Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 4 • junio 2002 • página 7
La Buhardilla

La revancha de Lenin

Fernando Rodríguez Genovés

Si Dios no existe, todo está permitido. Si el fantasma que recorría Europa y el Mundo ha muerto, también. Si de lo que se trata es de reaccionar y sublevarse contra su anuncio, acaso ya certificado, y el escenario resultante

I. Un progresismo rugiente y desconcertante

1. La lectura del nuevo libro del filósofo francés Alain Finkielkraut, L'imparfait du présent{1}, invita a una reflexión profunda y crítica –acaso «políticamente incorrecta», pero, a mi parecer, correctamente política– acerca de las esencias y existencias de la izquierda política, de su lugar, su papel y su acción en el escenario mundial en estos primeros compases del siglo XXI, que, por lo que se puede comprobar en el escaso tiempo que llevamos en él, proyecta una sombra tenebrosa, de máxima tensión sobre la humanitas, lo que queda de ella y su futuro. Aquí y ahora ofreceré un sucinto comentario sobre el libro y el asunto.

No creo que deba tildarse estos tiempos de especialmente difíciles, por una sencilla razón (dejemos para los sociólogos la sinfonía de la complejidad): en la historia de la humanidad nunca han habido tiempos favorables ni benignos, tampoco sustancialmente malignos, pues tengo para mí que el tiempo es noción neutral, visto desde una óptica indeterminista. Y casi me atrevería a sugerir, con Ortega, que el espacio también lo es: «El hombre no está adscrito a ningún espacio determinado y es, en rigor, heterogéneo a todo espacio. Sólo la técnica, sólo el construir –bauen– asimila el espacio al hombre, lo humaniza»{2}. Ni el tiempo, ni el espacio, en efecto, se pronuncian a favor de nuestro bienestar, como tampoco se obcecan en el propósito de procurar nuestra desgracia (por el sostenimiento positivo de estas fórmulas los conoceréis: el determinismo progresista y el determinismo fatalista, respectivamente).

Se impone pensar, entonces, en las políticas del presente y en la contingencia misma de la política en nuestro tiempo, y en su destino. Las coordenadas de la política, han cambiado profundamente con respecto a su categorización clásica. Ciertamente, sigue habiendo para el hombre un antes y un después, y dos lados, la diestra y la siniestra. Pero como los perfiles son difusos, borrosos, es preciso orientarse y trazar referencias teóricas claras, y también, a veces, tomar medidas prácticas. El esquema tradicional del mapa de lo político, impuesto desde la Revolución Francesa, estableció la distinción espacial entre una «izquierda» y una «derecha», con el fin de identificar, respectivamente, a las fuerzas representativas de los movimientos sociales y políticos, caracterizados a su vez por una medida o dimensión temporal: guiarse hacia delante (fuerzas de progreso, revolucionarias) o hacia atrás (fuerzas conservadoras, reaccionarias). Sin embargo, frente a la pujanza de las ideologías y sus esquematismos, la fuerza de los hechos ha puesto en cuestión la validez y las utilidades de tales categorizaciones. No es casual, de este modo, que crisis categorial y agotamiento de las ideologías se den conjuntamente. Como tampoco lo es que el emitir dicho diagnóstico suela identificarse con un estilo de argumentación propiamente de «derecha», acaso por tomarse como cosa probada el anhelo empecinado y recurrente de ésta por certificar el fin de las ideologías (y de paso de la historia) y dar así prioridad y mando a la economía en la dirección de las sociedades (al menos así se expresa ordinariamente en la interpretación ortodoxa de «la izquierda»).

