Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 2 • abril 2002 • página 7
Sobre la relevancia que debiera ocupar la política en la vida de las personas
1. En un artículo publicado recientemente en una revista nacional,{1} titulado Elegir la política (o Elogio de la política, según se repare en el título que aparece en el interior o en la portada), Fernando Savater se extiende en una encendida alabanza de la política. Sobre el valor y alcance de su libre arbitrio no plantearé una disputa frontal, pues tomo como cosa cierta que en materia de gustos no caben serias disputas y que es prudente y discreto el contenerse o frenarse a la hora de pedir explicaciones a quien platica acerca de asuntos de su particular elección. Savater elige la política, y como de seres elegantes e inteligentes es saber elegir, no soy yo quién para afearle la decisión, ni mucho menos para elegir por él. Ahora bien, sí me permitiré tomar su argumento principal como punto de partida (o justo pre-texto) al objeto de reflexionar sobre la relevancia y la excelencia de la política en la vida de los individuos, sobre la virtud y las virtudes de lo político, para poder así exponer el mío, que ya lo anuncio, será mucho más contenido y menos entusiasta que aquél, más escéptico, en suma.
Como Savater, soy del parecer de que la política «no siempre es ni mucho menos buena», entre otras razones porque los riesgos y peligros de categorizarla (o beatificarla) desde el ámbito de la ética han sido más que probados. Asimismo, estoy de acuerdo en que no es esencialmente «mala», es decir, que resulta inconveniente su «minimización o desprestigio». Diré, con todo, de acuerdo ahora con Ortega, que en verdad la política es «cosa terrible, pero inexorable e inexcusable».{2} Y añado yo: bien está que no se la rehuya, pero de su maximización o exaltación hay que guardarse a su vez. Confiar (y confiarse) en exceso en la política (o vita activa), entusiasmarse con las potencialidades y virtualidades que brinda, tomarla como tabla de salvación en este tiempo presente (quiero creer que todavía moderno) de racionalización y desencantamiento (Max Weber), son profusiones que con suma facilidad pueden tornarse ejercicios de superstición, como ya nos advirtió el sagaz y bienhumorado Shaftesbury: «Es tan necesario dar salida a esta enfermedad del entusiasmo que, incluso el filósofo que dirigió toda la fuerza de su filosofía contra la superstición, parece dejarle espacio a la fantasía visionaria y tolera indirectamente el entusiasmo.»{3}
Son muchos los síntomas y las señales que informan de la renovación de este arrebatado sentimiento, sin ir más lejos, los que publicitan hoy los denominados «republicanos», o «neo-republicanos», y que les lleva a calificarse a sí mismos de virtuosos (diría de aquéllos lo que Nietzsche de otros miembros de secta, los que ensalzan las virtudes de la modestia y de la pobreza mientras dicen aspirar nada menos que a ganar el Cielo: «son tan conmovedoramente humildes también en esto...»). Semejante exhibición de probidad no sabría decir exactamente a qué tipo de desorden responde, si amoroso o psicológico, pero nadie negará que es una manera silvestre, y poco igualitarista, de diferenciarse de aquellos que no comparten su ideario (deduzco que porque son viciosos). Pero su mayor mérito se descubre en el momento de santificar el principio de la participación política hasta erigirlo en el summum bonum del civismo y de la corrección política (¿quién se atrevería a menospreciarla?). Pues, por encima de todo, ¿qué sería una república para un «republicano»? Responden R. N. Bellah y P. E. Hammond: «es una comunidad política activa de ciudadanos participantes que deben tener un propósito y un conjunto de valores.»{4} ¿Es esto todo?
