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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 2 • abril 2002 • página 15
Libros

El mito de la Cultura,
en su idioma original

Pedro Insua Rodríguez

A propósito de la publicación en alemán de
El mito de la Cultura de Gustavo Bueno

0. El mito de la Cultura, ensayo de una filosofía materialista de la cultura (Prensa Ibérica, Barcelona 1996 en su primera edición) es un ensayo filosófico-materialista en español, y ahora ya se anuncia la presentación de la edición en alemán: Der Mythos der Kultur, en la que el concepto de Cultura que Bueno allí analiza aparece en su versión original, esto es, Kultur, con «K». Aún no conocemos la edición que ha traducido y preparado Nicole Holzenthal para la editorial Peter Lang: nuestra nota quiere ser un comentario al «hecho», ya prácticamente consumado, de la propia publicación de la versión alemana. Entre otras cosas queremos mostrar cómo la traducción de El mito de la Cultura al alemán tiene un doble interés y por tanto seguro tendrá en manos de Nicole Holzenthal un doble mérito: la de hacer sonar el Materialismo filosófico en alemán, y la de verter al «escenario alemán», es decir, al escenario donde se origina el mito de la cultura, el arsenal conceptual, El mito de la Cultura, originado en el «escenario español» desde el cual se analiza tal mito oscurantista, según se concluye en tal análisis.

1. Cuando el 21 de Diciembre de 1995 el profesor Gustavo Bueno Martínez es nombrado Hijo Adoptivo de Oviedo explicaba, en el discurso que pronuncia con este motivo (ver Bueno, Nombramiento de Hijo Adoptivo de Oviedo de Gustavo Bueno, Ayuntamiento de Oviedo 1995), la razón por la cual llega a Oviedo en los años 60, y no es otra que la de repetir el proyecto que Feijoo, primer ensayista que escribe en español, había iniciado con el Teatro Crítico Universal.

Y en efecto, todas las obras de Gustavo Bueno, así como las que, de un modo o de otro, sin ser de su autoría se mueven desde las coordenadas del Materialismo Filosófico, tienen el carácter de ensayo, género literario que viene caracterizando a la estructura discursiva, esencialmente teorética, del saber filosófico moderno (ver G. Bueno, El concepto de «ensayo», en El padre Feijoo y su siglo, Universidad de Oviedo, 1966). Y «moderno» significa aquí concretamente un recorte respecto de la filosofía anterior –griega, latina– instituido por la constitución de los lenguajes nacionales, a partir de la cual ese saber se expresa y se sigue expresando actualmente. Se presenta el ensayo, según este criterio, como estructura literaria en la que, sin perjuicio de su diversidad, la labor filosófica moderna se desenvuelve y resuelve, siendo los lenguajes nacionales, no meros vehículos o instrumentos, sino constituyentes propios de las teorías filosóficas, en los que estas cobran forma (así como otras muchas realidades que no son teorías filosóficas), de la misma manera que el griego o el latín fueron constituyentes propios de las teorías filosóficas en la Antigüedad y en el Medievo respectivamente. Esto da razón de que dichos recortes, aplicados a la Historia de la filosofía, no sean «externos», sino contextuales a las teorías filosóficas mismas –resultará, así, completamente ad hoc hablar de «pos-modernidad», por lo menos en filosofía–. Recortes que no rupturas –más bien podríamos hablar de junturas, por utilizar la expresión platónica–, pues la filosofía griega y latina siguen influyendo en la medida en que se mantienen por escrito, ofreciendo así la «tradición» presente (no como unidad sustancial, desde luego) que realimenta constantemente este saber a través de traducciones e interpretaciones vertidas a los lenguajes nacionales modernos. Estos recortes (cuya exposición desde el punto de vista del Materialismo filosófico encontraríamos en la Introducción a La Metafísica presocrática) suponen, entre otras cosas, una principal posición del Materialismo filosófico frente al Idealismo filosófico: la vinculación entre racionalidad y la actividad operatoria del sujeto corpóreo, con la consecuente desvinculación de la racionalidad de una supuesta actividad de una «mente», «sustancia pensante» o «espíritu puro» que actúe por su cuenta, con su vis representativa exenta, al margen del sujeto corpóreo. Un sujeto corpóreo que opera (opus: obra), que produce cosas (res, realidades) y las dice (logos) con las manos y con el aparato fonador, involucrando es verdad a todo el cuerpo –«pensamos con todo el cuerpo», decía Unamuno–, y no aisladamente sino en cooperación o enfrentamiento con otros sujetos, quedando envueltos por un mismo orden de cosas (cosmos, mundo) que, con sus propias operaciones técnicas y lingüísticas, esos sujetos están introduciendo, manteniendo o rectificando. (Otra cosa es que el «ser», la «realidad», por así decir, de ese mundo construido, se diga «de muchas maneras»). De este modo, a partir de este principio de corporeidad que preside toda actividad racional, la distinción idealista pensamiento/lenguaje queda re-expuesta, triturada, en una misma racionalidad operatoria, en una simultánea actividad lógico-material: el pensamiento, de este modo, no está ni más allá ni más acá del lenguaje, sino que, de ser algo, es un momento operatorio de dicha racionalidad lógico-material. Ahora bien que este principio corpóreo presida toda actividad racional no quiere decir que todos sus resultados (mundo) sean corpóreos.

