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Capítulo 17

Rigoberta y la redención

“Aparentemente, el dueto víctima-opresor forma en este momento la base de la moral global. Es como si los medios de información y los internacionalistas necesitaran el prisma de estas dicotomías maniqueas para crear un contexto que les resulte creíble. Si no hay Bien y Mal, no vale la pena conocerlo. Un enfoque bastante teatral de la vida.” –Richard Wilson, 1995.{1}

Yo no iba a dejar de investigar el contexto histórico del testimonio de Rigoberta, aunque ella estuviera harta de ser un objeto de estudios y aunque el mío le pareciera racista. Demostrar que otros mayas contradecían su testimonio no tenía nada racista. Ni tampoco era racista señalar que, cuando la mayoría de los campesinos ya querían la paz, este testimonio ayudó a captar apoyo internacional para una insurgencia derrotada. Casi todos los lectores le darán la razón a Rigoberta cuando se queja del poder de las representaciones y de quién suele llevar la voz cantante. ¿No va siendo hora de que los antropólogos permitan a los indígenas hablar por ellos mismos? Definitivamente, sí. Pero, ¿quién decidió que era importante escuchar a Rigoberta en particular? ¿Quién decidió que los mayas que se oponían a la guerrilla eran unos vendidos?

Afirmando que era testigo ocular, Rigoberta validó la idea de que sus vecinos estaban oprimidos por los insaciables finqueros y habían aceptado colectivamente a la guerrilla. Esto no es lo que yo oí decir a los sobrevivientes, pero es lo que muchos extranjeros querían oír. El resultado fue promover imágenes de derechos humanos que se ajustaban a las necesidades del movimiento revolucionario, pero no dejaron espacio para sentimientos contrarios entre los campesinos. Lo que yo me vi obligado a cuestionar fue a quién representa Me llamo Rigoberta Menchú: ¿al campesinado maya de donde procede la narradora, a las audiencias extranjeras que la convirtieron en personaje internacional o al movimiento guerrillero que la envió a hacer un llamado a estas audiencias?

Cuando en 1990 y 1991 expuse mis dudas acerca de Me llamo Rigoberta Menchú en pequeños círculos académicos, las reacciones estuvieron muy divididas. Algunos colegas quedaron fascinados, otros horrorizados. Rigoberta se había convertido en un icono, una figura casi sagrada que no podía ser cuestionada sin que se levantara una amarga controversia. El tema de este capítulo plantea cómo es posible que un ser humano alcance una categoría de semi divinidad en las universidades norteamericanas, donde supuestamente se puede cuestionar todo. Trato en primer lugar el dilema intelectual que se oculta tras la acusación de racismo de Rigoberta. Luego enfoco los requisitos de las imágenes de la solidaridad, es decir el simbolismo necesario para persuadir a norteamericanos y europeos de que apoyen movimientos de oposición de lugares distantes. Finalmente, sugiero por qué este mismo tipo de lógica se ha filtrado profundamente en el mundo académico, con el resultado de que se censuran cierto tipo de preguntas que hay que hacer. A mi juicio, la razón por la que ha ofendido tanto a algunos académicos que se haya puesto en duda el relato de Rigoberta, es porque han caído involuntariamente en el viejo juego de idealizar a los pueblos nativos para satisfacer sus propias necesidades morales.

Identidad, autenticidad y el desván antropológico

“Las invenciones son precisamente la materia que forma la realidad cultural. ...La tarea analítica no se trata de descalificar la parte inventada de la cultura por su falta de autenticidad, sino de entender el proceso por el cual ésta adquiere autenticidad.” –Allan Hanson, 1989.{2}

Me llamo Rigoberta Menchú es uno de los muchos trabajos que han captado una gran audiencia porque responde a las expectativas occidentales sobre los pueblos nativos. A diferencia de la mayoría de estos trabajos, ha sido narrado por la voz de una indígena. Puesto que se tiende a considerar que indígenas y campesinos son unos rústicos inocentes, es posible que ellos tengan que cautivar a su audiencia sólo para que les escuchen. Unicamente esto ya explicaría la exageración mítica en la que cae Rigoberta. En este sentido los antropólogos no están totalmente libres de culpa: aunque rebatimos las expectativas más tremendistas, nuestras investigaciones sobre cultura y tradición han fomentado nuevas formas de paternalismo, como por ejemplo las ideas sobre lo que es típico o auténtico. El resultado es una actitud paternalista tanto hacia los indígenas que cumplen las expectativas como hacia los que no las cumplen. Dichas expectativas han sido internalizadas también por los propios indígenas, especialmente por aquellos que van y vienen entre el medio rural y el urbano. Sintiéndose bajo presión porque tienen que ajustarse al concepto de autenticidad, se desprecian a si mismos por hacerlo y se desprecian a si mismos por no hacerlo. Pero pueden participar también en el juego de la autenticidad. A pesar de lo harta que esté Rigoberta de los estereotipos, su testimonio de 1982 fue una contribución a éstos, ya que recurre al monolingüismo, el analfabetismo y el rechazo a la tecnología occidental para evocar una imagen de autenticidad. Nada de esto corresponde a los k’iche’s que yo conocí, pero ha logrado que los lectores de Rigoberta definan a su pueblo de un modo al que ella se opone ahora.

La influencia de las ideas preconcebidas acerca de los indígenas los pone tanto a ellos como a los académicos en una situación difícil. Por un lado, los estereotipos falsean los debates sobre temas indígenas y, por lo tanto, deben ser cuestionados. Por otro lado, los académicos han de respetar el derecho de los indígenas a representarse como ellos lo consideren conveniente. Si, al igual que el resto de la humanidad, les gusta divulgar leyendas sobre ellos mismos, ¿deberían abstenerse los antropólogos de confrontar imágenes que no dudarían en demoler si fueran propuestas por extraños? ¿Qué pasaría si los forjadores de mitos indígenas estuvieran atrapados en las agendas políticas de intereses externas que necesitaran ser cuestionados?

Los acertijos como éste abundan en el paisaje antropológico. A medida que más nativos se trasladan a la ciudades, van a la escuela, se sienten discriminados y defienden sus derechos, han ido definiendo identidades étnicas y nacionalistas tal como han hecho anteriormente otras poblaciones subordinadas. Al igual que las primeras identidades nacionales modernas construidas por los ingleses, los franceses y los norteamericanos, la última ola de etnonacionalismo requiere esquemas míticos que se tienen que construir a partir del material disponible, entre el que se incluye la antropología. Los antropólogos no sólo han registrado conocimientos que de lo contrario hubieran muerto con los ancianos, sus tipologías también demuestran conocimientos que los activistas pueden utilizar para reclamar derechos legales. La antropología se ha convertido en un desván en el que los pueblos indígenas pueden elegir historias y clasificaciones para argumentar su importancia como grupo único.

Los antropólogos deberían alegrarse de que sus investigaciones sean útiles para las personas que estudian. Pero muchos están molestos porque la lógica de sus estudios se ha ido en sentido contrario. A medida que se mezcla la raza humana, los antropólogos han dejado de “esencializar” a los individuos en términos de culturas particulares en lugares particulares. Los mayas que han emigrado a los Estados Unidos no han dejado de ser indígenas ni guatemaltecos sólo porque ellos y sus hijos se hayan convertido en estadounidenses. Su identidad es, en parte, una cuestión de elección y, en parte, lo que la sociedad les ha impuesto. Pero ha sido construida, no dada, y está en constante cambio.

