Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 5 • julio 2002 • página 11
Animalia

La Etología y sus implicaciones éticas

Alfonso Fernández Tresguerres

Conferencia pronunciada el 1995 en un curso organizado
por la Sociedad Asturiana de Filosofía

I

Si suponemos que la Filosofía es un saber de segundo grado, y que no posee, por tanto, fuentes privilegiadas para acceder al conocimiento intemporal y eterno de unas supuestas verdades no contaminadas por el resto de los saberes científicos, mundanos y tecnológicos de cada momento histórico, sino, al contrario, que son estos saberes la única referencia por respecto a la cual puede constituirse la reflexión filosófica –en tanto que análisis de Ideas objetivas y trascendentales–, se comprenderá, entonces, que concedamos la mayor importancia a la Etología en el momento de disponernos a abordar la problemática inherente a la Idea Hombre, esto es, la Antropología filosófica, ámbito al cual pertenecen (según creo) las cuestiones relativas a la dimensión ética y moral del ser humano. Incluso cabría aventurar la sospecha de que toda reflexión sobre el hombre que no comience por entablar diálogo y confrontación con los etólogos, haciéndose cargo, eventualmente, de los resultados a los que éstos hayan podido llegar en el cultivo de su dominio categorial, corre el peligro de desembocar en mera especulación, acaso puramente metafísica y gratuita. No puede hablarse del hombre lo mismo antes que después del nacimiento, desarrollo y consolidación de la Etología. Esa es una de las tesis que queremos defender. Tesis que hacemos extensiva al caso de la Etica y la Moral. Y si hay un antes y un después de la Etología, es debido, sencillamente, a que ni la Antropología filosófica ni (dentro de ella) la reflexión ética y moral pueden constituirse al margen de aquellas disciplinas científicas cuyos ámbitos categoriales tienen que ver directamente con determinadas Ideas, hasta el punto de que, en el límite, el desarrollo de tales disciplinas pudiera llegar a trastrocar realmente el sistema de Ideas previamente establecido en torno al hombre. Ocurre que la Filosofía no posee otras fuentes de conocimiento que aquéllas que le suministran el resto de saberes científicos, tecnológicos y mundanos, por lo que los acontecimientos que tengan lugar en el seno de éstos necesariamente habrán de afectarle. No existe un saber eterno e intemporal sobre el hombre, en el que la Filosofía pudiera instalarse mediante una cogitación transcientífica o una intuición privilegiada (como quisieran, en su momento, Scheler o Bergson). Y ello, sencillamente, porque el hombre no es una realidad intemporal o eterna, establecida de una vez para siempre, sino una realidad que se está haciendo; y una realidad, también, que nos es dada, en gran medida, a través de disciplinas científicas que tampoco son las mismas en cada momento histórico. No parece que haya demasiadas dificultades para aceptar esto que decimos.

En el caso de la Etica o la Moral, es evidente, por ejemplo, que es el propio decurso histórico o el desarrollo de determinadas ciencias y tecnologías las que pueden convertir en un problema de primera magnitud algo que tal vez años atrás no existía como tal (el caso de la degradación ambiental y de eso que se ha venido a denominar «Etica ecológica» podría servir como ejemplo; y, desde luego, también los problemas que plantean las nuevas biotecnologías, la ingeniería genética, &c.). Pero no se trata únicamente de la aparición de nuevos problemas morales a los que se pudiera pensar que nos será dado enfrentarnos con los principios bien fundados de un sistema ético que ha sido establecido (¿cuándo?) de una vez por todas: sucede que tales problemas podrían llegar a dislocar radicalmente aquellos principios y aquel sistema, que, a la luz de la nueva situación, acaso se revelen como inadecuados o insuficientes.

Por lo que respecta a la Etología, se podría defender la tesis de que su desarrollo ha acabado por colocarnos ante nuevos problemas éticos, al tiempo que nos obliga a replantearnos cuestiones relativas a la dimensión moral del hombre que en el siglo XVIII, e incluso en el XIX, podían aún ser defendidas. Sirva como ejemplo de lo primero la problemática en torno a los derechos de los animales y, consiguientemente, de los deberes del hombre con el mundo animal. Cuestión cuya enorme trascendencia puede probarse no sólo porque no será fácil hallar un manual de eso que se ha dado en llamar «Etica práctica», escrito en los últimos veinticinco años, que no haga de este problema uno de sus capítulos esenciales{1}, sino también por el hecho de que el año 1978, la ONU acabó por promulgar la Declaración Universal de los Derechos del Animal. Pero si esto es así, si en el momento presente los derechos de los animales se han convertirdo en una cuestión ética de primera magnitud, es debido a que la Etología ha acabado tranformado nuestra visión del mundo animal, aquélla que cristalizada en el dualismo cartesiano y en su concepción del maquinismo de los animales, puede, sin embargo, considerarse operando desde tiempo atrás; y operando, por supuesto, desde Descartes (con algunas raras excepciones, como Voltaire y, mucho antes, Montaigne) hasta el darwinismo y el nacimiento de la Etología. Pero lo que ha cambiado no es sólo la concepción de los animales (al mostrarnos la Etología que no son máquinas, sino seres sensibles, capaces de sufrir, de albergar esperanzas o deseos, de experimentar terror, &c.), sino también la concepción del propio hombre, porque el cambio de perspectiva y coordenadas acaba por arrastrarle también a él, haciendo necesario, una vez más, redefinirle y redefinir su puesto en el cosmos (por decirlo con palabras de Max Scheler). Lo que el darwinismo y la Etología han venido a poner de relieve es nuestro parentesco con el mundo animal, y han levantado la sospecha de si acaso aquellas características en las que cifrábamos nuestra peculiaridad no serán también patrimonio de los animales (al menos, de algunos), algo de lo que no tenemos ninguna legitimidad para considerarnos poseedores exclusivos: cultura, aprendizaje, fabricación de instrumentos, lenguaje, conducta inteligente, volición..., son otros tantos rasgos que difícilmente pueden ser negados al animal; y de ahí a considerarlo, como nosotros mismos, sujeto de derechos no hay más que un paso: convertirlo en «persona». Y ese paso se ha dado. Por ejemplo, Peter Singer, el año 1979, argumentará que, entendiendo por «persona» (no entramos ahora en el resabio metafísico de la definición) aquel ser racional y consciente de sí en cuanto realidad separada y con historia propia, es decir, con pasado y futuro, hay que concluir que algunos animales son personas. Eso basta para considerarlos sujetos de derechos éticos. Y si suponemos (siempre según Singer) que la vida de las personas es más importante que la de las no personas, nos veremos obligados a concluir que matar a un chimpancé es peor que dar muerte a un ser humano gravemente retrasado y que, por lo mismo, no sería persona.

