Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 2 • abril 2002 • página 1
Artículos

Sobre el libre albedrío.
Dos únicas opciones: dualismo o materialismo indice de la polémica

David Pérez Chico  * 
Martín López Corredoira  ** 

Los autores sostienen que ante el problema del libre albedrío sólo caben dos soluciones: dualismo en caso de afirmarlo, o materialismo en caso contrario. Con el propósito de ejemplificar sus conclusiones llevan a cabo un recorrido histórico por las distintas contribuciones realizadas desde la Grecia antigua hasta nuestros días, seleccionando aquellas que estiman más interesantes, y ofrecen sus puntos de vista sobre las dificultades para llegar a un consenso en este asunto

1. Introducción

El problema de si los seres humanos somos libres o no, y si lo somos cuánto exactamente, se ha convertido en un problema imperecedero, sin una fácil solución a la vista y con muchas sumándose constantemente al baile de candidatas. Puede que el problema sea irresoluble o puede que alguna aportación novedosa lo solucione de una vez y para siempre. Esto es algo que nosotros no vamos a resolver, pero sí queremos contribuir a una mejor comprensión de la situación en la que se encuentra actualmente el debate sobre si somos libres, cómo se ha llegado a ella, y las posibles salidas que quedan.

Hoy, con la perspectiva que nos brinda vivir en nuestra época, podemos afirmar que la mayor parte de las discusiones se deben en gran parte a la falta de unanimidad en aquello que se entiende por libertad. No todos los autores que incluyen el término «libertad» en los títulos de sus trabajos se refieren a lo mismo, y ello ha dado lugar a distintos modos de abordar el problema. En lo que se refiere a este trabajo, hay que aclarar que el significado de libertad que manejamos no incluye todas las acepciones posibles. Estamos interesados en un concepto objetivo: la libertad como libre albedrío, o sea que somos nosotros el origen de nuestros actos, pensamientos, sentimientos, &c., sin ir más lejos. Queremos hablar de algo de lo que es posible hacerlo y que se sepa lo que significa y no de poesía ni de pensamientos confusos. No se trata de un sentimiento, la libertad como sentimiento que cada uno siente para sí mismo. Se trata de hablar de algo de interés y que diga algo relevante sobre el ser humano.

Por ejemplo, circula mucho en el mundo de la filosofía la defensa de una libertad que no es más que hacer lo que uno quiere hacer.{1} Los largos tratados que la argumentan no son más que compendios tautológicos. Básicamente dicen: 1) libertad es hacer lo que uno desea hacer, 2) los hombres que hacemos lo que deseamos hacer somos libres, y los hombres que no hacen lo que desean hacer no son libres. Eso es todo. Sí, claro, nadie se lo niega, pero es que esto no me dice nada de mi relación con el mundo, con la naturaleza. No me dice lo que soy. Ya sabemos todos que cuando hacemos lo que deseamos hacemos lo que deseamos, ya sabemos como funciona el principio lógico de equivalencia de un enunciado consigo mismo, pero ¿no hay cosas más importantes en que pensar?

Tampoco nos detendremos a analizar la libertad de trascendencia típica de los existencialistas. No cabe aquí la discusión de la idea heideggeriana de libertad consistente en «ser para sí mismo su propio fundamento» (De Waelhens, 1952, p. 272); ni la idea sartriana de que existencia y libertad son inseparables por definición y en consecuencia el hombre está condenado a ser libre (Sartre, 1943).

Las definiciones de lo que podría ser el hombre o lo que se podría pensar sobre el hombre no son muy útiles. Interesa lo que es el hombre y no los posibles. Esas preguntas de si el hombre podría hacer lo mismo o no si retrocediésemos en el tiempo y viésemos transcurrirlo de nuevo, o la de si fuera posible que un ser que conociera todo el Universo con toda su información pudiese predecir el comportamiento del hombre,... son preguntas que nos sitúan en contextos utópicos, de mundos que no son. No vamos a retroceder en el tiempo ni nadie va tener los datos de todo el Universo. ¿Para qué preocuparse por cosas que no son ni van a ser cuando tenemos problemas que nos atañen más directamente?

Tampoco la política nos concierne en cuanto a que tenga que decir algo acerca de qué es el hombre. No negamos la importancia de la libertad política, como independencia de las presiones o coacciones procedentes de la comunidad de otros hombres a la que uno pertenece (Ferrater Mora, 1994, «libertad»), pero su papel está en investigar el «deber ser» y no el «ser». En cuanto a «ser», la libertad no es un decreto de estado, no somos libres porque en algún lugar de la declaración de independencia de los Estados Unidos se diga que el hombre nace libre, por ejemplo. No es suficiente con que lo diga un panfleto político.

Tratar de abordar en un artículo de la extensión del que presentamos un tema tan amplio como el de la libertad del ser humano en el significado referido, dando un repaso histórico a su contenido conceptual y las discusiones acerca de tal, es poco menos que imposible si uno no restringe las generalidades de la palabra en alguna medida. Tampoco es nuestro objetivo ser enciclopedistas, con tal propósito se han escritos ya diversas obras compilatorias que superan las mil páginas: el trabajo de Adler y colaboradores (Adler, 1973), por ejemplo; o la monumental obra en cuatro tomos de Vallejo Arbeláez (Vallejo Arbeláez, 1980) por citar otro ejemplo más dentro de la lengua española. Nuestro propósito, menos o más ambicioso según como se mire, consistirá en reducir todas las distintas posiciones acerca de la libertad a dos posibles: una monista materialista que niega la libertad, y otra dualista que la afirma. Cualquier otra es una versión explícita o implícita de estas dos opciones. El propósito de este trabajo será argumentar e ilustrar con ejemplos clásicos y contemporáneos esta tesis.

Hechas estas aclaraciones, procedemos a plantear el problema en la siguiente sección con nuestra argumentación de que el dualismo es la única salida posible a la libertad, como libre albedrío, lo que ilustramos con algunos nombres propios en la sección 3. El último apartado mantiene abiertamente una discusión a modo de diálogo sobre cuáles son las posibles salidas al problema en vista de lo que hemos visto en el resto del artículo.

2. Compatibilismo vs. Incompatibilismo

Normalmente se separan las aportaciones al problema de la libertad humana en dos facciones opuestas a las que se han denominado compatibilismo e incompatibilismo, según defiendan que la libertad humana y la visión determinista del mundo natural sean compatibles o no respectivamente. Sin embargo, la discusión no se mantiene en los mismos términos en uno y otro bando. Así, nos encontramos con que los llamados compatibilistas, en general, cuando hablan de libertad se refieren a una libertad muy limitada, normalmente definida como «falta de coacción»; y es que una noción de libertad más amplia difícilmente sería reconciliable con la visión determinista del mundo. Por su parte, los incompatibilistas que se posicionan a favor de la libertad humana afirman que los humanos son el origen primero e incondicionado de sus acciones.

Bajo los rótulos de compatibilismo e incompatibilismo hallan acomodo multitud de variantes, y no existe, más allá de la escueta definición que hemos dado, nada que caracterice totalmente a ambas opciones. Así, por ejemplo, dentro de la opción incompatibilista existe la posibilidad de declararse a favor de la libertad humana sin traba alguna, o en favor de un determinismo acérrimo. A su vez dentro de los primeros nos encontramos con los libertaristas y los indeterministas.

Los compatibilistas, como ya quedó dicho, se caracterizan por creer en la compatibilidad de nociones en principio tan dispares como la de un universo mecanicista totalmente determinado y la existencia de unos seres capaces de actuar voluntariamente. De esta manera, la solución que encontramos en la mayoría de estos autores es la de considerar la libertad como falta de coacción externa, es decir, una acción libre sería una acción voluntaria.

El problema con las soluciones compatibilistas es que, en su mayoría, no pasan de ser meros ejercicios teóricos sin interés práctico alguno. Se ven obligadas a renunciar a tanto que la noción de libertad que defienden no satisface la sensación personal que cada uno de nosotros tiene de su propia libertad. Parece que esta sensación, sin que por ello estemos afirmando que a nuestro entender así lo prescriba, demanda algo más que la falta de coacción externa. Como ya quedó dicho arriba, en nuestra opinión, cualquier intento de cercenar en demasía esta última versión de la libertad no es merecedora del mínimo esfuerzo en favor de su defensa; una libertad a la que se le ponen trabas ya no es libertad sino otra cosa diferente. Por eso modificaremos la clasificación tradicional en compatibilistas e incompatibilistas, y sus variantes, por otra que, aun manteniendo el mismo esquema básico, se basa en una misma definición de libertad para todas las opciones. En este trabajo nos interesamos en especial por los autores que no han podido sustraerse a los encantos de esta sensación y que, en consecuencia, se han visto obligados a realizar equilibrios sobre la delgada cuerda que separa la opción compatibilista de la incompatibilista. Con ello pretendemos mostrar que una aportación que quiera ser verdaderamente interesante debe conceder algo más a la libertad humana de lo que están dispuestos a hacer los compatibilistas tradicionales. Pero no estamos defendiendo ninguna postura en concreto, tan sólo nos limitamos a destacar que, ante los intentos más preocupados por la corrección formal que por otra cosa: (1) no vale la pena enfrascarse en disputas que no llevan a ninguna parte porque aquello sobre lo que se discute ha sufrido tal cambio que ha perdido su significación inicial en favor de múltiples nuevas significaciones sobre las que no parece haber consenso; y, en la misma línea, (2) que el problema no se soluciona bajando el listón, sino tratando de superarlo por muy alto que esté, o retirarlo para siempre, por lo que posicionarse en este debate requiere adoptar posición menos ecléctica que la de los compatibilistas tradicionales.

La opción incompatibilista se presta a una mayor variedad de opciones posibles que la compatibilista. Tenemos en primer lugar a los libertaristas que, en general, se caracterizan por equiparar a los seres humanos con el agente kantiano poseedor de una voluntad capaz de saltarse el orden natural. Por tanto, seríamos seres que no sólo actuamos voluntariamente sino que lo hacemos a voluntad.

Otra manera de defender la libertad es la que apela al azar, o en términos modernos, al indeterminismo. Es ésta una posición que podemos encontrar en los epicúreos, y que hoy en día defienden nombres tan insignes como Prigogine, Popper, Wigner, Compton, &c.

Por último, tenemos la opción fatalista, que aunque aporta poco a nuestra tesis sirve para aclarar la posición de algunos autores con respecto a nuestro criterio frente a otras interpretaciones más comunes. Así, por ejemplo, Hobbes o Hume serán tratados aquí como fatalistas y no como compatibilistas, tal como explicaremos, como otros autores han hecho. Y daremos otros ejemplos clásicos, que ayudan a entender la diferenciación con los libertaristas: Demócrito, Calvino, Spinoza, Leibniz, Schopenhauer,...

Utilizando nuestro criterio homogeneizador que limita los diferentes tipos de libertad a tan sólo el que nos parece relevante, tendríamos que compatibilistas serían aquellas opiniones que tratan de reconciliar el determinismo con nuestra definición de libertad. Mientras que a la mayoría de las que hasta ahora habían sido etiquetadas como compatibilistas las colocaremos en el bando incompatibilista. Más concretamente bajo el rótulo de incompatibilismo determinista, ya que, en nuestra opinión, al restringir tanto la noción de libertad la anulan.