En la antropología los retratos de culturas apegadas a sus tradiciones ya no son muy convincentes. En vez de esto, los académicos están fascinados con la “invención de la tradición”; como por ejemplo, los cuadros ancestrales de los clanes escoceses (inventados por un fabricante de telas a principios de 1800) o los rituales que rodean a la monarquía inglesa (muchos de los cuales han sido inventados recientemente).{3} La invención de la tradición incluye los propios conceptos que utilizamos para percibir la etnicidad, como por ejemplo, el contraste entre blancos y negros. Ha habido también descubrimientos perturbadores acerca de las tradiciones indígenas: algunos se originaron en los salones de los académicos del siglo XIX. Justo cuando los activistas e intelectuales indígenas empezaron a confiar en las categorías legadas por una era anterior de la antropología, los antropólogos contemporáneos comenzaron a tirarlas por tierra. Lo que era “auténtico” resulta ser “inventado”, o eso dice algún antropólogo arrogante, y los indígenas sienten que están siendo sometidos a una nueva forma de colonialismo.{4}

¿Qué pasaría si las mismas distinciones que yo estoy haciendo, entre lo que fue mitificado y lo que es verificable, o entre versiones locales opuestas de lo que sucedió, reflejaran una forma de pensar occidental que yo impongo a una gente que no hace esa diferencia? “La lógica para separar esferas, sea mito, historia, política, geografía o lo que sea”, ha argumentado Alcida Ramos, “no está presente en los discursos indígenas en sí sino en nuestra necesidad de organizar el material etnográfico en categorías familiares para que tenga sentido según nuestros propios términos y los de nuestros lectores... La forma de pensar de los indígenas que se revela en lo que nosotros, no ellos, llamamos mitos, narrativas y demás, supone un reto para la costumbre de clasificar en compartimentos que ha sido heredada de la antropología junto con la premisa científica del racionalismo y el empiricismo occidentales”.{5}

Jonathan Friedman se ha opuesto a “la vasta literatura que desenmascara el pasado” producida por el objetivismo occidental. Si incluso la historia, tal como la entienden los occidentales, se basa en un modelo de cultura que guía cómo se construye, se puede decir entonces que “nuestro propio discurso académico es tan mítico como el de ellos... Cuando el antropólogo o el historiador occidental ataca el punto de vista hawaiano sobre su propio pasado, esto se debe entender como una lucha por el monopolio de la identidad. ¿Quién puede dar una versión adecuada de la Historia?.. Cuando el 'objeto' comience a definirse a si mismo, es posible que los antropólogos tengan que enfrentar una crisis de identidad”.{6}

En un caso como el que describe Friedman, es posible que los antropólogos tengan que enfrentarse con una sólida falange de opinión indígena. Han entrado sin permiso en un terreno sagrado; se les acusa de ser enemigos de la cultura que juraron respetar. Pero, ¿qué pasa si los antropólogos se encuentran en medio de un debate entre indígenas? En el caso de Rigoberta, lo que me contaron otros mayas planteó la cuestión de cómo se compara su testimonio con el de ellos, en qué medida habla en nombre de ellos y en qué medida representa las circunstancias que llevaron a tantas muertes. A pesar de que la mayoría de los mayas con los que yo hablé trató con respeto el testimonio de Rigoberta, las opiniones acerca de sus implicaciones políticas estuvieron bastante divididas. Hasta ahora, donde más obvio es el carácter incuestionable de Rigoberta ha sido entre las audiencias extranjeras. A continuación hablaré de las necesidades de estas audiencias.

Solidaridad y necesidad de dualismo moral

“[Me llamo Rigoberta Menchú] es uno de los libros más conmovedores que he leído. Es el tipo de libro que siento que tengo que compartir, del que hablo a otros profesores para que lo usen en sus clases. Mis estudiantes se solidarizaron inmediatamente con el relato de Menchú y querían saber más, involucrarse. Hicieron preguntas sobre la cultura y la historia, sobre su propia posición en el mundo y sobre el fin y los métodos de la educación. Muchos vieron en la sociedad de los indígenas guatemaltecos unas características atractivas que a su juicio faltaba en sus vidas: vínculos familiares fuertes, solidaridad comunitaria, una relación íntima con la naturaleza, compromiso con las creencias propias y las de los demás.” –Un profesor estadounidense de literatura, 1990.{7}

Derechos humanos es un discurso legal, pero lo que impulsa su aplicación en el mundo es la solidaridad, la identificación política con las víctimas, los disidentes y los movimientos de oposición. En la lucha contra el apartheid en Sudáfrica o a favor de un estado palestino o de la democracia en Europa oriental, los activistas europeos y norteamericanos han presionado a sus gobiernos para que intervengan diplomáticamente. Otros movimientos de solidaridad, en defensa del Tíbet y de Timor Oriental, han tenido más visibilidad que impacto. Latinoamérica ha inspirado un buen número de campañas de solidaridad en los Estados Unidos y Europa: en apoyo de la izquierda chilena después del golpe de 1973, de los indígenas del Amazonas, de los movimientos revolucionarios de Centro América y de los rebeldes zapatistas en México. Gracias a los boletos aéreos económicos, la solidaridad puede traducirse muy pronto en nuevas formas de intervención extranjera. Cualquiera puede ir y venir y todos lo hacen. Bajo el auspicio de las organizaciones no gubernamentales, en las cuales delegan buena parte de sus responsabilidades las instituciones internacionales y los gobiernos nacionales, se está privatizando la ayuda internacional. En nombre de los derechos humanos, la ecología y otras causas importantes, extranjeros relativamente acomodados están interviniendo en conflictos locales complejos.

Típicamente, para promover apoyo para un movimiento es preciso simplificarlo. El término “solidaridad” implica que se pasarán por alto ciertos problemas a fin de crear un frente común contra el mal mayor. A menos que una situación distante sea presentada como un melodrama, no es muy probable que los europeos y los norteamericanos se comprometan emocionalmente con ella. Si perciben demasiada ambigüedad, como por ejemplo un conflicto entre facciones igualmente sórdidas, la única respuesta es, como mucho, un cheque a nombre de una agencia humanitaria. Lo que sí están más dispuestos a abrazar es una causa bien definida que tenga credibilidad moral y cuyas contradicciones permanezcan ocultas. En el caso de Guatemala, el ejército obviamente fue responsable de la mayoría de los asesinatos, pero la guerrilla también tuvo su parte, y nunca estuvo claro qué sentía el pueblo. Al crear un sólido vínculo entre los campesinos y la insurgencia, más sólido de como lo consideran muchos campesinos, Me llamo Rigoberta Menchú convierte una experiencia tenebrosa en una cuestión de moral.

Las imágenes divulgadas por la solidaridad son intentos desesperados para llamar la atención de unas audiencias extranjeras cuyos gobiernos pueden tener un impacto. Para lograr el éxito, hay que superar un desinterés considerable, y cualquier éxito se puede desvanecer rápidamente. Obsérvese Witness for Peace, la red ecuménica cristiana que en los 80 envió norteamericanos a Nicaragua para que sirvieran de escudos humanos en las cooperativas sandinistas que estaban siendo atacadas por contrarevolucionarios financiados por los Estados Unidos. Cuando terminaron las hostilidades formales, Witness perdió su imagen más espectacular. Fue mucho más difícil mantener el interés de los estadounidenses cuando su gobierno rechazó las peticiones de ayuda, el Fondo Monetario Internacional impuso políticas de austeridad y los nicaragüenses quedaron a merced de la miseria y la delincuencia común.

