Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 3 • mayo 2002 • página 7
Cuando los ideales de la política son transformados en idearios espirituales y en prontuarios ideológicos, entonces se producen notables alteraciones, se urden alianzas muy sorprendentes y se traman objetivos de alto riesgo
1. Cuando la política se transforma en delirio furioso
El libro de Odo Marquard, Filosofía de la compensación. Escritos sobre antropología,{1} publicado en España en fechas recientes, aporta unas reflexiones muy sobrias y penetrantes de especial relevancia para el momento presente. Tal vez sea ésta una peculiaridad sobresaliente de aquellos intelectuales que, como el veterano filósofo alemán, pueden ser considerados como clásicos en vida, dicho sea esto con todos los respetos y en los dos sentidos que puede contener la expresión, a saber: 1) consumados sabios en la comprensión práctica de lo vital y en la penetración del presente, y 2) pensadores en activo y aún en condiciones de dar mucho que hablar, empezando por ellos mismos, quienes tienen todavía mucho que decir. Estoy hablando, entonces, de aquellos pensadores e intelectuales que niegan con sus palabras y hechos el dictum según el cual «nadie es profeta en su tierra», entre otras razones porque actúan inteligentemente como profetas en la Tierra...
De dicho libro dichoso he tomado prestada la proclamación que sirve de título a este artículo y que Marquard emplea con cierta frecuencia en ése y en otros libros suyos, aunque en todo momento alargando con inocultable ironía el significado de la muy clásica expresión fiat iustitia et pereat mundus, hágase justicia y perezca el mundo, la cual, a su vez, adaptaba a su manera aquella otra que profería: fiat iustitia, ruat caelum, hágase justicia, y húndase el cielo). Constituyen todas ellas fórmulas que tratan de capturar el sentido último de esos movimientos revolucionarios de la historia universal en los que la bandera de la libertad es blandida con fiereza y, a menudo, también con extrema dureza, casi como una amenaza, hasta el punto de llegar a convertirse en superación de sí misma, en «liberación de las libertades», o sea, en dictadura y terror, en un ardor guerrero político-militar pleno de desprendimientos, entre los cuales no está exento el desprenderse de muchas libertades particulares y efectivas (individuales) que molestan, para pasar a reverenciar a la diosa Libertad (colectiva), que tanto precisa de víctimas y de mártires tantos.
Henos aquí ante uno de los más graves errores que ha cometido la Utopía en su larga historia: transformar los ideales políticos en idearios y prontuarios susceptibles de imponer principios y valores en el sentido más lato y latoso, más latréutico y lacerante, de la imposición y la dominación que cabe imaginar: arremetiendo sobre/contra la realidad de las cosas y sobre/contra la voluntad de los hombres. Los «utopistas políticos» siempre han pecado de muchas cosas, por ejemplo, de incoherentes, pues desde el mismo instante en que aceptan esta calificación y se identifican con ella, en verdad que están oficiando como maestros de la contradicción (en los términos y en muchas cosas más), en apologistas de la aporía y la trascendencia, algo muy extraño a la aspiración del sabio Marquard, quien defiende incansablemente una «apología de lo contingente» {2} aplicada a la ética y la política.
«Utopistas políticos». Resulta que la política, si es algo, es ciencia (o arte) de lo posible, saber sobre los medios, más que sobre los fines, transformación de lo real, pero desde lo real, sin elevaciones innecesarias que la hagan perder suelo y que con suma facilidad se vuelven salidas de tono alimentadas por la presión y la fuerza, o sea, desplazamientos impulsivos que conducen tantas veces a los hombres a callejones sin salida. «Lo falso –afirma Ortega– es la utopía, la verdad no localizada, vista desde "lugar ninguno". El utopista (...) es el que más yerra, porque es el hombre que no se conserva fiel a su punto de vista, que deserta de su puesto.»{3} Con ello y con todo, muchos de los utopistas políticos del presente más que falsos utopistas se nos antojan utopistas falsos de solemnidad en variadas versiones, algo así como utopistas a la contra. Primero, por decirse «políticos» y «utopistas» al mismo tiempo. Segundo, porque sostienen un níveo optimismo desde el más burdo pesimismo. Tercero, por lo ya dicho por Ortega, porque desertan de su puesto en la vida y en el mundo, de la circunstancia. Cuarto, porque casi nunca dimiten de sus cargos para embarcarse en la utopía.