3. Dualismo como única alternativa afirmando la libertad. Ejemplos

Cualquier solución que afirme el libre albedrío, no importa con qué argumento, ha de ser necesariamente dualista. Ésta es la tesis que queremos argumentar en este trabajo y lo haremos del siguiente modo, según las distintas posiciones que defienden el libre albedrío, descritas en el apartado anterior:

Incompatibilistas libertaristas: ésta es la opción que afirma de forma más tajante que los seres humanos somos libres sin ningún tipo de límite. Dentro de esta categoría distinguiríamos:

 • Dualismo explícito: con esta etiqueta queremos designar a todo autor que postula un «Yo»{2} autónomo e independiente del orden natural. Esta posición se ciñe perfectamente bien a lo que queremos defender y no necesita mayores comentarios. De entre los autores que revisaremos y caen dentro de este apartado estarían: Platón, San Agustín, Descartes, Kant, Chisholm,...

 • Indeterminismo: Dado que su incompatibilismo no les permite hacer realidad al mismo tiempo el determinismo con la realidad, piensan que eliminando el primero tienen asegurada la segunda. Algunos indeterministas son también dualistas explícitos pero no todos declaran serlo. Ahora bien, ¿es suficiente el azar para garantizar la libertad?, ¿no sería necesario además algo que controle los elementos azarosos que afectan nuestra conducta? La libertad precisa de una voluntad que tire los dados y que no los deje al capricho de la naturaleza. Algunos de sus representantes incluidos en este trabajo son: Epicuro, Lucrecio, Prigogine, Wigner, von Neumann,...

Compatibilistas o dualistas encubiertos: dentro de esta categoría se sitúan todos aquellos que tratan de acomodar el «Yo» en la naturaleza. En este intento puede haber soluciones que por no poner demasiado el acento en la libertad no son interesantes. Sin embargo, las posiciones que son más comprometidas con la libertad acaban irremediablemente cayendo en un dualismo. Es una corriente muy en boga en la actualidad, con autores como: Frankfurt, Moore, Davidson, Searle,...

3.1. Ejemplos

A continuación describimos la posición respecto al tema de la libertad de algunos filósofos. Como veremos, sólo pueden afirmar una existencia de la libertad, tal y como propusimos, aquéllos que dividen al hombre en una naturaleza dual. También ejemplificaremos algunos defensores de la no libertad para mostrar cómo éstos señalan una naturaleza única en todo el ser humano.

Sócrates, Platón y Aristóteles

Sócrates quizás no sea el mejor ejemplo para llevar a cabo un comentario crítico de su paracer acerca de la libertad tal y como la hemos definido en este trabajo, pero se hace necesario mencionarlo por haber sido uno de los primeros en introducir la idea de libertad interior equivalente al conocimiento de uno mismo, al autodominio. Es de sobra conocido que Sócrates estaba más interesado en el orden moral que en el físico o metafísico, siendo por eso que al creer en la libertad de voluntad pensara en una voluntad que elige educarse para obrar con rectitud y alcanzar así la Felicidad. Pero aún afirmando la libertad de voluntad podemos observar, como ha señalado Vallejo Arbeláez (1980, vol. 2, p. 206), una especie de determinismo tras ese imperativo moral de educarnos como requisito imprescindible para obrar en el Bien: nadie es malvado voluntariamente, o lo que es lo mismo, la voluntad sólo puede escoger el Bien.

Platón también reconocía la existencia de la libertad interior en el caso humano, y al igual que su maestro circunscribía las reflexiones sobre la libertad al ámbito de lo moral. Continuando con la tradición intelectualista subrayó la importancia de la educación para hacer libres a los hombres frente a la necesidad cósmica. Ahora bien, una vez alcanzado el grado de conocimiento necesario, la libertad obtenida revelará la necesidad de renunciar a la misma y convertirse en un miembro más del Estado.

La libertad referida a los seres humanos para Aristóteles significaba ante todo autonomía, ausencia de coacción, autodeterminación, «causalidad propia»; y al igual que Sócrates y Platón, Aristóteles restringió la libertad al ámbito de la moral, pero a diferencia de aquéllos tenía claro que el hombre libre podía elegir hacer el mal tanto como el bien (Aristóteles, Moral a Nicómaco, libro III, cap. VI). Con todo, como es bien sabido, para Aristóteles las acciones humanas estaban dirigidas hacia la consecución de un fin: la Felicidad, aunque a diferencia de los procesos naturales, que también «persiguen» alguna finalidad, los seres humanos se acercan a la suya mediante acciones voluntarias, aquellas cuyos principios están en nosotros y que sólo dependen de nuestra voluntad: se refieren a casos particulares en los que conocemos todos los pormenores que la acción encierra (ibid., libro III, cap. II).

En el universo existe la determinación absoluta, pero sólo en el mundo supralunar. En el mundo sublunar se da un determinismo relativo que depende de la naturaleza de las cosas. Precisamente el hombre es el único ser animado cuya esencia es ser libre: el hombre es libre por naturaleza, su voluntad se erige en el principio de las acciones al actuar sobre los conocimientos, los cuales, por tanto, dirigen –que no determinan– la acción (ibid., libro III, cap. VI).

En los tres filósofos griegos tenemos que, frente a la necesidad existente en el mundo físico, Cosmos o Esfera de las estrellas, una racionalidad autónoma capaz de manipular los contenidos psicológicos de los humanos salvaría la libertad del determinismo.

Epicúreos y materialistas en la antigüedad

Leucipo fue el primero en proclamar que la materia está compuesta por átomos, atomismo luego adoptado por Demócrito.{3} Su concepción del Universo era la de un sistema en el que sólo existen átomos y vacío. El hecho de liberar los átomos del ser humano de la intervención divina se entiende como un atributo de libertad en el hombre, pero, por otra parte, la necesidad atomística tal como propone Demócrito no deja hueco a la libertad por sustituir la necesidad dictada por los dioses por una necesidad debida a la propia naturaleza.

Posteriormente, Epicuro y sus seguidores creyeron en un Universo atomista, como el de Demócrito, en que los átomos obedecían las leyes de la naturaleza y no a los antojos de los dioses, añadiendo además una causa final, el logro de la felicidad. Sin embargo, estos átomos de los seres humanos podían errar azarosamente y en ello cabría basar la libertad del ser humano. Es lo que se conoce como «clinamen»: los átomos tienen la propiedad de errar impredectiblemente dentro de las leyes que la naturaleza designa para los átomos.

Lucrecio, continuador de la tradición epicúrea, nos habla poéticamente en su De rerum natura de esos átomos sometidos a azar y necesidad, que sin causas finales predeterminadas llegan a formar la diversidad de seres conocidos en el Universo, incluyendo a los seres humanos. El alma misma se erige como un ente material y mortal, al igual que el cuerpo. Lo que la evita caer en una conducta necesaria total y absoluta es el indeterminismo.

«Si todo movimiento está siempre encadenado con otro y siempre de un movimiento antiguo surge uno nuevo, según un orden establecido, ni los átomos al desviarse producen un principio de movimiento espontáneo que rompa las leyes del destino a fin de que una causa no se enlace con otra en sucesión infinita, ¿de dónde les viene a los vivientes esta voluntad libre aquí en la tierra?, ¿de dónde procede, digo yo, esta voluntad arrancada a los hados por la que cada cual nos dirigimos a donde nos conduce el placer y, asimismo, desviamos nuestros movimientos, pero no en un instante determinado ni en un punto fijo del espacio, sino donde nos lo indica nuestro espíritu? (...) que la mente misma no experimente una necesidad interior en la realización de todas sus obras y, sometida, se vea como obligada a sufrir y padecer, eso mismo lo consigue la pequeña desviación de los átomos en un punto impreciso del espacio y en un momento indeterminado.» (Lucrecio, De rerum natura, libro II, vv. 250-265(...)285-295)

Esa libertad subsiste a pesar de que el alma no se concibe separada al cuerpo, es mortal y material como el primero. La voluntad, nacida de un movimiento espontáneo de los átomos del alma, «clinamen», transmitiría sus deseos al cuerpo de un modo material: «cuando el espíritu se estimula con el deseo de ponerse a caminar, en seguida sacude la fuerza del alma que se halla diseminada por todo el cuerpo a través de miembros y articulaciones. Y le resulta fácil hacerlo toda vez que se mantiene unida a él. Luego el alma, a su vez, sacude al cuerpo y así poco a poco toda la masa es empujada y se pone en movimiento.» (ibid., libro IV, vv. 885-895). En Lucrecio encontramos un precusor del incompatibilismo indeterminista. Su dualismo se explica no en cuanto al tipo de material que constituye los dos entes, alma y cuerpo, sino en la separación de un agente que dirige los átomos y otro que se deja dirigir, dos entes: activo y pasivo respectivamente.

Estoicismo

Los estoicos acariciaban en principio el fatalismo de la predestinación divina en diversos aspectos, el destino es la causa entrelazadora de los seres. Sin embargo, el uso de juicios racionales preserva el libre albedrío. La tensión cognoscitiva del logos une a Dios y los hombres en unos lazos de estrecha solidaridad (Elorduy, 1972, secc. I.B.2). Se salva el libre albedrío para poder así salvar la responsabilidad en su sistema moral (Elorduy, 1972, secc. II.C.1.6). La clave sería ver cómo se llega a salvar ésta.

Un ejemplo bastante representativo del último período estoico es el de Séneca (De ira) quien sostiene que hay impulsos irresistibles que la razón o el libre albedrío pueden sofrenar, pero no todos. Hay una división entre los actos que tienen origen en el impulso o apetito y los que lo tienen en el juicio. En la ira, los impulsos irresistibles, interviene una «especie externa» determinándola. Mientras que en los juicios racionales interviene el «ánimo». No hace falta ni decir que se separa lo interno de lo externo, mostrando así que toda medida de libertad en el estoico es medida de dualismo.

El cristianismo

Con la consolidación del cristianismo cambió la forma de entender el sentido de la vida. La maldad se entiende a partir de entonces como un alejamiento de Dios y de sus mandamientos, de forma que aquel que obra mal lo hace voluntariamente. Dentro de esta corriente, San Agustín fue uno de los autores cristianos que más hizo por ofrecer una alternativa al intelectualismo griego. Con todo, mantuvo la idea de que el hombre no es libre por poseer la capacidad de serlo sino por el uso que hace de esa capacidad.

San Agustín (De libero arbitrio) tuvo que reconciliar dos creencias aparentemente tan contradictorias como son las de la libertad humana y la omnipotencia, y en particular la presciencia, divina a la vez que se oponía a todo determinismo en lo referido a las acciones humanas.

Para San Agustín estaba muy claro que los hombres actúan libremente, y la prueba la encontró en que de hecho los hombres obran mal en muchas ocasiones. La causa de este mal comportamiento habría que buscarla en la voluntad de cada cual. San Agustín creía que la voluntad autónoma es nuestra característica definitoria. Se trataría de una voluntad anterior e independiente de todo contenido de la vida psíquica. Una voluntad que permanentemente se debate entre dos realidades: una, la carnal, inferior; y otra, la espiritual, superior. Así pues, a esta libertad de elegir entre el obrar bien o mal la llamó San Agustín «libre albedrío» (libertas minor). Se trata de una libertad exenta de toda coacción o determinación, pues lo natural es impotente a la hora de coaccionar al ser humano, y una coacción divina sería injusta. Sin embargo, la verdadera libertad según San Agustín no es el libre albedrío en sí, sino la correcta realización del mismo. Y para poder ejercer esa correcta realización los hombres necesitan la ayuda de Dios, representada por la «gracia». Esta verdadera libertad es una libertad para el bien (libertas maior), que a su vez es la verdadera vocación de la voluntad. La gracia se obtiene con la fe en Dios, creyendo en Él. De esta forma se facilita el seguimiento de la ley divina (eterna), cuya observación (nuestra mente es capaz de percibir las obligaciones morales) es la que debería habernos hecho creer en Dios en primer lugar. La gracia no nos impone el bien (no hay coacción en el obrar humano) pero sí nos hace quererlo, y desde ese momento es imposible dejar de elegirlo.