En el caso de Guatemala, la invisibilidad de la ayuda militar estadounidense se reflejó en un movimiento solidario más reducido que en Nicaragua y El Salvador. Guatemala sólo empezó a protagonizar titulares cuando entre las víctimas se identificaron estadounidenses. Fue este vacío lo que convirtió a Rigoberta en un personaje importante. Sin embargo, ni siquiera ella tenía bastante caché. El Nobel es el premio más prestigioso del mundo, pero no todos los laureados reciben la misma atención. En Estados Unidos los medios de información le dieron poca cobertura a su nominación, aunque en Europa fue mejor. El New York Times no publicó ni una palabra cuando poco después del premio Rigoberta pasó una semana en Gotham.

Una de las funciones simplificadoras del discurso de la solidaridad es que ofrece una sola agenda de lucha. Esto es algo en lo que trabajaron mucho las organizaciones guerrilleras guatemaltecas hasta que lo consiguieron con la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca. Validada por fuentes de información como Rigoberta, la gente de afuera podía confiar en que estaba apoyando un programa coherente y moralmente defendible. Perú y Colombia ilustran lo que sucede cuando no existe la ilusión de una plataforma única. En Perú, Sendero Luminoso no hizo ningún esfuerzo para ocultar sus acciones terroristas en contra de no combatientes. Una prometedora coalición electoral llamada Izquierda Unida se desintegró al no poder ponerse de acuerdo sobre cuál era el mal menor: Sendero Luminoso o el gobierno. En Colombia la guerrilla se dividió en facciones asesinas, socavando su reivindicación de ser una fuerza política representativa.{8} En consecuencia, los norteamericanos que se preocupan por estos países no han tenido un solo movimiento plausible, como los Sandinistas o la URNG, al que poder apoyar. En vez de ello, se enfrentan a una serie de conflictos multi aspectados entre los gobiernos electos, las oposiciones socialdemócratas, los terroristas de izquierda, los terroristas de derecha y las mafias de narcotraficantes. Aunque en estos países la cifra de muertos se ha aproximado a los niveles centroamericanos, poco se ha hecho en términos de solidaridad organizada para cambiar la política de los Estados Unidos.

Las campañas de apoyo a los derechos indígenas plantean sus propios problemas. Para que destaquen entre otras causas, se hace hincapié en el aspecto exótico de la vida indígena. Esto tiene el inconveniente de que el apoyo internacional se ve condicionado por imágenes que no tienen mucho que ver con la vida real. Los indígenas mayas son el centro de la atracción que Guatemala despierta en los extranjeros. A través de las mujeres que siguen vistiendo su traje tradicional, se percibe fácilmente que la cultura maya es unitaria, o lo sería si no fuera por los estragos del colonialismo. Además, se argumenta que los indígenas mayas son más nobles y bondadosos que los guatemaltecos no indígenas y que los extranjeros. Esto puede parecer una ilusión inocente, y probablemente algunos lectores negarán que se trata de una ilusión. Sin embargo, implica que el apoyo a los derechos indígenas puede depender de que los nativos vivan según nuestras expectativas.{9}

Para ilustrar este tema, comparemos el testimonio de Rigoberta con otro trabajo notable que no ha sido tan popular, el diario de tres volúmenes de Ignacio Bizarro Ujpán, el seudónimo de un anciano maya tz'utujil del lago Atitlán. Animado por el antropólogo James Sexton, para quien trabajaba Ignacio, en 1972 empezó escribir su vida cotidiana. Su informe, que abarca quince años de pensamientos y actividades, proporciona un retrato de la vida indígena muy diferente al de Rigoberta. Ignacio es un pequeño contratista de trabajo y funcionario del partido político del ejército, aunque en esto último no ponga mucho entusiasmo. También le preocupa la guerrilla, las muertes cometidas por ambos bandos, los acontecimientos sobrenaturales y la envidia de sus vecinos. Aunque Ignacio es una persona educada, es un aprensivo crónico que lucha constantemente (al igual que muchos hombres mayas) contra su debilidad por el alcohol. A diferencia de Rigoberta, que elogia a su comunidad, Ignacio normalmente presenta a la suya en términos de conflicto.{10}

En 1986 un crítico influenciado por la solidaridad se refirió a Ignacio como “una manifestación un tanto extraña de un indígena guatemalteco. Es una pena que [James Sexton] no pudiera encontrar un indígena guatemalteco más interesante, o tal vez más típico, para que escribiera su historia de vida durante este periodo tan crítico”.{11} Años después, un académico literario criticó la política de Ignacio pero admitió que el contraste con Rigoberta podía representar “la conciencia real” de los indígenas en oposición con su “conciencia potencial”.{12} Si los partidarios extranjeros de Rigoberta supieran que la mayoría de los campesinos no comparte su avanzada conciencia, ¿tendrían el mismo interés en apoyar sus derechos?

Si el movimiento de solidaridad con Centroamérica surge de algún sector determinado de la sociedad norteamericana, ha de ser la izquierda cristiana. Son muy evidentes las imágenes de sacrificio y redención social. Mi impresión es que en los Estados Unidos casi todos los activistas para Guatemala son anglos de clase media, más mujeres que hombres, y que por lo general tienen una buena educación. Comenzaron a descubrir Guatemala en la universidad (en ese caso suelen tener de veinte a treinta años) o en una iglesia católica o protestante liberal (en ese caso suelen tener de cincuenta a sesenta años). Si los activistas no han visitado ya Guatemala, con frecuencia para estudiar español, proyectan hacerlo pronto, y muchos se convierten en visitantes regulares que apoyan todo un abanico de proyectos humanitarios.

Se trata de un sector generoso de la sociedad estadounidense. En los 90 pocos activistas para Guatemala manifestaban su apoyo a la lucha armada, aunque lo hubieran hecho durante las dictaduras militares de la década anterior. En vez de eso, usualmente se decían pacifistas. Cuando comencé a cuestionar las premisas de la solidaridad en mi libro Entre dos fuegos en los pueblos Ixiles de Guatemala, particularmente la idea de que la insurgencia había sido un movimiento con profundas raíces populares, el rechazo a mi argumento no fue debido al culto por la violencia revolucionaria. Más bien, contradije unas suposiciones que habían sido elevadas a los altares durante los regímenes contrainsurgentes de las décadas anteriores, cuando los norteamericanos y los europeos crearon redes de solidaridad con la izquierda centroamericana.

En este periodo, los asesinatos del ejército fueron tan masivos y requirieron por lo tanto una respuesta tan inmediata que resultaba difícil no aceptar otras premisas del movimiento guerrillero. Si los campesinos no apoyaban a la guerrilla, ¿por qué habría de matar a tantos el ejército? También parecía lógico que el movimiento guerrillero surgiera de las necesidades básicas de los campesinos. Todos esas muertes civiles no sólo certificaban que el ejército guatemalteco estaba cometiendo asesinatos masivos, también parecían demostrar otras afirmaciones del movimiento guerrillero. Si la mayoría de los combatientes eran indígenas, la insurgencia tuvo que ser, entonces, un levantamiento popular. Tuvo que ser también el resultado inevitable de una opresión desencadenada exclusivamente por la estructura de poder guatemalteca.

