Capítulo 9
La muerte de Juana Tum y la destrucción de Chimel
“Los mejores y los más activos, casi todos murieron, porque no supieron como defenderse. Murieron inocentes.” –Superviviente de Chimel, 1995.
Para el movimiento revolucionario, las personas que murieron en la embajada española fueron mártires cuyo ejemplo unía a los guatemaltecos en contra de la dictadura. El triunfalismo no se extendió a los más afligidos. Según Rigoberta en 1982, la pérdida de su padre fue tan inesperada que la dejó profundamente desmoralizada.{1} La explicación que la izquierda dio del fuego no logró convencerla por completo, lo cual le hubiera impedido ocultar sus sentimientos en la justa indignación. En Chimel, después de la noticia los campesinos no tenían ánimos para nuevas cotas de militancia. En vez de ello, recuerdan que estaban “asustados” y “desmoralizados”. Una mujer tiene el recuerdo lúgubre de que oía en la radio las voces de las víctimas gritando “¡Abríme la puerta!”.
Los observadores que buscan claridad fácilmente pueden sobrestimar la coherencia y subestimar la ambigüedad que experimentan las personas atrapadas en una guerra civil. El común denominador de los recuerdos de la violencia en Uspantán es la confusión. Personas de todas las categorías se vieron sorprendidas por la aparición repentina de la violencia. No habían sido preparados para las matanzas políticas por una larga historia de violencia agraria como la que describe Me llamo Rigoberta Menchú. Fuera cual fuese el uso de la fuerza que había visto Uspantán, estaba por debajo del nivel de homicidios. De repente, la rutina de ganarse la vida, criar a los hijos e ir al pueblo se vio interrumpida por muertes sin sentido, imposibles de explicar dentro del viejo orden de civilización. Un mundo predecible se disolvía en el caos. La confusión era menos una cuestión de responsabilidad por las muertes en particular (aunque en ocasiones éste fuera el caso) que por el motivo que las suscitaba en primer lugar.
“No se sabía que era guerrillero, ni sabíamos qué institución era. Sólo oímos 'guerrilla' pero no sabíamos qué era. Cuando llegaron un 29 de abril de 1979, pensamos que eran ejército. Hablaron solo en castellano... Como invitaron a la gente, y como usted sabe, cuando el ejercito hace una invitación, la gente asiste porque son muy educados. Después, se internaron en las montañas y empezó el calvario para nuestros campesinos. Los campesinos estaban en las casas. Cuando vino la guerrilla, dijeron, 'nosotros somos buena gente y vamos a destruir el ejército'. Nuestra gente es inocente, entonces algunos dicen 'muy bien', por no saber de que se trata. Después viene el ejercito, y cuando da cuenta que algún familia ha dado de comer a la guerrilla, se la llevan a esta gente... Hubo una confusión. El ejército estaba uniformado, y la guerrilla estaba uniformada. No tenía vida con el ejército, y no tenía vida con la guerrilla.
Así como Petrocinio Menchú fue la primera persona secuestrada de Chimel, su madre fue la segunda. Rigoberta sitúa a Juana Tum Cotojá en la capital justo antes del incendio en la embajada española; luego dice que regresa a Chimel y también que viaja a través del altiplano, organizando mujeres con el argumento de que ha visto a su hijo morir quemado en Chajul.{2} Según todo el mundo a quien pregunté, Juana se quedó en Chimel cuidando a sus dos hijos menores después de la muerte de su esposo. Mientras tanto, el Ejército Guerrillero de los Pobres ampliaba sus actividades. El 18 de abril de 1980 ocupaba la aldea vecina de Caracol, haciendo un llamado a los habitantes para que se incorporaran a la guerrilla en contra de los ricos. En un comunicado del EGP no se hace referencia a ningún acto de violencia, pero las guerrillas ejecutaron a dos campesinos que servían como comisionados militares por motivos que los campesinos tenían dificultades para comprender.{3}
“Mi tío Miguel López pidió su renuncia al ejército, porque podía ver que la cosa estaba fea y se quiso zafar, y le pasó el trabajo a mi cuñado Isidro. Al día siguiente la guerrilla capturó a Miguel en su casa y lo llevó amarrado a la capilla. Esa misma tarde, Isidro se había herido con el hacha y regresaba del trabajo cargando a uno de sus hijos. El no se metía en nada, sólo hacía un día que tenía el trabajo. No hubo plática con la gente. Sólo agarraron a Miguel y a Isidro, ignoraron sus ruegos de perdón y les balearon delante de la iglesia”. ¿Cómo se sintieron los campesinos con esto? “La gente sentía miedo. Ni en los dos lados tenemos confianza. Tenemos miedo a los dos lados”. Según otro hombre de Caracol, “Para nosotros, pues, los dos comisionados militares no tenían delito. Si, nos extrañamos mucho por que no tenían delito. Sí, claro, los dos ajusticiamientos nos dieron miedo de la guerrilla. Pero, ¿a dónde va uno? Cualquiera de los dos bandos puede matar a uno. Pero lo que más hace matanzas es el ejercito, poco la guerrilla”.