En cuanto al «libre albedrío», al ser posible la capacidad de hacer el mal, está claro que hay un dualismo explícito, un reconocimiento de la división «voluntad autónoma»-cuerpo. Esa voluntad se desentiende incluso del reino de Dios.

Santo Tomás persiste en la doctrina del libre albedrío y de la utilidad del esfuerzo humano para lograr la salvación, aun cuando la voluntad misma necesite el apoyo de la gracia divina. Este apoyo está garantizado por la bondad infinita de Dios, que ha querido comunicar a las criaturas creadas a Su Semejanza.

El voluntarismo franciscano

Siglos después de San Agustín, el voluntarismo tuvo su continuación con los franciscanos y adquirió su forma más radical en los trabajos de Duns Scoto.

Scoto defendió el primado de una voluntad determinada exclusivamente por sí misma. Una voluntad absolutamente libre para obrar de forma diferente incluso ante las mismas representaciones suministradas a ella por el conocimiento. En opinión de Scoto, Dios creó a los hombres dotados de una voluntad activa y libre, autónoma en una palabra, que se eleva por encima de la necesidad.

Con Guillermo de Occam las afirmaciones de Duns Scoto se radicalizan tanto hasta llegar casi a afirmar la arbitrariedad divina. Para este autor, también franciscano, la libertad es el poder «por el cual los humanos pueden, indiferente y contingentemente, producir un efecto, de tal modo que puedo causar o no causar ese efecto, sin que resulte diferencia alguna de aquel poder» (Guillermo de Occam, Quodlibet, 1, 16). Definiciones aparte, la libertad es, para Occam, la característica de cualquier criatura racional. Este conocimiento se obtiene en la experiencia, la cual nos muestra cómo nuestra voluntad se sobrepone a los mandatos de la razón y a los juicios del entendimiento, y no sólo a éstos, sino también a los hábitos y a nuestras inclinaciones. Por tanto nos encontramos ante una voluntad al más puro estilo libertarista. Se trata de una voluntad libre de querer o no querer algo de forma totalmente contingente. A lo único que se haya sujeta esta voluntad es a la ley moral: el hombre depende de Dios (no en vano fue creado por Él), y esa dependencia se expresa en sus actos libres: está obligado a querer lo que Dios le ordena querer y a no querer lo que Dios le ordena no querer. Ahora bien, ¿cómo es capaz el hombre de reconocer esa ley divina? ¿Por revelación? Occam responde que habría algo más que la voluntad divina, una moral laica, aristotélica, que aparece en algunos fragmentos de su obra, según la cual los hombres actuarían según lo que de buena fe creen que es correcto.

La Reforma

La omnipotencia divina en contraposición a la libertad humana siguió siendo tema de multiples controversias en el período de la reforma, destacando la intervención de Martin Lutero. Su interpretación de las escrituras religiosas rechaza la creencia en el libre albedrío: «En contradicción con el libre arbitrio estarán tantos testimonios de la Escritura cuantos hablen de Cristo.» (Lutero, 1525/1707, p. 220).

El hombre es un esclavo y un siervo de la voluntad de Dios o la voluntad de Satán, y solamente si se humilla a sí mismo y destruye su voluntad y orgullo individuales podrá descender sobre él la gracia de Dios. A causa del pecado, el libre albedrío está cautivo y reducido a servidumbre. No es que no exista, sino que no es libre salvo para el mal (Lutero, 1518/1977). «No hay libertad para el bien» (Lutero, 1545/1977). El hombre no es dueño de sí y el buscar su libertad es caer en el mal, en la perdición, en la incertidumbre. Es en la sumisión donde buscaba Lutero la certidumbre. La forma de concebir las relaciones con Dios poseen el carácter de sumisión, una sumisión voluntaria (Fromm, 1941/1986) que le aleje de la maldad innata en la naturaleza humana.

Su filosofía difería bastante de la de su contemporáneo Erasmo de Rotterdam (Erasmo de Rotterdam, 1524), quien concebía el libre albedrío como un poder de la voluntad humana por medio del cual el hombre puede consagrarse a las cosas que conducen a la salvación eterna o apartarse de ellas. Calvino, el otro protagonista de la reforma, tomó también una posición similar a la de Lutero: predicaría la predestinación divina, Dios no sólo predestina a algunos hombres como objetos de la gracia sino que también decide la condenación eterna de otros (Harkness, 1931).

Encontramos en Lutero un dualismo bien-mal o Dios-Satán. El hombre se torna libre en tanto forma parte del segundo mundo. La libertad supone la presuposición de un ente «yo» que caracteriza el mundo más interno del ser humano. La substracción del mundo de Dios es realizada por la manifiesta tendencia al mal de los que arrastran el pecado original: esos «yoes» que supone de antemano.

El racionalismo

Las ideas de los tres filósofos más destacados del racionalismo –Descartes, Spinoza y Leibniz– acerca de la libertad ilustran perfectamente nuestra tesis. La separación de los defensores de la libertad y no libertad responde a la presuposición o no de un «yo» separado de la naturaleza.

Si ha habido un ejemplo de dualismo claro, que sirve de patrón al que comparar, es el modelo de interacción alma-cuerpo de Descartes (1641/1977). La mente observa el mundo y ejerce una influencia sobre el cuerpo a través de la interacción.

Por un lado, percibimos la existencia de los cuerpos extensos cuya existencia debemos creer, pues dada la suprema bondad de Dios no nos puede enviar ideas falaces de cuerpos que no se dan realmente, aunque no sean éstos como los que percibimos por los sentidos. De otra parte, sentimos placer, dolor, hambre, sed, alegría, tristeza,... Observa Descartes que los diversos órganos de un cuerpo se relacionan con las pasiones del alma: cierta excitación en el estómago se relaciona con el hambre, la sequedad de la garganta se relaciona con la sed, el daño en una parte del cuerpo se relaciona con el dolor, &c. Este cuerpo mío me pertenece realmente, diría Descartes, pues no puedo separarme de él como de los demás cuerpos. Sin embargo, el cuerpo es algo separado de mis afecciones mentales. Lo que yo soy reside en la cosa pensante, en el alma, y puedo concebir ésta aparte del cuerpo porque podemos tener una idea clara de ella. Es indivisible, al contrario que los objetos extensos, y su unicidad es el «yo».

En este modelo mente y cuerpo se interaccionan mutuamente. De hecho, Descartes propone situar el punto de contacto del cuerpo y el alma en el cerebro, más concretamente en la glándula pineal. La mente puede mandar órdenes al cuerpo desde su voluntad y recibir sensaciones de éste. De este modo, se hace posible la libertad humana a través de una dirección del cuerpo por parte del alma.

Spinoza es otro de los filósofos excepcionales que ha tomado parte en la discusión, y se manifestó en contra de la libertad tal como la entendemos aquí. «Los hombres creen ser libres sólo a causa de que son conscientes de sus acciones, e ignorantes de las causas que las determinan, y, además, porque las decisiones del alma no son otra cosa que los apetitos mismos, y varían según la diversa disposición del cuerpo, pues cada cual se comporta según su afecto(...) quienes creen que hablan, o callan, o hacen cualquier cosa, por libre decisión del alma, sueñan con los ojos abiertos» (Spinoza, 1677/1987, parte III, prop. II, escolio).

El alma y el cuerpo son una misma cosa que se concibe ya bajo el atributo del pensamiento, ya bajo el de la extensión. «Las decisiones del alma no son otra cosa que los apetitos mismos, y varían según la diversa disposición del cuerpo» (ibid., parte II, prop. II, escolio). «No hay en el alma ninguna voluntad absoluta o libre, sino que el alma es determinada a querer esto o aquello por una causa, que también es determinada por otra, y así hasta el infinito» (ibid., parte II, prop. XLVIII). Nuestros afectos, nuestros pensamientos, nuestros actos ocurren de modo necesario. El ser humano no es un imperio aparte del resto de la naturaleza sino que está inmerso en la misma.

Spinoza contraría a Descartes al no permitir que brote del alma hacia el cuerpo ningún deseo que no haya sido influido previamente por el cuerpo arrastrado por una causalidad determinista, un destino necesario.

Sin embargo, Spinoza ha de manifestar que el hombre es libre según otro modo de entender la libertad. Se es libre en cuanto se sigue al dictamen de la razón, por el conocimiento racional de la necesidad a que se ve sometida la naturaleza y nosotros mismos, el modo necesario con que están concatenados nuestros actos. La voluntad y el entendimiento son uno y lo mismo (ibid., parte II, prop. XLIX, Corolario). Un amor a Dios, expresado al modo peculiar de Spinoza, y al modo especial que tiene Spinoza de entender a Dios, es a lo que se reduce nuestra auténtica libertad, aquélla que no nos viene dada por ser lo que somos sino que debe ser buscada.

Leibniz (Leibniz, ed. 1990) define una libertad que está totalmente determinada, aunque no de modo necesario porque según él lo contrario sería posible; no lo es en modo absoluto pero sí sería posible en un modo hipotético, la elección tiene siempre sus razones que inclinan sin que ello conlleve una necesidad. La libertad se alcanza cuanto más coincide nuestro obrar con las perfecciones de nuestra propia naturaleza, o sea, según él, siguiendo la razón. Dios está obligado por su propia naturaleza a hacer el bien y así mismo nosotros estamos determinados, pero la acción contraria a lo que hacemos no es imposible. «Contentémonos, pues, con una libertad deseable y próxima a la de Dios, la cual nos predispone a escoger y obrar bien, y no pretendamos esa libertad penosa, por no decir quimérica, de hallarse sumido en la incertidumbre y en un perpetuo atolladero» (Leibniz, ed. 1990, p.209).

El fatalismo de Leibniz es menos acusado que el de Spinoza, al hacer esas distinciones entre distintas necesidades. En Leibniz, la libertad es sabiduría y potencia, esa potencia de poder obrar de otro modo –es decir, no entrar en contradicción– aunque estemos determinados a no hacerlo. Estas potencia y sabiduría constituyen una definición de libertad ajena a la que hemos propuesto del libre albedrío. Tanto en el segundo modo de entender la libertad de Spinoza como en Leibniz se habla de que la servidumbre, la esclavitud a las cosas externas, viene cuando se obra en función de las pasiones; y que la libertad, la auténtica libertad que ellos definen, la encuentra aquél que razona y conoce su auténtica naturaleza determinística, aunque su obrar y pensar estén determinados. Esta acepción de libertad dista bastante de ser la que se conoce con la palabra «libertad» usualmente, tal como definimos en la primera sección. Es la virtud de los seres racionales, pero no una libertad propiamente dicha. Por lo tanto, en cuanto a la concepción que nosotros manejamos de libertad, Spinoza y Leibniz la negarían desde un determinismo.

Empiristas británicos

Hobbes{4} ha de negar una autonomía al ser humano en pos de una necesidad omnipresente, conservando todavía esa tradición de épocas pasadas de asignar a Dios la potestad de ella. «Yo puedo querer si quiero me parece una expresión absurda» (Hobbes, 1654, p. 133); «hay causas ciertas y necesarias que inducen a todo hombre a querer lo que él quiere» (ibid., p. 161). Existe una relación de necesidad entre una causa y su efecto, y entonces todos los efectos que se han producido o producirán tienen su necesidad en cosas que le anteceden.