Mientras tanto, la política exterior de Ronald Reagan (1981-1989) revivió la guerra fría a expensas de los centroamericanos y alimentó los criterios polarizados. La investigación académica en la región se politizó de tal manera que quienes se oponían a la política exterior de los EEUU no creían que fuera necesario disculparse por estar “comprometidos”. Lo que requería una disculpa y un profundo examen de conciencia era contradecir públicamente a la izquierda centroamericana y a sus partidarios norteamericanos. Publicar información poco favorecedora sobre la lucha se consideraba prestar ayuda y apoyo a unos enemigos de la humanidad comparables a los nazis.{13} Esto reforzó uno de los legados que la guerra de Vietnam dejó a los académicos estadounidenses: el miedo a ser asociados con la investigación contrainsurgente, es decir, a descubrir algo que pudiera utilizarse en contra de los movimientos populares.

Ahora que han disminuido los asesinatos políticos, a los académicos que estudian Guatemala les inquieta lo que sabemos pero se supone que no debemos decir. Todd Little-Siebold lo plantea en términos de quién es escuchado y quién no, de nuestro miedo a traicionar la causa y que nos consideren unos vendidos o de que nuestros colegas nos rechacen. La fuerza y la debilidad del pensamiento solidario es su insistencia en el dualismo moral. Hablando de su propio caso (y también del mío), Diane Nelson ha descrito las fantasías utópicas acerca de los mayas, los campesinos y los revolucionarios que atraen a los extranjeros a Guatemala. Es como si saliéramos a buscar un espacio de inocencia en el que podemos alinearnos con el bien en contra del mal, sin tener que reconocer las complejidades morales que nos resultan tan familiares en nuestra propia sociedad.{14}

La búsqueda de sanaciones conduce a un colonialismo de imágenes a través de las cuales los activistas extranjeros reafirman nuestro sentido del valor moral identificándonos con los pobres, pero no somos pragmáticos acerca de los obstáculos a superar. Eso sería demasiado comprometedor. En vez de ello, un punto de vista polarizado de Guatemala nos permite magnificar los males del colonialismo y el status quo, el potencial redentor de la protesta política y nuestra propia importancia en el desarrollo de un drama utópico. Así es como un sentido de responsabilidad por el papel de los Estados Unidos en Guatemala puede degenerar en una extraña expresión de Destino Manifiesto.

Los profesores de literatura salen en defensa de Rigoberta

La comunidad académica no está exenta de la necesidad de una validación moral. La primera vez que expuse mis dudas acerca del testimonio de Rigoberta fue en Berkeley, en octubre de 1990. La Western Humanities Conference estaba dedicada al tema de lo políticamente correcto. Fue en una reunión de académicos de izquierda, no de conservadores que en seguida recurrían a la etiqueta “p.c.” para polemizar contra ellos. Por lo general, la conferencia se llevaba a cabo con un alto nivel de abstracción, para desilusión de Richard Bernstein, el periodista del New York Times que asistía a la reunión. Dentro de poco, Bernstein iba a lanzar la primera crítica a la corrección política en los medios de información, pero no encontraba los ejemplos concretos que requiere el periodismo. Puesto que la mayoría de los presentes eran académicos experimentados, tenían la suficiente prudencia para no ser muy específicos acerca de los problemas que estaban tratando.

Yo fui uno de los pocos que presentó un caso concreto. Por cosa del destino, el conferenciante que expuso su ponencia antes que yo nunca había estado en Guatemala, creía fielmente en el retrato de Rigoberta sobre indígenas que vivían en armonía y ensalzó su libro como uno de los más significativos que había leído en su vida. Inmediatamente después, inicié mi ponencia hablando de la muerte de Petrocinio. Afirmé que la importancia real de dicha discrepancia era que muchos de nosotros queríamos privilegiar una voz que se amoldaba a nuestras propias necesidades aunque fuera a cambio de malinterpretar la situación. Inevitablemente las implicaciones resultaron ser personales. Su reacción fue decir que yo estaba siguiendo la línea propagandística del ejército. Dos antropólogos que tenían sus propias problemas con la corrección política, Smadar Lavie y Susan Harding, tomaron la palabra. Me sugirieron varias cosas, pero también advirtieron a mi adversario de la censura ideológica. Puesto que la mayor parte de los asistentes a la conferencia se había ido a escuchar a expositores más destacados, sólo estaba presente una docena de personas. Cuando se corrió la voz de que finalmente había habido un enfrentamiento, Richard Bernstein quiso hablar conmigo, pero me excusé.

Preguntándome qué podía hacer, envié una copia de mi ponencia al académico literario John Beverley, que me pidió si la podía citar en la próxima reunión de la Asociación de Estudios Latinoamericanos, con el resultado descrito en el capitulo anterior. Semanas más tarde, a finales de abril de 1991, presenté una versión revisada a mi departamento de la Stanford University. También le entregué una copia a Fred Myers, el editor de un boletín llamado Cultural Anthropology. Seis meses después, en marzo de 1992, Myers me llamó, mostró interés y me sugirió que solicitara una cátedra de un año en el departamento que él dirigía en la New York University. Ese otoño me trasladé a la NYU. Me pidieron que diera una conferencia y decidí hablar de mis experiencias con el testimonio de Rigoberta. Casualmente, el departamento la programó para un día antes de que se anunciara el premio de la paz de 1992. Como sabía que Rigoberta era una candidata fuerte, para anunciar la ponencia elegí un título poco revelador y después anuncié a mi audiencia que lo que iban a oír era confidencial. Dos días más tarde, unos periodistas que buscaban información sobre la recién laureada me llamaron, y nuevamente me negué a hacer declaraciones. Poco después también retiré el artículo que había enviado a Cultural Anthropology.

Me preguntaba si negarme a hablar con los periodistas era una decisión correcta. ¿No sería esquizofrénico, quizá hasta malicioso y cobarde, hablar ante grupos pequeños de las discrepancias que había encontrado y no hacerlo en un foro público? Mis opciones esencialmente se reducían a tres. En primer lugar, podía someterme a la autocensura que impera en algunas facultades y escuelas de posgrado, acatar la autoridad de Rigoberta y abordar sólo en términos muy abstractos las irregularidades que había descubierto o buscar otro tema de estudio. Según algunos de mis colegas esto sería lo mejor para mi carrera y la de Rigoberta. En segundo lugar, podía señalar las discrepancias. Unos cuantos colegas opinaban que estaba obligado a hacerlo, especialmente ahora que una persona que había inventado parte de su autobiografía iba a recibir un premio Nobel. Sin embargo, ello habría perjudicado a un símbolo importante para la izquierda guatemalteca, para las conversaciones de paz y para el movimiento indígena. Yo también sabía que en un ambiente tan polarizado, cualquier crítica sobre la exactitud histórica de Me llamo Rigoberta Menchú sería interpretada como un sabotaje por parte de un agente de la CIA o del ejército guatemalteco. En tercer lugar, podía seguir investigando el problema discretamente. Esto implicaría discutir mis averiguaciones con los colegas, pero eludir su publicación.