Sin duda, se esconden en todo esto gravísimas confusiones en las que ahora no podemos entrar, pero es obvio que ésa es la mejor prueba de la tesis que estamos defendiendo: la conmoción causada en el ámbito de la Antropología filosófica por el desarrollo de la Etología. Porque ahora, la tarea inmediata a la que aquélla habrá de enfrentarse es la de clarificar tales confusiones (algo que sólo desde la Filosofía puede hacerse, y no desde ninguna ciencia particular) y establecer las nuevas líneas de demarcación (si es que las hay) entre el hombre y los animales: entre la cultura, el aprendizaje, el lenguaje, la inteligencia, la volición... propios del hombre, y el sentido en que tales atributos pueden ser predicados del animal. Pero esto significa, al mismo tiempo, que la Filosofía ya no podrá ocuparse del hombre más que abriéndose paso en la maraña de las categorías etológicas. A partir de este momento, definir al hombre por la inteligencia, la volición, el aprendizaje o la conducta inteligente, será pura metafísica, sino se especifica de qué estamos hablando; supondría volver, ingenua y acríticamente, al dualismo cartesiano, y conduciría en último término, a despertar (y con razón) el recelo y la sonrisa del etólogo.

Ya no podrá decirse, sencillamente, que el hombre es un «animal cultural», como se decía antes del nacimiento de la Etología (como continúan diciendo algunos que aún no se han enterado de tal acontecimiento). Pero tampoco se podrá decir, sin más (y con esto entramos de lleno en la cuestión que queremos tratar en esta conferencia), que el hombre es un «animal ético» o un «animal moral». O, al menos, no será ésta una definición de la que podamos partir como una inmediata y obvia línea de demarcación entre él y el resto de los animales, sino, a lo sumo, una definición a la que habremos de llegar, construyéndola, en confrontación con el etólogo. Porque sucede que la Etología no sólo ha obligado a plantearse nuevos problemas éticos (los derechos de los animales), ni siquiera se ha limitado a trastrocar la imagen del hombre, y con ella su dimensión ética y moral, obligando, al mismo tiempo, a un replanteamiento general de la Antropología filosófica (lo que, sin duda, son ya «implicaciones» considerables, para atenernos al enunciado titular sobre el que se me ha pedido hablar) sino que, además, ha llevado su intención reductora hasta el extremo de pretender que esa fórmula («animal ético»), aplicada con carácter exclusivo al hombre, sea puramente vacía y gratuita, desde el momento en que también en el comportamiento de otros animales cabría constatar la existencia de normas similares a las humanas (con lo que, al cabo, serían también animales éticos), y desde el momento en que esas normas humanas podrían ser explicadas por las mismas leyes biológicas o etológicas que explican el comportamiento animal. Los animales tienen normas morales y las normas morales humanas pueden ser explicadas en términos zoológicos. Tal es, en pocas palabras, la posición defendida al respecto por algunos afamados etólogos.

Por nuestra parte, creemos estar en condiciones de poder discutir y recusar este reduccionismo etológico de la moralidad, y así lo haremos más tarde, pero ahora es preciso insistir en lo siguiente: que la Etología, en el momento presente, puede considerarse, por derecho propio, un saber sobre la Moral; un saber con el que el análisis filosófico necesariamente ha de contar y del que necesariamente ha de partir, al menos en la misma medida en que ha de tener en cuenta otras ciencias de la moralidad, como la Historia, la Psicología, la Sociología o la Etnología. Y como alguna de estas ciencias (principalmente la Psicología y la Sociología), la Etología no se conforma con ser una ciencia de la moralidad en un sentido puramente fenomenológico o descriptivo, existencial (como sucede, acaso, con la Historia y la Etnología), sino que pretende ser ciencia de la moralidad en sentido teorético u ontológico, esencial, esto es, determinando causas y funciones de las normas morales, y ello en la línea de un reduccionismo biologista, próximo (gnoseológicamente) al reduccionismo psicologista o sociologista de la moralidad, aunque enfrentado a éstos, porque la Etología (como la Psicología o la Sociología), en tanto que ciencia de la moral, no quiere ser simple parte integrante que pudiera, en conjunción armónica con otras ciencias, ayudar a reconstruir el fenómeno moral, sino que aspira a constituirse en verdadera parte determinante del mismo, en pars totalis. Con ello, los conflictos entre la Etología y otras ciencias de la moralidad (principalmente Psicología y Sociología) están garantizados, pero también lo están los que la enfrentan inmediatamente a la Filosofía.

II

El marco teórico en el que se encuadra la explicación etológica de moralidad no es otro que el del evolucionismo darwinista y la selección natural. En pocas palabras, esto significa que nuestro comportamiento ético y nuestras normas morales tienen su origen en las ventajas adaptativas que reportan, medidas éstas en términos de reproducción y supervivencia. De este modo, la ciencia etológica de la moral lo que hace es regresar hacia un principio explicativo (un principio de cierre, diríamos) capaz de dar cuenta de la génesis y la causa de la moralidad, para desde él enfrentarse a normas y comportamientos éticos concretos y puntuales, que serán analizados con el objeto de desentrañar en ellos la forma en que contribuyen, funcionalmente, a la consecución de aquel objetivo primordial: la supervivencia misma. La forma, dicho de otro modo, en que podrían ser vistos e interpretados como «Estrategias Evolutivamente Estables», para usar la expresión de John Maynard Smith, tan empleada por etólogos y sociobiólogos. Causa y función de la norma moral son traducidas, así, a términos biológicos y zoológicos.

Sin duda, esta explicación biológica de la Etica admite diversas grados, diversas posiciones –diríamos– más o menos extremas. Roger Lewin las ha reducido a tres{2}. La primera y más radical es aquélla que sostiene que todo nuestro comportamiento –o la mayor parte de él– se halla determinado genéticamente, y ello tanto en su estructura como en su contenido. La ética sería, en este caso, la «ética del gen». La segunda hipótesis, que Lewin considera similar a la postura lingüística de Chomsky, establecería que es la estructura del comportamiento humano la que se halla determinada genéticamente, más no su contenido. Finalmente, la tercera posibilidad es que ni la estructura ni el contenido se vean afectados por el «imperativo genético». El único papel jugado por la biología en las normas morales habría consistido en la creación de un cerebro capaz de producirlas.