Sí defiende, por otra parte, una concepción de libertad que se identifica con la falta de coacción externa y no con la falta de necesidad. Para él puede haber elección libre de coacción, es decir «por las buenas», sin por ello perder un ápice de terreno la necesidad, y por tanto no es libertad de necesidad. Es el caso de las acciones voluntarias en las cuales «elección y necesidad van juntas» (ibid., p. 134). Aunque, sigue Hobbes, «la cuestión... no está en si un hombre es un libre agente... sino si la voluntad de {hacer algo} o la voluntad de abstenerse depende de su voluntad o de alguna otra cosa que esté en su poder» (ibid., pp. 132-133). La libertad por la que tiene sentido preguntarse para Hobbes es la libertad de necesidad.{5}

La libertad de elección no es tal libertad en el sentido en que la hemos definido, y no quita la necesidad de elegir. «Los caballos, perros y otras bestias a menudo vacilan ante el camino que van a tomar, retrocediendo el caballo al percibir una figura extraña y avanzando de nuevo para evitar la espuela. ¿Y qué hace el hombre que delibera sino ora proceder a la acción ora retraerse, según lo atraiga la esperanza de un mayor bien o lo aleje el miedo de un mal mayor?» (ibid., pp. 136-137). «Cada cual es llevado a apetecer aquello que es bueno para él y a huir de aquello que para él es malo, pero sobre todo del mayor de los males naturales, que es la muerte; y ello, en virtud de una cierta necesidad de la naturaleza no menor que aquella que lleva a la piedra a caer» (Hobbes, 1642, cap. 1, secc. 7).

Su argumento aniquilador de toda capacidad interna de actuar por sí misma sienta fuertemente las bases en el concepto de una necesidad que no viene impuesta por nosotros. Hacemos lo que hacemos y pensamos lo que pensamos por esa necesidad ajena a nuestro Ser. Se trata de un aniquilamiento del «yo» como ente separado del resto de lo existente. Y es que para Hobbes la voluntad es el acto, que no la facultad de querer.

Para Locke (1690/1984, cap. 14), el hombre es libre por poseer la potencia de obrar o no según elija, para hacer o dejar de hacer una acción determinada,... Esa potencia es una facultad de la mente:

«Cada uno halla en sí mismo, según creo, una potencia para empezar acciones o abstenerse de ellas, y para continuar o acabar varias acciones. De la consideración de la extensión de esta potencia de la mente sobre las acciones del hombre, que cada cual encuentra en sí mismo, surgen las ideas de libertad y necesidad...» (Locke, 1690/1984, cap. 14, parr. 5)

El dualismo de Locke se separa del de Descartes en que el contenido de las ideas no es innato. Lo que llega a nuestra conciencia está determinado por los factores externos, aunque eso no quita que podamos elegir libremente aun en contra de lo que dicte nuestra conciencia.

En Berkeley (1710/1968; 1713/1963) nos encontramos con un buen ejemplo de voluntarismo, o mejor, con un espiritualismo voluntarista, ya que, como es bien sabido, niega la existencia a toda substancia material y en su lugar nos habla de espíritus, que en el caso de los humanos son «substancias pensantes», auténticas causas eficientes activas que producen ideas y actúan sobre ellas. Él mismo no es sus «ideas, sino otra cosa, un principio activo que percibe, conoce, quiere y actúa sobre las ideas» (Berkeley, 1713/1963, p. 116). Por tanto nuestra voluntad decide independientemente de nuestras ideas (percepciones o imaginaciones), y en la producción de nuestros movimientos Berkeley reconoce que empleamos «poderes ilimitados, derivados sin duda últimamente de Dios, pero que inmediatamente los dirigen {nuestras} propias voluntades» (ibid., 125). De nuevo, una concepción libertarista esgrimiendo el concepto de una voluntad autónoma como requisito indispensable para explicar la libertad de los seres humanos y para justificar su responsabilidad por sus malas acciones.

Aunque no se puede clasificar a Berkeley en un tradicional dualismo mente-cuerpo, pues niega la existencia material del segundo, sí separa los contenidos mentales de una voluntad que actúa sobre ellos, o sea, distingue el «Yo» de los contenidos psicológicos.

Para Hume, sigue siendo importante la concepción de causalidad y la creencia de que libertad como falta de necesidad no puede darse, ya que ello suprimiría las causas y tendría como resultado el azar, lo que llama «libertad de indiferencia». Ya que, diría Hume, por más que tengamos la impresión de que somos agentes libres, en el sentido literal de la expresión, cualquier persona que observara nuestros comportamientos durante un cierto tiempo sería capaz de señalar los motivos que nos llevan a comportarnos de una cierta forma. Y esto último es posible porque, en lo que se refiere a las acciones humanas, «los mismos motivos han producido siempre las mismas acciones» (Hume, 1748/1997, p. 107). Así, al igual que ocurre en los procesos naturales en los que la relación de necesidad entre una causa y su efecto es inferida de la observación regular de ese proceso, la necesidad entre las voliciones también se da aunque no tengamos conciencia de ello en primera persona.

No se trata de un determinismo mecanicista sino psicológico, esto es, no podemos escapar a cómo somos, los estados mentales que constituyen nuestro yo nos determinan, y por eso la libertad, afirma Hume, es «el poder de actuar o de no actuar de acuerdo con las determinaciones de la voluntad» (ibid., p. 119). Determinaciones éstas que siguen los designios de la «propensión» y de la «aversión», que son los verdaderos motores de la acción humana, y a las que se somete nuestra razón en el camino de la libertad.

Hume representa de forma paradigmática la versión compatibilista tradicional entre aquellos que le prestan más atención a la libertad como falta de coacción externa, lo que no es nuestro caso: nosotros lo clasificamos dentro de los deterministas negadores de la libertad. Es, además, una versión similar a la hobbesiana, sólo que ahora el determinismo psicológico es más acentuado.

Kant

Tras el racionalismo y el empirismo llegó Kant (1788/1994; 1926/1991; 1928/1991), recogiendo influencia de ambos y criticándolos.

En lo que se refiere al tema de la libertad, afirma que no se puede inferir ésta a partir de la experiencia ni de la razón. «No podemos demostrar la libertad a posteriori, ya que la carencia de percepción de causas determinantes no aporta prueba alguna respecto a su existencia. Tampoco somos capaces de reconocer su posibilidad a priori, puesto que la posibilidad de la causa originaria, es decir, aquella que no se ve determinada por ninguna otra, no se deja concebir en modo alguno. Por lo tanto, no nos es posible demostrarla teóricamente, sino como una hipótesis prácticamente necesaria» (Kant, 1926/1991, refl. 4724). La única salida que vio Kant al problema fue la de considerar la existencia de la libertad necesaria para mantener las leyes morales. El principio de la moralidad excluye, según Kant, toda condición sensible de determinación, encierra en sí mismo su ser, la razón no apela a ninguna otra cosa para su existencia. El objeto de la moralidad es el supremo bien, pero éste no determina porque se es libre de seguir su camino o no, este mundo fuera del mundo de los fenómenos es el denominado «noúmeno». «La realidad objetiva de la ley moral no puede ser demostrada por ninguna deducción, por ningún esfuerzo de la razón teórica, especulativa o apoyada empíricamente, y, por tanto, aun si se quiere renunciar a la certidumbre apodíctica, no puede tampoco ser confirmada por la experiencia y demostrada así a posteriori; sin embargo, se mantiene firme sobre sí misma» (Kant, 1788/1994, p. 68).

Kant distingue las acciones en cuanto fenómenos, como algo que acontece sometido a causas determinantes, y el obrar espontáneo, donde el sujeto no es pasivo; la libertad pura actúa conforme a leyes que determinan principios internos, mas no se presentan ante los sentidos, ni tampoco se puede entender. La libertad en la voluntad interna del individuo impulsa sus actos y no está condicionada por nada, ni siquiera por el mismo objeto del querer, no está condicionada por la búsqueda de placer o felicidad, es independiente de todo lo empírico o sensible.

Al mismo tiempo que todo acto puede ser examinado desde el punto de vista fenoménico, considerando que todos los actos están atados por una causalidad, también están incondicionadas desde el punto de vista subjetivo. El mundo de los noúmenos no es inteligible por la razón, es intemporal, no sometido a reglas de sucesión y, por consiguiente, libre del orden causal. Moralmente, podemos ver dos actos consecutivos y negar que haya nexo de por medio aunque lo hubíese examinando los procesos físicos que tienen lugar entre los mismos. «Se puede, pues, admitir que si para nosotros fuere posible tener en el modo de pensar de un hombre, tal y como se muestra por actos interiores y exteriores, una visión tan profunda que todo motor, aun el más insignificante, nos fuera conocido, y del mismo modo todas las circunstancias exteriores que operen sobre él, se podría calcular con seguridad la conducta de un hombre en lo porvenir, como los eclipses de sol o de luna, y, sin embargo, sostener que el hombre es libre» (ibid., p. 125). Lo que permite a un acto seguir la causalidad en lo fenoménico y al mismo tiempo estar sincronizado con la persecución de un acto moral sólo puede ser la acción de un Ser que buscase en el mundo el supremo bien, y ese Ser es Dios. El principio de la moralidad autónoma de toda determinación fenoménica es una presuposición. Admite un doble mundo, un dualismo fenómeno-noúmeno para poder salvar la libertad. Vemos pues también que Kant se une a la lista de los que presuponen un «yo» de naturaleza distinta al resto de las cosas para poder sostener su libertad.

Idealismo postkantiano

Para Fichte «la libertad es el punto de partida de toda filosofía» (citado en Heimsoeth, 1990, p. 239), y esto es así porque, a diferencia de los sistemas deterministas que parten de lo dado, un sistema fundado en la libertad parte de ponerse a sí mismo. Sería contradictorio afirmar el libre albedrío a la vez que se parte de un absoluto anterior. En consecuencia, piensa Fichte, el libre albedrío tiene en sí, por esencia, el carácter de absoluto: la libertad es independiente de todo lo dado, es actividad creadora y voluntaria de los seres; es lo que caracteriza al Yo como opuesto al no-Yo. No existe nada externo en el orden del Universo que determine o anule la libertad de cada individuo, sino que su único límite es ella misma en forma de otras libertades individuales. Como en Berkeley, el idealismo de Fichte no se puede traducir directamente a un dualismo mente-cuerpo sino de sujeto pensante y objetos creados por el sujeto.

Mientras que en Fichte el objeto era creado por el sujeto, en Schelling (1809/1989) objeto y sujeto se funden en uno, el Absoluto. Schelling opinaba que el sistema de Fitche no era más que una autodeterminación cuyo resultado sería la anulación de la libertad. Para solucionar este problema propone que la libertad sea anterior al acto de ponerse a sí misma, esto es, considera que la libertad es pura posibilidad. «La voluntad es potencia y la volición es acto», es el «querer» de cada uno, la causa sui que provoca el paso de mera posibilidad a acto, todo ser procede del poder ser, por ello no es extraño que definiera la realidad como una «muchedumbre de voluntades individuales que están comprendidas en una primitiva voluntad». La voluntad particular de cada una de las criaturas procedería de una posibilidad de rebelarse contra las leyes de la voluntad Universal. En esa distinción de voluntades particulares y Universal se observa un dualismo.

En Hegel nos encontramos con un sistema totalizador en el que la libertad es la «libertad de la Idea». El libre albedrío no es la verdadera libertad porque corresponde a un momento del desenvolvimiento de la Idea hacia sí misma. Hegel entiende la libertad, entonces, como autodeterminación, en cuanto que el ser, la Idea, se determina racionalmente desde el momento que vuelve a ser sí mismo. El determinismo hegeliano influiría posteriormente en la creación del materialismo histórico de Marx y Engels.

Schopenhauer manifiesta que cada acto de la voluntad se corresponde con un acto del cuerpo. La libertad «moral»,{6} como él llama al tipo de libertad que nos corresponde, no existe.