Pero si esto fuera así, si se adoptara dicha argumentación como prueba a favor de la resistente consistencia del conflicto ideológico, y de su mayor valor y relevancia en un virtual duelo o cotejo con ocurrencias económicas, y, en consecuencia, de la supervivencia conceptual de «izquierda» y «derecha» (junto a sus secuelas: continuidad resistente de la «lucha de clases» como modelo de interpretación y acción), quedaría, entonces, malparada la presunción, dada por evidente, de que la izquierda se orienta, por principio, en la teoría y en la práctica al cambio y a la transformación, cuando de facto se resiste ferozmente a la mínima reforma política, incluso al menor movimiento verbal o conceptual, o rechaza la idea de la prioridad fáctica e histórica de la economía sobre la política, por ser, se dice, orientación comprensiva y actuante de un ser de «derecha» (por la misma regla de tres al cuarto, el homo oeconomicus sería «de derecha» y el zoon politikon «de izquierda», entre otras lindezas), cuando ha sido un presupuesto básico y tradicional de la teoría marxista, o materialismo histórico, opuesta a la «ideología alemana», o idealismo absoluto.

2. A la hora de interpretar el presente y sus circunstancias, Finkielkraut expresa en el libro mencionado sus diferencias con los supuestos y conclusiones exhibidos por la sociología actual, representados, por ejemplo, por el recientemente fallecido Pierre Bourdieu. Según la interpretación sociológica dominante, todo, absolutamente todo lo que acontece en la sociedad, tiene una explicación, lo que significa las más de las veces su correspondiente justificación. Desde los ejercicios gimnásticos y recreativos de violencia juvenil hasta los más salvajes actos de terrorismo, cualquier fenómeno social que caiga bajo el ojo clínico del sociólogo contemporáneo tiene su adecuada causa, y aun legitimación, si –y esto es lo verdaderamente revelador– en el fondo la acción social que las abraza y su meta están vinculadas al objetivo de la emancipación de los hombres y de los pueblos, de la lucha anticapitalista contra la Dominación. En este punto, la fría analítica del investigador social va subiendo de temperatura hasta quemarse material, histórica y dialécticamente las pestañas, no sólo a fuerza de elemental estudio sino, sobre todo, de pura ideología.

Es así entonces como la discrepancia teórica sociología/filosofía política conduce a otra oposición no menos importante: la actitud práctica que debe adoptarse frente a lo que nos pasa. Como todo lo que toca la política se altera y agita, es quizá este desencuentro el que concita mayor interés y pasión. Bourdieu ha representado en vida y obra no sólo un particular modo de interrogar y evaluar el mundo social, sino que además (o sobre todo lo demás) ha sido un referente de la izquierda plural francesa y de su reiterada especialidad: la condena de la «mundialización liberal» y la demonización del «imperio americano». El conflicto entre discurso sociológico (o contexto de «justificación») y reflexión moral y política (o contexto de «descubrimiento», reconocimiento y crítica de valores) se torna así no sólo querella teórica, sino también disputa práctica sobre la validez y legitimidad de la acción social y política. Es esta segunda cuestión la que nos interesa examinar ahora.

Finkielkraut dirige en su libro una crítica severa a las actitudes destempladas e irresponsables que exhibe «la izquierda» en nuestros días, es decir, ese «progressisme déconcertant» que, arrogándose sin pudor ni mesura el patrimonio de la cultura, la inteligencia y la conciencia del mundo, acusa, no obstante, un gravísimo déficit intelectual: no ha aprendido nada de las lecciones de la historia y, en consecuencia, continúa hechizada, después de un periodo de recogimiento penitencial tras la caída del Muro de Berlín, por el mismo sueño dogmático que incubó su nativa ilusión: la creencia en un «crime originel», culpa primitiva o pecado original que sirva de explicación de todos los males y desgracias en el hombre, a saber: la persistencia de la Opresión y de la Dominación en el mundo de la vida. La revolución seguiría, pues, pendiente, así como postergado el rescate o redención del hombre, a la espera del advenimiento redentor del «hombre nuevo»{3}. Contra lo que podrían apuntar las apariencias, la actitud metafísica y conservadora del progresismo en nuestros días ha quedado al descubierto. Le preocupa más la pregunta «¿Qué es esto?», que esta otra: «¿Que está pasando?». Ocurre que para la ideología (o postideología) progresista, en esencia, siempre pasa lo mismo, y no hay sino que una Verdad: la existencia de opresores y oprimidos, de dominadores y dominados. Sólo cambia el nombre que el Mal toma en cada momento: Aristocracia, Propiedad, Burguesía, Capital, etcétera. Hoy, sin olvidar estos precedentes, los nombres malditos se dicen «América», «Occidente», «democracia liberal o burguesa», o, más sencillamente, «Imperio».