Es obvio que en el tercer caso ha desaparecido propiamente el reduccionismo etológico o biológico de la moralidad, puesto que, formulado en esos términos, hasta el conductista más radical estaría dispuesto a suscribir la dimensión biológica de nuestro comportamiento ético. Es evidente que nuestro cerebro es un producto biológico, un órgano generado en el curso de la evolución, y es evidente también que, en último término, él es quien establece o crea (aunque, sin duda, no a partir de la nada) las normas éticas y morales, pero esto no implica que, a su vez, tales normas sean asimismo biológicas o dictadas por imperativos biológicos. El producto creado por la mano humana, que es un órgano biológico, no es, desde luego, un producto biológico ni es explicable en términos biológicos.

La segunda alternativa, en cambio, tiene ya mucho más que ver con el asunto que nos ocupa. Seguramente no se puede hablar aquí de una determinación genética en sentido estricto, puesto que, en todo caso, lo que estaría determinado no es la norma concreta, sino sólo la necesidad de ella. Y esto, sin duda, permite una mayor flexibilidad de la misma, al tiempo que no parece negar que sea posible su control y dominio, por ejemplo, cambiándola por otra, cuando haya dejado de ser útil, aunque lo haya sido tiempo atrás. Esta forma de plantear la cuestión tiene mucho que ver con lo que Bergson denomina «moral cerrada». La obligación moral tendría su origen, según Bergson, en el «hábito», que es el mecanismo diseñado por la Naturaleza para evitar los peligros de la inteligencia (principalmente, el egoísmo disolvente de la cohesión social); peligros que no existen para el animal, guiado por el instinto, pero sí para el hombre en quien el instinto ha sido sustituido por la inteligencia. De este modo, el hábito humano puede ser visto como un mecanismo similar, por su origen y funciones, al instinto animal. Pero cada hábito, en sí mismo considerado, es contingente. O lo que es lo mismo, ningún hábito particular se halla determinado biológicamente. Sólo es necesario –sólo está determinado– el hábito de contraer hábitos, lo que Bergson llama «le tout de l'obligation»{3}.

Ahora bien, la reducción etológica y sociobiológica de la ética no puede, ciertamente, conformarse con tan poco. Sencillamente, porque en los términos en los que el filósofo francés plantea el problema, no existe tal reducción, y ésta resulta indispensable al proyecto de la Etoantropología (y acaso más aún al de la Sociobiología). Se puede asumir la perspectiva bergsoniana (y no hay ningún motivo para no hacerlo, más bien al contrario) y, al mismo tiempo, continuar sosteniendo que ni la ética ni la moral son explicables en términos biológicos, puesto que lo único que se ha puesto de relieve (y no es poco, desde luego) son los motivos (biológicos, si se quiere) por los cuales el hombre es un animal moral, pero en ningún momento se ha dicho nada de la moral misma, cuyas claves explicativas se podría seguir pensando que han de ser buscadas en otros lugares. Que estemos determinados biológicamente para la vida moral no es lo mismo que decir que la vida moral está determinada biológicamente.

Si la Etología aspira a convertirse en la ciencia de la moral, entonces se encuentra obligada a dar un paso más, colocándose en las proximidades de la primera alternativa de las señaladas por Lewin: aquélla, según la cual, no sólo la estructura, sino también el contenido del comportamiento humano estaría determinado genéticamente.

Ciertamente, en este orden de posturas admiten grados diversos. No es forzosamente obligado postular la determinación genética de la totalidad del comportamiento humano (lo que Lewin denomina «la ética del gen»); pero sí resulta imprescindible (incluso en aquellas posiciones más moderadas) conseguir detectar algunas «constantes morales» que puedan resultar explicables en términos de selección natural; constantes que han de presentar, pues, un carácter universal, por más que histórica o culturalmente puedan considerarse moduladas según formas muy diversas. El mismo Lewin se atreve a señalar algunas: capacidad de empatía, inhibición para el asesinato de un compañero, prohibición del incesto, conformismo social, roles sexuales, familia... Podría pensarse, de este modo, que si bien las normas concretas mediante las cuales intentan ser satisfechos estos imperativos biológicos pueden considerarse variadas histórica y culturalmente, tras esas «variaciones» subyacen unos pocos «temas» biológicos que nos revelan la causa, la función y el significado esencial de la moralidad.

Esta parece ser la línea en la que se mueve Eibl-Eibesfeldt{4}. Al menos, así se podría interpretar su concepto de «adaptaciones filogenéticas previas» o «preprogramaciones» del comportamiento humano. Algunas de ellas serían, por ejemplo, no matar (referido a las relaciones dentro del grupo, porque en las relaciones intergrupales entran en juego otras preprogramaciones, como el recelo ante el extraño y la territorialidad), la propiedad, la posesión de pareja, la honradez, la lealtad, la obediencia, la familia, los roles sexuales... Esos principios constituirían la base y el fundamento de lo que Eibesfeldt denomina la «moral primaria», determinada absolutamente por imperativos biológicos. Junto a ella, el etólogo alemán no niega la existencia de una serie de normas transmitidas culturalmente (lo que podríamos llamar una «moral secundaria»), pero también tras esa moral cultural subyacen múltiples adaptaciones filogenéticas previas que nos inducen a amoldarnos a sus normas. Estaríamos ahora en aquel ámbito de las «variaciones sobre el mismo tema» a las que antes hacíamos alusión. Mas no siempre se trata de variaciones: a veces, la norma cultural puede entrar en conflicto con la biológica. Tales conflictos (que nuestras coordenadas permiten reinterpretar en términos de tensiones entre normas éticas y normas morales) pueden ser resueltos mediante una disposición específicamente humana, la llamada por Eibesfeldt «moral racional», capaz de análisis reflexivo y de tomar decisiones; decisiones que podrían ir en contra de una tendencia instintiva (a diferencia de lo que ocurre en el animal, quien, en caso de conflicto, sigue siempre la inclinación más fuerte). El papel desempeñado por esta moral racional consiste, pues, en la resolución de conflictos que pueden darse tanto entre dos imperativos primarios como entre dos normas secundarias, y, por supuesto, entre una norma primaria y una secundaria. Al mismo tiempo, la moral racional tendrá como misión oponerse a aquellas normas que se hayan revelado como obsoletas, dado que, habiendo sido adaptativas en su momento, han dejado de serlo en la actualidad.

