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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 2 • abril 2002 • página 4
Guía de Perplejos

Del Amor indice de la polémica

Alfonso Fernández Tresguerres

Ortega distinguía el amor de los amores.
El autor cree preferibles los segundos al primero.

Decía Ortega y Gasset que el enamoramiento es una especie de imbecilidad transitoria. A mí, tratándose de asunto tan escurridizo como es éste del amor, la definición me parece tan buena como cualquier otra y mejor que muchas. Mejor, por ejemplo, que esa cursi teoría de la media naranja que Platón, en el Banquete, pone en boca de Aristófanes; porque con demasiada frecuencia uno advierte que la persona amada es cualquier cosa menos esa otra mitad nuestra con la cual anhelamos unirnos; y, sin embargo, no hay escape posible una vez que el proceso se ha puesto en marcha. Amar o dejar de amar no son fenómenos de la voluntad ni del reconocimiento: uno no se enamora de otro por el mero hecho de proponérselo, tras advertir en él cualidades deseables o compatibles con las propias, ni tampoco cabe dejar de amar mediante un análogo esfuerzo. Una vez que el veneno corre por las venas no hay antídoto posible: sólo queda esperar a que remitan los síntomas.

Objeciones similares podrían hacerse a la teoría de la cristalización de Sthendal, para quien el enamoramiento sería un fenómeno proyectivo: uno se enamora cuando proyecta en otra persona determinadas perfecciones y la adorna con ellas, hasta el día fatal en que descubre que ese ser no existe en realidad, que es un mero producto de su imaginación, que lo que amaba era, en suma, un simple fantasma. De creer a Sthendal hay que suponer que el enamorado vive, mientras ama, sumido en un estado de engaño tan inconsciente como dulce. Pero es lo cierto que a veces se ama sabiendo que no debería amarse, que el objeto de nuestro amor no es en absoluto amable, y, pese a todo, no hay remedio. Los amores de Swann, narrados por Proust en el primer volumen de A la recherche du temps perdu, constituyen, a este respecto, un buen ejemplo de anticristalización: Swann no vive en absoluto engañado respecto a Odette: es plenamente consciente de sus mentiras, de su vulgaridad, de su mezquindad; consciente incluso de que ni siquiera es su tipo de mujer, pero no puede evitar amarla... ni casarse con ella.

¿Y qué decir de Espinosa? He aquí su explicación: «El amor –leemos en la Etica– es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior». ¿Una alegría? Yo no sé si esto puede ser cierto cuando hablamos del amor entendido como filia (cariño, amistad) o incluso como ágape (caridad, amor al prójimo), pero que el amor del que ahora nos ocupamos, el amor como eros, sea siempre un estado de alegría unido al conocimiento de la causa externa (la persona) que nos la provoca, es hablar por hablar: la alegría conlleva (si no me equivoco) estados de ánimo de serenidad o sosiego, pero el amor es esencialmente intranquilidad y desasosiego, al menos hasta que el amor eros deviene filia, cariño, momento en el que se comienza a compartir la cama como se comparte la mesa. Y obsérvese que éste es uno de los desenlaces posibles del amor. El otro es el olvido. Entre ambos no hay alternativa, porque el desasosiego y la intranquilidad inherentes al enamoramiento mismo suponen un estado de activación tal que resultaría sencillamente insoportable mantener durante mucho tiempo, así que una de dos: o el amor se transforma en otra cosa o desaparece. No, definitivamente no cabe estar de acuerdo con Espinosa: muy a menudo el amor es tan alegre como una gripe; algo a lo que, por cierto, se parece bastante: en ambos casos hay un periodo de incubación, de fiebre y de remisión de los síntomas; y, como en la gripe, tampoco uno queda inmunizado para siempre, porque la próxima vez el virus será distinto.

De manera que lo del estado de imbecilidad transitorio no me parece mala sugerencia. Un especie de imbecilidad transitoria, dicho sea entre paréntesis, que es el precio que tenemos que pagar a cambio de las ventajas adaptativas que trae aparejadas para la especie la reproducción sexual. Definir el enamoramiento como una imbecilidad pasajera es, seguramente, una definición operatoria. Se define el enamoramiento por lo que el enamorado hace, a saber: el imbécil. Y ciertamente, sólo un estúpido sería capaz de empobrecer su vida mental, de reducir su campo perceptivo y motivacional hasta el extremo de concentrarse maniáticamente en un solo objeto, al punto de que todo lo demás pasa a un segundo plano o simplemente desaparece. El enamorado es un maniático, y como el maniático, el loco o el imbécil, razona conforme a una lógica propia; una lógica en la que los principios elementales de identidad, no-contradicción y tercero excluso con frecuencia se hallan ausentes; y así, el enamorado cree lo increíble, espera contra toda esperanza, considera probable lo imposible e imposible lo evidente. Y por fin, cuando un día las cosas vuelven a su sitio, cuando remiten los síntomas y desaparece la fiebre, le cuesta entender lo que ha ocurrido, y a veces da en pensar que lo que ha ocurrido es sencillamente que él mismo ha sido una prueba tangible del efecto Barnum, según el cual cada minuto que pasa nace un tonto, es decir, que el incremento de tontos en la población mundial tiene lugar a razón de uno por minuto; y una prueba también de la que podríamos considerar una variante del mismo efecto, una variante que establece que un tonto por tonto que sea siempre encuentra otro más tonto que él y que, además, lo admira, y que, a lo mejor, hasta se enamora de él. No andaba muy descaminado Kierkegaard cuando afirmaba que «todos los amantes son igualmente ridículos».

Yo no sé si todo esto tiene mucho que ver conmigo, porque, de natural, soy poco enamoradizo: tal vez me gusten demasiado las mujeres. Al día de hoy han sido contadas las ocasiones en las que me he visto sumido en tal estado (aunque no por ello he sido menos estúpido en múltiples ocasiones y por múltiples motivos); y si me he enamorado poco, aún desearía haberlo hecho menos: cuando se está enamorado se pierde demasiado tiempo, y, además, yo poseo la sorprendente habilidad de dar siempre con la persona equivocada (en una ocasión, tan equivocada que ni siquiera me creyó), y saber que a ellas les ha sucedido lo mismo, ni es un gran consuelo ni una compensación apreciable. Puesto a elegir, prefiero los amores al amor (la distinción es de Ortega). Los amores, esas cosas que pasan con las mujeres (al menos en mi caso), son más divertidos, te llevan menos tiempo y te vuelven menos tonto.

 

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