El Materialismo filosófico adquiere por esta vía (negación enérgica de todo tipo de mentalismo representacionista) un compromiso muy firme, un vínculo digamos «trófico», con la racionalidad lingüística en la que está inmerso: la filosofía como saber racional es estructuralmente indisociable de los lenguajes positivos, y su alimento son los conceptos e ideas que funcionan adecuada o inadecuadamente, a determinada escala histórica, en estos lenguajes. Este saber consiste, en entender y deliberar, y este era el proyecto de Feijoo, acerca de las cuestiones más variadas y heterogéneas que, con más o menos intensidad, urgen a los sujetos que se desenvuelven en determinada comunidad de hablantes a tomar posiciones sobre ellas, en la medida en que dichas cuestiones forman parte de esa «conciencia lingüística común» que conforma, a su vez, a los sujetos de la propia comunidad.

Un saber cuya labor sustantiva (tesis recordemos defendida por Gustavo Bueno en El papel de la filosofía en el conjunto del saber, frente a la tesis analítica de la disolución adjetiva de la filosofía) opera de un modo transversal a otros saberes ya funcionando (técnicas, ciencias, religión, política...), tematizando las inconmensurabilidades y límites situados entre esos saberes, así como las realidades que estos saberes instituyen, señalando y definiendo las inconsistencias producidas a consecuencia de medir unos a partir de otros. La exploración teórica de estas cuestiones es irreductible a otras disciplinas y tiene como género literario característico en la modernidad al ensayo.

Cuestiones, por tanto, comunes, como la ciencia, los dioses, la libertad..., incluso «El no sé qué» (tratado por Feijoo), tejen y estructuran con desigual presencia, el «escenario» de la sociedad española (la «sociedad» que habla español) así como también otros «escenarios», correspondientes a otros lenguajes positivos (pretéritos o presentes), que mantienen continuas relaciones (traducciones) con el escenario español y que vienen a converger (convergencia no necesariamente armónica) en el «teatro universal», «gran teatro del mundo» contemporáneo.

2. El mito de la cultura es, pues, un ensayo de filosofía materialista en español, y ahora ya también en alemán, sobre una cuestión común, una cuestión común en realidad ineludible. Y es que no deja de ser sorprendente, si comparamos este ensayo con otros del autor, que haya alcanzado la quinta edición en poco menos de un año. Un «éxito», un «triunfo» editorial del que ha derivado un gran número de reseñas y comentarios recibidos desde ámbitos no universitarios, de amplia difusión. Esta amplia «proyección no universitaria» en un libro cuya lógica discursiva es tan abstracta sí sorprende, pero sin embargo, desde esa misma lógica discursiva, creemos, se rompe la sorpresa, tornándose el «éxito» en una prueba más de la argumentación, del «teorema filosófico» como se le ha llamado (v. David Alvargonzález, La Nueva España, Gijón, 14 febrero 1997, pág. 9). Porque, ¿acaso no pueda estar la «clave del éxito» en la aparición del término «cultura» en el propio título, y además como genitivo de otro término actualmente no menos «sugerente»: mito?, ¿acaso no se ha reseñado o comentado el libro, en la mayoría de los casos, en el apartado de periódicos o revistas cuyos contenidos aparecen bajo la rúbrica Cultura?

