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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 6 • agosto 2002 • página 7
La Buhardilla

De uno en uno
(1)

Fernando Rodríguez Genovés

Mientras cabalga el poeta en su estrofa, golpe a golpe, verso a verso, el filósofo, que no es practicante del verso, escribe de seguido, aunque a veces le salen discursos interrumpidos y otras, filosofa a martillazos. Según favorezca la iluminación de las ideas o incite el instante preciso. En este jardín que hoy empiezo a cultivar en La buhardilla, se verán florecer pensamientos y hierbabuena, más que narcisos y cactus. Repárese en ellos sin prisa, de uno en uno

La libertad es, en gran medida, la capacidad del hombre de terminarse a sí mismo.

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La muerte no se siente, pero se presiente en los otros.

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A un individuo puede llamársele justamente «amigo» cuando podemos hablarle con franqueza. Cuando de hecho lo hacemos, deja de serlo.

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La mejor razón para no matar a un semejante es recordar que todos tenemos que morir.

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«Como yo ya creo en mí, me cuesta mucho creer en Dios; pues yo soy monoteísta.» [Respuesta a la pregunta de Cioran: «¿Se puede hablar honestamente de otra cosa que de Dios o de uno mismo?», Silogismos de la amargura.]

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«No es que yo no sepa de qué estoy hablando, resulta que yo sólo hablo acerca de lo que no sé.» [Réplica a un pedante y patán que no es capaz de distinguir entre «docta ignorancia» e «ignorancia docta».]

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Ante los múltiples contratiempos y desgracias que desazonan el alma humana hay muchas cosas que es posible hacer sin ánimo o esperanza siquiera de resolverlos: basta con pensar lo que se hace, que es actitud bien distinta que saber lo que hay que hacer.

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El Vaticano no ha perdido jamás la esperanza de empaparnos de su doctrina.

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Los seres humanos no somos esencialmente débiles, pero sí naturalmente frágiles. La debilidad es un desfallecimiento, un comenzar a morir, una negación de la vitalidad. La fragilidad denota, en cambio, tanto calidad y valor cuanto delicadeza; señala lo quebradizo, pero apunta también a la exquisitez y a la excelencia. Somos, pues, sustancialmente delicados, seres que hay que tratar con cuidado más que proteger.

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Hay maneras distintas de comportarse: con unas, nos bientratamos; con otras, nos maltratamos; nos mejoramos o nos desmejoramos, respectivamente. Somos como nos tratamos, no como nos trata la vida. La vida no acepta tratos, ni siquiera nos trata. No mantenemos relación con ella: la vida conforma la secuencia de nuestras relaciones.

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Sólo los pobres infelices están persuadidos de que la vida es injusta. Por eso son una cosa y la otra.

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El alma de los británicos porfía por un anhelo de singularidad que casi siempre acaba anclada en pura insularidad. Probablemente de este hecho proceda su carácter agitado e incontinente.

Su simulación pasa por ser «actitud gentil». Por ejemplo, tener tacto y procurar no tocarse en público. Descubrir el mundo implica marcar distancias. Así construyeron su Imperio.

A veces pienso que no se soportan a sí mismos. Se aman tanto que se dispersan. Rodeados de mar por todas partes..., sueñan con poner tierra de por medio entre ellos y los otros.

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Los sujetos de pueblos ensimismados están sometidos a un oleaje que esparce sus efectos, para siempre retornar a la orilla, donde depositan sus restos, en la isla de los muertos, allí donde duerme eternamente la más silenciosa de sus particularidades.

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La memoria del tiempo actúa en nuestra mente como la consigna de la estación donde depositamos los hechos de nuestra vida. El recuerdo ejerce de espita o llave que abre el estanque o la puerta para que fluya el pasado. El olvido oculta el ojo de la cerradura para que la conciencia pueda yacer en paz.

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Un consejo, cuando es bueno y acoge sabiduría, tiende a rebajar el natural sabor amargo con el que suele ir asociado, a menudo cargado de petulancia e impertinencia. En realidad, más que no hacer caso de los consejos, lo mejor es evitarlos. No obstante, nos dejamos aconsejar a menudo, y lo que es peor, incluso nos atrevemos a aconsejar por nuestra cuenta. Precisamente por esta perseverancia y contumacia ante la dificultad de desprendernos de ellos, se impone el placer de suavizarlos, para hacerlos así más digeribles.