Digámoslo así: los «utopistas utópicos» de antaño no estaban en ningún sitio en particular cuando perfilaban el «lugar ninguno» de sus sueños, pero no pocos «utopistas científicos» de hoy en verdad que ocupan muchos puestos y consejos de administración (en el ámbito de la intelectualidad y la academia son abrumadora mayoría, a menudo insensibles y excluyentes hacia los que no comparten su credo; son, por tanto, sectarios), y rugen, se revuelven con furor y se rebelan al menor intento de negarles alguno, o sólo disputárselo, o por pedirles educadamente que dejen sitio a otros (¿será ésta una de las claves de su rebelión?).
Hay también utopistas sinceros y, en consecuencia, auténtica y conmovedoramente ingenuos. Se trata de los más jóvenes, de quienes aspiran a cambiar el mundo antes de conocerlo. Su déficit intelectual es en esta ocasión doble (aunque remitan a la misma cosa): de realidad y de presente. Resultado: sufren sobredosis de pesimismo al anhelar lo imposible, menosprecian los ideales políticos en el marco de la sociedad realmente existente por ser éstos demasiado... palpables, por estar demasiado presentes; de hecho, los dan por descontado (mundo dado y regalado), creen que son gratis, por ser «lo de siempre», y así, en portentosa consecuencia, suspiran por el cambio, por otra cosa, lo que sea, pero que sea más cool, y se ofenden mucho si se les dice que con todo ello se hacen grandes ilusiones. Marquard resume esta situación y esta perplejidad del modo siguiente: «Porque la realidad presente debería ser el cielo en la tierra y no lo es, es reducida a infierno en la tierra, como si no existiese un estado intermedio y no valiera la pena defender su existencia: la tierra en la tierra.»{4}
Pero, ¿qué es lo que existe y tanto disgusta? ¿Qué clase de sociedad es la que se desprecia tanto y contra la que se lanza la lucha postergada, la revolución pendiente? Respuesta: una sociedad que, según el ensueño de la utopía, no cambia porque está en «lugar ninguno». Otra sociedad es posible, se dice (dejan, entonces, de pedir lo imposible, pero eso no importa). He aquí la nueva versión del porvenir de la ilusión recapitulado también por Marquard: «queremos ofrecer, a cambio del levantamiento nunca realizado contra la dictadura, una rebeldía crónica contra la no dictadura del mundo liberal civil-burgués.»{5}
2. El resto del mundo y el Occidente liberal: todos contra uno
Una manera gráfica y trágica de manifestar ese NO al mundo liberal civil-burgués en el momento presente, queda patente en la movilización global que está teniendo lugar en el globo convocada por los movimientos antiglobalización, intensificada especialmente (y paradójicamente –o tal vez no–, y eso sí es algo que importa), tras los atentados terroristas del 11 de septiembre en Estados Unidos. Después de recobrar el aliento y superar el estado de horror, parecía que una línea de esperanza se perfilaba en el horizonte, en la línea del cielo quebrada (¿principio de la compensación, que diría Marquard?). Por fin podía concebirse, no sobre una ilusión utópica sino sobre una presunción realista, factible y viable, una reacción mundial contra el fenómeno del terrorismo y una revitalización de los postulados de la democracia, tan duramente golpeada, otra vez. Sin embargo, la esperanza se ha visto frustrada al poco tiempo. La sombra de la Utopía se ha levantado amenazante y desafiante, de nuevo, beneficiándose esta vez del tenebroso paisaje dejado tras la batalla. La víctima ha pasado a ser tomada por verdugo, y los verdugos por víctimas (una reconversión y una perversión, entre otras aberraciones, ya conocidas e identificadas en la historia de la infamia). ¿Qué tenemos, pues?
Occidente (y lo que simboliza, el mundo liberal civil-burgués) se encuentra actualmente, más que nunca, frente al resto del mundo, lo cual no significa que esté contra el resto del mundo. Acaso ocurra lo contrario, al menos en una parte apreciable del mundo. Desde que se desató la vesania del pasado 11 de septiembre, múltiples incógnitas nos golpean, y urge resolverlas. Una de las más apremiantes es ésta: cómo armonizar el pluralismo formal de la democracia liberal con su supervivencia material. Vivimos un momento de excepción, una guerra mundializada, y precisamos pasar a la normalidad cuanto antes, a un proyecto de paz duradera y estable en un mundo más seguro y más libre, no a la paz perpetua de los cementerios. Ello supone atajar la vesania, mientras reconsideramos nuestros principios éticos y políticos para fortalecerlos y reconstruirlos, porque, qué duda cabe, han sido duramente golpeados.