Todavía no habían retirado los dos cadáveres cuando, al día siguiente, Juana Tum pasó por Caracol de camino al pueblo. Me llamo Rigoberta Menchú no describe cómo fue secuestrada Juana el 19 de abril de 1980. Unos cuantos uspantanos repiten la improbable versión del ejército según la cual la madre de Rigoberta fue capturada con un arma oculta bajo su ropa: Son más los que dicen que fue secuestrada delante de la iglesia cuando salía de misa. Pero los familiares dicen que la sacaron de una casa, el lugar donde su esposo y ella acostumbraban pedir posada cuando visitaban el pueblo. Según el testimonio de un familiar: “Había salido de misa y había ido a comer cena cuando llegaron unas personas a la puerta y dijeron que tenían un mandado con ella. '¿Quién es?', preguntó. [El dueño de la casa] no sabe, porque afuera está todo oscuro. Así que ella salió a la puerta, la agarraron y la arrastraron hasta más allá de la iglesia. Encontraron su ropa en la calle; la habían agarrado no más”. Según otro miembro de la familia, Juana fue al pueblo “por necesidad, por sufrir los niños por falta de azúcar. Es muy triste, uno de sus hijos grandes quería ir, pero ella dijo, 'No, yo ya no tengo hijos pequeños, pero usted tiene nene': Fue a comprar cosas, como azúcar. Cuando llegó al pueblo a las once de la noche, se la llevaron de donde se estaba hospedando”.
La descripción que hace Rigoberta de la muerte de su madre es, como en el caso de su hermano, tan precisa como una pesadilla. “Y quiero anticipar que todos los pasos de las violaciones y las torturas que le dieron a mi madre los tengo en mis manos”. El relato concluye con la pasmosa imagen de su madre expuesta en las faldas de un cerro y “comida por los animales fue comida por animales, por perros, por zopilotes que abundan mucho en esa región, y otros animales que contribuyeron. Durante cuatro meses, hasta que [los soldados] vieron que no había ninguna parte de los restos de mi madre, ni sus huesos, no abandonaron el lugar.{4} Dada la falta de información acerca del destino de las víctimas secuestradas, es tan extraordinario el nivel de recuerdos que Rigoberta afirma tener que incluso un defensor académico como John Beverley lo llama realismo mágico.{5} La obsesión con lo sucedido al cadáver de su madre puede explicarse en términos de la horrible incertidumbre sufrida por los familiares de los “desaparecidos”. Es posible que visualizar tan gráficamente la muerte de su madre fuera el único medio de aceptarla.
Independientemente de lo improbables que resultan algunos detalles, hay dos motivos para creer que el testimonio de Rigoberta es cierto. En primer lugar, a principios de los años 90 unos parientes suyos que ignoraban el contenido de Me llamo Rigoberta Menchú me contaron esencialmente la misma historia. “Cuando llegaron allá, los soldados la violaron”, me contó un familiar. “Primero le preguntaron: '¿De veras es la esposa de Vicente?' 'Sí', respondió. '¿Cuántos hijos viven todavía?' Ella les dio la respuesta. Después de violarla, comenzaron a torturarla. Sufrió ocho días antes de morir. Allí mismo la tiraron al hoyo, en Xejul”. Al igual que Rigoberta, esta fuente de la familia dijo que había sabido el destino de Juana por hombres del pueblo que estaban en el ejército. A diferencia de Rigoberta, los familiares presumen que Juana murió en la base militar de Xejul unos días después de ser capturada, aunque no pueden estar seguros.
El segundo motivo por el que la historia de Rigoberta es creíble es porque el ejército mató a miles de prisioneros indefensos. El “hoyo” o “sótano,” normalmente cubierto con troncos o planchas de madera, era una característica habitual de las bases del ejército. Los cautivos eran arrojados dentro para que murieran de hambre o de sus propias heridas, encima de los restos de otros que ya habían muerto. “¡Qué gritos y lamentos oía salir del hoyo!”, dice una mujer de la experiencia de su padre en el destacamento militar de Uspantán en 1984. Víctor Montejo, un profesor maya jacalteko que ahora es antropólogo, describe cómo en 1982, bajo la administración del General Efraín Ríos Montt, casi estuvo a punto de ser arrojado al hoyo del destacamento militar de Huehuetenango. A empujones le llevaron “a la orilla de aquella asquerosa fosa, mezcla de lodo, agua y basuras. Cuando me detuvieron a orillas de la misma, oí un grito ahogado que salía de entre las sucias aguas. Una cabeza emergía de la superficie, tratando de librarse de aquel horrible cautiverio. No pude reconocer a aquel desgraciado, quien gritaba rechinando los dientes dentro de aquella fosa, expuesto a la intemperie y la llovizna fría de aquella noche. 'Sáquenme o mátenme de una vez, pero no me tengan aquí metido', clamaba lastimeramente aquel infeliz. Uno de los soldados se acercó a la orilla de la fosa donde el hombre estaba prendido y le descargó un culatazo en la cara hundiéndolo nuevamente debajo de las aguas negras de la fosa. 'Calláte, cerote'”.{6}
El testimonio de Rigoberta acerca de la muerte de su madre también evoca los horribles vertederos de cadáveres que se convirtieron en una institución en Guatemala y El Salvador. Excepto por error, no dejaban víctimas vivas en estos montones de carroña. Dos de ellos serían muy conocidos en Uspantán. Uno estaba en el extremo occidental de la pista de aterrizaje, justo al sur del pueblo. En este lugar se podía llevar un camión casi hasta el filo de una garganta. Un hombre que vivía en la vecindad a menudo veía las luces de un vehículo a altas horas de la noche, luego oía a unos hombres que arrojaban personas al fondo del barranco, según sus cálculos fueron unas cien o más. Después de que el cadáver caía hasta el fondo, era arrastrado por las aguas durante la estación de lluvias. El otro vertedero, llamado Peñaflor o Paso de la Muerte, también estaba al borde de una barranca, ésta en el camino a Chicamán, en una curva que la Iglesia católica ha marcado con una cruz.