«Pensemos en un hombre que, estando en la calle, se dijera: "Son las 6 de la tarde, la jornada de trabajo ha terminado. Ahora puedo dar un paseo; o puedo ir al club; puedo también subir a la torre, a ver ponerse el sol; también puedo ir al teatro; y puedo visitar a este o aquel amigo; puedo también bajar hacia la puerta de la ciudad, hasta el ancho mundo, y no volver nunca. Todo eso depende sólo de mí, tengo total libertad para ello; sin embargo, ahora no hago nada de eso sino que, igual de voluntariamente, me voy a casa con mi mujer". Esto es exactamente igual que si el agua dijera: "Puedo formar altas olas (¡sí! en el mar y la tempestad); puedo bajar impestuosa (¡sí! en el cauce de la corriente); puedo precipitarme espumosa y burbujeante (¡sí! en la cascada); puedo subir libre hasta el aire en forma de chorro (¡sí! en los surtidores); puedo, en fin, cocer y desaparecer (¡sí! a 80 grados de calor); sin embargo, ahora no hago nada de todo eso sino que me quedo voluntariamente quieta y clara en el especular estanque". Así como el agua sólo puede hacer todo aquello cuando se producen las causas determinantes de una cosa o la otra, igualmente aquel hombre no puede hacer lo que imagina poder más que bajo la misma condición.(...) Volvamos ahora a aquel hombre presentado que deliberaba a las 6, y supongamos que se da cuenta de que yo estoy ante él, que filosofo sobre él y niego su libertad para todas aquellas acciones posibles para él; entonces podría fácilmente ocurrir que él, para rebatirme, ejecutara una de ellas: pero entonces, habría sido precisamente mi negación y su efecto sobre su espíritu de contradicción el motivo que le forzase a ello.» (Schopenhauer, 1841/1993, pp. 73-74)

No es necesario comentar lo que significan estas palabras tan claras, creemos que se explican por sí solas. Nos dicen que el querer no lo controla el propio individuo, que «puedo querer lo que quiero» no contiene nada. Encontramos repetido en este autor lo que Hobbes, Spinoza o Hume dijeron: como hay causas que explican todos los actos, pensamientos,... entonces no hay libertad.

Filosofía analítica del siglo XX. Herederos del compatibilismo clásico

En nuestro siglo, los continuadores del compatibilismo clásico creyeron conveniente limitar el tipo de estados psicológicos que constituyen a los sujetos responsabilizándolos de sus acciones a los estados que no fuesen compulsivos, por lo que la libertad no es entendida como falta sólo de coacción externa, sino también falta de coacción por parte de un tipo concreto de estados internos.

Un intento de mejorar la posición compatibilista clásica, que a la vez ilustra nuestro punto de partida, lo constituye la teoría de las voliciones de segundo orden como constitutivas de los seres humanos de Harry Frankfurt (Frankfurt, 1982). Frankfurt opina que la libertad entendida como libertad de acción defendida por Hume y Ayer (1982) es una noción muy limitada. Él, como nosotros, cree que la verdadera libertad es lo que se ha denominado el libre albedrío, para lo cual es necesario que se dé la libertad de la voluntad. En principio esto no significa que los sujetos poseamos una voluntad incondicionada, sino que, además de los deseos que nos mueven a actuar de una determinada forma («deseos de primer orden»), los seres humanos tenemos «deseos de segundo orden» (deseos cuyo objeto son deseos de primer orden) y dentro de éstos, «voliciones de segundo orden» (el objeto de éstas es la voluntad), de forma que, por ejemplo, una persona alcohólica que quiera dejar la bebida puede tener el deseo de tomarse una copa y el deseo de no desear tomarla a la vez. Así, una acción sería plenamente libre si la voluntad del agente es coherente con sus voliciones de segundo orden, en cualquier otro caso estará actuando de igual manera a como lo haría cualquier animal.

A primera vista esta propuesta constituye un avance con respecto a las de los compatibilistas clásicos, pero podemos preguntarnos ¿qué son esas voliciones de segundo orden sino un tipo de deseos?; y si esto es así, ¿no estarían los deseos de cada cual determinados por factores externos ocurridos a lo largo de su historia personal, en cada una de sus vivencias y experiencias que además dependen del contexto social en el que se desenvuelve, &c.? Entonces, ¿cómo sería posible que de la misma experiencia surgiera el deseo de hacer algo y el deseo de no desearlo? Y al no ser estados originados por los sujetos, ¿hasta qué punto se autodeterminaría un agente que actúa en conformidad con sus voliciones? ¿En qué se diferenciaría del sujeto del que nos hablan Hume o Ayer? Y si no se tratara de deseos como los de primer orden, ¿tendrían su origen en el sujeto independientemente de las experiencias de éste? En caso afirmativo nos encontraríamos con elementos incondicionados como condición de las acciones humanas consideradas libres, y por tanto muy cerca de las posiciones defendidas por los incompatibilistas libertaristas. Luego, de nuevo, parece que las dos únicas soluciones son, o bien conformarmos con una libertad paupérrima, o bien adentrarnos en los dominios de lo incondicionado.

Además de entender la libertad como «autodeterminación» en un sentido bastante mísero, algunos compatibilistas trataron de demostrar cómo es posible la compatibilidad entre el determinismo y la elección de alternativas, esto es, el poder haber actuado de forma diferente a como se hizo en una determinada ocasión si se estaba determinado a hacerlo de esa forma. No nos interesa aquí tanto describir el debate en torno a este tema, lo cual nos desviaría de nuestro objetivo, sino tan sólo mostrar como, de nuevo, los compatibilistas clásicos reconocen la posibilidad de elegir entre alternativas a posteriori, mientras que los libertaristas optan por otorgar a los agentes la capacidad de elegir a voluntad entre distintas alternativas de acción en el momento de la elección. El primer compatibilista en decir algo al respecto fue Moore (1911), para quien la elección entre alternativas es condicional, esto es, cuando decimos que alguien podía haber actuado de otro modo lo que queremos decir es que lo habría hecho si así lo hubiera decidido, siendo además ambas proposiciones lógicamente equivalentes.

Una de las primeras respuestas a la propuesta de Moore la realizó Austin (Austin, 1961), quien opinaba que si una acción es el efecto determinado de una causa, de esa causa no puede seguirse otro efecto diferente. Una causa y su efecto están estrechamente vinculados, porque de no estarlo no serían ni lo uno ni lo otro, por lo que afirmar que es posible haber actuado de forma diferente a como se hizo si así hubiera sido decidido es equivalente a decir que es posible actuar de otro modo aunque no hubiera sido decidido. La razón de que un agente actuara de un modo u otro estaría en manos del azar y sería una auténtica suerte que coincidiera la acción realizada con la deseada. Con todo, la aportación que nos interesa destacar es la de Roderick Chisholm (Chisholm, 1964, 1972, y 1982) porque es una nueva ejemplificación de nuestro intento por reducir las posibles opciones a tan sólo dos. En Chisholm nos encontramos con un representante paradigmático de la posición libertarista, que en el caso de la condición de alternativas opta por una interpretación categórica. El mero análisis lógico de proposiciones no puede resolver este problema, ya que no se trata sólo de que el agente pudiera actuar de otra forma si así lo decidiera. Además, tendría que ser capaz de poder decidir actuar de otro modo a priori, para lo cual es necesario situar en alguna parte un elemento que tome esas decisiones de forma incondicionada. No puede ser de otra forma, piensa Chisholm, porque si un sujeto ha de ser considerado moralmente responsable de sus actos, tiene que ser capaz de, bajo las mismas circunstancias, actuar a voluntad decidiendo en cada ocasión qué es lo mejor para él, sin verse afectado por sus deseos o creencias. Lo que Chisholm nos propone es, en consecuencia, un sujeto dotado de un yo autónomo de sus estados psicológicos, y como tal incondiciondo en sus decisiones.

Filosofía analítica del siglo XX. Filósofos de la mente

A continuación nos ocuparemos de algunos autores que, desde la filosofía de la mente, del lenguaje y de la acción, han sumado sus opiniones a las múltiples aportaciones que sobre el tema de la libertad se han realizado en la segunda mitad de este siglo. Los autores en cuestión destacan por sus intentos de naturalizar la mente humana buscándole acomodo en el mundo físico aunque, en nuestra opinión, no todos lo consiguen. Se trata de Donald Davidson, Daniel Dennett y John Searle. Davidson y Searle llegan por diferentes caminos a una postura más o menos compatibilista, aunque cada una de ellas presenta sus peculiaridades y sus divergencias respecto a la postura compatibilista tradicional. Dennett es un caso especial que se sitúa en tierra de nadie, pues no piensa que el determinista fatalista sea defendible, pero tampoco comulga con la noción de un sujeto kantiano poseedor de una voluntad autónoma que garantice su libertad absoluta.

De los tres autores seleccionados para este apartado el que probablemente ha tenido una mayor relevancia en el debate moderno sobre la libertad ha sido Donald Davidson. En su artículo «Actions, Reasons and Causes» de 1963, presentó su teoría causal de la acción, según la cual la explicación de una acción mediante razones constituye una explicación causal. Se trataba de un claro intento por naturalizar la conducta humana, pues Davidson identifica las acciones libres con las acciones intencionales y a éstas las define como las que tienen una explicación verdadera en términos de razones: «lo que un agente hace intencionalmente es lo que está en libertad de hacer y tiene razones adecuadas para hacerlo» (Davidson, 1973/1995, p. 98). Por tanto, la justificación (racional) y las causas de las acciones humanas hay que buscarlas en las creencias y deseos que las provocan, que son, además, estados mentales que pertenecen a los agentes. Pero, ¿qué son estos estados mentales? ¿qué status ontológico les asigna Davidson? Aquí no le queda más remedio que enrolarse en las filas del materialismo y afirmar, en consecuencia, que los estados mentales son eventos físicos. Es importante subrayar que no identifica tipos o propiedades mentales con tipos o propiedades físicas, sino que nos habla de una identidad de eventos o casos particulares («token identity»). ¿Qué importancia tiene esto para el tema de la libertad? Mucha, pues la razón de que se limite a reconocer una identidad de eventos es que, según él, no existen leyes estrictas que permitan predecir conductas en base a la identidad mente-cerebro; no hay identidad de tipos porque el ámbito de lo mental se caracteriza por los principios de coherencia racional que rigen en la estructura holista de deseos y creencias y otros estados mentales. En consecuencia, no es posible generalizar con respecto a las relaciones entre estados físicos y mentales y la conducta observada. Este «anomalismo» de lo mental es lo que, a nuestro entender, por muy naturalistas que fuesen las intenciones originales de Davidson, convierten su teoría causal de la acción en antinaturalista. Si bien no llega a situar la mente en un mundo autónomo y totalmente independiente del mundo físico, sí delimita claramente las relaciones entre la mente humana racional y el mundo gobernado por las leyes físicas.

Daniel Dennett tiene claro que los seres humanos somos, de alguna manera, seres libres, y por ello niega cualquier clase de determinismo. Influido quizás por los resultados de la física cuántica,{7} llega incluso a decir que la física actual nos da una visión indeterminista del mundo. Sin embargo tampoco está de acuerdo con las teorías libertaristas que equiparan a los seres humanos con el perfecto agente kantiano. La de Dennett es una solución intermedia a esos dos extremos. Según Dennett somos seres finitos, limitados, que no llegamos a ser totalmente responsables de nuestras acciones, pero sí lo suficiente como para garantizar nuestra dignidad y nuestra responsabilidad, y ese es el tipo de libertad exigible para los seres humanos en cuanto seres racionales (Dennett, 1985, p 153). La libertad que considera ajustada a nuestra «dotación biológica» es aquella que, en cada momento concreto, posibilita la toma de decisiones en base a nuestras expectativas y deseos sin que exista un plan predeterminado que nos obligue a hacerlo. Se trata de una visión realista de los seres humanos que en cuanto sujetos que no se han creado a sí mismos se comportarían según su «diseño». Aunque, al igual que el funcionamiento de una máquina de bingo diseñada para actuar de una forma determinada es impredecible, ese determinismo previo se manifiesta en forma de indeterminación en el momento de actuar. Así, la mayor amenaza a nuestra libertad no tiene el rango de metafísica, sino que se trata de las coerciones externas que se puedan dar en cada situación particular, y las ataduras que nos imponemos a nosotros mismos en forma de compromisos con familiares y amigos, proyectos futuros, &c.