Nada de eso supone, sin embargo, el despegue de la explicación biológica. Porque, en cualquier caso, no parece que Eibesfeldt piense que eso sea lo que sucede con el núcleo fuerte de las normas primarias que ha señalado (de otro modo habría que suponer un cambio drástico en la propia naturaleza humana; un cambio que, en términos genéticos, no ha habido tiempo para que se dé, pero que, de haberse dado, habría supuesto, al mismo tiempo, el establecimiento de nuevos imperativos biológicos, el establecimiento de una nueva moral primaria). Y no supone un abandono de la explicación biológica porque, mas bien al contrario, es esta explicación, el regressus –diríamos– a una serie de principios biológicos determinantes del comportamiento moral (la moral primaria) lo que permite, en el progressus, comprender el papel de la racionalidad moral (de la moral racional) y de las variaciones culturales (la moral secundaria); comprensión que posibilita el juicio moral, en tanto que esas decisiones o esas variaciones pueden ser consideradas acertadas o erróneas, afortunadas o desafortunadas, a la luz de aquellos principios biológicos, donde reside no sólo la esencia, sino también la verdad de la moral. Y permite comprender, asimismo, la existencia de códigos morales soportados por leyes y prohibiciones. En efecto: según Eibesfledt, a la norma biológica nos hallamos tan profundamente inclinados (determinados) que su cumplimiento resulta satisfactorio, en tanto que la desviación de ella genera insatisfacción y angustia. Y algo similar, aunque en menor medida, puede decirse de la norma cultural. Sin embargo, no puede descartarse la posibilidad de que surjan mutantes que tenderían a apartarse de la regla. Para su control es para lo que se establecen leyes y prohibiciones.

Mucho más radical es, seguramente, la posición defendida por Konrad Lorenz. Según él, no sólo la estructura, sino también las características comportamentales de los seres vivos pueden ser explicadas en clave de mutaciones y selección natural. Esto significa que los rasgos que podemos encontrar en cualquier animal, existen debido a su potencialidad adaptativa, es decir, porque se muestran útiles y ventajosos en orden a la conservación y supervivencia de la especie. Y ese será el mismo esquema básico en el que hay que situar el comportamiento moral del ser humano. En el hombre, como en otros animales, existen cuatro grandes instintos, al servicio de los cuales se encuentran una serie de actividades o instintos menores de carácter instrumental. Esos cuatro «grandes» (alimentación, reproducción, fuga y agresión) serían el principio explicativo (principio de cierre) desde donde puede ser comprendido el comportamiento de cualquier especie, y también, pese a sus peculiaridades (peculiaridades, todo lo más de carácter subgenérico), de la especie humana. Si a ello añadimos la concepción de Lorenz del instinto, lo que se ha dado en llamar el «modelo hidráulico», según el cual la energía instintiva se acumula haciendo preciso su descarga, se puede ver que el innatismo de Lorenz tenderá a hacerse extremo{5}.

Y radical es, desde luego, la posición de la Sociobiología. Michael Ruse la ha resumido perfectamente: «La moralidad –escribe–, o más concretamente el sentimiento moral, se produce porque la persona moral tiene más probabilidades de sobrevivir y reproducirse que la que es inmoral»{6}. Esa es, ciertamente, la forma en que los principales sociobiólogos, comenzando por el propio Wilson, encaran el problema. La idea general es que cualquier comportamiento que otorga una ventaja genética a quien lo detenta (medida tal ventaja en términos de eficacia reproductiva), acaba por hacerse característico de la especie. La consecuencia de ello es, seguramente, la determinación genética de todo el comportamiento, incluyendo los principios éticos y morales. Y ello aun en aquellos casos en los que se pretende dar un mayor «juego» a la influencia cultural, como sucede con los conceptos de «reglas epigenéticas» y «coevolución gene-cultura», esgrimidos por Wilson y Lumsden a partir de 1981, con el objeto, precisamente, de eludir esa acusación de determinismo genético. Lo cierto, sin embargo, es que el reconocimiento de la influencia cultural no pasa de ser meramente retórico, ya que, a fin de cuentas, son las reglas epigenéticas (los genes, en suma) quienes deciden y determinan el tipo de cultura.

III

El problema de la explicación biológica del comportamiento moral estriba en poder dar cuenta, desde los principios explicativos a los que se ha regresado (en esencia, la interpretación de la moralidad en función de sus ventajas adaptativas), de la totalidad de los fenómenos éticos y morales, incluyendo aquéllos que podrían considerarse la negación misma de tal explicación. El fenómeno de la violencia extrema (la guerra) podría ser un ejemplo; otro, en el extremo opuesto, el altruismo, el sacrificio (incluso hasta la muerte) por los demás. Determinados códigos de honor que inducen al suicidio, o determinados sistemas de creencias religiosas o políticas que conducen a la aceptación de la tortura y del martirio, son nuevos ejemplos que cobran en el contexto que estamos examinando una extraordinaria importancia. Y, desde luego, así es reconocido por los propios etólogos y sociobiólogos. El mismo Wilson admite que el problema central de la sociobiología es el del altruismo: si reduce la eficacia reproductiva individual, ¿cómo ha podido desarrollarse por selección natural?{7} Y Richard Alexander hace extensivo el mismo problema a casos como la adopción, el suicidio (que nosotros hemos mencionado), la homosexualidad o el ascetismo{8}. Por eso (aunque no sólo por ello, por supuesto), al etologismo le resulta esencial determinar sobre quién actúa la selección. El principio de cierre de la explicación biológica de la moralidad se ha establecido en sus ventajas y beneficios adaptativos, pero, ventajas, ¿para quién?, ¿quién es el beneficiario? Se comprenderá que la cuestión resulta determinante, ya que si persistiésemos, por ejemplo, en defender una estricta selección individual (en línea con la postura del propio Darwin), muchos de los problemas mencionados anteriormente resultarían difícilmente solucionables. Es necesario, pues, como hemos dicho, que el principio explicativo al que se ha regresado permita, desde sí mismo, comprender aun aquellos comportamientos que parecen negarlo.

La Etología entenderá la selección actuando sobre la especie. Ese será el contexto en el que hay que evaluar las ventajas adaptativas de un comportamiento determinado. De ese modo, el perjuicio inmediato que pudiera derivarse para el individuo, deja de constituir un problema, si puede mostrarse, en cambio, que beneficia a la especie en su conjunto. Muchos de los casos que hemos mencionado anteriormente pueden explicarse de este modo. Y en aquellos otros en los que parece que la especie misma resulta perjudicada, pueden ensayarse otras respuestas sin necesidad de abandonar el ámbito estrictamente biológico. Por ejemplo, el comportamiento agresivo presenta indudables ventajas adaptativas, en el hombre como en otros animales, pero en el ser humano, como señala Lorenz, el instinto agresivo ha «descarrilado», al no producirse las presiones selectivas conducentes a la inhibición del comportamiento agresivo. Dado que no poseemos poderosas armas naturales que pusiesen en peligro la supervivencia de la especie, tales mecanismos resultaron innecesarios; sin embargo, el desarrollo cultural y el nacimiento de las armas artificiales, vinieron a romper ese equilibrio: aumentó notablemente nuestra capacidad de matar y, al mismo tiempo, tenemos muy pocas inhibiciones que nos impidan hacerlo.