Cuando Rigoberta recibió el Nobel, yo ya conocía las líneas generales de lo que he expuesto aquí. Aunque seguía asumiendo que Vicente Menchú había sido uno de los fundadores del CUC y todavía no había oído cómo había recibido a la guerrilla en Chimel. Puesto que aún no había hecho muchas entrevistas en Uspantán, esto era un buen argumento para permanecer callado hasta que pudiera hacerlas. Mirando retrospectivamente, ésta fue una buena decisión y no sólo porque yo no quisiera reducir la presión que suponía el Nobel para el ejército guatemalteco. Si desencadenaba un escándalo, probablemente hubiera sido más difícil recabar las versiones de los hechos que finalmente conseguí. Pero tomar el camino del medio también tenía un precio. Habiendo tratado ya el tema en tres ocasiones diferentes ante unas setenta y cinco personas, había despertado una polémica que ahora rehusaba sacar a la luz pública. Peor aún, actuando a la ligera, había enviado varias copias de mi primera ponencia de 1990, sin estipular que no se podían citar sin mi permiso. Desde entonces, las fotocopiadoras habían estado ocupadas.

Estaba en juego la veracidad del relato de Rigoberta de 1982 como testimonio, el género latinoamericano que ha llevado las historias de vida de vendedoras del mercado, mineros y demás, a la literatura y el mundo académico, con sus propias palabras elocuentes. El de Rigoberta, que, como los demás, se debía al trabajo de grabación, transcripción y edición de un simpatizante, es el ejemplo más famoso. Todo el mundo concede que dichas historias reflejan puntos de vista personales; generalmente para los antropólogos no suele ser un problema si son verdaderos o falsos. Lo más importante es lo que nos indican sobre la perspectiva del narrador. Pero los defensores de los testimonios quieren creer que son testimoniales, es decir, fuentes de información más o menos fiables. Esperan que Me llamo Rigoberta Menchú no sea, como uno de mis colegas luchó para definirlo, “una novela documental que se hace pasar por un documento de la vida real, elaborado para un fin determinado”.

De los diferentes comentarios que han llegado a mis manos acerca de mi presentación de 1990, el primero fue el de John Beverley. Para prevenir a los colegas de que no asumieran que todo testimonio es irrebatiblemente cierto, publicó mis averiguaciones sobre la muerte de Petrocinio, en las cuales yo definía el relato de Rigoberta como una “invención literaria” pero no como una “fabricación”, puesto que, de hecho, el ejército mató a su hermano. Lamentablemente, Beverley subestimó la evidencia en contra de la versión de Rigoberta, citándome incorrectamente en el sentido de que un informe de derechos humanos coincidía con su relato, cuando en realidad ninguno coincidía. Concluía diciendo que aun si yo estaba desilusionado con el testimonio de Rigoberta, no había otra fuente alternativa de autoridad más que “otros testimonios”.{15} (A mi juicio, hay que dar más peso a las denuncias de 1980 citadas en el capítulo 5 que a una historia contada en París dos años después.)

El coautor de Beverley en el tema de testimonios, Marc Zimmerman, fue más lejos todavía y me acusó de inventar cargos perniciosos e infundados sobre Rigoberta. Para entender la postura de Zimmerman, debemos remontarnos a las reuniones de LASA en 1991, en las que Beverley citó mis averiguaciones por vez primera. Zimmerman también estaba allí. Oponiéndose a la reacción principal de la sala –que mis investigaciones eran escandalosas e irrelevantes, siendo la verdad de la historia de Rigoberta un axioma de la era postmoderna– él dijo que era importante discutirlas.

Más tarde me acusaría de haberme ocultado cobardemente en el fondo de la sala, dejando que cayera sobre él todo el ardor de los postmodernos que, en aparente violación de sus principios, estaban decididos a interpretar literalmente Me llamo Rigoberta Menchú, o por lo menos no querían oír un relato contradictorio. De hecho, éste fue un enfrentamiento que decidí evitar. Después de todo lo dicho en la conferencia sobre lo políticamente correcto, no era mi intención desafiar la veracidad de Rigoberta ante la Asociación de Estudios Latinoamericanos. LASA no sólo había invitado a Rigoberta como huésped de honor, también había invitado al ex ministro de defensa guatemalteco, General Alejandro Gramajo, y la reunión estaba llena de periodistas. Si hubiera existido una razón importante para poner en entredicho su relato de 1982, lo hubiera hecho yo personalmente, no a través de una tercera persona que me citó durante uno o dos minutos. Lo que yo consideraba el punto clave de la cuestión, el hecho de que unos intelectuales estuvieran utilizando el testimonio de Rigoberta para justificar la continuidad de una guerra a expensas de campesinos que no la apoyaban, era algo que faltaba por completo en la presentación de Beverley.

Este era el tema central de mi ponencia de 1990, y no los detalles precisos acerca de la muerte de Petrocinio, los cuales para mí eran secundarios. Los académicos que respondieron a mi ponencia no estaban interesados en esta cuestión. Para ellos, lo más importante era que un antropólogo se había atrevido a desafiar la autoridad de Rigoberta, y esto les parecía ofensivo.{16} La razón se sugiere en la definición de Beverley de testimonio como una historia contada “por un narrador que también es el protagonista real o el testigo de los hechos que cuenta”. Igualmente, un colega de Beverley llamado George Yúdice define testimonio como una “narración auténtica, contada por un testigo que é retrata su propia experiencia como agente (y no como representante) de una memoria y una identidad colectivas”.

A juzgar por dichas definiciones, Me llamo Rigoberta Menchú no pertenece al género del cual es el ejemplo más famoso, puesto que no es, como pretende, el relato de una testigo. En contraste con Elisabeth Burgos, que comprende la naturaleza creativa de la narración oral y no considera hostiles mis preguntas acerca de Me llamo Rigoberta Menchú, Beverley y sus colegas han defendido el testimonio de forma que no permite cuestionar su veracidad. Aunque están dispuestos a revisar ciertos temas, si examinamos de cerca su concepto del campesinado y de la violencia política, vemos que está tan vinculado a las nociones románticas de autenticidad, colectividad, resistencia y revolución que no hay lugar para la evidencia contradictoria.{17} Las reacciones corroboran el punto clave de mi ponencia de 1990: que tenemos una tendencia lamentable a idealizar las voces nativas que sirven a nuestras propias necesidades morales y políticas, en oposición con otras que no sirven a estos fines. Aunque la desmitificación está de moda, está prohibido tocar a Rigoberta.

Identidades e iconos

“Los indígenas resultan muy versátiles... Las cualidades no admirables de los indígenas hacen que los blancos se sientan bien con ellos mismos. Las cualidades admirables de los indígenas hacen que los blancos se sientan mal con ellos mismos. Y, por ello, culturalmente hablando, es muy útil disponer de los indígenas.” –Richard White, 1996.{18}

¿Cómo es posible que unos sofisticados académicos literarios, a los que les gusta pensar que cuestionan todas las presunciones, se ofendieran tanto con mis dudas acerca de Me llamo Rigoberta Menchú? En los sesenta, muchos académicos estadounidenses comenzaron a identificarse con los oprimidos para justificar sus carreras. En vez de estudiar “hacia abajo” en el orden social, como se hacía antes, íbamos a estudiar “hacia arriba”, por ejemplo, investigando las estructuras de poder. En los 80, las reacciones conservadoras marginalizaron a la izquierda académica de la política nacional. En otras partes del mundo, se desintegraban las alternativas socialistas al capitalismo. Un espacio en el que podíamos refugiarnos los académicos como yo era la crítica de la hegemonía capitalista. Pero mientras que deconstruíamos las formas de conocimiento occidental, muchos de nosotros seguíamos abrazando nuestras causas preferidas con más fervor del permitido por el culto imperante al escepticismo.