3. Para Finkielkraut, el programa de la izquierda en Occidente pasa por una revisión y reedición del pasado, un pasado observado con nostalgia («contra Franco vivíamos y luchábamos mejor») y hasta presto a recuperar («para comerte mejor»). Esto es lo que nos está pasando. Los representantes puros de esa nueva/vieja izquierda, o progresismo impenitente, son los postsesentayochistas, quienes, según el modelo de antaño, o sea, del siglo pasado, actúan como «conformistas rugientes» («conformistes rugissants»){4}. Más que pensar a contracorriente, piensan a contratiempo. Dicen luchar contra el conservadurismo y se denominan «antifascistas», se posicionan frente al espíritu reaccionario, contrarrevolucionario, y contra sus agentes, la contra, y si bien el fascismo y el nazismo han sido históricamente derrotados en su gran pugna contra la democracia liberal, ellos siguen estando a la contra, en contra de lo vigente (la democracia liberal), se sienten asqueados, pero resistentes y muy majos, frustrados, aunque no por ello ven razón para dimitir de los altos puestos que suelen ocupar en el establishment ni para repudiar las gabelas que les ofrece el presente, y mandarlo todo a paseo.

¿Por qué rugen, pues? Por su conformismo vergonzante, por el culpabilizado disfrute del sistema. ¿Por quién doblan las campanas? Por sus almas en pena, por la inocencia perdida y por el pasado perfecto a los que dedican la ofrenda y los actos de contrición de su particular némesis, consecuencia de la hybris{5}. Están contra todo, desde todos los lugares. No descansan, ni dimiten. Eso sí es nadar y guardar la ropa, ética de la limpieza en seco, política de salpicar sin mojarse. No hay ahí doble moral, hay esquizofrenia política, partido a dos bandas: contra el poder, desde el poder. Contra el sistema, desde el sistema: sistemáticamente, contra el poder, poderosamente antisistema{6}. Estos serían los méritos y portentos del denominado por Finkielkraut «progresismo desconcertante» («progressisme déconcertant»){7}, al que dedica la siguiente diatriba: «No hay desperfecto en la coraza de los dichosos postsesentayochistas del mundo. [...] Pues ocupan todas las posiciones: la ventajosa, del Maestro, y la prestigiosa, del Maldito. Experimentan como un desafío heroico al orden de las cosas su adhesión apresurada al orden del día. El dogma, son ellos; la blasfemia, también. Y para dar pruebas de marginalidad, gritan insultos a sus contados adversarios. En pocas palabras, conjugan sin vergüenza la euforia del poder con la embriaguez de la subversión. Cabrones [Salauds].»{8}

II. La revancha en marcha

1. Paralelamente a la finalización de la Guerra Fría y ante el auge de la globalización, convertida en la circunstancia histórica, mundial e ineludible del presente, se ha podido constatar, tanto en Oriente como en Occidente, un resurgimiento del fervor religioso, que en no pocas ocasiones ha traído consigo un retorno a las prácticas y creencias religiosas en su sentido más tradicional (de salvación) y, en muchos casos, a sus expresiones más fanáticas (el retorno de los brujos): salvar el mundo y a los hombres a través del verbo sagrado. Este fenómeno ha sido denominado la «revancha de Dios» por Gilles Kepel{9}, una expresión que ha hecho fortuna.