Por otra parte, que la selección opere sobre la especie permite a los etólogos ponerse a salvo del relativismo moral al que se ven conducidos muchos sociobiólogos. En su última obra Eibl-Eibesfeldt ha llamado expresamente la atención sobre este punto. En efecto: si se admite (como hace Wilson) que distintas personas pueden tener distintos intereses evolutivos, entonces parece que necesariamente desembocamos en el relativismo moral; relativismo que, como algunos han señalado (por ejemplo, el «Comité de Ciencia para el Pueblo»), acaba por verse obligado a justificar el racismo, el sexismo, el clasismo, el imperialismo, &c.

La Sociobiología, por su parte, coloca la unidad de selección en el gen, lo que no es sino una variedad de la selección individual. Ningún rasgo podría resultar seleccionado si atenta contra los intereses del individuo. Pero que la selección actúe directamente sobre los genes significa, al mismo tiempo, que las ventajas selectivas individuales no son siempre directas o manifiestas. Los comportamientos que se seleccionan son aquéllos que benefician al individuo, ciertamente, pero sólo en la medida en que es depositario de una serie de genes que se benefician reproductivamente de tal comportamiento; lo que significa que el individuo mismo podría resultar sacrificado si con ello se logra que el mayor número posible de genes de los que es portador pasen a la generación siguiente. Como ha escrito Richard Dawkins: «Somos máquinas de supervivencia, vehículos autómatas programados a ciegas con el fin de preservar las egoístas moléculas conocidas con el nombre de genes»{9}. Se trata de la misma idea de Samuel Butler, y que tantos sociobiólogos gustan de repetir, según la cual una gallina es el simple mecanismo intercalado mediante el que un huevo produce otro huevo.

En consecuencia, los comportamientos, y también los principios éticos y morales que son seleccionados, son aquéllos que proporcionan una mayor eficacia en la transmisión genética. Pero tal eficacia, como hemos dicho, no ha de ser entendida en términos de eficacia individual, inmediata, sino como «eficacia global» (inclusive fitness, según término acuñado por Hamilton en 1964). Quiere esto decir que, en ocasiones, a un individuo le puede resultar más ventajoso la reproducción de sus parientes genéticos que la suya propia. Se trata de la llamada «selección familiar» (Hamilton). Según esto, sacrificarnos por nuestros parientes, incluso hasta el extremo de dar la vida por ellos (en función de su mayor menor proximidad genética con nosotros), es, en el fondo, una cuestión de egoísmo genético. Lo que parece un acto altruista por parte del individuo que lo realiza, no es más que el sacrificio que de él han decidido hacer los genes que porta, en aras de una mayor eficacia reproductiva (es más interesante, en términos genéticos, la reproducción de dos hermanos del individuo que la de él mismo).

Y en los casos en los que el beneficiario del acto altruista resulta ser alguien con quien no se tiene el menor parentesco genético, la explicación suelen buscarla los sociobiólogos en el «altruismo recíproco», propuesto por Trivers{10}. Se trata ahora de una especie de favores mutuos. Si doy mi vida por un individuo, puedo razonablemente esperar (siempre en términos genéticos, dado que los genes altruistas existen en la especie) que un desconocido dé algún día la suya por uno de mis descendientes.

Esos serían algunos de los mecanismos que vendrían a actuar, en las construcciones sociobiológicas, como una especie de «polizas de seguro» capaces de poner a salvo tales construcciones de cualquier comportamiento o norma de conducta que parecerían negarlas.

Nos parece que M. Shalins acierta cuando, en términos popperianos, argumenta que no hay forma de falsar las hipótesis de la Sociobiología{11}. Ciertamente, eso es así. Cualquier argumentación contra la «ética del gen» habrá de mostrarse necesariamente ineficaz, desde el momento en que nos será devuelta con el contrargumento de que por muy falsos, desproporcionados o gratuitos que nos resulten sus postulados, ello puede explicarse, sencillamente, por el hecho de que acaso hemos sido engañados y burlados por nuestro genes, con el objeto de que el sistema funcione mejor (tal es, por ejemplo, lo que sugiere Lewin en el artículo al que hemos hecho alusión). De nada sirve tampoco argumentar aludiendo a la cultura, a la voluntad, al libre albedrío o al deber. El sentimiento del deber es, según Eibesfeldt, una herencia biológica; y cultura, conciencia o libre albedrío serían, a decir de Alexander, mecanismos encaminados a maximizar la reproducción genética: «Libre albedrío –escribe– quiere decir el derecho a tomar decisiones propias sobre costes y beneficios en lo que atañe a la maximización de la eficacia global (...) la conciencia es la pequeña voz que nos dice hasta dónde podemos llegar sin incurrir en riesgos intolerables»{12}.

Naturalmente, nada de esto hace más fuerte la explicación misma. Se trata no sólo de hipótesis imposibles de falsar, sino también de construcciones absolutamente ad hoc, tan infundadas como gratuitas, y cuya aceptación sólo puede venir dada por una especie de acto de fe. Y esto sin exageración ninguna, porque la explicación sociobiológica de la ética no dispone de mayor fundamento del que pueda tener la hipótesis divina o demoníaca (si se dijera, por ejemplo, que los principios morales tienen su origen en Dios o en los démones, esto es, en los extraterrestres, que son quienes nos habrían enseñado las claves del comportamiento moral, o incluso quienes nos habrían programado, mediante un proceso de experimentación genética, para ser como somos). Lo que no es más que una especulación, se nos quiere presentar como una genuina construcción científica, cuyas pruebas se nos niegan, justamente porque no existen. Y en tanto no se nos presenten, nos sentimos autorizados a sospechar que nos hallamos frente a pura pseudociencia, movida o no, eso ahora no nos importa demasiado, por profundos intereses ideológicos (como tantas veces se ha señalado). También ante un sucedáneo de la Filosofía que cree poder asumir las funciones de ésta, sustituyéndola por la fría objetividad científica, de la que, según parece, hay que suponer en posesión a sus cultivadores, y ello por el mero hecho de ser biólogos, zoólogos o entomólogos reputados, cuya competencia, por lo demás, en sus campos respectivos, nosotros no negamos ni discutimos.

Mas sin renunciar en absoluto a esta argumentación ad hominen, debemos, sin embargo, tratar de poner de relieve las insuficiencias de la explicación biológica de la ética en términos estrictamente filosóficos.

