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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 2 • abril 2002 • página 3
Rasguños

Etnocentrismo cultural,
relativismo cultural y pluralismo cultural

Gustavo Bueno

Se constata en las discusiones del presente la efectividad de un trilema entre cuyas opciones sería preciso elegir (quien impugna el relativismo cultural habrá de ser clasificado como etnocentrista o como pluralista, &c.), se denuncia cual pueda ser la fuente de este trilema, y se propone una cuarta vía a través de la cual podamos liberarnos del sistema de disyuntivas constatado.

1. El incremento de la inmigración resucita el debate entre el relativismo y el etnocentrismo

En estos últimos años, y a consecuencia del incremento de inmigrantes procedentes del llamado «tercer mundo» a los diversos países de Europa, vuelven a resurgir con gran virulencia los debates entre relativistas culturales o integracionistas con los «intolerantes» que exigen la adaptación del inmigrante a la cultura propia del país de acogida. Y ello sin perjuicio de que la «adaptación» requiera, por parte de quien debe adaptarse, desprenderse de instituciones consideradas como «señas de identidad» de la cultura de origen (pongamos por caso: el shador, la burka, la poligamia, la ablación del clítoris, la circuncisión, el disco labial, el vudú, la institución de los maridos visitadores, la pena de lapidación o de mutilación, la vendetta, &c.).

Las acusaciones que los defensores del relativismo cultural, o los defensores del pluralismo, dirigen contra quienes no comparten sus puntos de vista, suelen canalizarse a través de algo que ellos consideran como la más terrible denuncia: «etnocentrismo». Ser acusado de etnocentrista es tanto, prácticamente, como ser acusado de intolerante, intransigente, arcaico, racista, violentador de los derechos humanos, «carne de la derecha más conservadora», e ignorante del ABC de la Antropología moderna, caracterizada ad hoc precisamente como disciplina constituida desde la perspectiva del pluralismo o del relativismo cultural.

Y, en efecto, la Antropología, como disciplina científica, comenzó en el siglo XIX (Edward Burnett Tylor, Lewis Henry Morgan, &c.), por no referirnos a sus precedentes (Joseph François Lafiteau, Charles de Brosses, &c.), reconociendo la pluralidad de culturas (entendidas como «esferas culturales»); pluralidad que parecía ligada a los métodos comparatistas característicos de la nueva disciplina.

El pluralismo cultural, en la etapa del evolucionismo antropológico (Morgan, Federico Engels) parecía compatible muchas veces con el postulado de una posible confluencia de las diversas esferas culturales en una Civilización universal. Postulado que muchos consideraban como encubriendo un monismo cultural, y aún un etnocentrismo de signo europeo, dado que la «Civilización» era generalmente concebida a imagen y semejanza de la «Cultura europea», que encontraba además en esa ideología la justificación del colonialismo (el colonialismo, entendido como el único modo a través del cual las culturas del presente, situadas en la época del salvajismo o de la barbarie, podrían alcanzar, sin necesidad de que transcurrieran siglos o milenios, el estadio superior de la civilización... europea).

En las escuelas antropológicas posteriores al «evolucionismo», por ejemplo, en las escuelas funcionalistas (representadas por Bronislaw Malinowski) y después, en algunas variables del estructuralismo (representadas por Claude Levi-Strauss), el pluralismo cultural fue deslizándose poco a poco hacia un relativismo radical: cada esfera cultural tendría su propia estructura interna (emic), que sería imposible entender desde fuera (etic). Por ello cabrá decir, con Levi-Strauss: «Salvaje es quien llama a otro salvaje.» De este modo el relativismo cultural comenzará a asociarse a un «espíritu moderno» (que algunos interpretarán pascalianamente como un sprit de finesse), el espíritu de la comprensión, de la tolerancia, del respeto por el «otro» y por su «sensibilidad», que se contrapone al sprit géométrique, rígido, intolerante, «imperialista», ciego para todo aquello que no presupone una evidencia universal, por encima de cualquier sensibilidad individual o de grupo.