¿Por qué se habla de «revancha»? Porque en gran medida esta resurrección ha sido organizada por los clérigos y teólogos del mundo a modo de reacción contra las apresuradas voces que entonaban el ocaso de la religión. Reniegan del presente y buscan una reparación: aspiran a la restitución del tiempo pasado, que siempre fue mejor. A la muerte de Dios, anunciada, entre otros, por Nietzsche a finales del siglo XIX, le ha seguido la resurrección, no sé si al tercer día, pero sí en nuestros días: días de furia, rabia y vesania, días de ira aquellos, en los que la caída de torres orgullosas (la nueva Babel, la nueva Babilonia) son interpretadas para la conciencia desdichada y resentida como una prueba más de la nueva caída del hombre: la caída en el orgullo y la complacencia, en la felicidad y el gozo, el declive de unos hombres que se creían capaces de poder vivir por sí mismos en el reino de la Tierra, de la autonomía moral y el progreso político. Las caídas trajeron castigos. Y viceversa.

A la risa de los contentos le ha replicado el grito de los descontentos. Y no se trata de un caso nacional o continental, sino mundial, como no podía ser de otro modo en la era de la globalización: «El resurgimiento de la religión («la revanche de Dieu», como lo llamó Gilles Kepel ofrece una base de identidad y compromiso que trasciende las fronteras nacionales y une las civilizaciones.»{10} Y no se trata tampoco de un grito de alegría, sino de guerra.

2. A la «sorpresa divina» de la «revancha de Dios» le ha sucedido (o acompañado) otra «sorpresa ideológica»: la «revancha de Lenin». Doble paralelismo o dos efectos de una causa semejante: el final de las ideologías y el fin de la historia. Con todo, un mismo espíritu revanchista, de desquite, de desagravio. Si las ideologías religiosas (especialmente, las que peor han podido, o querido, adaptarse al movimiento de la historia: la religión musulmana) se han sublevado contra el imperio de los sentidos y la modernidad, contra los infieles y descreídos, contra los pecadores, las ideologías políticas desheredadas (en particular, las puestas en la picota y en evidencia, sea en Berlín o en Sarajevo: el socialismo real y el nacionalismo etnicista) no se han quedado atrás, y han activado la insurrección contra la democracia liberal y el capitalismo, contra el Imperio, que si no se pueden «superar» dialécticamente por la Revolución, habrá que frenar y hacerlos retroceder: un paso adelante y dos atrás. He aquí la rabiosa represalia del resucitado ante su proclamada defunción, su descrédito, su fracaso, su derrota. La revancha de Lenin.

En todo caso nos hallamos ante impulsos de restitución. He oído decir a José Saramago en algún lugar: «Dios es el silencio del Universo, y el ser humano, el grito que da sentido a ese silencio». Y Regis Debray ha escrito por ahí esto que sigue: «La religión no es el opio del pueblo, sino las vitaminas de los débiles». De este tono es el espíritu del renacido ave fénix dispuesto a reemprender el vuelo, del repuesto pájaro de fuego preparado para inflamar las conciencias dormidas de los pueblos.

Si un dios no tiene futuro, el otro puede que sí. Con todo, se trata de un cuerpo con dos cabezas o dos almas, dos personas y un sólo Dios verdadero: el Dios de la venganza y de la revancha.

Notas

{1} Alain Finkielkraut, L'imparfait du présent. Pièces brèves, Gallimard, Paris, 2002.

{2} José Ortega y Gasset, «En torno al Coloquio de Darmstadt (1951)», en Obras Completas, IX, Alianza Editorial/Revista de Occidente, Madrid, 1983, pp. 640-641.

{3} Dicho sea de pasada, y aunque parezca no venir a cuento: ¿se comprende ahora un poco mejor la sorprendente fascinación que muestran tantos «intelectuales de izquierda» por el autor de Ser y tiempo, el esfuerzo de su recuperación o aggiornamiento, de su singular «humanismo», en aras a reeditar su particular voluntad de poderío, así como el empeño por hermanarlo con el Nietzsche del «superhombre», el Nietzsche por él y ellos elegido y preferido, o producido, sin más?

{4} Alain Finkielkraut, op.cit., pp. 101-102.