Al igual que en el caso de Davidson y de Dennett, John Searle se encuentra con el problema de tratar de solventar las aparentes diferencias entre las leyes físicas que gobiernan el mundo material y el comportamiento humano. Él mismo reconoce no ser capaz de reconciliar sus creencias científicas con sus creencias de sentido común (Searle, 1984), e incluso opina que el tema de la libertad es irresoluble ya que, por más que la ciencia nos de una cierta visión del mundo, nuestra experiencia de libertad permanecerá siendo irreducible. Lo que ocurre es que Searle parece darle, en según qué momento, mayor importancia a sus creencias de sentido común que a la evidencia fáctica que proporciona la física. Cuando parece haber dejado claro que los procesos microscópicos del universo determinan todo lo que ocurre en el nivel macroscópico, se descuelga con afirmaciones tales como que «{la experiencia de libertad} es una parte esencial de la experiencia de actuar» (ibid., p. 108). Además, al igual que Davidson, Searle identifica las acciones libres con las acciones intencionales, y nos habla de una intencionalidad que es causal y cuyas condiciones de satisfacción son que ocurran ciertos movimientos corporales en tanto que causados por esa misma intención en la acción; así, el sentido de libertad del que nos habla «no es solamente un rasgo de deliberación, sino que es parte de cualquier acción, ya sea premeditada o espontánea» (ibid., p. 109). Son, en cualquier caso, afirmaciones que no le comprometen con nada, pero que sí denotan una cierta reticencia a negarle a la libertad un papel principal en la explicación de la conducta humana, para lo cual se vería obligado a admitir más de lo que estaría en principio dispuesto a admitir. (Ver discusión más en detalle en Pérez Chico, 1998.)

Conductismo

Una expresión más contemporánea del hombre como una máquina, en cierto modo dentro de la tradición de La Mettrie (La Mettrie, 1749), viene dada por los conductistas en psicología. El conductismo reduce la conducta humana a conjuntos de estímulos y respuestas, correlados según muestran los experimentos, y anula cualquier línea separadora entre hombre y animales. Los estados mentales son disposiciones a la conducta. No hay lugar alguno para un mundo interior de estados y procesos mentales. Su fundador, John Watson (1913, 1930), proclamaba que el organismo es una máquina que se puede explicar en términos físico-químicos.

Así , B. F. Skinner (1933, 1948, 1957), otro conductista celebre, ilustra esta filosofía con:

«Mi respuesta es suficientemente sencilla,... deniego del todo el que la libertad exista. Debo denegarlo, o mi programa sería absurdo. No se puede tener una ciencia sobre una materia subjetiva que hace saltos caprichosamente. Quizás nunca probaremos que el hombre no es libre; es una asunción. Pero el éxito creciente de una ciencia de la conducta lo hace más y más plausible.» (Skinner, 1948)

Para Skinner, los seres humanos se comportan deterministamente y no hay intervención posible de una conciencia no física. Todas estas conclusiones las saca en base a experiencias de las que concluye que el ser humano funciona como una caja negra en la que, dado un estímulo, se provoca una respuesta en tal conducta.

Ciencia, determinismo y libertad

La ciencia ha intervenido en la discusión acerca de la libertad en cuanto ha tocado el tema del determinismo.

El concepto «determinismo» se aplica a cómo son las cosas en sí, ontológicamente; y el de «predictibilidad» a cómo son las cosas en nuestro conocimiento, epistemológicamente. No deberían confundirse. Sin embargo, hay una serie de autores que insisten en identificar ambos conceptos, o más bien ignorar el primero y darle al segundo el erróneo nombre de determinismo: confunden la autodeterminación de los fenómenos naturales con el que nosotros podamos determinar el futuro de la naturaleza (López Corredoira, 2001). Como ejemplo de este asunto, consideremos el lanzamiento de una moneda al aire en el que conocemos las condiciones iniciales de forma aproximada; la imprecisión puede ser muy pequeña pero no nula. Resultará entonces que no nos será posible conocer si sale cara o cruz, habrá un 50% de probabilidad para cada una de las posibilidades, pero no podemos saber nada más del resultado.{8} No se puede predecir cómo caerá la moneda, pero ésta está determinada a caer de algún modo.

Entre los que proclaman un indeterminismo en la física clásica se encuentran Popper (Popper, 1956) o Prigogine (Prigogine y Stengers, 1979; Prigogine, 1986; Prigogine y Stengers, 1988; Prigogine, 1997). «No me interesa nada la cuestión de si la naturaleza sabe o no lo que hace. Yo no hablo de lo que la naturaleza sabe o deja de saber. No hablo de ontología, sino de modelos intelectuales sobre el mundo en que vivimos», dice Prigogine (Prigogine, 1986). De estas palabras se puede decir que a Prigogine no le interesa el mundo como es, sino que está más interesado en buscarse algún algoritmo matemático que reproduzca sus experimentos de laboratorio. Bien, es una postura respetable. El problema surge cuando, ¡de repente!, decide transformar sus argumentos epistemológicos y pasar a decir que ello es la verdad en sí, que existe realmente un indeterminismo que permite nuestra libertad. Más confusa es su afirmación de que la ciencia no puede decirnos lo que «es» el hombre (Prigogine y Stengers, 1988, cap. 8). También es confusa su afirmación: «No somos nosotros los que creamos estos conceptos, sino la naturaleza la que los impone. ¡Me parece equivocado pensar que la ciencia no es más que una extrapolación del hombre!» (Prigogine, 1996)

El indeterminismo de Prigogine es un desempolvamiento de cuestiones realizadas hace más de un siglo por el físico Maxwell (Niven, 1890) a raíz de trabajos realizados en 1878 sobre mecánica de fluidos por Joseph Boussinesq que implicaban la existencia de bifurcaciones en las ciertas ecuaciones. En la termodinámica lejos del equilibrio pueden existir esas estructuras características denominadas «bifurcaciones».{9} En las bifurcaciones, pequeñísimas fluctuaciones de alguna variable del sistema físico producen comportamientos futuros totalmente distintos. Ello hace a éstos impredectibles. Cada vez que un sistema encuentra una bifurcación crítica y se reorganiza se dice que hay una rotura de simetría. Prigogine llama a esa impredictibilidad indeterminismo.

También Prigogine nos redescubre la flecha del tiempo, algo que ya llamó la atención el siglo pasado a filósofos como C. S. Peirce (Peirce, 1892). La irreversibilidad del tiempo es tema constante en las obras de Prigogine y Popper. Simplemente porque hay más probabilidad de que un sistema físico se desordene a que se ordene, se cree que hay una contradicción con la mecánica Newtoniana y su determinismo, a pesar de que Boltzmann dejó bien claro con la creación de la mecánica estadística que la termodinámica es reducible a mecánica clásica.

Existen dos aspectos de interés en Prigogine o Popper. Uno es el proclamar que la física clásica es indeterminista, posición tremendamente comprometida y fallida en nuestra opinión y que no incumbe directamente a este trabajo. La otra es creer que el indeterminismo abre las puertas a la creatividad, la libertad... Ello es sólo posible si existe un ente controlador que, al igual que propusiera Lucrecio, desvía los átomos a su antojo. De este modo, no se entra en contradicción con las leyes de la física pues éstas contienen un indeterminismo, ¿ontológico o epistemológico? (Ver discusión más en detalle en López Corredoira, 2001.)

Donde sí puede haber un indeterminismo ontológico es en la Mecánica cuántica.{10} La interpretación ortodoxa de la mecánica cuántica acepta un no-determinismo fundamental en las leyes del mundo microscópico. Por ejemplo, no se puede saber cuándo se va a desintegrar un nucleo atómico radiactivo, nada determina el instante de la desintegración. Sin embargo, este no-determinismo sólo ocurre cuando se realiza una medida; el sistema antes de ser observado evoluciona determinísticamente. La descripción del sistema viene dada por la «función de onda» que sigue leyes causales exactas y libres de azar antes de que se realice la operación de medida sobre el sistema.

Bohr decía que la física tiene que elegir entre describir la naturaleza a base de observables clásicos o a base de estados abstractos, tales como las funciones de onda. La primera elección permite representarse las cosas intuitivamente, pero exige la renuncia a la causalidad. La segunda prohibe la representación intuitiva, pero permite conservar la causalidad. Y nunca se podrán reconciliar estas alternativas. En opinión de Margenau (1950, cap. 19), Bohr interpretaría la causalidad a la manera de Hume con la primera elección y a Kant en la segunda. Lo que sí está claro es que en los observables no tenemos causalidad en el sentido de determinismo.

¿Cómo aparece el indeterminismo?, ¿cómo es posible que un sistema de evolución determinista al ser intervenido por otro sistema determinista, que es el aparato de medida macroscópico, origine una indeterminación? No se sabe. Esta paradoja es consecuencia de los problemas conceptuales sobre lo que es medir.

El indeterminismo físico se puede dar a escalas de una o unas pocas moléculas. Resulta además que, dependiendo de lo que ocurra en esas moléculas, se puede amplificar el indeterminismo en todo el sistema macroscópico, pudiendo transmitirse éste a todo un cuerpo humano, por ejemplo. «¿Cómo un movimiento macroscópico puede depender de lo que ocurra en tan sólo unas pocas moléculas?», esa es la cuestión. La respuesta a la anterior pregunta viene dada por la investigación de las aplicaciones de la mecánica cuántica a la biología del ser humano o cualquier ser vivo, más concretamente por algunos estudios de neurología. Ya por el año 1927, Ralph Lillie (Lillie, 1927) llama la atención de las posibles implicaciones del indeterminismo cuántico en sistemas biológicos macroscópicos, el cual los distingue de sistemas macroscópicos de piezas macroscópicas, tal como suelen ser por ejemplo los relojes de cuerda cuyo indeterminismo no se llega a transmitir a escalas del sistema. En los años 30 y posteriores se siguen desarrollando estas ideas y se instaura algo que bien puede llevar el nombre de biología cuántica (Mehra, 1973).

Se han propuesto distintos mecanismos que podían trasladar este indeterminismo a todo el cerebro humano, y a partir de éste a todo el cuerpo, pues el sistema nervioso regula los movimientos musculares de todo el ser vivo. Concretamente, se maneja la hipótesis de que ello ocurre en el fenómeno conocido como «sinapsis», consistente en un intercambio de neurotransmisores entre las distintas neuronas. Básicamente, la célula posee un cuerpo con unas prolongaciones por donde entran impulsos procedentes de otras neuronas, llamadas dendritas, y una sola prolongación de mayor longitud por donde salen los impulsos, llamada axón. El final del axón se ramifica y transmite las señales a neuronas vecinas. Los impulsos se realizan por medio de intercambio de sustancias químicas, neurotransmisores.