“No se puede contar la gente que tiraron allá. Llegaban por camionadas. Algunos les prendieron fuego vivos. Nunca vamos a saber cuánta gente porque hay río allá, y cuando hay mucha agua, los lleva el agua. Hay una mujer allá que dice que hay unos enterrados. No sólo hombres, hay mujer, hay niños, incluso hay mujeres abrazando nenes. Porque a unos les prendieron fuego, hay algunos carbonizados. Nunca se va a saber cuánta gente hay. Algunas víctimas identificadas por miembros de su familia están enterradas allá, y el día de Todos Santos la gente que sabe que sus familiares murieron allá vienen a dejar coronas.”
La quema de las aldeas
“Sí, hay mucho que recordar en Chipaj.” –Anciano, 1995.
El secuestro de Petrocinio no había roto las relaciones de Chimel con el pueblo. Pero después de la muerte de seis de sus miembros en la embajada de España, sus habitantes fueron tachados de guerrilleros tanto por vecinos temerosos como por el ejército. El aislamiento de la aldea se recrudeció a raíz del secuestro de la madre de Rigoberta. “Cuando Juana muere”, me contó un miembro de la familia, “ya no podemos salir ni nada. Ya ninguno venía, ya no salen para comprar sus cosas. Los niños se desmayan. Los soldados llegan para cortar la milpa y matar animales. Entonces la gente huyen cuando ven los soldados”.
Antes del incendio en la embajada española, el ejército visitó Chimel en una ocasión, pero las casas estaban vacías y antes de irse los soldados sólo hablaron con una profesora ladina. Luego de que Juana fuera secuestrada, parece ser que no molestaron a la aldea durante los próximos ocho meses. Cuando finalmente fue atacada, los agresores llegaron de Soch en la Nochebuena de 1980. Eran unos cincuenta, armados con escopetas, machetes y hachas. Aparentemente incluían a los hijos de Honorio García, a otros vigilantes ladinos, a algunos de sus mozos indígenas y, tal vez, soldados. “Púchica, hay bastante fuegos allá”, dijo un campesino mientras se frotaba los ojos cargados de sueño. Los hombres huían; las mujeres gritaban; dos adolescentes fueron violadas. “No hubo defensa, porque somos ignorantes”, dijo otro hombre. “No hubo muertos, pero en la huida la gente salió cortada y herida. Echaron fuego a todos las casas, llevaron sus coches, más sus ganados, caballos, gallinas, y dinero. Robaban las casas de radios, ropa y maíz. Quedaron como dos noches hasta que se fueron”.
Las tácticas de autodefensa descritas por Rigoberta, tales como poner trampas en los caminos y en el interior de las viviendas, fueron de hecho utilizadas por campesinos asesorados por el EGP.{7} En el caso de Chimel, varios sobrevivientes niegan haber estado “organizados”, pero otro dijo que siguieron las instrucciones de la guerrilla para cavar trampas y colocar puestos de vigilancia. Justo antes del ataque de la Nochebuena de 1980, un vecino que iba a cosechar la milpa fue confrontado por cuatro hombres jóvenes de los alrededores. Estaban armados con un rifle de caza y una pistola, se identificaron como el EGP y dijeron que estaban luchando para que ya no hubiera más gente pobre. También advirtieron al visitante que no fuera a informar al ejército, porque le estarían vigilando. La próxima vez que llegó a cosechar, justo después de la Navidad de 1980, muchas casas habían sido quemadas. Aparentemente Chimel había sido “organizado”, pero da la impresión de que no muy bien.
La guerrilla podía sugerir métodos para proteger la vida, pero no el modo de vida necesario para sustentar esas vidas. Según un sobreviviente de la vecina aldea de San Pedro La Esperanza: “Como nos mostró la guerrilla, nosotros guardamos nuestro maíz, nuestro sal, nuestro jabón en el guatal, pero el ejército lo encontró y llevó todo. También tuvimos que comer hierbas sin sal, y güisquil, pero cuando el ejército vio a la gente comiendo güisquil, botaron todo, hasta los duraznos. La vigilancia, sí, sólo por eso que algunos de nosotros todavía vivimos”. La mejor defensa contra los ataques del ejército era la dispersión. “Cada quien se fue a otra parte”, me contó otro superviviente de Chimel. “Más mejor cada quien regado, porque cuando hay mucha gente hay niños gritando, hay fuego, hay humo y la gente deja marcado el camino. Pero si hay poca gente, no hay señal, más quedan escondidos”.
Esta es una forma de autodefensa más pasiva que la que describe Rigoberta. Da la impresión de que el EGP no tuvo una presencia muy fuerte en las aldeas arrasadas de Uspantán. Después de que destrozaran sus casas, le pregunté a una superviviente de Chimel, ¿se presentó la guerrilla para aconsejarles?. “¡Qué esperanza!” respondió. “Nada. Pasaron, pero les gusta agarrar los animales, cualquier pollo, hasta antes de que la gente huyera a la montaña. Les gusta tomar las cosas, no pagaron porque dijeron que también eran pobres”. A juzgar por los datos disponibles, la mayoría de los enfrentamientos en Chimel y sus alrededores se remontan a un breve periodo entre septiembre de 1981 y febrero de 1982.{8} Si el EGP trató de defender Chimel, no fue muy efectivo. Uno de los malentendidos más comunes de la guerra de guerrillas es que protege a las comunidades de la represión. En Uspantán he oído risas amargas provocadas por esta idea. “No, la guerrilla nunca defendió a Chimel”, me contó un superviviente. “Los combates no dilataban, sólo unos diez o quince minutos, porque eran pocos los guerrilleros”.