IV

Ya hemos dicho que el darwinismo y, posteriormente, el nacimiento y desarrollo de la Etología, han tenido un impacto enorme en el ámbito de la Filosofía, y más concretamente de la Antropología filosófica. El conocimiento de nuestro parentesco con el resto de los animales y el conocimiento, también, del comportamiento animal, han supuesto una auténtica conmoción en la idea que hasta ese momento se tenía del hombre. Resultado de ello es, principalmente, que las dicotomías tradicionalmente establecidas entre el hombre y el animal y entre la naturaleza y la cultura (vieja herencia cristiana que en Descartes alcanza su punto culminante) se han revelado absolutamente metafísicas e inoperantes para el conocimiento tanto del hombre como del animal{13}. Definir al hombre por la cultura y al animal por el instinto, es ya algo completamente falaz: porque en los animales existen múltiples comportamientos que cabe considerar culturales en sentido estricto, y en el hombre se puede registrar la existencia de conductas simplemente etológicas, y explicables, por tanto, en clave puramente biológica.

Esto no significa, empero, que haya que renunciar a establecer cualquier línea de demarcación entre el hombre y los animales. Principalmente, aquélla que puede establecerse entre la «cultura subjetiva» y la «cultura objetiva». En pocas palabras, la primera se refiere a aquellas conductas producto no de la herencia, sino del aprendizaje. La segunda, por su parte, engloba a todas aquellas creaciones y objetos materiales, resultado de las operaciones de los individuos.

Pues bien, en la medida en que quepa considerar al hombre como poseedor no sólo de una conducta heredada , sino también de una conducta aprendida, cultural, pero cultural en el sentido de la cultura subjetiva, su estudio cae por completo dentro del radio de acción barrido por la Etología y por el cierre etológico, que consistiría en ensayar la explicación de tales conductas en términos de supervivencia de la especie. Pero en el momento en que las configuraciones dadas en la cultura material alcancen un punto crítico tal que obliguen a una inversión de perspectiva en el análisis (por ejemplo, cuando dentro de una misma especie encontramos poblaciones reguladas por diversas formaciones sociales y culturales), entonces es obvio que el enfoque biológico ha llegado a su límite y que ni el etólogo ni el sociobiólogo, en cuanto tales, tiene nada que decir. Este fenómeno puede darse ya en algunas especies animales (con lo que, al cabo, ni siquiera sería competencia de la Etología la totalidad del comportamiento animal). Pero en general tiene lugar en el contexto de la cultura humana, o para ser más precisos, de las culturas humanas tardías. La cristalización de múltiples sociedades y culturas humanas, sobre una naturaleza biológica idéntica, o si se quiere, sobre una conducta etológica preprogramada común a la especie, dará lugar a una serie de estructuras sociales y culturales de las que ya no es posible dar cuenta en términos estrictamente etológicos, siendo necesario adoptar una nueva perspectiva. Tal es lo que Bueno denomina la «inversión antropológica».

Creemos que este esquema general permite, asimismo, comprender la especificidad moral del ser humano. Porque sucede que en ese ámbito cultural objetivo, y en los procesos históricos que le están aparejados, no sólo se configuran creaciones culturales humanas verdaderamente transgenéricas respecto al mundo animal, sino que, además, se produce una auténtica transformación de la realidad humana, hasta el punto de que ésta ya no podrá ser comprendida al margen de tales procesos históricos y culturales, sencillamente porque fuera de ellos no es nada. Pero tal abstracción es la que hace (la que está obligada a hacer, si quiere ser fiel a su perspectiva) el etologismo. A la luz de los análisis llevados a cabo por etólogos y sociobiólogos, el hombre parece ser una realidad definitivamente establecida en algún momento (no se sabe muy bien cuándo) de su periplo evolutivo, y todo lo demás que a partir de ese momento le acontece es puramente accidental, por respecto a su ser mismo, ya consolidado de un modo pleno y perfecto de una vez por todas. Se postula así una concepción ahistórica e intemporal de la naturaleza humana, a la luz de la cual la historia y la cultura son cosas que le suceden al hombre, cosas que el hombre hace, sin reparar en que, al mismo tiempo, son cosas que le hacen, es decir, procesos constitutivos, en sentido estricto, de la propia realidad humana. Historia y cultura, lejos de ser aspectos accidentales al ser del hombre, resultan auténticamente esenciales, al punto que fuera de ellos no cabría hablar propiamente de hombre, cuyo ser, en consecuencia, ha de ser visto como el resultado de profundas y complejas confluencias de carácter tanto biológico como cultural, hasta el extremo de que se puede sostener que el hombre es lo que ha llegado a ser, lo que se va haciendo. No estamos únicamente subrayando la dimensión cultural del hombre, acaso con la intención de minimizar su dimensión biológica: estamos diciendo que al margen de esos procesos históricos y culturales (en sentido material u objetivo), el hombre sencillamente no es nada. Y estamos diciendo, además, que tales procesos, y las transformaciones transgenéricas a que dan lugar, quedan fuera del campo de la Biología.

Pues bien, entre esas transformaciones se encuentra (suponemos) la del ser humano, considerado como individuo zoológico, en persona, proceso paralelo al de la conversión de la mera conducta etológica en praxis (y en praxis que, desde la perspectiva que ahora nos ocupa, puede ser considerada moral o inmoral). Mas no se trata de que el hombre sea capaz de una conducta moral por ser persona, sino que, al contrario, se convierte en persona por ser capaz de una conducta moral. Y ello sólo es posible en el seno de la sociedad histórica, de la sociedad política, que hace del individuo humano sujeto de derechos y deberes. De este modo, como ya vió Hegel, no se trata de que el hombre tenga derechos y deberes por ser persona, sino que es persona por ser sujeto de derechos y deberes.

Es ese contexto social, histórico y político –cultural, en sentido objetivo– el que es preciso tener presente para comprender la dimensión moral del ser humano, porque abstraído el mismo (como quiere el etologismo) el comportamiento moral del hombre resulta sencillamente inexplicable, y sólo cabe intentar dilucidarlo mediante hipótesis puramente ad hoc o buscándole analogías más o menos sorprendentes o llamativas con el comportamiento animal (de ambos recursos pueden ser hallados sobrados ejemplos en la literatura etológica o sociobiológica).