Las Torres Gemelas de Nueva York eran edificios hermosos y fiables, y los han echado por tierra, convertidos en polvo junto a miles de personas por el único delito de habitar y trabajar en la ciudad más libre y cosmopolita del planeta. Al Pentágono, centro de la defensa de Occidente, le han abierto las tripas, y hoy el mundo vive el momento de mayor inestabilidad e inseguridad de los últimos tiempos. La aviación ha sido el medio de transporte de personas más seguro, hoy se tiene miedo a volar. Hay temor e incertidumbre. Desconcierto y confusión. Por el momento, Hobbes ha triunfado y Locke ha perdido. El mundo ya no va a ser igual desde aquella infausta fecha, pero sería bueno que el esfuerzo de la civilización se concentrara en superar la actual excepcionalidad lo antes posible, lo mejor posible. ¿Con qué fuerzas se cuenta para la tarea? ¿Con quiénes se cuenta?
Occidente no está en conflicto con el resto del mundo. Tampoco hemos llegado al final de la historia, pero desde la caída del muro de Berlín, con el auge de la globalización, el horizonte mundial se ha visto amplificado en lo espacial, pero sintetizado en lo intelectual, reducido, en verdad, a un hecho muy simple, a una circunstancia efectiva: en el ámbito de las ideas y de los hechos, en el contexto teórico y práctico de la era global, no hay más que un modo de vida viable, la democracia liberal (civil-burguesa), y frente a él se alinean todos los demás. Se trata de una constatación fáctica, corroborada por la fuerza de los hechos y por la voluntad de los seres humanos. Dicha circunstancia, empero, se ha vuelto insoportable para algunas conciencias e ideologías tocadas (totalitarias, nacionalistas et alii), puestas en evidencia, desenmascaradas y aun derrotadas en amplios frentes. No resignadas al trance y a su destino, contraatacan, se revuelven, golpean con furia a la menor ocasión, se unen contra el superviviente (ésa es su culpa: ser superviviente) para acabar con él de forma no siempre pacífica y democrática, ocupando las calles, minimizando o desdeñando el dictamen de las urnas (antigualla del mundo civil-burgués){6}. En el momento presente, el conflicto es bastante simple: todos contra uno.
Resulta grotesco que al pensamiento liberal, que sustenta esa democracia y ese modo de vida civil-burgués, se le fustigue a menudo con el ignominioso apodo de «pensamiento único», en un paso más dentro del incansable, renovado pero viejo, afán por borrarlo del mapa, por la fuerza bruta si se puede, y si no, mediante la ofensa y la infamia. Resulta muy chocante la acusación, cuando lo que sobresale hoy, por el contrario, de entre los rescoldos de las viejas ideas y creencias, empinada como una nueva Utopía, es un frente único antiliberal, una congregación de variopintas filiaciones y procedencias reunidas en, y por, un principal objetivo, en realidad, en lo único en que piensan: llevar (a) la ruina a la democracia liberal.
Resulta muy sorprendente, en verdad, ver cómo coinciden en la práctica, en un même combat, partidos políticos de izquierda, de extrema derecha, radicales, nacionalistas, grupos integristas religiosos, organizaciones terroristas, de guerrilleros urbanos y rurales, sindicatos de clase, departamentos universitarios, organizaciones humanitarias y altruistas (ONG, UNESCO), grupúsculos anarquistas y antisistema, asociaciones estudiantiles, feministas, ecologistas, pacifistas, anticapitalistas y antiimperialistas, punkies y okupas, gobiernos «gamberros» o sospechosos de amparar el terrorismo, dictaduras tercermundistas y repúblicas bananeras, poderosos grupos mediáticos, organizaciones de agricultores anticompetencia, indigenistas, alternativos y hippies, el Vaticano, descontentos e infelices enfurecidos, sesentayochistas averiados que siguen exigiendo lo imposible y gritando consignas con más imaginación que poder, y... tutti quanti. Sea excitados por el odio antiamericano o convocados en manifestaciones antiglobalización, o viceversa, en la calle, en los medios de comunicación, en las universidades, en las escuelas, millones de personas se suman hoy, como un solo hombre, a la movilización general contra la «democracia burguesa», el comercio mundial y el capitalismo, contra América. Justo cuando ha sido atacada y ha mostrado su vulnerabilidad. O tal vez precisamente por ello.
Verano de 2001: Estados Unidos es excluido de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU. Del 31 de agosto a 7 de septiembre tiene lugar en Durban (Sudáfrica) la «Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia» en un clima de áspera hostilidad contra los norteamericanos, cuestionándoles su misma presencia en la misma. Génova...