La mezcla resultante de hiperrelativismo y doctrina salió a la luz pública en el debate norteamericano sobre lo políticamente correcto. Hasta 1990, “políticamente correcto” era sólo una expresión irónica sobre lo fácil que resultaba ofender a las sensibilidades de izquierdas. Raramente se escuchaba fuera de los muros universitarios. Luego, los conservadores vieron que las bromas eran sobre criterio ideológico, como lo demostraba la persecución ocasional de un estudiante o catedrático conservador, y empezaron a denunciar lo políticamente correcto como un amenaza a la libertad de expresión. Rigoberta fue una más entre los muchos temas delicados del debate sobre multiculturalismo, el campo de batalla curricular sobre lo que deberían enseñar las humanidades y las ciencias sociales. Para los defensores del multiculturalismo, éste representa un paso necesario para incorporar al currículum voces que han sido excluidas antes, particularmente las de mujeres, grupos étnicos subordinados, gays y lesbianas. Para los detractores del multiculturalismo, éste amenaza con fragmentar el sistema educativo y la sociedad estadounidense en bloques de identidad que ya no pueden definir lo que tienen en común.

En nombre del multiculturalismo Me llamo Rigoberta Menchú entró a formar parte de las listas de lecturas universitarias recomendadas. Puesto que el libro trata de campesinos, pueblos indígenas y mujeres muestra la intersección de clase, etnicidad y género, acompañada por fluidas discusiones de sincretismo religioso, identidad, conciencia y protesta. Esto no quiere decir que Me llamo Rigoberta Menchú sea un buen método para enseñar a los estudiantes los problemas cotidianos que enfrentan los campesinos guatemaltecos. Como me dijo un antropólogo que lo tachó de sus listas de lectura: “Lo que este libro no dice acaba eclipsando lo que sí dice”.

De todas maneras, Me llamo Rigoberta Menchú se puede enseñar críticamente a la vez que se puede enseñar simpatéticamente, tal como lo sugiere la siguiente experiencia de un estudiante graduado: “Lo leímos en Macalester College, en St. Paul, que tiene fama de contar entre sus estudiantes con hijos de las elites del Tercer Mundo, incluyendo coroneles del ejército, dictadores, etcétera. Su libro estaba en las listas de lectura sobre feminismo, antropología y multiculturismo, igual que la Biblia. Así que cuando Rigoberta apareció en nuestra clase de estudios de mujeres, nos impactó con su carisma. Los tres guatemaltecos de la clase comenzaron a llorar. Incluso las personas que no habían leído el libro sintieron su presencia. Era tan pequeña, más pequeña de lo que habíamos imaginado. Puesto que el proyecto de la clase era escribir nuestras propias historias de vida, lo que se dedujo fue lo fácil que era encubrir algo. Yo mentí cuando tuve que describir un episodio traumático de mi infancia”.

Evidentemente, el profesor fomentaba una actitud crítica hacia una narrativa poderosa, uno de los grandes objetivos de la educación liberal. Sin embargo, al igual que cualquier movimiento intelectual, el multiculturalismo además de facilitar nuevas preguntas; también dificulta otras. Para los críticos, el multiculturalismo se vuelve problemático en un punto indefinible en el cual el pluralismo obsoleto (al que nadie parece hacer objeciones) se convierte en política de identidad. Es decir, la creencia de que la mejor forma de participar en la vida política es como miembro de un grupo que se identifica en términos de una historia de injusticias, que exige una compensación y que para hacer valer sus derechos acusa a sus críticos de racismo, colonialismo o algún otro prejuicio.

Lo políticamente correcto, el multiculturalismo y la política de identidad dan lugar a muchas cuestiones que no se pueden plantear aquí. Para nuestros fines, lo más importante es la preocupación subyacente con las víctimas, cuyas reclamaciones proliferan y son utilizadas para reivindicar toda una gama de exigencias. Puesto que todo individuo tiene múltiples identidades y se puede considerar un privilegiado con respecto a otros que son menos afortunados, surge el dilema. ¿Exactamente quién es una víctima y quién no lo es? ¿Quién merece una compensación? ¿A quién le toca hacer de opresor, o por lo menos pagar la factura? En cuanto un grupo se fusiona en términos de su condición de víctimas, otros lo hacen también, por solidaridad o como reacción, hasta que incluso los varones blancos terminan considerándose una minoría oprimida y se comportan como tal.

La cuestión no es si las víctimas merecen o no apoyo; se trata más bien de cómo definimos quiénes son, por qué son las víctimas, y qué habría que hacer después. Si todo el mundo dice ser víctima, ¿quién merece simpatía y quién no? Mientras que algunos casos están bastante claros, otros no. No es muy raro que las personas sean al mismo tiempo víctimas y victimarios, incluso en las aldeas de Guatemala, cosa que aprenden los activistas de derechos humanos cuando se ven en medio de pleitos por la tierra.{19} ¿Qué pasa si las víctimas se contradicen el testimonio unas a otras y caen en acusaciones mutuas? ¿Qué pasa si las víctimas explican a medias por qué se convirtieron en víctimas, omitiendo cómo victimizaron a otros que ahora devuelven los golpes? Si una víctima afirma que representa a otras, ¿debería darse por sentado que es cierto?

Bajo la influencia del posmodernismo (que ha socavado la confianza en una sola versión de los hechos) y de la política de identidad (que exige que se acepte las reclamaciones de las víctimas), los académicos dudan cada vez más en desafiar cierto tipo de retórica. No quieren ser acusados de “culpar a la víctima”, acusación por excelencia, de múltiples aplicaciones, que, al igual que “racismo”, ha sido muy efectiva para suprimir información no deseada y sustituirla con teorización defensiva.{20} En el caso de Guatemala, yo no debía hablar de como los campesinos contribuyen a su pobreza al tener familias grandes o de como la guerrilla desencadenó los asesinatos políticos en algunos lugares o de la falta de comunicación entre la izquierda y las personas que quiere representar. En una palabra, no podía poner en tela de juicio el reclamo de la izquierda de que habla en nombre de las víctimas.

Obviamente, no veo cómo los académicos pueden dejar de utilizar toda la evidencia que existe para evaluar las versiones contradictorias que tarde o temprano surgen en un estudio serio. Dadas las reclamaciones contradictorias de ser víctima, la solidaridad con los oprimidos no sirve de refugio para la necesidad de justificar nuestros juicios. Es inevitable el debate sobre las reclamaciones de ser víctima, sin embargo el discurso de la identidad parece desaconsejarlo, al menos el propuesto por los críticos del conocimiento occidental. Si el tipo de estudio empírico que el lector tiene en sus manos es inherentemente una forma de dominación, entonces los representantes de los oprimidos pueden rechazarlo por racista u otro tipo de prejuicio. Estando ausentes de la discusión los verdaderos oprimidos, como suele suceder en la academia, la labor de definir los límites de la decencia en el debate recae en sus aliados de la clase media, como por ejemplo los profesores de literatura. La autoridad para hablar queda reducida a la pertenencia a un grupo oprimido o a la solidaridad con éste, limitando lo que se puede decir a aquello que sea inofensivo.{21}

Volviendo con Rigoberta, ¿cómo es que se santifica a un personaje como ella y luego se extiende un manto de incuestionabilidad en torno a las presunciones y discrepancias que la rodean? Una pista está en cómo se posiciona la narrativa de Rigoberta en contra de la civilización occidental, aunque se dirige a esta civilización en sus propios términos. Si bien hace referencias a la cosmología maya, Rigoberta busca las justificaciones religiosas en la Biblia. Después de condenar a los euroamericanos por siglos de malos tratos contra los indígenas, se une a un movimiento revolucionario dirigido por estos. He aquí una mujer indígena radicalmente “otra” que se abre a la izquierda occidental, traduciendo lo exótico en comprensible y lo auténtico en política radical.