{5} El ontólogo y teólogo español Eugenio Trías en un artículo publicado en el diario madrileño El Mundo («El complejo militar-industrial», Opinión, 26-2-2002) escribió lo siguiente: «la función crítica del intelectual, del periodista, del escritor consiste en denunciar, siempre que se detecte o descubra eso que los griegos llamaban hybris.» Pues bien, creo un deber crítico el «denunciar» aquí la desmesura y hasta la crueldad del citado texto. Primero, porque allí el articulista (o publicista) refiere nada menos que seis veces que está escribiendo un artículo, sin contar la referencia (publicitaria) a un libro de artículos que acaba de sacar al mercado. Sobrepasa aquí Trías la «filosofía del límite». Segundo, porque en el mismo sitio intenta curarse en salud y adelantarse a futuras críticas de «antiamericanismo» o «antisemitismo», mientras hace ejercicios de tiro contra americanos y judíos, y porque, no dejando lugar a dudas acerca de sus afectos, desafectos y fobias, califica la inmensa tragedia del ataque terrorista contra las Torres Gemelas de Nueva York de «premio o Bonoloto», y aun como «auténtico Maná de Yaveh», que le ha caído a las víctimas y a sus deudos. Otra tremenda extralimitación. Pero, hay más: desde el 11-S se ha desatado una furia antioccidental y antiamericana generalizada entre la intelectualidad de Occidente (prácticamente unánime en Europa). Pues bien, tal magnitud a Trías le parece poca cosa y se lamenta por tener que morderse la lengua, autocensurarse, no como otros, mientras acusa (varias veces) las «tropelías» de americanos y judíos, y se despacha a sus anchas. Eso le parece a Trías, al autocensurado que no se contiene, a la víctima de la misma hybris que denuncia, al regador regado: por la boca muere el pez.

{6} Será justo admitir que este sesgo político propenso a sostener y combinar un discurso antisistema desde las mismas instituciones no es patrimonio exclusivo de la «izquierda», pues también se advierte en personajes, organizaciones y partidos de «derecha», populistas y nacionalistas. Fenómenos como el de Haider en Austria, Chávez en Venezuela, Bossi en Italia, Ibarretxe en la Comunidad Autónoma Vasca et alii son prueba de que esta deriva no conoce límites ideológicos ni fronteras, y evidencian en la práctica la sospechada debilidad del tradicional modelo de distinción política «izquierda/derecha». Acaso haya que empezar a pensar seriamente y con urgencia en sustituir esta añeja fórmula de distinción y sustituirla por otra nueva, más precisa y puesta al día, a saber: la lealtad o deslealtad expresadas hacia el sistema democrático –o sea, hacia el famoso Sistema–-, sus instituciones y sus formas, por parte de las fuerzas políticas. Una fórmula que podría tacharse inicialmente de formalista, aunque en su descargo deberá reconocerse que en el momento presente las «formas» en política urgen y valen más que nunca. Por lo demás, el desarrollo y resultado de recientes elecciones celebradas en América y Europa pueden hablar en favor de esta iniciativa de recambio, de su necesidad, al evidenciar que hoy la polaridad política se concentra y resalta en las actitudes intrasistema y antisistema, y que las tradicionales fuerzas de «derecha» e «izquierda» (v.gr., en las elecciones presidenciales en Francia de abril de 2002) acaban uniendo sus votos en una misma opción a favor de la continuidad del sistema cuando la tentación de trastornarlo se traduce en una probabilidad real. Seguir diferenciando, empero, a las fuerzas antisistema por parámetros de «derecha» e «izquierda», o coquetear con ellas, justificarlas, jalearlas, mirarlas como posibles aliados, según sean de un color u otro, sólo hará que se mantenga la confusión y el riesgo.

{7} Alain Finkielkraut, op.cit., pp. 231-235.

{8} Ibid., p. 102.

{9} Gilles Kepel, La revancha de Dios, Anaya & Muchnick, Madrid, 1991.

{10} Samuel P. Huntington, «The Clash of Civilizations», Foreign Affairs, vol. 72, número 3 (verano 1993).

 

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