Uno de esos mecanismos hace alusión a que la membrana presináptica en las puntas del axón es una bicapa de lípidos con dos moléculas de grosor, una molécula por cada capa. La entrada o salida de los neurotransmisores en la neurona depende fuertemente de lo que ocurra en esta capa bimolecular, que tiene una función de conmutador maestro (Scott, 1985, cap. 14). El hecho de poseer sólo dos moléculas de espesor hace evidentes los efectos microscópicos en ésta, y el que pasen o no neurotransmisores dependerá de lo que ocurra en esta capa dando lugar a movimientos en el cuerpo o no de un modo indeterminado. Se hace entonces posible que el comportamiento indeterminista se amplifique a través de un mecanismo como éste. Estudios neurológicos más próximos en el tiempo (ejemplo Sir John Eccles (1973, 1975, 1994; Beck y Eccles, 1992)) apoyan esta idea.

Otros autores destacan el papel de unas moléculas de tipo proteico llamadas microtúbulos, existentes en las neuronas como los responsables de la amplificación del indeterminismo en la sinapsis. Es en este punto donde entra la conexión entre temas de la mecánica cuántica y el funcionamiento del cerebro (Mitchison y Kistner, 1984a; Mitchison y Kistner, 1984b; Penrose, 1994; Rosu, 1997a). Los microtúbulos son unos tubos huecos, normalmente consistentes de trece columnas de dímeros de tubulina. Los dímeros son bastante pequeños, de unos 8x8x4 nanómetros,{11} y el número de átomos que contiene es alrededor de unos 110 mil. Cada dímero puede existir con, al menos, dos configuraciones geométricas distintas, llamadas conformaciones, que corresponden a dos estados distintos de polarización. Una de las conformaciones tiene dos piezas, la tubulina alpha y la tubulina beta, más o menos alineadas; la segunda tiene ambas tubulinas formando un ángulo de unos 30 grados entre sí. La causa de que el dímero esté en una u otra configuración está en que un electrón situado en la conexión entre ambas tubulinas se desplaze a una posición u otra.

Dado que, tradicionalmente, las ideas de determinismo y no-libertad han venido parejas, se ha querido ver en el indeterminismo cuántico un distanciamiento de la mecánica clásica que permite la libertad (Compton, 1935; Compton, 1981; Eddington, 1932; Jordan, 1944; Jordan, 1955; Stapp, 1995). El sistema de neuronas estaría continuamente influenciado por la actividad en las membranas presinápticas o por los microtúbulos dando lugar al «libre albedrío» (Penrose, 1994; Horgan, 1994; Rosu, 1997a). Al igual que Lucrecio propusiera en su De Rerum Natura, diversos físicos contemporáneos especulan que los átomos de un cuerpo humano pueden cambiar sus trayectorias según la voluntad de aquel a quien pertenece el cuerpo. El indeterminismo deja la posibilidad de elegir entre diversas soluciones en la trayectoria de los átomos, y es la voluntad del hombre la que elige. La mente colapsa la función de onda de las componentes introductoras de indeterminismo en la sinapsis cada vez que se realiza una medida.{12}

Se trata de un dualismo, una interpretación desgajada del tradicional materialismo científico. Es un dualismo, donde las membranas presinápticas, o bien los microtúbulos, tienen un papel similar al de la glándula pineal que conecta alma y cuerpo en el dualismo de Descartes (Descartes, 1641). Más bien un dualismo interaccionista. En esta perpectiva se incluyen de algún modo las ideas de Popper, aunque éste localiza con más exactitud la región de la interacción, ésta no abarca todos los procesos sinápticos cerebrales. Junto con John Eccles, neurofisiólogo, propone un argumento para el interaccionismo defendiendo la existencia de que hay un lugar en el hemisferio izquierdo del cerebro donde interaccionan mente y cuerpo (Popper y Eccles, 1977). Eccles defiende la hipótesis de Popper de los tres mundos{13} desde sus conocimientos de neurología. Ambos, Popper y Eccles, defienden en su grueso volumen la libertad con una posición afín a la libertad cuántica, es decir; la mente observa al cerebro y selecciona las neuronas para activarlas con objeto de obtener lo que quiere, obtener los acontecimientos mentales que quiere. Aunque su idea de los tres mundos es más particular, la interacción mente-cuerpo concuerda con las ideas de los físicos defensores de la libertad. No todos los autores que hablan de la libertad dentro del marco de la mecánica cuántica se declaran dualistas interaccionistas como en Popper, sino que algunos, como Wigner, hablan de un mundo mental dentro del único mundo existente.

3.2. Conclusiones

Hemos querido con este trabajo hacer una aclaración de términos más que una defensa de alguna postura determinada. En definitiva, hemos tratado de mostrar, tal y como ilustramos en los anteriores ejemplos, que sólo se pueden tomar dos posiciones en cuanto a la libertad: el dualismo o el materialismo. Las posiciones intermedias o bien no se refieren a la libertad de la que sea relevante hablar o bien es un dualismo encubierto.

4. Últimas reflexiones: diálogo abierto en torno a la libertad

A: Nuestro propósito ha sido decir algo sobre un concepto de libertad humana que sea más que un hacer lo que se quiere en un momento concreto. Al hacerlo hemos concluido que todo lo que se pueda decir sobre tal concepto puede incluirse en uno de dos bandos excluyentes: o se es materialista, y por lo tanto se niega ese concepto de libertad, o se afirma ésta decididamente, lo cual, en la gran mayoría de las casos lleva aparejada la suposición de unos seres dotados de voluntad autónoma. Se trataría, en este último caso, de unos sujetos considerados como superorígenes más que como orígenes de sus actos.

Dicho lo anterior me gustaría retomar la cuestión de si es posible afirmar que los seres humanos somos libres con una libertad tal y como la hemos definido nosotros en este trabajo, adoptando para ello una posición materialista. Para ello sería necesario demostrar, o al menos mostrar, que los seres humanos, como consecuencia de su desarrollo evolutivo, son capaces de prever situaciones y actuar en consecuencia siguiendo no sólo pautas de comportamiento universales, sino personales;{14} que no sólo actuamos en base a un programa predeterminado biológica o socialmente, sino que somos capaces de utilizar nuestros conocimientos de forma personalizada. De esta manera no sería lícito hablar de superorígenes ya que ese conocimiento del que nos apoderamos reflexivamente tiene un origen externo a nosotros, pero sí que se puede hablar de orígenes en cuanto nos apoderamos de él y lo utilizamos para lograr nuestros fines. Esto es, ni más ni menos, lo que hace que dentro de la universalidad funcional de nuestros organismos exista una variedad tan rica: no somos robots preprogramados para actuar de forma homogénea, tampoco somos animales encadenados al presente, reaccionando a estímulos externos (o internos) según unas pautas de comportamiento estandarizadas. Somos animales, sí, pero animales evolutivamente superiores, dotados de una memoria no sólo fisiológica sino psicológica; dotados de una conciencia que nos permite conocer y reflexionar sobre los contenidos que tenemos en memoria, lo cual nos hace autoconscientes. En definitiva, la clave para dirimir si somos libres y cuánto lo somos está en mostrar cómo todo este conjunto de «procesos psicológicos superiores» entra en relación con el nivel fisiológico y es capaz (¿lo es?) de producir cambios morfológicos en su estructura (lo cual, a su vez, repercutirá en nuestros contenidos psicológicos...). Y todo ello sin hablar de un 'Yo', sino de organismos evolutivamente complejos y autoorganizados. Sólo así podríamos hablar de un sujeto libre más allá de que haga lo que quiera hacer en cada momento concreto si nada se lo impide, sin que por ello se nos acuse de brujería trasnochada.

B: Hubo un tiempo en que los hombres veían espíritus por doquier; en las montañas, en los ríos, en los astros, ... y, como no, en cada uno de los individuos humanos. Luego, llegó en la Grecia clásica la idea de que las cosas podrían tener una explicación y, desde aquella época los espíritus y misterios han sido reducidos. El último fantasma fue el del hombre con su libertad. Cuando el materialismo se ha manifestado como lo ha hecho en los últimos siglos ha destruido toda libertad en el hombre, y tal posición no ha logrado ser derrocada por los múltiples enemigos que ha tenido. Tampoco veo que la autoconciencia y los «procesos psicológicos superiores» a los que te refieres nos hagan más libres. Son procesos, por muy complicados que sean, y como tal naturaleza.

No hay libertad, fatalismo es el nombre de una posición bastante razonable en cuanto a la situación del hombre se refiere. No hay «Yo», no hay seres humanos autónomos, todo es naturaleza. Cuanto más profundizamos en el análisis de nuestra condición, tanto desde la ciencia como de la filosofía, mayor evidencia tenemos de este hecho.

A: Ciertamente, la solución a la mayoría de los problemas suscitados en torno a los seres humanos pasa por adoptar una posición naturalista frente a ellos. Pero situar a los seres humanos en el lugar que les corresponde dentro del orden natural no debe confundirse con adherirse a un reduccionismo ingenuo según el cual todo lo definible como humano no es más que el resultado de la interacción a nivel micromolecular de partículas predeterminadas a actuar de la forma en que lo hacen.

Es precisamente el lugar exacto que ocupan los seres humanos en la naturaleza lo que permite ofrecer mi opinión en referencia al tema de la libertad. Se trata, tal y como yo lo veo, de un lugar lo suficientemente elevado como para poder observar el quehacer de la naturaleza y escapar al fatalismo que has mencionado.

Es la mía una posición que afirma una noción de libertad humana semejante a la que se ha hecho alusión en este trabajo, pero que, al aceptar la naturalización de las capacidades humanas, reniega de cualquier clase de dualismo. Se trata, de nuevo, de una postura muy próxima al compatibilismo que sitúa a los seres humanos en el origen de sus acciones sin que para ello sea necesario referirse a un homúnculo o a una voluntad omnisciente y todopoderosa. Es una postura que no confunde originación con superoriginación; y que, finalmente, explica la posibilidad de ser origen por medio de la evolución.

B: Curioso es que menciones la evolución. Precisamente por tal conocimiento se vincula al ser humano con el resto de las especies vivas, se reduce el hombre a lo biológico. El programa reduccionista ha logrado dentro de las ciencias biológicas un éxito aplastante, y la teoría de la evolución tal y como se la conoce hoy en día es uno de los pilares fundamentales de tal éxito.

Atrás quedan los tiempos de los vitalistas. Bergson y su evolución creadora han dejado de tener su apoyo entre biólogo alguno desde hace más de medio siglo. La teoría de la evolución nació con Darwin dando palos a aquellos que situaban al hombre en un plano aparte de la naturaleza y sigue haciéndolo. Autores como Jacques Monod o Richard Dawkins subrayan el carácter fatalista de la teoría: se trata de un azar totalmente ciego compenetrado con la mecánica natural. No hay creatividad, sólo múltiples ensayos de los cuales se perpetúan aquellos que mejor se adaptan al entorno. Mucho menos hay finalidad o camino hacia la conciencia de la materia ni demás barbaridades que se oyen por ahí. El ser humano, en concreto, habita ahora la tierra pero podía no hacerlo. No es posible dentro de este marco el dar un salto discreto desde la materia a seres que originan sus propios actos.

A: Es también cierto que existen hechos culturales, los cuales no parecen necesarios para una mejor adaptación al medio, y que, por lo tanto, nada aportan a nuestra supervivencia. Lo que yo querría poder explicar es en cierta medida equivalente al gran problema que se le presenta a los naturalistas evolucionistas de explicar el paso de la naturaleza a la cultura; o el problema parecido con el que se encuentran los filósofos de la mente que tras aceptar la teoría de la identidad mente-cerebro todavía no terminan de resolver el problema de la causalidad mental. En todos estos casos ha quedado probado que el reduccionismo no es la solución más adecuada, pues tan sólo consigue eliminar uno de los términos que se quieren explicar, pero eliminar no es equivalente a explicar. No se trata de decir que uno es materialista o fisicalista, y que como no se han dado argumentos concluyentes en su contra no queda más remedio que aceptar el fatalismo como única salida al problema de la libertad humana.