Conforme con el testimonio de Rigoberta, por lo menos unos cuantos campesinos se unieron a la insurgencia como combatientes. Puesto que los reclutas han de ser resilientes y maleables, éstos podían ser aun más jóvenes que algunos de los soldados menores de edad del ejército. Muchos eran huérfanos, incluyendo dos hermanas pequeñas de Rigoberta. Según su testimonio de París, una de las hermanas decidió unirse a la guerrilla antes de que sus padres fueran asesinados.{9} Pero según los supervivientes de Chimel, las dos eran “muy patojas” y se quedaron en la casa con su madre hasta que a ella también se la llevaron. “Se fueron con la guerrilla sólo porque eran huérfanas, para protección; no hubo vida en Chimel”, dijo un vecino.{10} En Nebaj conocí a tres guerrilleros amnistiados que recordaban a Ana y Rosa Menchú entre los cuadros políticos de mediados de los 80. “Josefina” y “Angelina” formaban parte de una unidad de doce personas para la Educación y Fomento de la Organización Popular (EFOP), que visitaba a las columnas del EGP y les daba charlas políticas. Aunque tenían nombres de guerra como todos los miembros de la organización, hablaban de su familia y del trabajo internacional de su hermana. Un miembro de las Comunidades de Población en Resistencia (CPR), que resistían al ejército en el norte de la región ixil, me dijo que era compadre de Ana Menchú por haber apadrinado a su hijo, que tenía unos dos o tres años de edad en 1987.
Obviamente, pocos supervivientes de una revolución derrotada están dispuestos a proporcionar una crónica muy entusiasta de su experiencia. Típicamente, hacen énfasis en el sufrimiento y en su desilusión con una guerrilla que no los supo proteger. Sólo ocasionalmente surge cómo respondieron favorablemente al EGP, al menos por algún tiempo. Indudablemente algunas de mis fuentes uspantanas tuvieron más participación en la guerrilla de la que están dispuestos a admitir. No obstante, en comparación con mis entrevistas en la región ixil, me sorprendió lo raro que era oír hablar de líderes revolucionarios locales en Uspantán. Los ixiles me informaron de docenas de personas que se volvieron comandantes, combatientes o cuadros. Ya en 1989 algunos vivían amnistiados en pueblos controlados por el gobierno y daban señales de orgullo al hablar de sus experiencias con el EGP. En Uspantán nunca surgieron tales nombres. Que yo sepa, la guerrilla no tenía una red clandestina en Uspantán antes de que aparecieran las primeras columnas. Unos cuantos refugiados resistieron después de 1983 y se convirtieron en miembros de las CPR, refugiados que vivían fuera del control del gobierno y que apoyaron a la guerrilla hasta el fin del conflicto.
Aun si los uspantanos tenían menos vínculos con la guerrilla que los ixiles, el sufrimiento era comparable. Chimel era una más de una serie de aldeas mayoritariamente k’iche’s que se extienden a lo largo de la cadena montañosa al norte del pueblo y que fueron atacadas a finales de 1980 y principios de 1981. Otra era Xolá, la próspera aldea próxima al pueblo en la que había nacido la madre de Rigoberta. A diferencia de Chimel, nunca fue destrozado físicamente, pero sus campesinos y comerciantes k’iche’s vivieron durante varios años en el temor de los secuestradores. “La guerrilla dio una su vuelta por aquí. Vinieron bastantes y quisieron platicar con la gente”, me contó un activista de derechos humanos de Xolá. “Pero la gente no quiso, tenía miedo y se encerraba en sus casas. Luego llegaron los judiciales, amontonaron a su grupo. Pisto quieren, y empiezan a secuestrar a la gente. La gente tenía que quedarse de brazos cruzados, mientras que los judiciales se llevaban lo que querían, porque si no lo hacían los judiciales los mataban o tiraban una bomba”. Una fuente señaló los nombres de diecinueve hombres de Xolá, secuestrados por los judiciales, que nunca más fueron vistos. “Sólo por calumnia”, declaró. “No sabemos qué clase de gente es la guerrilla. Sólo por envidia. Uno tiene su tierra, su trabajo, su mujer, sus mojones, sus animales, por eso murieron”. La mayoría de los hombres que cometieron estos crímenes eran indígenas.
Xolá había sido particularmente activo en la fundación de las dos cooperativas de Uspantán, una para la venta de insumos agrícolas y la otra para la concesión de créditos. Ambas estaban dirigidas por catequistas católicos. Esto les convertía en un blanco tanto para los vecinos envidiosos de su prosperidad como para el ejército. Otra aldea activa en cuestión de cooperativas era Macalajau. Un día llegó un capitán del ejército, convocó un mitin y declaró que la guerrilla estaba escondida en los alrededores. “Aquí en Macalajau hay gente que colabora con la guerrilla”í, le cita un sobreviviente. “Han dado sus tres pasos para que se conozca quiénes son. No muchos, sólo cinco o seis están colaborando con la guerrilla. A quien quiera aclarar quiénes son, le vamos a pagar sus doscientos o trescientos quetzales. Nadie se adelantó. Sólo un hombre dijo: 'Somos campesinos, trabajamos por nuestro pan diario, acaso nos damos cuenta de eso'”. No mucho tiempo después, una noche de noviembre de 1980, dos informantes de la aldea condujeron a los soldados a varias casas. Después de todo alguien había decidido ayudar al ejército. Siete hombres, incluyendo dos líderes de la cooperativa y tres hermanos de un hombre que había muerto en la embajada de España, fueron asesinados o secuestrados. Luego, el capitán mandó llamar a un funcionario local para anunciar a la aldea que los guatemaltecos leales tenían que irse a vivir al pueblo. Unos lo hicieron. Otros no, con el resultado de que fueron atacados por soldados y vigilantes enmascarados que quemaron sus casas.