Ahora bien, es obvio que esa cristalización de la praxis moral no puede considerarse surgida de la nada, sino que –tal como hemos dicho– es el resultado de la transformación de la conducta etológica, y esto quiere decir que entre una y otra ha de ser posible detectar algún punto de conexión, o lo que es lo mismo, que entre las normas que se pueden detectar en el comportamiento animal y las normas morales humanas ha de haber alguna relación e incluso alguna semejanza. Sugerimos, en efecto, que esa relaciones y esa semejanza existen; y sugerimos también que han de ser buscadas precisamente en el ámbito de la cultura subjetiva y en las normas (innatas o aprendidas) de comportamiento que tengan como referencia y objetivo inmediatos la supervivencia del individuo y de la especie: el cuidado de la prole, la cooperación, la generosidad, la preocupación por la vida del otro o la lealtad, son otras tantas normas de conducta sin las cuales difícilmente podemos imaginar que hubiese podido sobrevivir la especie humana, integrada por unos mamíferos lo suficientemente indefensos desde el punto de vista físico como para hacer obligada una fuerte vinculación social entre ellos. Utilizando la distinción establecida por el materialismo filosófico entre Etica y Moral{14}, diríamos que el ámbito en el que con más probabilidad hallaremos características intragenéricas de la moralidad humana es el de la Etica, en tanto que la Moral sería plenamente transgenérica y aparecería asociada a procesos históricos de constitución de círculos culturales distintos e incluso enfrentados entre sí.

Podríamos decir, en consecuencia, que la Etica, en la medida en que tiene como referencia al individuo en tanto que individuo, y, por extensión, a la familia e incluso al grupo, es el ámbito en el que cabe registrar la mayor proximidad entre la moralidad humana y el comportamiento animal. Tales normas de conducta, innatas unas, aprendidas otras, constituyen un aspecto del comportamiento moral del ser humano en el que la perspectiva etológica puede resultar de todo punto necesaria y pertinente. Pero desde el momento en que abandonamos ese contexto, la luz arrojada por el etólogo se hace cada vez más tenue, hasta desaparecer por completo. Esto sucede ya en el propio campo de la Etica. Las normas éticas presentan inicialmente dos características que pueden resultar aparentemente contradictorias: por un lado, son universales; mas por otro, su campo de aplicación es muy restringido. La restricción viene dada por el hecho de que el destinatario primero e inmediato de la norma ética es el individuo concreto que tengo a mi lado, o la familia, o todo lo más el grupo cuasifamiliar. Pero son universales, decimos, porque hay que suponerlas actuando en el seno de todas las familias o pequeños grupos humanos. Hasta aquí es hasta donde puede llegar la perspectiva etológica. Del paso siguiente ya nada puede decirse en términos biológicos. Consiste este paso en la constitución de la norma ética en norma verdaderamente universal; universal, ahora, en el sentido de comprender potencialmente en su radio de aplicación a cualquier individuo humano, a la humanidad en su conjunto, es decir, consiste este paso en la constitución de la norma ética en norma transcendental. Proceso en el que intervienen distintas legalidades históricas y culturales que resultan irreductibles a las leyes etológicas. Como irreductible resulta también (y aun más, si cabe) la esfera de la Moral, en la medida en que ella desaparece aquella referencia universal (aunque sea en un sentido empírico, no transcendental) de la norma ética, lo que permitía sospechar actuando tras ella profundos intereses de carácter biológico. Las normas morales cristalizan en círculos culturales diversos, y son, por ello, diversas a su vez. No existe una única Moral, sino morales múltiples, con normas que a veces pueden trasladarse de unas a otras, es cierto, pero que a veces resultan también profundamente divergentes y opuestas entre sí. La explicación etológica resulta ahora sencillamente imposible, porque ya no cabe pensar que la referencia a unos intereses biológicos comunes pueda dar cuenta de normas morales tan distintas, y únicamente la consideración del contexto histórico y cultural en el que ha brotado la norma en cuestión puede llegar a explicarla. La propia universalidad de la moralidad, el carácter transcendental de la norma moral, habrá de pasar necesariamente por el establecimiento de una sociedad universal, resultado del enfrentamiento entre sociedades particulares y entre morales igualmente particulares. Pero una vez más, ese proceso, de llegar a darse, no puede ser explicado en términos biológicos, y sí únicamente en clave histórica, política, económica y cultural.

Tendríamos, según esto (y de ser correcta la tesis que estamos manteniendo), que ni la Moral, que aparece asociada a la cultura objetiva, ni la Etica, que en su sentido transcendental es el resultado de esa misma cultura objetiva, pueden ser explicadas en términos etológicos. Unicamente la Etica en su dimensión –podríamos decir– subjetiva, o no transcendental, caería de lleno dentro de las categorías biológicas. Y es lógico que así sea, por cuanto que la moralidad humana ha de ser vista necesariamente como el desarrollo histórico y cultural de esas potencialidades biológicas. Lo contrario equivaldría a suponer que la esfera moral es un atributo sobreañadido a la animalidad humana en virtud de la Gracia divina, o postulando un salto ontológico en el proceso evolutivo del ser humano (salto tan metafísico como infundado), en virtud del cual, sin saber cómo ni por qué, el hombre se despierta un buen día convertido en un animal moral. De ese modo, al tiempo que reconoce el fundamento biológico de la moralidad, nuestro análisis parece capaz de subrayar su especificidad (en sentido transgenérico), recusando, al tiempo, las pretensiones de etólogos y sociobiólogos, pues tal especificidad sólo en términos filosóficos (no biológicos ni zoológicos) puede ser establecida.

Pero la cuestión es todavía más compleja, pues ni siquiera cabe pensar que esa esfera de las normas éticas en la que hemos reconocido la pertinencia del enfoque biológico, pueda ser siempre explicada por éste; y ello es debido a la permanente influencia y presión que sobre las normas éticas están ejerciendo de continuo las normas morales. Las relaciones entre unas y otras son frecuentemente de carácter conflictivo, y es en función de esas relaciones conflictivas como pueden explicarse muchos de los comportamientos «extraños» y aparentemente paradójicos (extraños y paradójicos desde las premisas biológicas a la luz de las cuales se intenta dar cuenta del comportamiento moral), con los que tropiezan en sus análisis etólogos y sociobiólogos (sean éstos la guerra, el sacrificio de la propia vida, el suicidio, la adopción, &c.) y para explicar los cuales (sin abandonar su postulado central que explica el comportamiento moral por sus ventajas reproductivas) se ven obligados a postular hipótesis infundadas o gratuitas, puramente fantásticas, o simplemente ad hoc. Desde nuestro punto de vista, tales paradojas no son si no el resultado de profundas influencias culturales que, cristalizadas en normas morales y actuando como tales, pueden presentarse ante el individuo como severas exigencias de carácter moral, capaces de dejar en suspenso los que en términos estrictamente biológicos habrían de ser sus intereses más inmediatos. En virtud de tales exigencias, un individuo puede dejar morir a su hijo antes que autorizar una transfusión de sangre, porque así se lo prescriben sus creencias religiosas, o puede dar su vida por otro, tratando de aliviarle de los dolores de una enfermedad contagiosa y mortal, acaso porque así se los prescribe la misma religión, o quitarse la vida, porque eso es lo que establece en un momento dado el código de honor a que es fiel, o denunciar a su padre o a sus hermanos, porque así es como debe actuar un buen ciudadano convenientemente adoctrinado políticamente. El «harakiri» de un noble japonés no puede explicarse más que teniendo presente una determinada cultura que considera más importante el honor que la vida, hasta el punto de pensar que una vida sin honor no merece la pena ser vivida. El martirio resignadamente aceptado por un santo cristiano, sólo con los ojos puestos en una determinada religión puede ser comprendido; una religión que enseña que este mundo es apariencia, y que el cuerpo es igualmente apariencia, y que tras el tormento vendrá la vida eterna; una religión que acaso nuestro etólogo (tal vez no falto de razón) tienda a considerar no adaptativa, por cuanto puede llegar a prescribir la autoinmolación o el sacrificio tanto de uno mismo como de sus parientes; pero una religión que, en todo caso, es la única que puede explicar que alguien prefiera ser muerto antes que renunciar a su fe (y esto, tanto si consideramos que su comportamiento es el propio de un héroe como si lo interpretamos resultado de un simple trastorno mental).