Seattle, Gotemburgo, Praga, Génova, Barcelona: en progresión numérica y colérica, varias ciudades del mundo han sido escenarios de asaltos e invasiones al más puro estilo gótico y renacentista, espoleados por condottieros de la guerrilla urbana, señoras y señores de la guerra, capitaneando masas furibundas que arrasan agencias bancarias, arrancan bancos de jardines, pizzerias y hamburgueserías, tiendas de ropa de marca y comercios con denominación de origen, jardineras, papeleras, contenedores de basura, y otros signos de degeneración capitalista. En las marchas y protestas celebradas en la ciudad de Génova, en el verano de 2001, que acabaron trágicamente, se corearon consignas contra George W. Bush y contra Estados Unidos, tomados como los primeros culpables de los problemas en el mundo, se quemaron banderas de barras y estrellas..., todo ello pocas semanas antes de los ataques terroristas contra Nueva York y Washington cuyos ejecutores y promotores arguyeron parejos lemas. No afirmo que entre unos actos y otros exista un plan de actuación común, pero, como se escucha a menudo a propósito del terrorismo, unos comparten entre sí fines y medios y otros comparten sólo los fines... Eso se dice. Todo ello crea, empero, un mensaje confuso, un aroma amargo de ambigüedad, de complicidad, una oscura simpatía, una sombra de duda, que, de no ser ciertos, urge desmentir, o al menos aclarar.
Los organizadores de los ataques 11 de septiembre, los agentes del terrorismo, no son sujetos melindrosos. Prepararon durante años su acción, sólo esperaban el momento propicio, el más eficaz desde el punto de visto logístico y el más receptivo en el terreno de las emociones y de la propaganda. El terrorismo golpea cuando se siente fuerte y la víctima se encuentra a tiro. Los ejecutantes de los atentados del 11 de septiembre llegaron pilotando aviones comerciales, vinieron del aire, pero no cayeron del cielo. Golpearon el Centro Mundial del Comercio (World Trade Center), la sede central de la Defensa de Occidente y apuntaron a la Casa Blanca, residencia del presidente de Estados Unidos. Tras el primer acto de la tragedia, pocos no condenaron las acciones y menos aún confesaban que en el fondo se alegraban (sólo esos pobres niños palestinos celebrando los hechos, vistos por televisión el día de la vesania, algunos dirigentes tercermundistas), otros decían lamentarlo, si bien decorando su sentimiento de horror con algún «pero» delator.
Yo pregunto: ¿cómo se puede estar medianamente horrorizado? ¿Cómo ha podido tanta gente, en tan poco tiempo, pasar de la condena y la repulsa del terror a avalar y corear las causas aducidas para el horror? ¿O no era una emoción sincera? Y si lo era, ¿cómo han podido cambiar los sentimientos en tan poco tiempo? ¿Cómo han logrado recuperar la compostura con tanta presteza y reiniciar las consignas de fuego y odio contra Estados Unidos, Occidente y el mundo liberal civil-burgués? ¿Es esto el fin del mundo, el fin de la historia o el comienzo de la Utopía?
Notas
{1} Odo Marquard, Filosofía de la compensación. Escritos sobre antropología, Paidós, Barcelona 2001.
{2} Odo Marquard, Apología de lo contingente. Estudios filosóficos, Institució Alfons el Magnànim, Valencia 2000.
{3} José Ortega y Gasset, El tema de nuestro tiempo, Revista de Occidente, Colección El arquero, Madrid 1976, pág. 103. En el apéndice de este libro «El ocaso de las revoluciones», y en el contexto de nuestra discusión, considérese también estos asertos del filósofo español: «La ley buena es buena por sí misma, como pura idea. Por eso, desde hace siglo y medio, la política europea ha sido casi exclusivamente política de ideas. (...) Ahora bien: una idea forjada sin otra intención que la de hacerla perfecta como idea, cualquiera que sea su incongruencia con la realidad, es precisamente lo que llamamos utopía. (...) Tal vez en la ciencia, que es una función contemplativa, tenga el utopismo una misión necesaria y perdurable. Mas la política es realización. ¿Cómo no ha de resultar contradictorio con ella el espíritu utopista?», pág. 129.
{4} Odo Marquard, Filosofía de la compensación. Escritos sobre antropología, op.cit., pág. 105.
{5} Ibid., pág. 106.
{6} Los movimientos antiglobalización, se dice, no son en realidad tales, sino «globalizadores alternativos», y «su vocación es ser mayoría, aunque no se midan en las urnas». Cf. Joaquín Estefanía, Hij@, ¿qué es la globalización? La primera revolución del siglo XXI, Aguilar, Madrid 2002.