Otras dos aldeas, San Pablo El Baldío y San Pedro La Esperanza, fueron destruidas por el ejército a principios de 1981. Entrevisté a tres sobrevivientes de San Pablo que reconocieron que sus habitantes habían tenido contacto con el EGP, pero negaron haber tenido nunca un mitin en la comunidad. “La guerrilla no regresó después de le muerte de Honorio”, afirmó uno de ellos. “Después dieron una vuelta y hablaron con alguna gente, pidiendo colaboración, pidiendo comida... Algunas gente dijeron que sí, pero no se daban cuenta de lo que iba a suceder. Una vez que se dieron cuenta, algunos se arrepintieron, pero ya era demasiado tarde”. Aunque a raíz de la muerte de Honorio ocho hombres de San Pablo fueron secuestrados, pasó otro año y medio antes de que el ejército quemara las casas en 1981. Las fincas del valle fueron quemadas a finales de ese año, aparentemente por la guerrilla. Muriéndose de hambre en los fríos y húmedos bosques de los alrededores, la mayoría de los sampableños se entregó al ejército entre 1982 y 1983, una o dos familias a la vez.
San Pedro La Esperanza, al oeste de San Pablo y de Chimel, en las mismas montañas boscosas, parece haber sido un lugar menos conflictivo antes de la violencia. Esto les permitió recibir en 1975 un título provisional del INTA por más de mil trescientas hectáreas. Estaba formado por sesenta y siete familias, incluyendo ladinos y k’iche’s, que construyeron una escuela y establecieron un mercado los días miércoles. “No queremos que el ejército mata a la gente, ustedes tienen que unirse para defenderse”, recuerda una viuda que decía la guerrilla. “Dice que en Guatemala hay ricos y pobres, el presidente está en el palacio con su pisto, tenemos que estar unidos para luchar, esto quiere Dios. Sabemos que el ejército nos mata, y por eso tenemos que estar unidos. Mejor que vamos para que no queman la aldea, decía a veces la guerrilla”. “Por desgracia”, prosiguió la viuda, “es corto el tiempo entre las visitas de los dos bandos, a veces en el mismo día. Como la guerrilla huía, no había guerrilla allá para matar, así que mataban a la gente. Todas las casas el ejército las quemó; toda la ropa quemaron. Quedamos sin ropa dos o tres años, quedamos sin cédula, quedamos sin tener donde dormir. Dormimos entre los guatales dos o tres años, con nuestros animales. ¡Cómo sufrimos!”.
La muerte de Víctor Menchú
Chimel no es destruido en las páginas de Me llamo Rigoberta Menchú. Cuando Rigoberta le contó su historia a Elizabeth Burgos, ignoraba lo sucedido a sus vecinos. De haberlo sabido, ¿cómo habría influido en su actitud hacia la guerrilla, en su historia, y en la evolución posterior de su carrera política? Poco después de que se publicara el testimonio de 1982 y de que se convirtiera en una declaración de principios inalterable, muchos de los indígenas que se habían unido al movimiento revolucionario en la misma época que Rigoberta lo abandonaron. Al igual que ella, habían reaccionado a las atrocidades del ejército decidiendo defenderse, pero con la idea de que la guerrilla podía ganar. Visto que esto era imposible, comenzaron a pensar de otro modo sobre qué había dado origen a las matanzas. La culpa que habían centrado exclusivamente en el ejército, por la razón obvia de que mató a sus familiares, la extendían ahora a la guerrilla, por inducir a los indígenas a una causa desesperada.
Así fue el caso de Chimel; fuera cual fuese su apoyo a la guerrilla. Temiendo ir al pueblo, los vecinos de Rigoberta subsistían entre los escombros de sus casas, atechados, sin paredes, bajo jirones de lámina, y se escondían todos las noches en los matorrales y bosques vecinos. Cuando se aproximaban los enemigos, se ocultaban en refugios subterráneos del tamaño suficiente para resguardar a una familia, dos metros de profundidad y la altura de una persona. Después de la muerte de Vicente siguió funcionando el comité de la aldea y se repartía un poco de comida, si es que había algo para repartir. Continuaron sembrando maíz en los claros del bosque, pero llegaban los soldados y las patrullas civiles a destrozarlo, haciendo que cada vez fuera más difícil encontrar algo para comer. “Seis meses pasamos sin comer tortilla, sólo pacaya cruda comimos”, dijo una viuda. “Por eso murieron mis tres hijos”.
Otra viuda habló de como un líder de la patrulla civil degolló a su hijo; de como “picaron como a un tomate” al niño de cuatro años que estaba con él; de cómo habían matado a su otro hijo los soldados y patrulleros civiles; y de cómo otros tres habían muerto de hambre en el bosque, todo esto luego de haber perdido a su marido en la embajada de España. “Cuando llega la patrulla, llegaban bastantes, ay Dios. Tantas veces llegaron. A los tres, cuatro o cinco días llegaban otra vez”, empujando a los refugiados de una evacuación a otra, hasta que ya no podían correr. “En Chimel ya no era vida. Cada vez que arreglamos la casa, volvían para quemar. Por eso que fuimos a Guacamayas, pero los soldados llegaron allá también”.
Las Guacamayas está al noroeste de Chimel, en un valle caliente que limita con la región ixil. Los refugiados de Chimel se suman a los más de mil que huyeron allí en 1981, para subsistir a base de bananos y raíces. Los cuadros del EGP llegaron a enseñarles a sobrevivir. “Nos decían de no ir al pueblo, mejor aguantar, que escondidos podemos luchar. Nos dijeron cual era el buen camino, pero no sabíamos si tenían razón”, me dijo una viuda. Puesto que Guacamayas apenas estaba a unas horas de distancia de la Finca San Francisco, la cual estaba ocupada por el ejército, resultó ser otra trampa. En 1982, el ejército y las patrullas civiles irrumpían cada pocas semanas para provocar la estampida de los refugiados, capturarlos y disparar sobre todo el que tratara de escapar.