2. Nos encontramos no ante alternativas, sino ante disyuntivas: el trilema

Lo más grave del asunto es que estas tres actitudes o filosofías de la cultura que designamos como monismo cultural («etnocentrismo», para sus adversarios), relativismo y pluralismo cultural, no se presentan como meras alternativas, sino como disyuntivas entre las cuales hay que elegir. ¿De donde deriva la disposición disyuntiva de estos tres modos de entender las relaciones que entre sí pueden mantener supuestamente las esferas culturales?

Sin duda, a nuestro entender, del mismo concepto de «esfera cultural», entendida como una totalidad relativamente cerrada (un «todo complejo», en sentido atributivo), autosuficiente, sin perjuicio de las prestaciones e influencias que pueda recibir de las restantes esferas culturales que constituyen el conjunto o totalidad distributiva de la cultura, entendida como esfera cultural. Como paradigma del concepto de «esfera cultural», en este sentido, cabría considerar a cada uno de esos «superorganismos» que Oswald Spengler llamó precisamente «culturas».

Sin embargo, acaso el mejor modo de mostrar hasta qué punto el esquema de las esferas culturales está vivo y actuante en nuestros días, incluso entre gentes que ni siquiera emplean esta denominación, es analizar la expresión «señas de identidad», tantas y tantas veces utilizada por políticos, periodistas, intelectuales o radiofonistas, para referirse a lo que ellos consideran «su cultura propia». Porque la inocente fórmula –«señas de identidad»– en realidad sólo tiene sentido en función de una esfera cultural presupuesta, es decir, de una esfera cuya identidad (de índole sustancial) se presupone, y de la que resultaría ser un mero indicio la «seña de identidad» considerada. Así, la sardana sería una seña de identidad de una supuesta cultura o esfera cultural catalana, y el aurresku sería una seña de identidad de una supuesta cultura o esfera cultural vasca. Lo que equivale a decir que la importancia, el significado, el alcance, &c., de la sardana (o el del aurresku) no puede captarse por sí misma, ni siquiera por las semejanzas que pueda mantener con instituciones de otras esferas culturales, sino por lo que tiene de revelación, indicio o seña de una identidad presupuesta, que se aplica precisamente a la cultura de referencia, y no a la seña de identidad en sí misma, en su suposición material.

Ahora bien, al poner en un plano de confrontación, cuanto al valor, consistencia, dignidad, originalidad, &c., a las diversas esferas culturales, cabe dar una «razón lógica» del sistema de alternativas (disyuntivas) que hemos establecido; pues este sistema tiene que ver con el sistema de cuantificadores de la lógica de predicados, vinculados a los valores {1, 0} de verdad:

(1) O bien afirmamos que, entre las diversas esferas culturales del todo distributivo de culturas, sólo una esfera cultural puede considerarse como soporte de valores auténticos; es decir, que solamente existe una esfera cultural que merezca ser considerada como cultura auténtica o verdadera (las demás esferas culturales serían reflejos, de-generaciones, o meras apariencias o fenómenos de la «cultura verdadera»).

(2) O bien afirmamos que todas las esferas culturales valen igual, en cuanto culturas que encuentran su sentido precisamente en la concavidad de su propia esfera: «Todas las culturas son iguales», leemos en una enorme placa instalada en el Museo Nacional de Antropología de la ciudad de México.

Y esta afirmación se desarrolla en otras dos versiones dicotómicas (puesto que la igualdad no implica conexidad):

(2A) «Todas las culturas son iguales», pero en régimen de disyunción, de separación, incluso de inconmensurabilidad «megárica» (que puede alcanzar la situación de la incompatibilidad). Es evidente que la fórmula de esta opción equivale a la fórmula opuesta: «Todas las culturas son desiguales», sin que quepa hablar por ello de contradicción lógica, porque la igualdad postulada se refiere en unos casos a igualdad en dignidad, en derechos, &c., de las esferas que, sin embargo, se consideran desiguales en contenidos o en identidad numérica o sustancial.