2. Es altamente significativo que el discurso «republicano» (antes conocido también como «socialdemócrata», «socialista», o no sé cuántas cosas más) insista sobremanera en las bondades de la participación política, y al hacerlo, más que apoyarse en la vocación solidaria y voluntaria de la población, recalque la función coercitiva de la ley y el impulso de las instituciones a la hora de fijar al ciudadano en sus obligaciones cívicas, y de hacerle entrar en razón, si por un casual las olvidase o rehuyese. Esta forma de actuación presenta severas dudas y algunas aporías. Si, en efecto, la participación ciudadana en los asuntos públicos representa un valor superior frente a la apatía y la pasividad, la denominada anomia social, entonces ¿por qué no emerge natural y espontáneamente en la conciencia y el ser de los individuos? Y si es el caso, si el instinto de cooperación es manifiesto, ¿por qué no se considera suficiente su despliegue entre los convencidos y se insta o presiona además a los menos animosos por medio de la persuasión, la coacción y la ley?
No discutiré ahora la presumida superioridad moral del activismo y de la movilización,{5} ni si el altruismo, y no el egoísmo, es el fundamento principal de nuestra conducta. Me interesa, en cambio, reparar en los motivos y las consecuencias de la filosofía de imposición practicada como política y pedagogía de la participación. Porque, si no está evidenciada dicha superioridad, la actitud más correcta ante lo incierto invitaría a la tolerancia, o sea, a permitir que se manifiesten libremente las diferentes opciones y sea la experiencia la que juzgue sobre su bondad y conveniencia, lo cual favorecería, por otra parte, las posteriores elecciones. Y si lo está, parece innecesaria la imposición y la coerción, porque si lo bueno obliga, como ocurre con la nobleza, obliga al interesado, no al desinteresado, en el disfrute de la bondad. Lo bueno y noble si se exporta al que poco le importa, poco obtiene de ambas cosas, y mucho, en cambio, pierde en libertad.{6}
3. No cabe duda de que la participación política es especialmente positiva para quienes participan, pero principalmente para quienes quieren participar, para quienes lo hacen desde la voluntad y no desde la coacción. Basar la colaboración ciudadana en la presión y la fuerza conduce a una perversión de la actividad política difícilmente compatible con las maneras de la democracia moderna, en la que el obrar ciudadano no puede traducirse en democracia movilizada. La participación política puede perfectamente asumirse como un elemento definidor de la política, pero no definitivo ni concluyente.
Contra esta visión ordinaria de la participación política se dirige la muy interesante crítica elaborada por Jon Elster, en especial, a la que encuadra justamente dentro de la sección de «teorías políticas contraproducentes» en su magnífico ensayo Uvas amargas. Según sostiene su argumento, la participación política es buena cuando se ve acompañada de un adecuado diseño institucional; es entonces cuando conlleva utilidad y apreciable beneficio. Pero, añade: «Lo que objeto es la idea de que tales beneficios puedan ser fundamentales o que incluso sean lo único interesante del sistema. Esto supondría convertir en el principal propósito de la teoría algo que sólo puede ser un subproducto.»{7}
Son condiciones necesarias para hablar provechosamente de participación política que la actividad sea primariamente voluntaria y que no se atenga al estrecho margen de la acción narcisista, quiero decir, que no aspire como fin prioritario a la propia satisfacción. Tales restricciones no serían suficientes, aunque sí completamente necesarias en el sentido democrático de la participación, en un marco cívico formado por personas libres, racionales y adultas. El sentido dogmático de la participación se orienta, por el contrario, a la posibilidad cabal de tener éxito en la empresa que se promociona, pero, sobre todo (no importa que aquél no se produzca), a propiciar la «concienciación», que supuestamente vendría dada en las personas en el acto de la participación, y la madurez política, que vendría por añadidura (¿la virtud?). Las razones son débiles, y en conjunto no van más allá de componer un programa de actuación muy abstracto y sumamente inconsistente, porque es cierto que algunas personas cambian por efecto de la participación, pero ello no significa que sea siempre para bien: muchos cambian a peor.