“Viene y viene el ejército, también con aviones”, me contó un refugiado de Guacamayas. “Donde sale humo, los soldados llaman al avión y después vienen los soldados. También helicópteros con ametralladoras. Unos lograron huir, otros se quedaron muertos. Entonces tenemos que esconder en otro lugar, pero siempre en Guacamayas, por 1982. Poco a poco están llegando más gente, entre nosotros hay los que tienen unas ideas, tienen estudios, entonces entre los jóvenes organizamos vigilancia para defendernos. Se terminó la hierba, tuvimos que subir hasta aquí para buscar nuevas hierbas... como todo el maíz se quemó. Muchos murieron por hambre, hubo familias enteras que murió. Yo supe de una familia de dieciocho de los que no quedó ninguno vivo. Si encontrábamos huesos, los enterrábamos un poquito”.
Los sobrevivientes huyeron río abajo, luego se escondieron en las barrancas del norte de Chajul, donde organizaron las Comunidades de Población en Resistencia. Cuando visité la región, en 1994, sólo ocho personas de Chimel vivían allá, un número bajo si se tiene en cuenta que las CPR sólo están a dos días de camino de Chimel, y una indicación más de que la guerrilla no supo proporcionar una alternativa creíble. Muchos refugiados más de Chimel permanecieron más cerca de sus hogares, ocultándose en las montañas, encima de sus habitaciones destruidas, hasta que el ejército los obligó a salir, acosados por el hambre, o hasta que oyeron hablar de la amnistía ofrecida por el nuevo régimen de la capital, el del general Efraín Ríos Montt.
Cuando apareció Me llamo Rigoberta Menchú en 1983, la mayoría de los sobrevivientes de Chimel se habían rendido o habían sido capturados. Entre ellos se incluían los dos hermanos mayores de Rigoberta, los últimos dos varones de la familia. Uno de ellos era Víctor. Nacido en 1953, tenía esposa y tres hijos pequeños. Al igual que su hermano mayor, Nicolás, era campesino y catequista como su padre, trabajaba en los proyectos del Cuerpo de Paz y era promotor de salud. Su esposa, María Tomás Lux, murió misteriosamente antes de que Chimel fuera destruido, a finales del año maldito de 1980. Habiéndoseles acabado el maíz, ella fue a El Rosario para conseguir con unos amigos. Cuando apareció su cadáver semanas después, iba vestida con ropas ladinas. Nadie en Chimel parece saber qué pasó: Tal vez trató de cambiar su aspecto para escapar de una trampa.
Una vez que la aldea se tornó inhabitable, Víctor se refugió en los bosques del norte, en un lugar más cálido y bajo llamado Cuatro Chorros. Veintiocho meses después del incendio de Chimel, en abril de 1983, se entregó al ejército, con sus hijos, en su nuevo destacamento en el centro del pueblo. Entre los que ahora culpan a los Menchú por la violencia, algunos dicen que murió porque seguía comprometido con la guerrilla. “Estaba en el destacamento, venía bien desnutrido, entonces le cuidaban en el destacamento, lo curaban, lo inyectaron, y pidió permiso para el baño. Encontró un tubo, le dio un golpe en la cabeza al soldado que le cuidaba, cayó el soldado, quitó la arma, se vistió de uniforme, salió con Galil, disparando al subteniente. Quería irse a la montaña. Había un centinela, le disparó y lo mató”. ¿Por qué iba a querer escaparse nada más rendirse?, pregunté. “Era de esa mentalidad. El oficial lo iba a dejar vivo, le iba a sacar informaciones, Víctor andaba en la calle con el oficial, él le estaba curando bien. Pero Víctor estaba frustrado cuando dejó la montaña y pensó regresar”.
Su hermano Nicolás aportó una versión más convincente de su muerte. A Víctor siempre le gustó oír noticias en su radio. De algún modo logró conseguir baterías y oyó hablar en la radio de la amnistía que Ríos Montt estaba ofreciendo. Nicolás le recomendaba que esperara, pero Víctor no quiso. “Si nos quedamos aquí, vamos a morir todos”, decía. Temeroso, Nicolás le siguió un mes más tarde. “Cuando entramos juntos, yo, mi esposa, los niños y dos pequeños, el comandante se asustó. '¿Son de Chimel?', preguntó dos veces. Se acercó y me tomó las manos para mirar si tenían callos, por el trabajo. 'Ninguno te agarró en el camino?', me preguntó. '¿Por qué vinieron?' 'Yo vine por defender a mis hijos', le dije... '¿Sabes dónde está tu hermano?', me preguntó. 'No mi oficial', le contesté. Se llevaron aparte a los patojos, uno por uno, para hacerles preguntas. Les preguntaron, '¿usa su papá este tipo de arma?', '¿o éste?' Les mostraron sus armas. Uno por uno, los patojos dijeron que su papá sólo usaba hacha y piocha. '¿Cuántos días suele apartarse de la familia?', les preguntaron, uno por uno.