Muchos observadores han quedado impresionados por el matiz religioso de las apariciones de Rigoberta en los Estados Unidos, especialmente cuando se dan en grandes iglesias atestadas de partidarios. Obviamente, se trata de reuniones políticas con un objetivo que todo el mundo entiende, reunir apoyo para la izquierda guatemalteca. Para una audiencia incómoda con sus privilegios de clase media y el papel jugado por los Estados Unidos en Guatemala, el testimonio de opresión de Rigoberta es análoga al de un predicador que recuerda a sus fieles que son pecadores. Luego la historia de su encuentro con la izquierda, cuando aprende que no todos los extranjeros son seres diabólicos, permite que la audiencia se ponga de su parte y así pueden ser absueltos.

Lo que ocurre es una reconciliación de polos opuestos. Es la función de un icono tal como yo lo defino: un símbolo que resuelve contradicciones dolorosas trascendiéndolas con una imagen sanadora. La contradicción resuelta depende de las necesidades del espectador. Por ejemplo, la imagen de la Virgen María puede ayudar a las mujeres a reconciliar la diferencia entre cómo son honradas como madres y abusadas como esposas. La imagen de Rigoberta reconcilia contradicciones entre su pueblo y los de afuera, la tradición indígena y la revolución, lo que ellos quieren y lo que nosotros queremos. Para las audiencias blancas de clase media, figuras como Rigoberta, Martin Luther King Jr. y Nelson Mandela cubren la brecha entre privilegio y su opuesto. Crean identidad señalando a un enemigo común –el ejército guatemalteco, la segregación, el apartheid– contra el cual privilegiados y no privilegiados pueden ponerse en el mismo bando.

Dichas imágenes, casi sagradas en su carácter incuestionable, sean probablemente necesarias para poner en marcha cualquier movimiento. Las flaquezas del ser humano particular que da vida a esta imagen pueden ser irrelevantes, al menos hasta cierto punto. Que Martin Luther King Jr. plagiara parte de su tesis doctoral no afecta a su visión de igualdad racial. Aunque Rigoberta inventara parte de su historia, muchos guatemaltecos seguirán considerándola como un retrato auténtico de su país. Si un icono es bueno o malo depende de tu opinión de cómo es utilizado, es decir de los resultados prácticos de su aura de incuestionabilidad. Sí es bueno que la historia de Rigoberta haga que sus lectores se preocupen por Guatemala, no es bueno que su imagen tenga el efecto de crear una zona de exclusión en torno a la cual no se debaten temas que deberían ser discutidos. El aura de incuestionabilidad de un icono es un arma de dos filos: Aunque une a la gente en torno a una causa común, también es posible que eluda cuestiones que necesitan ser planteadas, impida que se aprendan lecciones que se tienen que aprender y redunde en contra del movimiento que representa.

A diferencia de otros laureados Nobel que representan a pueblos privados de sus derechos, tales como Nelson Mandela y Aung San Suu Kyi, Rigoberta no era líder en su país antes de convertirse en un personaje internacional. De ahí su posición particularmente ambigua, como representante de campesinos que en general habían vuelto la espalda a la revolución en cuyo nombre hablaba ella, si es que alguna vez habían llegado a apoyarla. No sólo para los escépticos como yo, también para los mayas que se familiarizaron con su historia esto planteaba la cuestión central: ¿en qué medida representaba a su pueblo y en qué medida representaba a una agenda externa?

De hecho, Rigoberta era representante de su pueblo, pero oculto tras esto había un papel más militante, como representante del movimiento revolucionario, y oculto tras esto había una posibilidad aún más perturbadora: que representaba a las audiencias cuyas presunciones acerca de los indígenas ella reflejaba de manera tan efectiva. Creo que por eso era indecente por mi parte cuestionar sus reclamos. Exponer las discrepancias de Rigoberta era exponer cómo sus partidarios habían utilizado subliminalmente su testimonio para cubrir sus propias contradicciones, en un caso durkheimiano de sociedad adorándose a si misma. Aquí había una indígena que representaba al insondable otro, sin embargo hablaba un idioma de protesta con el que se podía identificar la izquierda occidental. Protegía a los simpatizantes de la guerrilla de saber que ésta era un sangriento fracaso. Su poder icónico ocultaba una costosa agenda política que, cuando su historia empezó a ser conocida, tenía más partidarios en las universidades que entre las personas a las que supuestamente representaba.

Sospecho que Rigoberta ha llegado a ser icónica por la misma razón que muchos de mis colegas decían que estudiaban la “resistencia”. Según fui oyendo hablar de este término una y otra vez, empecé a pensar en Prometeo encadenado a una roca, eternamente atado, eternamente retador. La preocupación con la resistencia asumía el mismo tipo de figura de Prometeo, la imperecedera lucha occidental por los derechos individuales contra la opresión. Rigoberta era una figura de Prometeo que justificaba la proyección de nuestros propios impulsos de identidad a las situaciones que estudiamos.{22}

En este punto, las necesidades de identidad de los partidarios académicos de Rigoberta se juntan con la debilidad de las leyes de evidencia de la tendencia postmoderna. Siguiendo el pensamiento de teóricos literarios como Edward Said y Gayatri Spivak, los antropólogos han tomado mucho interés en las cuestiones de narrativa, voz y representación, especialmente en el problema de cómo deformamos voces diferentes a las nuestras. Como reacción, algunos antropólogos arguyen que la fascinación resultante con los textos amenaza el reclamo de que la antropología es una ciencia, reemplazando hipótesis, evidencia y generalización con las formas de introspección que están de moda. Si nos centramos en el texto, la narrativa o la voz, no es difícil encontrar a alguien que diga lo que queremos oír, justo lo que necesitamos para reafirmar nuestro sentido de valor moral o nuestra identidad como intelectuales rebeldes.

Es así como el pensamiento crítico puede degenerar en la adoración de símbolos de la rebelión como Me llamo Rigoberta Menchú. Desechando la investigación empírica como una forma de dominación occidental, la izquierda universitaria puede caer en el error de interpretar textos en términos de estereotipos simplistas de colectividad, autenticidad y resistencia que, debido a que son autorizados por identificación con las víctimas, se consideran por encima de todo debate. Aunque Uspantán y Chimel sean lugares que uno puede visitar, donde es posible que algunos de sus habitantes estén dispuestos a hablar de sus experiencias, según esta concepción quedarán reservados como una tierra de mito, envuelta en neblina y nubes de mística.

