo que el estadounidense respondió: "¿Cómo podéis aguantar ser gobernados por gente que jamás os invitaría a cenar?"»; véase Un mundo desbocado. Los efectos de la globalización en nuestros días, Taurus, Madrid, 2000/2002, p. 83.
{5} Me tomo la libertad, cordialmente, de solicitar aquí a las organizaciones defensoras de los derechos humanos y de la paz –a Human Rights Watch (HRW), a Amnistía Internacional, y a las llamadas «asociaciones pacifistas»– que, al menos, empleen la misma dureza y la misma constancia en denunciar el terrorismo islámico (sin olvidar el resto de terrorismos, palestino incluido), a las tiranías o a las dictaduras tercermundistas (aunque se amparen en retórica «revolucionaria»), que las que reservan para supervisar y fustigar a los Estados Unidos en su lucha contra el terrorismo. Bien es cierto que tal distinción no se dispensa sólo a Estados Unidos, cuando se le acusa por anticipado y por descontado, sin que luego se rectifique y se pida excusas por el desafuero. Se hace lo mismo con Israel. Verbigracia, después de calificarse por múltiples medios, y sin pruebas, de «masacre» la actuación del ejército israelí en el campo de refugiados de Yenín, donde se ocultaban terroristas y almacenes de armamento, y tras el informe emitido recientemente por la ONU, en el que se recusaba explícitamente esa interpretación sesgada y agrandada, las organizaciones defensoras de los Derechos Humanos han declarado que «el informe de la ONU sobre Yenín es imperfecto», que, se diga lo que se diga y a pesar de todo..., en el campamento cisjordano se cometieron «crímenes de guerra». En consecuencia, HRW, Médicos del Mundo (MDM) y la Federación Internacional de las Ligas de Derechos del Hombre (FIDH), han solicitado que Israel sea llevado ante la justicia internacional (¿a la Corte Penal Internacional?) y piden una fuerza internacional para proteger a los palestinos, ¡pero no a los israelíes! La credibilidad de estas organizaciones, y lo que es más importante, el futuro de las misiones humanitarias, su equidad y decencia, están en peligro si se continúa por la senda de la arbitrariedad y el partidismo.
Finalmente, y con respecto al partidismo y otros fundamentalismos, diré también que la defensa de los derechos humanos no debe identificarse con una política determinada, es decir, que su protección no es patrimonio de «ser de izquierdas» (ni de «progresistas» aunque sea progresista) ni antiliberal ni antiamericano, sino todo lo contrario: la primera Declaración de Derechos en la historia de la humanidad fue establecida por el Estado de Virginia el 12 de junio de 1776, redactada por George Mason, y sirvió de base para la Constitución americana y de referencia para el resto de países del mundo.
{6} Bruce Springsteen ya tuvo el atrevimiento y la desfachatez de confesar hace años, en 1984, que había nacido en USA (¡y lo anunció cantando!: Born in the USA...), ahora declara su homenaje a las víctimas del atentado terrorista del 11 de septiembre en su último disco, The Rising. Por su parte, el cantante catalán Joan Manuel Serrat también proclamó hace tiempo con orgullo su procedencia, y qué le iba a hacer, si él nació en el Mediterráneo..., y no pasó nada; es más, la canción gustó muchísimo. ¿Es Springsteen un artista «comprometido»? ¿Lo es Serrat? Por lo demás, que se anden con cuidado Susan Sarandon y Tim Robbins (artistas célebres por su compromiso social y político, como buenos liberales norteamericanos que son) en su gira de este verano en Edimburgo, con la obra teatral que están representando en el marco del Festival Fringe, «The Guys», basada en el ataque terrorista a las Torres Gemelas y que homenajea a sus víctimas y a sus héroes, los bomberos de Nueva York, que se anden con cuidado, digo, porque pueden ofender a muchas personas sensibles y perder fans (de hecho ya están lanzándose vapuleos muy severos sobre ambos actores, envueltos por el celofán de la crítica teatral, que reviste el objeto, pero siempre trasparenta y su crujido lo delata).