'¿Dónde está tu hermano?' me preguntó otra vez. 'Disculpe, señor oficial,' le contesté, 'ahorita yo no sé si él todavía vive en la tierra o está en el cielo.' '¿Cuándo vas a regresar a tu terreno?' 'Disculpe, señor oficial, pero yo ya estoy bajo el dominio de usted, soy como su preso y ustedes disponen dónde voy yo.' Luego el oficial me llevó por la calle que va para el mercado, platicándome que él era de Uspantán y que su papá había sido gran amigo con mi papá. 'Su papá, su mamá, sus hermanos terminaron sus días', me dijo, 'pero usted no'. Luego me pidió que volteara a mirar, el bloque estaba agujereado por las balas. 'Su hermano murió aquí. Aquí es donde encontró la paz'. 'No tengo miedo de morir', dije yo. El oficial me pasó un brazo por encima y me prometió que no iba a morir”
En este momento de su narración, Nicolás se desplomó, y yo también. “Disculpe. Me dio cólera. Todo aquí me dejó cólera, pero nos regresamos. Esta cólera jamás la voy a olvidar”. Cuando Víctor estaba detenido en el destacamento, Nicolás supo que unos “soldados malos de Xolá” empezaron a molestarlo. “Vamos a comer carne fresca esta noche”, lo amenazaban. Los soldados k'iche' dijeron a Víctor que esa noche, a las nueve, lo sacarían de su celda para matarlo. Víctor esperó su muerte llorando y rezando. A las 8:30 pidió al guardia que le dejara usar el baño, donde encontró un tubo de metal que escondió entre su ropa antes de regresar a la celda. Cuando llegaron los soldados a las nueve para llevarlo a otro interrogatorio, golpeó con el tubo al que iba delante, salió corriendo del destacamento y estaba abatido a disparos mientras corría desarmado hacia el mercado.
Sabiendo como sabía Víctor lo que el ejército era capaz de hacer a los prisioneros, es difícil sobrestimar el valor necesario para entregarse. Debió hacerlo, al igual que lo que motivó a Nicolás a tomar su propia decisión, por sus hijos, a los que sería menos probable que el ejército matara. También es difícil sobrestimar el miedo que debió sentir Víctor en el destacamento, en poder de sus enemigos. Tal como se compadecía de él un ladino, “vio allá a los García, a los Cano, a muchos de los judiciales del lugar. Se asustó y lo mataron”. ¿Quién tiene la culpa?, le pregunté a Nicolás. “Yo culpo a la gente del mismo pueblo, por tener una lengua que no se mide”, respondió. “Los oficiales y los soldados no vienen a matar, la gente las señalan (a las víctimas). Cuando la gente venía para el pueblo, había un Vitalino Cano sentado allá en el destacamento. Este es guerrillero, decía. Aquel es guerrillero, decía. Mataron a muchos”.
Nicolás y sus familia apenas escaparon a este destino. Los alojaron en el salón municipal, con una multitud de refugiados que se habían rendido o habían sido capturados. Viviendo en tales condiciones de hacinamiento, muchos enfermaron. A pesar de que una hermana se hizo cargo de las tres hijas de Víctor, dos de ellas murieron pronto: Juana tenía cinco años, Cristina sólo tres. Puesto que la salud de Nicolás seguía inquebrantable, un oficial decidió que era un guerrillero bien alimentado y lo mandó en helicóptero al temido destacamento militar de Santa Cruz del Quiché. Cuando los soldados empezaron a cubrirle los ojos con un trapo ensangrentado, un coronel les reprendió diciendo: “Ustedes ya no van a maltratar a este hombre. No ha hecho un gran delito, sólo está aquí para dar información”. “Ni una patada, ni un golpe en dos meses”, me dijo Nicolás, con asombro. “Por recomendación del coronel, me dieron la misma comida que a los oficiales”.
Un tío suyo, uno de los hermanos de Vicente, también escapó al destino de Víctor. Dice un hijo suyo que se rindió con él: “Nos encerraron en un cuarto y decían que somos jefes de la guerrilla. Empezaron a preguntar si cargamos armas o no, sacando información. Nos maltrataron, nos amenazaron, pero no nos golpearon porque mi papá era conocido en el pueblo y la gente llegaba a visitar. Nos soltaron después de ocho días en el destacamento”.
Los Menchú que vivían en el pueblo fueron obligados a formar parte de la patrulla civil del ejército y a unirse a las expediciones a Chimel para robar el maíz. Tres primos y sobrinos de Rigoberta prestaron servicio en el ejército, dos de ellos porque les obligaron y el tercero voluntariamente. “No hay educación allá”, me dijo uno de ellos, refiriéndose a la experiencia. “Me agarraron por la fuerza. Por ser Menchú me dijeron, 'vos sos jefe de la guerrilla'”. Después de los acostumbrados dos años y medio de servicio, entre 1982 y 1985, regresó a Uspantán, sólo para sentirse más inseguro como civil. “La violencia todavía era dura. Hubo muchas envidias y acusaciones aquí”, dijo. Poco después se reincorporó a su unidad, prefiriendo confiar en los soldados y los oficiales en vez de en sus vecinos de antes. Diez años más tarde, después de regresar a la vida civil, era uno de los activistas de derechos humanos más conocidos de Uspantán.
El abismo entre la estrategia guerrillera y la conciencia popular
“Cuando vino el ejército y la guerrilla fue como cuando el coyote se mete con los chivos. Corren por aquí; corren por allá. No hay donde ir. Cuanta gente murió así.” –Campesino de una aldea vecina a Chimel.
De la cantidad de matanzas cometidas por el ejército guatemalteco, muchos observadores han asumido que la insurgencia fue un levantamiento popular. ¿Por qué, si no, tanto derramamiento de sangre? Pero en Uspantán, es difícil corroborar una profunda base de apoyo. La falta de presencia del EGP se sugiere en el hecho de que durante toda el conflicto sólo en una ocasión atacó a las fuerzas de seguridad dentro del pueblo, el 25 de abril de 1980, cuando mataron a dos agentes vestidos de civil cerca de la plaza. El apoyo local que ganó la guerrilla parece haber sido principalmente en aldeas asediadas que pronto fueron destruidas. Los sobrevivientes se convirtieron en refugiados en fuga, la mayoría de los cuales fueron asesinados, capturados u obligados a someterse; apenas un puñado de ellos logró huir al norte a las Comunidades de Población en Resistencia.