V

Desde la perspectiva del materialismo filosófico (perspectiva en la que nosotros queremos mantenernos), el problema esencial de la Antropología filosófica (problema que es la razón de ser misma de tal disciplina en el conjunto de las disciplinas filosóficas) no es otro que el de determinar las relaciones que han de establecerse entre la dimesión física o morfológica (biológica, si se quiere) del hombre y su dimensión espiritual o cultural –aquello a lo que Gustavo Bueno ha denominado realidades φ (de physis) y realidades p (de pneuma)–{15}. Por nuestra parte, la tesis que hemos querido defender en esta conferencia es que la reflexión sobre la Etica y la Moral, en la medida en que tal reflexión se halle encaminada a clarificar la disposición del ser humano a ajustar su vida conforme a normas éticas y morales, pertenece por derecho propio al ámbito de la Antropología filosófica, y, lo mismo que ésta, ha de huir tanto del reduccionismo biológico como de la especulación puramente metafísica y espiritualista; y ello, sencillamente, porque cualquiera de esas dos alternativas extremas falsea tanto la realidad humana, en general, como su dimensión ética y moral, en particular. Esto significa que aun reconociendo un fundamento físico o biológico al comportamiento moral, consideramos tal comportamiento radicalmente transformado por procesos histórico-culturales muy complejos que acaban por colocarlo en un ámbito muy distinto a aquél por el que discurre el mero comportamiento etológico-genérico, zoológico. De una manera algo más técnica, diríamos que la dimensión histórica y cultural del hombre es la responsable de profundos procesos de anamórfosis, operados sobre sus disposiciones biológicas, hasta el punto de provocar la metábasis de la norma moral a otro género distinto de aquél en el que se localiza la norma etológica. Norma moral que, por la mismo, ha de ser vista como realmente transgenérica respecto a aquélla.

Nuestra tesis sostiene también que ese fundamento biológico del comportamiento moral (su contexto intragenérico, tanto subgenérico como cogenérico) coincide con la que hemos llamado «Etica no transcendental» o «Etica subjetiva» (aunque, sin duda, con importantes limitaciones), en tanto que la «Etica transcendetal» y la Moral misma han de verse ya como específicamente humanas (específicas, ahora, en sentido transgenérico).

Sin duda, el análisis de esos tres aspectos según los esquemas de conexión de los «conceptos conjugados», habrá de resultar enormemente fructífero. Pero nos vemos obligados a dejarlo para mejor ocasión, porque no podemos ahora (sin descortesía imperdonable) prolongar por más tiempo nuestro discurso.

Notas

{1} En Los dioses olvidados (Pentalfa, Oviedo 1993) he defendido la tesis de que todo este proceso puede ser explicado en clave religiosa, más que estrictamente ética o moral, pero esto no afecta para nada a la argumentación que ahora estamos llevando a cabo, a saber, que los orígenes del problema mismo (de los supuestos derechos del mundo animal) se encuentran en el desarrollo de la Etología.

{2} Roger Lewin, «Los límites biológicos de la ética», New Scientist, 15 de diciembre de 1977.

{3} H. Bergson, Les deux sources de la morale et de la religion, Librairie Félix Alcan, Paris 1932.

{4} Véanse sus obras, ya clásicas, El hombre preprogramado (1973), Alianza, Madrid 1987; Amor y odio (1976), Salvat, Barcelona escrito.1986; Guerra y paz (1984), Salvat, Barcelona 1987; y la recientemente publicada, Biología del comportamiento humano. Manual de etología humana, Alianza, Madrid 1993. En lo que sigue nos basamos, principalmente, en este último

{5} Véase Sobre la agresión. El pretendido mal (1963), Siglo XXI, Madrid 1982.

{6} M. Ruse, Sociobiología (1980), Cátedra, Madrid 1983, pág. 278.

{7} «Sociobiología: una nueva base para la naturaleza humana», New Scientist, 13, mayo, 1976.

{8} R. Alexander, Darwinismo y asuntos humanos (1979), Salvat, Barcelona 1987.

{9} R. Dawkins, El gen egoísta, Salvat, Barcelona 1988, pág. XI.

{10} R. L. Trivers, «The evolution of reciprocal altruism», The Quarterly Review of Biology, 46, 1971, págs. 35-57.

{11} M. Sahlins, Uso y abuso de la biología (1976), Siglo XXI, Madrid 1982.

{12} Richard Alexander, Darwinismo y asuntos humanos (1979), Salvat, Barcelona 1987, pág. 127.

{13} Véase el artículo de Gustavo Bueno, «La Etología como ciencia de la cultura», El Basilisco, nº 19, Oviedo 1991, págs. 3-37.

{14} Véase Gustavo Bueno, El sentido de la vida (próxima publicación en Editorial Pentalfa de Oviedo). [Cuando se escribió está conferencia tal obra se hallaba, ciertamente, en publicación: apareció en el año 1996 en la mencionada Editorial].

{15} Véase Gustavo Bueno, «Sobre el concepto de "espacio antropológico"», El Basilisco, 1ª época, nº 15, Oviedo 1978, págs. 57-69.

Conferencia pronunciada el miércoles 13 de diciembre de 1995 en la Facultad de Filosofía de Oviedo, en el Curso «Educación Etico-Civica», organizado por la Sociedad Asturiana de Filosofía (SAF).

 

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