La calidad de la participación depende de su contenido y resultado. Podemos hallar individuos que adquieren madurez y mérito políticos como resultado de su actuación política, pero no por ser pretendidas ni proyectadas de antemano. En un contexto de participación genuina, es decir, voluntaria, tales objetivos se alcanzan a menudo en el sentido de subproducto, por casualidad, no por petición expresa, ni como una recompensa que se cobra, ni para agradarse o satisfacerse, ni para cumplir una promesa, ni por penitencia. Si esta observación es válida para la acción voluntaria, mucho más lo será para la voluntarista. Una acción que se diga altruista no puede tener como fin la propia satisfacción ni el propio beneficio sin vulnerar las leyes de la lógica, y, hasta diría, la entraña de la moralidad. No sería acción racional ni decente.
Si en una actuación de voluntariado social, por ejemplo, motivaciones o intereses espurios solapan los directamente relacionados con el objetivo de la ayuda, entonces se desvirtúa gravemente el sentido de la participación, que pasa a ser otra cosa, a la que habrá que poner un nombre más preciso (por no decir la acción de voluntariado social que encubre una pretensión directamente política). Elster hace bien en recordar también, en el libro referido, que notables pensadores morales y políticos comprometidos con la filosofía liberal, como Tocqueville y John Stuart Mill, defendieron la institución del jurado popular porque favorecía, desde un criterio utilitarista, la formación cívica de los ciudadanos y la sensibilización hacia los asuntos públicos, así como otras ventajas inherentes o «colaterales», como así las denomina. Pero aún hace mejor en puntualizar que todo ello puede ir en perjuicio de la justicia y la eficiencia del sistema, y de las personas particulares, por ejemplo, las que se sientan en el banquillo de los acusados y van a ser juzgados o los propios jurados movilizados a la fuerza y bajo amenaza de sanción, como ocurre en el ordenamiento español.{8}
El problema reside en ordenar racionalmente la secuencia y prioridad de las preferencias y, en su aplicación práctica, en primar las presumibles virtudes cívicas y la educación ciudadana o la optimización de las funciones institucionales. El artificio del jurado popular, como ejemplo de participación ciudadana, se vería muy deteriorado, en cuanto a su cometido fundamental de hacer justicia, si fuera justificado más por los primeros motivos que por los segundos, y el miembro del jurado ejerciera sus funciones de juzgador estimulado por la satisfacción de cumplir un deber cívico, de hacer justicia..., por no decir que amenazado por la ley, si las abandona o desoye.
Una siniestra alianza de determinismo social, autoritarismo político, despotismo ilustrado, agresividad psicológica y resentimiento moral parece haberse consumado alrededor del ideal participacionista bajo la coartada de hacer de los hombres auténticos ciudadanos, y además felices de serlo. Mas, no debe olvidarse que la democracia significa dar voz a todos los ciudadanos, no desear que hablen al mismo tiempo, y de todo. Hay democracia cuando se permite la movilidad social, no cuando se llama a la movilización general, todos a la vez y en la misma dirección. No hay justicia en el repartir indiscriminadamente, sino en el poder recibir sin ser discriminado. Hay espíritu de libertad en el propósito de extender la igualdad entre los individuos, no en querer igualarlos.
En fin, como argumenta John Rawls en su Teoría de la justicia, bajo ningún concepto debe confundirse justicia para todos y justicia porque todos. No es más justo maximizar en la sociedad todos los recursos (tarea imposible) ni todos los intereses (egoísmo colectivo) que vigilar para que la maximización de recursos y la libre expresión de los intereses de los ciudadanos no dañen precisamente a aquellos que disfrutan de menos fortuna o cuyos intereses se hallen menos favorecidos. Es más, la justicia como imparcialidad o equidad no opera desde la consideración fáctica de la actuación de todos los individuos, sino desde la proposición contrafáctica de imaginar la acción de individuos representativos de la sociedad, tenidos en cuenta como individuos racionales y libres que se proponen establecer un proyecto de asociación y cooperación. Los mismos principios de la justicia se diseñan no por aplicación a todos, sino que se consideran y evalúan como si fueran conocidos por todos (principio de publicidad) y con un criterio corrector de desigualdades y compensador de desventajas (principio de la diferencia).