Si los sobrevivientes siguen temiendo al ejército, ¿podemos valernos de sus testimonios y concluir que el movimiento revolucionario nunca fue muy fuerte en Uspantán? Mi conclusión sólo puede ser tentativa. Pero cualquier escepticismo acerca de mi argumento debe extenderse a la pretensión del EGP de haber sido adoptado por las masas indígenas. Seguramente los silencios cruciales que se pueden dar entre campesinos y un antropólogo armado con un cuaderno, también se pueden dar entre campesinos y forasteros cargados con armas de fuego. A una conclusión similar llegó un hombre que ayudó a comenzar la guerra en el altiplano occidental con una pistola y que ayudó a terminarla con una pluma, el comandante guerrillero y escritor Mario Payeras.
Después de dejar el EGP en 1984, Payeras criticó la elección del norte del Quiché como primer escenario. Sus compañeros y él se habían sentido atraídos por las ventajas geográficas de la región, pero subestimaron “el atraso social propio de un área marginal del sistema capitalista. La consecuencia inmediata de este atraso se tradujo en lentos ritmos de acumulación de fuerzas y en dificultades ingentes, en particular, para la formación y reproducción de cuadros... La energía fundamental de la fuerza guerrillera, durante los años de implantación, se consumió en organizar, en explicar, en politizar, tratando de compensar con la predica y el ejemplo la ausencia de factores que son producto histórico de la práctica social, sobre todo de la lucha de clases”. En otras palabras, la mayor parte de la población ignoraba que necesitaran una revolución, y era difícil convencerlos de que la necesitaban. Tal como lo expresa Payeras: “Salvo en algunas zonas de la montaña y por algunos periodos, las distintas etapas preconcebidas de la guerra... se dieron en relación de desfase con la lucha y el movimiento real de las masas”.{11}
Payeras atribuye el abismo entre la estrategia revolucionaria y la conciencia popular al foquismo, la doctrina cubana de que con poco o ningún trabajo político previo, pequeños focos o bandas de guerrilleros profesionales, se podrían desencadenar revoluciones campesinas. El fracaso de la teoría foquista fue ampliamente reconocido después del fallecimiento de Che Guevara en Bolivia en 1967. Internándose en la selva con una pequeña banda de revolucionarios profesionales, el Che no logró ganarse a los campesinos sospechosos que más bien lo entregaron a las autoridades. Quince años más tarde, el EGP alegaba haber trascendido los errores del foquismo mediante un largo y cuidadoso proceso de formación de masas populares en el norte del Quiché. Pero no lo hicieron así en Uspantán, y probablemente en el Ixcán o en la región ixil tampoco lo hicieron en la medida que pensaban sus líderes.
Payeras y yo mismo no somos los únicos que percibimos vínculos tenues entre el EGP y los campesinos en el presunto corazón geográfico del grupo; otros investigaciones de campo en los Cuchumatanes han arrojado la misma impresión{12}. En La Guerra en Tierras Mayas, trabajo que fue publicado primero en francés en 1992 y que ha sido ignorado con demasiada frecuencia, el sociólogo Yvon Le Bot señaló la incapacidad del Ejército Guerrillero de los Pobres para entender la complejidad de las comunidades indígenas, o sea, las necesidades reales que sentían. La lucha armada no era una solución para los conflictos profundamente locales que dividían a Chimel y sus vecinos. Más bien, era una estrategia para tomar el poder a nivel nacional que requería el sacrificio de las comunidades que pretendían defender.{13}
Las historias que oí en Uspantán sugieren que los campesinos no estaban muy organizados cuando los golpeó la represión. Es evidente que eran mucho menos militantes y estaban muchos menos preparados que los ejemplares revolucionarios de Me llamo Rigoberta Menchú. Lo que oí en Uspantán era casi más espantoso que lo que muchos han leído en esas páginas, donde por lo menos los campesinos mueren por una causa que comparten. Lo que oí contar en Uspantán fue una matanza preventiva de campesinos que tenían poco o nada que ver con la guerrilla, que si mucho habían escuchado un par de discursos, y que tenían un concepto muy vago de la causa mayor por la que estaban muriendo. Por supuesto murieron por algo, pero lo que eso fuera todavía está siendo resuelto por las familias que dejaron atrás.
Notas
{1} Burgos-Debray 1984:242.
{2} Burgos-Debray 1984:185, 195-196.
{3} Ejército Guerrillero de los Pobres, “Las luchas guerrilleras golpean sin cesar al criminal gobierno luquista”, 2 págs., 15 de mayo de 1980.
{4} Burgos-Debray 1984:198-200.
{5} Beverly 1989:21.
{6} Montejo 1987:82.
{7} Burgos-Debray 1984: 126-127.
{8} Las cronologías que revisé incluyen la publicación del EGP Informador Guerrillero, sus comunicados de prensa y la base de datos de Paul Yamauchi Sistema de Información de la Geo-Violencia.
{9} Burgos-Debray 1984:243.
{10} Inmediatamente después de contarle su historia a Elizabeth Burgos, Rigoberta le dijo a un periodista mexicano que sus dos hermanas pequeñas se habían ido con la guerrilla en busca de protección después de haber quedado solas a los diez y once años (Calloni 1982).
{11} Payeras 1991:91-92, 109.
{12} Véase la etnografía de John Watanabe sobre el pueblo mam de Santiago Chimaltenango (1992:179-183); el informe de Shelton Davis sobre los kanjobales en la colección Harvest of Violence (Carmack 1988:24-26); y la disertación de Paul Kobrak sobre Aguacatán.
{13} Le Bot 1995:118-119, 258, 288-292.
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