Un buen consejo no lo será por su contenido ni por la capacidad de persuasión que contenga, porque sólo lo aprobamos cuando coincide con nuestra idea del asunto llevado a juicio público, sino por su poder de insinuación y de aliento para seguir pensando por nosotros mismos. El buen consejo será, entonces, pensamiento en conjunción, en lugar de lección a aprender o deber que cumplir, cual si se tratasen de penas o admoniciones.

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Los bienes están ahí; los valores, en cambio, los creamos. No queremos todos los bienes: elegir entre los bienes significa conformar nuestro universo de valores para componer nuestra voluntad. En los bienes hay más deseo que voluntad: un bien es aquello que tomamos como propio porque nos hace bien, es decir, porque nos favorece y nos mejora. Un bien es la salud y un bien es el placer. Cuando elegimos entre ambos (los dos los deseamos, aunque pueden hacerse incompatibles) creamos valores, demostrando así qué es lo que en realidad queremos.

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Ser libre para elegir y elegir lo que uno es constituye la base actuante del ser humano. Para Jean-Paul Sartre esto supone que para ser libre es preciso que yo no sea el que soy y que sea el que no soy (El Ser y la Nada).

No negaré la grandeza del aserto. Pero, acaso fuera más claro afirmar que el yo constituido por nuestra naturaleza es un yo devenido y no concluido, y se opone al yo constituyente, que es el yo fruto de la capacidad de elegirse y de elevarse por encima de la determinación. Se revela así la realidad humana como ser que de lo devenido se torna sujeto de derechos, más que objeto devengado. Pero, bien pensado, lo claro no significa siempre lo más sencillo.

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Los heideggerianos me recuerdan invariablemente a los curas y a los profetas del denominado «pensamiento único». Aquéllos, ansiando desprenderse del Ser, no hacen otra cosa que hablar de Él. Los otros, es decir, los de más acá (que también son los del más allá), no desisten del impulso por expulsar el Deseo y el Sexo de la vida humana, por lo que no dejan de hablar de ellos. Éstos, que, como los otros, se nos aparecen de entre los muertos, parecen resucitados con vértigo, no piensan más que una cosa: monopolizar el pensamiento.

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Breves divagaciones sobre el vestir y el disfraz

¿Por qué la mayoría de militantes «antiglobalización» suelen ir tan mal vestidos y tantos militantes de grupos independentistas exhiben pendientes en la oreja? ¿Será porque a unos les va la marcha y a los otros la piratería?

¿Por qué sus ideólogos y jefes son por lo general gente bien situada, exhiben trajes de seda, y tienen tanto poder y apetito que se quieren comer el mundo o alguna de sus partes? ¿Será porque lo que unos muestran, los otros lo ocultan?

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Los escritos no publicados son como cadáveres yaciendo en la fosa común del cajón de manuscritos inéditos. Los escritos publicados también están sepultados, pero en un ataúd.

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Estaba por entonces el señor Rector en plena forma, pletórico de facultades.

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Paradojas del Yo

El maestro zen mira de inculcar en su discípulo la idea negativa y engañadora del Yo (o sacársela de la cabeza) a través de sendos mandatos. He aquí un diálogo:

—¡Debes desprenderte del yo, si aspiras a la beatitud!
—¿Quién, yo?
—Sí, tú.

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Pensamientos para seguir en forma

«Ser un hombre perfecto es lo más elevado. Me acaban de salir unos juanetes: siempre hay algo que nos ayuda.» Sören Kierkegaard, Diapsálmata.

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Sobre el calor

«El espléndido calor que reinó sobre mi infancia me ha privado de todo resentimiento.» Albert Camus, El revés y el derecho.

«El calor, como una ropa invisible, dan ganas de quitárselo.» Fernando Pessoa, El libro del desasosiego.

«[Voltaire] Solía decir que su desdichada maquinaria corporal pedía siempre un clima meridional, pero entre un clima en que uno suda y un clima en que uno piensa, estaba obligado a elegir el segundo.» Nancy Mitford, Voltaire in Love.

 

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