Obviamente, Rigoberta es una voz maya legítima. También lo son los jóvenes mayas que quieren mudarse a Los Angeles o Houston. También lo es el hombre con una gran familia que posee tres acres de tierras desgastadas y quiere que yo le compre una motosierra para poder cortar más deprisa el último bosque. Cualquiera de estas personas puede resultar elegida para hacer generalizaciones erróneas sobre los mayas. Pero dudo que el hombre que quiere la motosierra sea invitado a las universidades multiculturales en un futuro próximo. Hasta entonces, Me llamo Rigoberta Menchú será exaltado porque dice a muchos académicos lo que quieren oír. Tales trabajos proporcionan rebeldes en países lejanos, en los cuales los profesores pueden proyectar sus fantasías de rebelión. Las imágenes simplistas de inocencia, opresión y desafío pueden ser utilizadas para construir mitologías de pureza para facciones universitarias que reclaman una autoridad moral basada en su identificación con los oprimidos. Sin embargo, los iconos tienen su precio. Lo que hace que Me llamo Rigoberta Menchú sea tan atractivo en las universidades es lo que lleva a interpretaciones erróneas sobre la lucha por la supervivencia en Guatemala. Creemos que nos estamos acercando a comprender a los campesinos de Guatemala cuando en realidad estamos dejándonos llevar por las mistificaciones que envuelven a una figura icónica.

Notas

{1} Comunicación personal, 29 de septiembre de 1995.

{2} Hanson 1989:898.

{3} Hobsbawm y Ranger 1983.

{4} Véase la colección de James Clifton de 1990 sobre “el indígena inventado” con una respuesta de Ward Churchill (1991), además de Hanson 1989, Linnekin 1991, Webster 1995 y Jackson 1995. Para colisiones en Guatemala, véase Allen 1992, Watanabe 1994, y Fischer y Brown 1996.

{5} Ramos 1998:229.

{6} Friedman 1992:194, 197, 202-203.

{7} Allen Carey-Webb, “Teaching Third World Auto-Biography: Testimonial Narrative in the Canon and Classroom”, Oregon English, otoño de 1990, citado en Beverley 1993b:147.

{8} Poole y Rénique 1992; Pizarro Leongómez 1996.

{9} Para los peligros de dicha imaginería en el caso del Amazonas, véase Ramos 1991 y 1994, así como Conklin y Graham 1995.

{10} Sexton 1981, 1985 y 1992.

{11} Survival International News, 1986, pág. 8.

{12} Zimmerman 1991:40 y 1995:vol. 2, 72-90. Obviamente, catalogar a Rigoberta o a Ignacio como típicos indígenas es un error puesto que la sociedad maya comprende muchos tipos sociales diferentes. Otra comparación interesante es la de las historias de vida de otras mujeres activistas, incluyendo dos que fueron publicadas en inglés. Elvia Alvarado, la organizadora hondureña que narra Gringo, Don't be Afraid! es una realista que incluye francas descripciones de machismo y conflicto entre los pobres (“Entre nosotros hay muchos Judas”) (Benjamin 1987). La esposa del minero boliviano que narra Let Me Speak!, Domitilia Barrios, también habla con franqueza del abuso doméstico, de pleitos entre los pobres y de conflictos dentro de la izquierda (Barrios de Chungara 1978). Rigoberta aporta su propia crítica del machismo (Burgos-Debray 1984:216-226), pero parece mucho más diplomática que Elvia y Domitila, quizá por la necesidad de andar con cuidado en un movimiento al que acababa de incorporarse. Tanto Elvia como Domitilia eran mujeres maduras cuando contaron sus historias, con un historial de liderazgo político superior al de Rigoberta en 1982. A diferencia de Rigoberta, no acababan de perder a tres miembros de su familia, ni formaban parte de un movimiento revolucionario que parecía estar a punto de derribar al viejo régimen. No tenían esperanzas en una transformación revolucionaria inminente, ni crearon una imagen romántica de los pobres, ni reclamaron identidad como indígenas. También hay una diferencia en cómo retratan la represión: las experiencias tenebrosas que sufren en su propia carne son menos espectaculares que los calvarios por los que Rigoberta hace pasar a su madre y hermano. Los testimonios de Elvia y de Domitila son muy conocidos por los latinoamericanistas, pero ninguno de ellos ha despertado una respuesta tan masiva como el de Rigoberta.

{13} Para una descripción sobre cómo los requerimientos del capital político difundidos a través de los medios de información fomentan un pensamiento dicótomo, véase la etnografía de Mark Pedelty (1995) sobre corresponsales de guerra en El Salvador. Orin Starn (1995) ha mostrado como la rebelión de Sendero Luminoso en Perú contradice la búsqueda del “insurreccionario otro” y otras dicotomías de moda en los estudios recientes.

{14} Todd Little-Siebold, “Introduction” y Diane Nelson, “Gringa Positioning, Vulnerable Bodies and Fluidarity” para el panel “Kaxlan Construction: Transnational Research in 1990s Guatemala”, encuentro de la Asociación de Estudios Latinoamericanos, Washington D.C, 28 de septiembre de 1995.

{15} Beverley 1991 y 1993é:491-492.

{16} Véase Zimmerman 1995:vol. 2, 63-68; Brittin 1995; Handley 1995; Thorn 1996:63-69; y Beverley 1996:278, 285.

{17} Beverley y Yúdice son citados en Gugelberger 1996:8-9. Un testimonio que no se compara con otras formas de evidencia se convierte en una anécdota reductiva, es decir, la verdad tal y como la resume una historia particular. Roy D'Andrade (1995:405) nos recuerda que cuando la evidencia empírica y las generalizaciones comprobables son sustituidas por una historia atractiva, los lectores posiblemente seguirán asumiendo que es representativa, es decir, una generalización válida sobre toda una clase social.

{18} Richard White, “The Return of the Natives”, New Republic, 8 de julio de 1996, págs. 37-41.

{19} Stoll 1996 y 1998.

{20} La frase es de Blaming the Victim, de William Ryan, una crítica del informe moynihano de 1965, que identificaba la desintegración de las familias como un factor crítico en la pobreza de los barrios marginales de las ciudades estadounidenses. Para Ryan (1971), el problema fundamental era el racismo. Para diferentes criticas al “victimismo” y a la “cultura de la queja”, véase Sykes 1992 y Hugfhes 1993. Para una crítica de política de identidad, véase Gitlin 1995.

{21} Compárese con MacFarquhar 1996:46. Los reclamos de identidad, y para la superioridad de la autobiografía sobre enfoques más distantes, disienten de la expresión de escepticismo por su propia naturaleza. Para refutar este libro, lo único que tienen que hacer es señalar donde carezco de evidencia o la he malinterpretado; no tengo por qué ser culpable de nada más que de haber cometido un error. Pero si Rigoberta dice que vio morir a su hermano en Chajul, alegar que no fue así casi parece que es llamarla mentirosa.

{22} Según Georg Gugelberger (1996:1), como “icono del género testimonio” Me llamo Rigoberta Menchú ha sido asimilado en el canon de la literatura universitaria y se ha convertido en “otra mercadería” o “fetiche”, es decir, un símbolo que tapa algo que no se puede reconocer. Lo que se está tapando, según Gareth Williams (1996) en la misma colección, son “fantasías del intercambio cultural”, el deseo de resolver las contradicciones propias mediante la identificación con los oprimidos. Aunque Gugelberger y Beverley distinguen entre iconos y fetiches, yo asumo que toda imagen de icono es un fetiche. Para una definición de iconos en los medios de información, véase Roger Horrocks (1995:17) y Amelia Simpson (1993:47-48). Según Stewart Ewen y Rosemary Coombe, Simpson define la iconografía de una rubia estrella brasileña de pop como “un camino simbólico que conduce a cada individuo hacia una imagen universal de realización”.

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