(2B) «Todas las culturas son iguales», pero sin necesidad de presuponer entre ellas un régimen de separación; por el contrario, postulando la posibilidad y conveniencia de una convivencia o yuxtaposición de los hombres pertenecientes a las diversas culturas (este era el esquema que Américo Castro utilizó para describir la supuesta convivencia, bajo Fernando III el Santo, de las tres religiones –judíos, moros y cristianos– que hoy se acostumbra a traducir como la convivencia entre «las tres culturas»).

La opción (1) es la del monismo cultural (que desde las otras opciones se percibirá como etnocentrismo); la opción (2A) es la del relativismo cultural; y la opción (2B) es la del pluralismo cultural o multiculturalismo. Entre estas tres opciones sería preciso, al parecer, elegir.

3. Ilustraciones críticas de cada uno de los miembros del trilema

El monismo cultural (prácticamente el etnocentrismo, si dejamos de lado, de momento, los intentos de crear una «cultura universal» obtenida por refundición de todas las esferas culturales) es, sin duda, sin necesidad de ser denominada de este modo, la perspectiva más tradicional, sin perjuicio de las interpretaciones del principio de la homomensura de Protágoras –«el hombre es la medida de todas las cosas»– como un hombre moldeado por cada cultura (en el sentido del relativismo cultural). Sin embargo, el monismo cultural puede ser presentado y «justificado» a partir de dos fuentes bien distintas:

La primera quiere mantenerse en el terreno de los hechos, es decir, al margen de los juicios de valor. Si sólo cabe hablar de una esfera cultural de referencia, de la cual todas las demás fuesen reflejos o incluso degeneraciones, es porque todas las esferas culturales realmente existentes en la tierra habrían sido originadas por una cultura originaria, y serían como pulsaciones de esa cultura madre, identificada con la cultura egipcia. Tal fue, como es sabido, la visión monista de la cultura defendida por la escuela del llamado difusionismo radical, de Sir Grafton Elliot Smith, o de William James Perry (The Children of the Sun, 1923).

La segunda no duda reivindicar el monismo cultural, incluso el etnocentrismo, pero en nombre, no ya de realidades que acaso sólo están demostradas por una ciencia ficción, sino en nombre de unos valores, no ya pretéritos sino futuros, que se imponen desde una esfera cultural dada a quien se identifica con ella. Para Pericles o para Platón los valores de la «paideia» (o cultura griega) eran los únicos valores que podían oponerse a los pueblos bárbaros; para los españoles que entraron en América los valores cristianos (que no solamente eran valores religiosos, sino también morales, éticos, ceremoniales, políticos, artísticos), solían ser vistos como los únicos valores que debían prevalecer sobre los dioses bárbaros, inspirados por el diablo; para la mayor parte de los científicos e ingenieros occidentales (y no sólo los de la época positivista), los valores de la «cultura occidental» (que comprende tanto los valores científicos como los valores democráticos) serán los únicos valores que pueden ser aceptados y que deben ser ofrecidos a los demás pueblos; dentro de esta misma perspectiva Richard Rorty ha defendido recientemente la necesidad de asumir la posición «etnocentrista» en todo cuanto concierne a los valores de verdad y a otros criterios propios de nuestra cultura.