La aplicación de estos argumentos sobre la caracterización de la justicia al tema de la participación política es evidente. Rawls no cree que exista una obligación política para los ciudadanos en general. Más bien el principio de participación obliga (especialmente y en su significación más precisa) a los que ostentan autoridad política y poder políticos, es decir, a los representantes, a ser responsables para con los ciudadanos representados y a actuar de acuerdo con los principios de la justicia. En otras palabras: el principio de participación se cumple al considerar a todos los individuos según el mismo estatuto de ciudadanía, como ciudadanos iguales, pero las instituciones, aunque velan por el cumplimiento de los derechos, no definen por ello un ideal de ciudadanía ni imponen «un deber que exija a todos tomar parte activa en los sucesos políticos.»{9} Lo verdaderamente esencial es que las instituciones garanticen en todo momento el derecho a participar, y que esos derechos sean los mismos para todos. En una democracia moderna representativa, en una sociedad bien ordenada, sólo un pequeño número de ciudadanos puede dedicarse a tiempo completo, en exclusividad, a la política: «Hay muchas otras ocupaciones.»{10}
Lo diré yo de otra forma: el hombre es un animal político, pero no es bueno que lo sea demasiado. No podemos vivir sin política, mas, como afirmaba Ortega y Gasset: «cuando la política se entroniza en la conciencia y preside toda nuestra vida mental se convierte en un morbo gravísimo.»{11} Entonces, el morbo por la democracia acaso conduzca a una «democracia morbosa» o a una «democracia exaltada».{12}
Notas
{1} Letras libres, febrero 2002, Año I, número 5.
{2} J. Ortega y Gasset, El hombre y la gente, Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid 1996 (sexta edición), pág. 218.
{3} Shaftesbury, Carta sobre el entusiasmo, Crítica, Barcelona 1997, pág. 133.
{4} R. N. Bellah y P. E. Hammond, Varieties of Civil Religion, Harper & Row, San Francisco 1980, pág. 12.
{5} Con todo, sí diré ahora que comparto plenamente esta limpia meditación, sobre una de las vertientes del fenómeno que aquí analizo, de Jon Juaristi, y que puede leerse justamente en el mismo número de la revista citada en la nota primera: «Una comunidad nacionalista no es una comunidad tradicional, orgánica, sino un sector de la población movilizado contra el Estado. Su identidad se extrae de la movilización misma y no de factor alguno preexistente de tipo etnocultural, lingüístico o religioso.» («Identidad política y política de identidades», pág. 41. La cursiva es mía).
{6} Que el discurso participacionista puede llegar a ocultar una inconfesable hostilidad hacia el modelo moderno de democracia representativa, hasta hacerlo peligrar, es presunción tan fundada como alarmante. Algunos dirigentes o caudillos políticos, sin embargo, lo confiesan sin rebozo, como hizo el venezolano Hugo Chávez en la III Cumbre de las Américas celebrada en Quebec recientemente al afirmar que la «democracia participativa» que rige en su país es más auténtica que la representativa.
{7} J. Elster, Uvas amargas. Sobre la subversión de la realidad, Península, Barcelona 1988, págs. 134-135. Sobre los límites de la política participativa («patologías de la deliberación») puede verse también: J. Elster (compilador), La democracia deliberativa, Gedisa, Barcelona 2001.
{8} Sobre las graves deficiencias y limitaciones de la aplicación (o restauración) de la institución del Jurado Popular en España ya tuve ocasión de pronunciarme en un trabajo anterior: Voluntad y obligación de juzgar: ética y política del jurado, en Claves de razón práctica, nº 77 (noviembre 1997)
{9} J. Rawls, Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México 1978, pág. 262.
{10} Ídem.
{11} J. Ortega y Gasset, «Verdad y perspectiva» (1916), en El Espectador (Antología), Alianza, Madrid, pág. 12.
{12} Véase «Democracia morbosa», en Ibid.