{7} Ver mi colaboración del mes de julio en EL CATOBLEPAS, nº 5: «Guerra, paz y palabras-trampa». En verdad, la investigación de este asunto daría para un nuevo ensayo. De momento, me limitaré a apuntar algunas muestras puntuales. A propósito del 20-J (convocatoria de huelga general en España por parte de varios sindicatos y diversas fuerzas políticas), lo que sin duda tuvo verdadero éxito, y mucho ganado en el frente de la propaganda (ver nota 9), fue la ocurrencia periodística de apodar, desde el primer día de su salida, al Decreto Ley propuesto por el Gobierno para la reforma laboral y la regularización del desempleo, como «el decretazo». En rigor, el Decreto Ley se tramitará en el Parlamento como Proyecto de Ley, pero eso no importa: el significante ya ha velado el significado. Además, el interés y la insistencia en favorecer la implantación del sobrenombre en el uso lingüístico de la gente se comprende especialmente cuando se advierte que el mensaje básico que presidía la movilización antigubernamental, la excusa, se centraba más en las formas «autoritarias» y «arrogantes» del Gobierno a la hora de poner en marcha la citada Ley (ver nota 4 y motivo), que en la propia materia del asunto, en verdad muy poco disputable, como no fuera desde planteamientos antisistema, paleoizquierdistas o de comunismo primitivo. De hecho, los Gobiernos europeos (verbigracia, Reino Unido, Italia, Alemania) están promulgando normativas muy parecidas a la española en sus respectivos países sin que allí se esté llamando a la insurrección, mientras que en España hasta los sindicatos europeos, y aun su Federación, apoyaron sin reservas el 20-J. Para un desarrollo de este caso, véase el muy correcto análisis que se contiene en la contribución de Gustavo Bueno al número de agosto de EL CATOBLEPAS, nº 6: «La Huelga General del 20J: un proyecto confuso».
{8} Cf. José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Clásicos Castalia, Madrid, 1998, p. 186: «El hermetismo del alma, que, como hemos visto antes, empuja a la masa para que intervenga en toda la vida pública, la lleva también, inexorablemente, a un procedimiento único de intervención: la acción directa.»
{9} En el contexto de las sociedades de masas, de la era de la información, de las «nuevas guerras», la actividad de la propaganda ocupa un lugar primordial, casi diría estelar, a la hora de dirigir y dirimir los conflictos bélicos, políticos e ideológicos. Hoy, resulta una obviedad aseverar que las guerras no se ganan en los campos de batalla (ya no existen en sentido estricto: en la actualidad, las guerras tienen lugar en las ciudades, en todas partes), ni las confrontaciones políticas se deciden en el careo de programas y de propuestas de acción (sino en el duelo de eslóganes, en las campañas mediáticas, en el poder de seducción de mensajes, que no de ideas). Que se haya logrado elevar a un dirigente terrorista, como Yasir Arafat, a la categoría de héroe y estadista mundial, y a un primer ministro elegido democráticamente, como Ariel Sharon, a la de cruel asesino, es un tremendo ejemplo del éxito de la Propaganda y del Sectarismo. Hay más casos: a diario, masas disciplinadas se manifiestan por las calles de medio mundo a favor de la «causa palestina» y de la denominada intifada (aplíquese aquí lo dicho en el motivo de esta nota sobre la llamada kale borroka), mientras que una sola manifestación, ¡la primera que se celebra en España!, en solidaridad con el pueblo israelí que vive bajo el terror y la amenaza constantes, fue censurada inmediatamente en determinados medios de comunicación y algunos de sus asistentes, insultados por la insolencia de su acción cívica: véanse, verbigracia, la carta al Director de Antonio Elorza y la columna de Vicente Molina Foix en el diario madrileño El País (11-6-2002 y 20-6-2002, respectivamente) en el que se infama y maldice al escritor español Jon Juaristi, por leer al cierre del acto un manifiesto en el que, entre otras cosas, afirmaba que «no existe ninguna causa que pueda justificar actos terroristas contra la población civil». No tengo noticia de ninguna otra manifestación pública celebrada en España con idéntica finalidad solidaria. Tampoco, todo sea dicho, contra los atentados terroristas del 11 de septiembre sobre Nueva York...