Ahora bien: el monismo cultural, como etnocentrismo, es hoy difícilmente defendible, y muchos de los argumentos del relativismo y del multiculturalismo pueden servir para reducirlo a sus justos límites. Pero tampoco consideramos defendible al relativismo cultural, en tanto él se enfrenta a la evidencia de la superioridad de unas «culturas» frente a otras, tanto en el terreno tecnológico, como en el científico y aún en el político. ¿Y la opción del integracionismo cultural? Si se interpreta como mera convivencia o yuxtaposición de pueblos o de religiones diferentes, nos parece evidente que una tal opción es, en realidad, vacía, más bien un deseo, de índole irenista. No puede decirse que convivan, o que coexistan, ni siquiera pacíficamente, grupos sociales con diferentes culturas, salvo si algunos se mantienen en sus ghettos, frente a quienes mantienen las posiciones dominantes. La integración efectiva sólo será aparente (una integración por yuxtaposición), hasta tanto que los grupos sociales en posición dominada, o bien alcancen posiciones dominantes, o bien se desprendan de sus instituciones incompatibles con las de la sociedad de acogida. Así ocurrió con moros, judíos y cristianos en la Sevilla medieval: el mito de la convivencia que puso en circulación Américo Castro está siendo contestado en nuestros días (Antonio Domínguez Ortiz, Francisco Rodríguez Adrados, Serafín Fanjul García).

4. El mito de las esferas culturales como fuente del trilema

Pero, ¿cómo podríamos rechazar cada una de las tres opciones del trilema (monismo, relativismo, pluralismo) sin rechazar el trilema mismo? Porque es evidente que una vez aceptado el trilema (en nuestro caso, el dilema bifurcado), no tendríamos más remedio que acogernos a alguna de sus opciones. Es evidente que, una vez aceptado el trilema por algún crítico, si éste descarta que el autor por él criticado es relativista o pluralista, tendrá que lanzar contra él la temible acusación de etnocentrista.

Se trata, por tanto, por mi parte, de regresar más atrás del trilema, es decir, se trata de denunciar el supuesto sobre el cual el trilema está funcionando a toda máquina en nuestros días, sin que periodistas, intelectuales, políticos y radiofonistas, pero también historiadores, sociólogos y antropólogos, se den cuenta de ello.

Y este supuesto es el de las esferas culturales, entendidas como entidades sustantivas que ofrecen al investigador muy diversas «señas de identidad» de su sustancia (¿de qué si no?): de una sustancia que se supone procedente de los tiempos más arcanos y que pretende mantener su identidad, considerada como el valor supremo y sagrado. Pero no existen esferas culturales en ese sentido. Las esferas culturales son sólo construcciones ideológicas, pura y simplemente mitos.

Lo que nos permitirá añadir una cuarta opción al sistema de las tres opciones, (1) (2A) (2B), que hemos establecido a partir del supuesto de las esferas culturales: que no ya una o todas las esferas culturales pueden tomarse como sujetos o soportes de valor, sino ninguna.

Y si no existen esferas culturales como entidades dotadas de identidad sustantiva (idiográfica, numérica, delimitada en el todo distributivo), entonces las opciones, o los conceptos mismos de etnocentrismo, de relativismo cultural y de pluralismo de esferas culturales se disuelven. Las esferas culturales no son entidades dotadas de una identidad sustancial propia; a lo sumo, son entidades fenoménicas, delimitadas acaso a lo largo de los siglos (cuando no inventadas ad hoc por grupos, pueblos o naciones en busca de Estado), por aislamiento de otras esferas fenoménicas, o por mezcla de algunas de ellas. Y con esto queremos decir que los diagnósticos (o acusaciones) tanto de etnocentrismo, como de relativismo o de pluralismo, son diagnósticos o acusaciones imposibles, si nos mantenemos en un terreno científico o filosófico. Son diagnósticos o acusaciones que sólo podrán mantenerse en el terreno doxográfico de las opiniones confusas y oscuras acerca de las nebulosas ideológicas que se forman en una coyuntura determinada. ¿Acaso puede admitirse, en el terreno científico, como diagnóstico psicológico o psiquiátrico, la posesión o la obsesión diabólica? Pero, según nuestra tesis, el diagnóstico de etnocentrismo o el de relativismo, en el terreno de la Antropología, no va más allá de lo que pudiera ir el diagnóstico de posesión diabólica, o el de obsesión diabólica, en el terreno de la Psiquiatría.