Pues bien, la cuestión que aquí aborda Gustavo Bueno es la de entender las razones por las cuales se le dota al concepto de Cultura precisamente de tal prestigio y capacidad: en efecto, ¿de qué supuesta capacidad organizativa está dotado este concepto como para envolver bajo su dominio de modo indiferenciado al libro de El mito de la Cultura, a una escultura de Medina Azahara, al premio Pritzker de Arquitectura (ver ABC, Lunes, 14 abril 1997, págs. 41-42), &c., &c.?

Por otra parte, qué se quiere decir cuando se dice que ese Mundo de la Cultura, al que al parecer pertenece El mito de la Cultura, se «conmociona» al arder el Liceo de Barcelona o al morir Octavio Paz? Y ¿qué consistencia y capacidad de justificación tiene el rótulo de «pertenencia a la Cultura», cuando con él se tratan de justificar, por ejemplo, obras como los «cuadros blancos» de Ryman «expuestos» en el Museo Guggenheim de Bilbao, y tantas y tantas producciones a las que se atribuye esta pertenencia y por ella se justifica su «consumo» o conservación? Pero ¿qué aureola misteriosa envuelve a este sintagma como para recoger bajo sí tantos contenidos y tan dispares a los que se quedan sujetos –«presos», «encadenados», dirá Bueno– millones de ciudadanos, y a los que se dedica parte importante de los presupuestos de tantos Estados, y a veces hasta ministerios, porque según ordenan sus constituciones, todos los ciudadanos tienen «derecho» a su acceso, uso y disfrute? Pero, ¿a qué cultura?; porque, así como el uso de este concepto llama la atención por su presunta capacidad de unión de tan heterogéneos contenidos (las ciencias, las artes, las religiones...), llama tanto o más la atención por lo que en su nombre, también se pretende separar: la lucha indigenista, los nacionalismos, los gobiernos «autonómicos» apelan, como arma política, al concepto de «identidad cultural» para justificar su lucha y reivindicaciones frente a los Estados «opresores» que, al parecer, enmascaran y reprimen la «libre expresión» de sus «señas de identidad culturales» irreductibles. Pero, ¿qué pasa aquí?

3. Bueno parte del acompañamiento «directamente proporcional» entre el aumento del prestigio de la idea de Cultura, y la oscuridad y confusión en su uso. La tesis central defendida en El mito de la Cultura, que da razón de esta proporción, viene a ser la siguiente: la omnipresencia «desquiciada» del concepto de Cultura, así sustantiva, en los ámbitos más variados del «teatro universal» envolviendo contenidos tan heterogéneos, es nueva, «moderna» (en el sentido que antes dijimos). Y esta novedad radica en que la idea de Cultura se presenta no de un modo neutral, como hemos apuntado, sino que su presencia se configura como idea-fuerza, como idea que cumple funciones prácticas (dignificadoras, justificadoras, salvíficas) de un espesor ideológico muy profundo, de tal modo que los contenidos tan variados que con esta idea se quieren circunscribir, toman por ello, al margen de lo que estos contenidos signifiquen y valgan, dignidad suficiente como para reclamar su conservación. Tan profundo es el espesor ideológico que adquiere, que desde el Materialismo filosófico se puede reconocer en él la estructura de un mito oscurantista.

Este «mito oscurantista» tiene su origen en la versión nueva que la filosofía alemana, a partir de la Reforma protestante, ha elaborado de la idea escolástica, igualmente mítica, del Reino de la Gracia –del mismo modo que la idea de Progreso nace en la modernidad como la secularización, a través de la filosofía francesa e inglesa en este caso, de la idea teológica de Providencia (ver J. Bury, La idea del Progreso)–. La idea de Cultura nace, pues, como idea metafísica, hipostasiada, cumpliendo funciones homólogas a las del Reino de la Gracia, aunque el término sea análogo al término antiguo, de uso adjetivo, de cultura (cultura animi) –que en la actualidad se mantiene, según afirma Bueno, en el concepto de aprendizaje usado por psicólogos y etólogos, aunque suele ser reabsorbido, reexpuesto desde el nuevo uso sustantivo de Cultura–. La Cultura en su uso sustantivo está cumpliendo, pues, las funciones prácticas-ideológicas del latino Reino de la Gracia, con una «fisiología» semejante, aunque el «organismo» social sea diferente: Estados nacionales modernos frente al Feudalismo. Es más son estas funciones ideológicas las que «crean el órgano», es decir, que estas funciones no son el resultado de la aplicación de la idea ya formada, sino que son más bien funciones constituyentes de la nueva idea metafísica. La organización de los contenidos en torno a esa idea, de la mano de esas funciones prácticas (que se definen en varios frentes) termina de realizarse cuando la idea de Cultura se enfrenta en bloque a la idea de Naturaleza, asimismo metafísica a través de este enfrentamiento, y ello ocurre con el Idealismo alemán desde Herder. Desde Alemania se extiende a otros países no germanos, y, aunque con desigual fortuna, pasa a ser una de las ideas imperantes actualmente.