Dentro de la uniformidad filogenética de nuestra especie existe la variedad ontogenética, y es por ahí por donde quizás encontremos un resquicio para salvar la posibilidad de que, como seres auto-organizados pero a la vez autoconscientes y autoreflexivos capaces de recordar el pasado y adelantarnos al futuro, podamos adaptarnos de forma individual al medio.

B: Primero: esa separación entre lo cultural y natural no es tan tajante como lo pintas. «Nos convertimos en cazadores, cazar nos hizo más valientes, menos egoístas, más cooperadores, más capaces de concentrarnos en metas a largo plazo y, sobre todo, mejor alimentados: la nueva dieta de altas proteínas nos capacitó para llegar a ser aún más inteligentes. El cazar cooperativamente nos aportó la necesidad de llegar a ser más comunicativos. Desarrollamos el lenguaje. Con la evolución de la historia de la humanidad nuestro lenguaje corporal se trocó en danza, nuestra caza hacia deporte, nuestra habla hacia canto, poesía, teatro.» (Morris, 1994). Basta investigar un poco por encima la conducta del ser humano para darse cuenta de que es un animal vestido con ropa: con sus deseos, ansias de protagonismo, voliciones fruto del arrastre de lo que es su naturaleza, &c. La misma cultura humana que aparentemente está desligada de los instintos animales, es decir las leyes materiales, puede vincularse con aquéllos a través de la idea freudiana de represión. Los hechos culturales tienen, según la opinión del psicoanalista, una explicación material que parte del condicionamiento a que está sometido el hombre por los principios de placer y de realidad; este último aplaza la consecución del placer para futuras ocasiones.

Segundo: efectivamente, eliminar no es explicar. Cuando se dice que la conciencia no es nada se quiere decir que no es nada por sí sola sino que se explica por la actividad cerebral. El entendimiento del cerebro es algo muy complejo y se está avanzando en él poco a poco. En cualquier caso, si insistes, puedo citarte ejemplos de emociones, sentimientos, pensamientos o voliciones que tienen una explicación material satisfactoria. Antes de preguntarte por la conciencia humana, pregúntate por la de los animales: conejos, reptiles, insectos y hasta bacterias. Si me dices que su conciencia no es nada, así se puede aplicar a los seres humanos; si me dices que es una pura actividad interna del sistema nervioso, aplícalo también al ser humano. El ser humano puede ser más complejo pero es sólo una diferencia de grado. Y si insistes, explícame qué gen ha sido tocado en la evolución que marca tal diferencia con los animales (en la medida en que busques una explicación dentro del mundo material caerás rápidamente en contradicción, así que no te molestes).

A: Con respecto a la cita que incluyes, y que te sirve para concluir que el hombre no es más que un «animal vestido con ropa», opino que basta investigar un poco, y ni siquiera tanto, para darse cuenta de que el hombre ha dejado de ser como el resto de los animales, y no sólo porque vista con ropa, sino porque vestir con ropa fue su solución para no pasar frío, porque se construyeron viviendas para resguardarse de la naturaleza y de los depredadores, y no pararon ahí, sino que ahora hablamos de moda, de arquitectura... Por eso, creo que el párrafo que citas serviría mucho mejor para ilustrar mi argumentación,. Yo no he insinuado que el ser humano no sea parte de la naturaleza, ni que su forma de ser, sus conductas y logros no tengan un origen natural. Lo que sí he dicho, y repito ahora, es que la evolución lo dotó de unas capacidades que el resto del mundo animal no posee, y me da igual cómo se originaron la danza o la poesía, lo que realmente me importa es que ha sido precisamente el ser humano, y no las bacterias, el único que las ha desarrollado.

Por último, «individualmente» no quiere decir al margen de la naturaleza, ni siquiera al margen de los contenidos psicológicos que conforman nuestra personalidad. Individualmente es lo opuesto a colectivamente y no es tan difícil entender lo que con ello quiero decir: cada espécimen es capaz de adaptarse particularmente a las circunstancias que le vienen dadas tanto del exterior (del colectivo a que pertenece) como de su interior (recuerdos, conocimientos adquiridos, experiencias pasadas). Esto es, no se trata ya de considerar los argumentos evolutivos a escala filogenética únicamente, sino de ver si esos mismos argumentos sirven para explicar cambios ontogenéticos en cada individuo.

He camuflado mi moderado optimismo con intuiciones la mayoría de las veces vagas, pero en espera de aportaciones más concluyentes, intuiciones, cuando no especulaciones, es lo más que se puede ofrecer en un problema como el que nos ocupa. Lo esencial es que esas intuiciones reciban algún apoyo fiable. Mi intuición me hace pensar que la solución al problema de la libertad pasa por «descubrir» la forma en que genes (biología en general) y cultura (su materialización en nuestro sistema nervioso) se relacionan en el organismo humano y se influyen mutuamente. Con respecto al «apoyo fiable» se incluyen en la bibliografía algunas investigaciones que avalan mi postura (véase, por ejemplo, Lumsden y Wilson, 1981 y especialmente Edelman 1987, 1989 y 1992).

Un par de comentarios más antes de finalizar. Ha de quedar claro que la libertad que defiendo no es tan grandiosa como para tener que referirme a ella con mayúsculas, pero sí se trata de una lo suficientemente grande como para que tengan cabida en ella más atributos de los que los aquí denominados compatibilistas estarían dispuestos a concederle. Es la mía una noción de libertad que acepta grados, aunque no límites definidos, y ello es consecuencia directa de la evolución. Así, por ejemplo, como tú bien señalabas, no es el ser humano el único ser vivo dotado de conciencia, pero su grado de conciencia, así como el de otras muchas cualidades, es probablemente el más desarrollado de toda la escala evolutiva. De la misma forma, el grado de libertad propio de los seres humanos no es algo definitivo, sino que es el que le corresponde a su estado evolutivo, y por supuesto nada tiene que ver, entonces, con la recurrida dignidad humana.

Para una libertad así «sólo» es necesario poder escapar de la esclavitud que impone el presente a la gran mayoría de las especies animales. Cuanto mayores sean los recursos para esa «emancipación» mayor grado de libertad se tendrá. No digo que el comportamiento a nivel fisiológico de nuestros organismos no esté determinado o, lo que es lo mismo, que el «cómo» del funcionamiento de los componentes del organismo no obedezca a un diseño predeterminado (que es resultado de la evolución), pero sí que el «por qué» de un comportamiento y no de otro en un momento dado no está determinado mecánicamente, sino que depende en gran medida de los contenidos de nuestra memoria: conocimientos, experiencias, vivencias, recuerdos... todos ellos, sea cual sea su origen, son personales en tanto su significancia varía con los individuos. ¿Es esto un tipo de determinismo? Quizás lo sea, pero la posibilidad de sortearlo personalmente lo hace muy diferente del fatalismo que tú defiendes.

B: Tal memoria no es tu memoria sino la que las circunstancias naturales te han dado. Tal libertad con minúsculas y sin origen propio es poco satisfactoria bajo mi punto de vista. Veo una contradicción en ser parte de la naturaleza y ser individuo independiente. No se puede ser independiente cuando se es una parte inseparable del colectivo, no se puede ser gota de agua independiente en el río del Universo. Cada individuo se adapta a las circunstancias que el todo le impone y no a los de su existencia particular separada. Háblame de alma sin naturaleza alguna o no me hables de libertad. O fe o fatalismo. Afrontemos lo segundo, caigamos en ese abismo fruto del sentimiento que se genera en la imparable búsqueda racional de la verdad (López Corredoira, 1997).

A: Entre fe o fatalismo prefiero situarme en una posición intermedia que... &c., &c., &c.

Notas

 *  Facultad de Filosofía, Universidad de La Laguna.
Correo electrónico: dcperez@ull.es

 **  Astronomisches Institut der Universität Basel. Suiza.
Correo electrónico: martinlc@astro.unibas.ch

{1} Como es el caso de todos aquellos que hacen compatible el determinismo con la libertad en un solo mundo.

{2} Se han dado muchos nombres distintos para designar a este ente al que nos referimos: alma, espíritu, voluntad, sustancia pensante, mente, conciencia, homúnculo, psique...

{3} Ver algún texto sobre los filósofos presocráticos, por ejemplo Alegre Gorri (1995).

{4} Pudiera clasificarse a Hobbes como racionalista en vez de empirista. Hemos optado por incluirlo con los empiristas sin querer hacer prevalecer nuestro criterio. No es tema de discusión en el presente trabajo.

{5} Algunos autores suelen incluir a Hobbes entre los compatibilistas clásicos (véase Honderich, 1993 ó Dennett, 1984), pero eso es así porque se refieren a la libertad de coacción, la cual, aunque afirmada por Hobbes, queda relegada a un segundo plano, y tampoco no interesa en este trabajo como ya quedó dicho en la introducción. El obispo Bramhall, en su conocida disputa mantenida con Hobbes en referencia al tema de la libertad, acusa a éste de negar la «libertad verdadera». Para Bramhall ésta es la que consiste en la capacidad electiva de la voluntad racional (Bramhall, 1676) y es así como hay que afirmarla y no conformarse con la libertad de coacción que no es sino «una libertad infantil... como la de los animales salvajes».

{6} Para Schopenhauer hay tres tipos de libertad: física, intelectual y moral. La libertad física es la ausencia de obstáculos materiales. La libertad intelectual se aplica a la acción bajo pleno uso de la conciencia, sin embriaguez, locura, &c. La libertad moral es la libertad de querer, el «liberum arbitrium» propiamente dicho, y en la que Schopenhauer centra su trabajo Sobre la libertad de la voluntad (Schopenhauer, 1841/1993).

{7} Ver «Ciencia, determinismo y libertad» en esta misma sección.

{8} Esto fue demostrado por primera vez por el físico Poincaré.

{9} Cuando el sistema puede seguir su destino por dos caminos distintos se dice que hay una bifurcación. En Nicolis y Prigogine (1987) se puede ver, largamente desarrollado, la importancia de las bifurcaciones en relaciones con sistemas físicos o biológicos y su relación con la noción de complejidad.

{10} Mecánica cuántica o mecánica ondulatoria es el nombre que recibe la formulación de leyes físicas que gobiernan el mundo. Fue creada en la decada de 1920 y años posteriores. Algunos nombres destacables de entre sus creadores son: Niels Bohr, Werner Heisenberg, Max Born, Erwin Schrödinger, Louis de Broglie, Paul Dirac, John von Neumann. Ver, por ejemplo, Feynman, Leighton y Sands (1965); Cohen-Tannoudji, Diu y Lalöe (1977); Greiner (1989); Horgan (1992); Jammer (1989); Rosu (1997b); Wheeler y Zurek (1983), aunque los libros y artículos publicados acerca del desarrollo y expresión de la teoría cuántica son numerosísimos.

{11} Un nanómetro son 0.001 micras o 0.0000001 centímetros.

{12} Idea debida, entre otros, a Compton (1935; 1981), von Neumann (1932), Wigner (1961, 1967), y defendida actualmente por autores como H. P. Stapp (1991, 1993), &c.

{13} De los tres mundos de Popper (1956): el físico, el de la conciencia y el mundo de las ideas en sí; los dos primeros interaccionan en lo que se llama «interaccionismo psicofísico» de un modo similar al que Descartes había propuesto. No sólo Popper y Eccles defienden esa concepción, también Penrose (1994) y otros.

{14} En ningún momento se dice que estas capacidades sean llevadas a cabo de forma voluntaria, ni siquiera que la conciencia sea necesaria para su buen hacer. No dejes que el vocabulario aparentemente dualista apure tus ansias de crítica y ten un poco de paciencia hasta que esta exposición haya concluido.

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