5. Reducción de las esferas culturales sustantivas a esferas culturales fenoménicas

No existen esferas culturales dotadas de una identidad sustantiva. Esas esferas sólo tienen una identidad fenoménica, la suficiente para comenzar a organizar las descripciones etnográficas y etnológicas pertinentes.

Identidades fenoménicas, porque su unidad se resuelve en un sistema, conglomerado o concatenación, ya sea de rasgos culturales (pautas, instituciones, elementos) pero también naturales (raciales, por ejemplo) o terciogenéricas (como puedan serlo las relaciones pitagóricas del triángulo rectángulo, que no son ni naturales ni culturales, y esto dicho frente a los dualistas que siguen considerando como un principio fundamental el de la distinción en el Universo entre la Naturaleza y la Cultura, una última pulsación acaso de la antigua distinción entre la Materia y el Espíritu).

Ahora bien: la reducción de las esferas culturales, dotadas de identidad sustancial, a la condición de esferas culturales dotadas de unidad fenoménica, no debe ser confundida con la reducción de la teoría de las esferas culturales a alguna de las teorías agregacionistas de la cultura (a la teoría de los mosaicos culturales, por ejemplo). La clave de estas últimas teorías podemos ponerla en un proceso de «sustantivación de las partes» (de los rasgos, pautas, elementos) enfrentado al proceso de «sustantivación del todo complejo» que conduce a la esfera cultural sustantiva.

Pero también la sustantivación de las partes sería gratuita: una esfera cultural no es el resultado de la agregación de supuestos elementos culturales (que algunos llaman memes) preexistentes. Los elementos o rasgos culturales son figuras que se conforman a partir de las propias totalidades fenoménicas, y precisamente en el momento en que estas se descomponen o despiezan en partes formales en el mismo proceso del choque cultural. Tampoco los ojos, o las frentes, como pensaba Empédocles, preexistieron a los animales que se hubieran podido formar a partir de la unión de esos «miembros solitarios» que habrían dado lugar, primero, a monstruos horrorosos que la adaptación al medio tendría que haber pulimentado poco a poco. Un hueso fémur no precede al organismo vertebrado, pero una vez formado puede ser extraído del animal, conformándose como una figura, elemento, valor o contravalor de la fábrica orgánica. Los elementos, rasgos, instituciones culturales... no son previos a las esferas culturales fenoménicas, pero pueden ser despiezados, transportados e incorporados, con las deformaciones eventuales, a otras esferas culturales, o bien como elementos con capacidad de integración con otras partes suyas, o bien como elementos con capacidad disolvente del conjunto fenoménico constituido por una esfera cultural dada. Y todo esto sin perjuicio de que la incorporación de un elemento o rasgo procedente de una esfera cultural dada a otra, no sea siempre «limpia», puesto que arrastrará casi siempre otros elementos, astillas o rasgos de la esfera cultural de origen.

6. No existen conflictos de culturas, pero tampoco integración de culturas o relativismo cultural

No cabe hablar, según lo que hemos dicho, por tanto, de conflictos de culturas, o de conflictos de civilizaciones; tampoco cabrá hablar de integración o de expansión de culturas. Todas estas expresiones habrían de ser reexpuestas en términos de conflictos de elementos culturales, o de integración, o de difusión de elementos o rasgos culturales. Por ello, quien considere a un elemento cultural (pongamos por caso, el sistema democrático) como universal, no podrá sin más ser acusado de etnocentrismo. Menos aún podrá ser acusado de etnocentrismo (o de monismo cultural) quien reconozca y defienda la universalidad del teorema de Pitágoras, como elemento desprendido, no ya de la cultura griega, sino de toda cultura, como estructura válida para todas las culturas, por encima de cualquier relativismo.

Niembro, 23 de marzo de 2002
Gustavo Bueno

 

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