4. Se dirá, quizás, que la cuestión, así planteada, ya forma parte de la argumentación, que ya se «prejuzga» un uso abusivo de la idea de Cultura. Pues sí, el planteamiento forma, desde luego, parte de la argumentación «pues es imposible desatar un nudo si no se sabe la manera de hacerlo», que decía Aristóteles, pero eso no implica que esté exento de prueba, que sea un «prejuicio». Precisamente Bueno explica con maestría cómo se ha elaborado el nudo, cómo se ha elaborado el mito oscurantista, hacia el que dirige el arsenal conceptual del Materialismo filosófico. Otra cosa es que con el análisis se deshaga el nudo, que el mito oscurantista se disuelva. Además, ¿qué mayor prueba de ese uso abusivo que, sin comerlo ni beberlo, se integre a El mito de la Cultura en el «Mundo de la Cultura»?, ¿acaso no es este el «prejuicio»?

Ya Ortega había detectado esa «beatería de la cultura en general», como la llama. Precisamente en el Prólogo para alemanes, de El tema de nuestro tiempo, Ortega glosa esas palabras sacadas de El espíritu de la letra, en donde, además, ya relaciona el concepto con funciones soteriológicas: «Y es curioso notar que, dondequiera, se presenta la beatería con idénticos síntomas: tendencia al deliquio y al aspaviento, postura de ojos en blanco, gesto de desolación irremediable ante el escéptico infiel, privado de la gracia suficiente» (El tema de nuestro tiempo, pág. 24., Alianza, Madrid 1987). Ortega insta a la rectificación del concepto alemán de cultura. No vamos aquí a discutir su alternativa, pero su propuesta, la «circunstancia» racio-vitalista, aparte de moverse en la misma "honda" germánica, no deja de mantener funciones salvíficas («si no la salvo a ella, no me salvo yo»).

En todo caso, al margen de que pueda o no ser Ortega un precedente en cuanto a la detección de estas funciones prácticas en la idea de Cultura, El mito de la Cultura no es una ocurrencia de última hora de Gustavo Bueno (en rigor no es una ocurrencia de ningún tipo). Ya en un artículo publicado en 1953 (Bueno, Para la construcción de la idea de persona, Revista de Filosofía del Instituto de «Luis Vives», nº 47 [oct-dic. 1953]) apunta la posibilidad de entender a la Cultura como la herencia de la Gracia escolástica. Pero la «exploración del mundo conceptual», llevada a cabo por el Materialismo filosófico, cobra su espesor teórico entre los años 65-95. Lo que queremos decir es que en la propia formulación de la cuestión median, internamente al discurso, alternativas teóricas que en los años 50 no estaban elaboradas o suficientemente desarrolladas y difícilmente podría plantearse la cuestión pormenorizadamente (tampoco era ese el propósito del artículo citado). Característica de El mito de la Cultura es esta complejidad dialéctica en que se engranan diversas teorías que van dando profundidad filosófica a la cuestión: Teoría del Cierre Categorial, Teoría de las tres capas de la sociedad política, Doctrina de los tres géneros de materialidad..., que fueron discutidas y propuestas en otros lugares, son exprimidas, desarrolladas, nuevamente discutidas al compararlas con otras teorías, Sociobiología, Determinismo cultural, Materialismo histórico, Teoría de las cinco edades de Fichte, teoría molinista de la «ciencia media»..., según la cuestión lo va requiriendo. Y es este espesor teórico el que decimos que, elaborado en los años 65-95, confluye en la cuestión de "el mito oscurantista de la Cultura" tal como finalmente lo entiende el Materialismo filosófico.{1} Una deliberación y discusión, por tanto, elaborada con la generosidad que se caracterizan los libros de Gustavo Bueno, en los que ofrece alternativas con las que discutir no de un modo retórico, sino por la necesidad dialéctica de mantener la beligerancia de dichas alternativas, sólo a través de las cuales se podrá ofrecer la más razonada.

En todo caso la función del análisis, según Bueno reconoce, no es la de redimirnos de semejante «aborto» conceptual y mucho menos eliminarlo, pero tampoco la del mero gusto sofístico de disputar: «No hemos pretendido, sin embargo, por nuestra parte, dinamitar esta "masa viscosa" que sirve de pedestal para servicios tan diversos; no pretendemos pulverizarla, disolverla o aniquilarla en todas sus partes. Tratamos de descomponerla o resolverla en sus elementos, unos auténticos, otros aparentes, restituir cada uno de estos elementos a sus quicios propios», dice Bueno, siguiendo el lema espinosiano («ni reír, ni llorar...»). Y es ateniéndose a la escala del sujeto corpóreo y la realidad de las obras que con sus operaciones instituye, como Bueno restituye la realidad de la cultura –o por lo menos aspectos suyos–, es ateniéndose a esa escala como el Materialismo filosófico la devuelve a sus quicios con el concepto de sistema morfodinámico, a partir de la «definición» genérica de Tylor (el «todo complejo»).

Y es que el bloqueo que supone el determinismo luterano de cara a la vinculación entre racionalidad y corporeidad del sujeto –pero paradójicamente por vincularlas, solo que considerando al cuerpo como una entidad esencialmente pecaminosa, concupiscible, que adultera todo lo que toca– produce un contexto muy propicio para que la Cultura se oponga en bloque a la Naturaleza (corporeidad) y sea entendida al margen de la racionalidad (ligada al cuerpo). Es así el contexto propicio para suponer que la Cultura, como entidad sustantiva heredera de la Gracia, adviene como salvación, como redención, a través de la sola fides, de la sola fe en ella.

El mito de la Cultura es en definitiva una Antropología filosófica materialista en español, porque es en español –aunque no sólo, desde luego: La Ideología alemana está escrita en alemán– como se ha organizado durante siglos la resistencia racionalista a la Teología protestante que es, en suma, el caldo de cultivo del uso desquiciado de la idea de Cultura –esa Kultura con «K» amenazante, de la que ya nos advertía Unamuno–, caldo de cultivo del mito oscurantista de la Cultura.

Una Antropología filosófica materialista, en fin, desarrollada en la España que se reúne en las Casas de Cultura, en la Ópera (el templo de la Cultura), en el Estadio de fútbol (que también es Cultura), subvencionados por el Ministerio de Cultura; en la España «diversa y plural» que se separa en Comunidades autónomas; en la España que se reúne en la Casa de Cultura para planear el separatismo del «tiro en la nuca».

¿Cómo sonará en Alemania, Austria, y en alemán? Pues gracias a la traducción de Nicole Holzenthal ya pronto lo sabremos.

Notas

{1} Apunte bibliográfico: remitimos aquí al lector a dos artículos publicados antes de El mito de la Cultura en que Gustavo Bueno tematiza de modo exclusivo esta cuestión aún sin entenderla como mito oscurantista (aunque, desde luego, ya se «apunta a maneras»): Cultura, El Basilisco nº 1, 1978 (Primera Época), págs. 64-67; y El Reino de la Naturaleza y el Reino de la Gracia, El Basilisco nº 7, 1991 (Segunda Época), págs. 53-56. Asimismo remitimos a la conclusión del segundo ensayo de Ensayos materialistas (Taurus, Madrid 1972) en que se trata la relación entre la distinción Naturaleza/Cultura y la Doctrina de los Tres Géneros de Materialidad que dicho ensayo elabora. La cuestión está muy presente también en el Ensayo sobre las categorías de la economía política (La gaya ciencia, Barcelona 1972), en el concepto de «inversión teológica», &c. Otras referencias ya se encuentran en El mito de la Cultura.

 

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