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Fortunata y Jacinta

Segunda República española. Constitución española de 1931

Forja 045 · 24 agosto 2019 · 26.20

¡Qué m… de país!

Segunda República española. Constitución española de 1931

Buenos días, sus Señorías, mi nombre es Fortunata y Jacinta, esto es “¡Qué m… de país!” y hoy retomamos el tema de la Constitución de 1931. Ya vimos en el capítulo anterior que la fecha de las elecciones a Cortes Constituyentes quedó fijada para el 28 de junio, dándose inicio a una campaña muy apasionada y movidita.

Cuenta Gabriel Jackson: “En Levante muchos anarquistas estuvieron tentados de votar a pesar de la abstención oficial de sus organizaciones. Sabiendo esto, los radicales de Lerroux y los radicalsocialistas de Marcelino Domingo trataron de atraerse los votos anarquistas con promesas demagógicas y de marcada tendencia anticlerical encaminada a dichos fines electorales”.

El Cataluña, el País Vasco y Galicia los candidatos pidieron la autonomía. Apenas hubo candidatos declaradamente monárquicos. Los oradores socialistas hablaron en favor de todo: desde un régimen liberal parlamentario hasta la dictadura del proletariado.

¿El resultado? Las nuevas Cortes quedaron muy inclinadas hacia la izquierda y, como ya comentamos, incluían muchos hombres sin experiencia política. Participaría en ellas un grupo selecto de intelectuales ansiosos por contribuir en la construcción de una nueva España: Ortega y Gasset, Pérez de Ayala, Gregorio Marañón, Sánchez Román, Ossorio y Gallardo, Jiménez de Asúa, Julián Besteiro o Juan Negrín, entre los más destacados. La gente acudía en masa a los debates constitucionales para disfrutar de sus discursos bellamente construidos.

Redacción de la Constitución

Los debates en la Cortes Constituyentes no pudieron iniciarse en un ambiente más caldeadito. Si la primera sesión había quedado fijada para el 14 de julio –en homenaje a la toma de la Bastilla–, el día 4 los afiliados a la CNT se declararon en huelga: es la famosa huelga de los empleados de la Telefónica declarada por los anarquistas para tomarle el pulso al nuevo Gobierno. Y, en efecto, los socialistas se hallaron en la incómoda situación de tener que defender una compañía extranjera (la Telefónica, subsidiaria de una compañía estadounidense) cuyo contrato habían criticado duramente durante la dictadura de Primo de Ribera y actuando de quebrantadores de huelga contra sus hermanos de la clase obrera. El Gobierno declaró el estado de guerra en Sevilla el 22 de julio, donde se produjeron 30 muertos y 200 heridos y los anarquistas descubrieron que la República podía tratarlos con la misma severidad que un gobierno monárquico (como así pudieron comprobarlo los ácratas en 1932 y 1933 e incluso en 1934; como veremos en próximos programas).

Daremos ahora algunas pinceladas sueltas sobre las características de estas Cortes Constituyentes: como decimos, la primera sesión se celebró el 14 de julio con el fondo inquietante de la huelga anarquista. El Comité constitucional presentó su proyecto a las Cortes el 18 de agosto y entre esa fecha y el 9 de diciembre los diputados debatieron y forjaron la Carta de una República supuestamente democrática, laica según un modelo laicista de Estado y potencialmente descentralizada en favor de las demandas regionalistas (entonces no se hablaba de comunidades autónomas, sino de regiones). La expresión “comunidades autónomas”, dicho sea de paso, fue acuñada precisamente por uno de los padres espirituales de la República: José Ortega y Gasset. Qué desafortunado ha sido Ortega para muchas cosas.

1. Se tomaron como modelo dos precedentes europeos: la República alemana de Weimar y la Tercera República francesa. Los legisladores constitucionales, muchos de los cuales habían estudiado en Alemania, copiaron de la legislación de Weimar la noción de un poder presidencial moderador y decidieron que había que limitar los poderes del Presidente para evitar ciertos excesos del Poder ejecutivo. La función positiva más fuerte del Presidente de la República española sería el poder para nombrar al Primer ministro, asunto difícil en un país con muchos partidos políticos pequeños. A este respecto señala Jiménez de Asúa que, puesto el foco en los precedentes europeos, no consideraron las posibles analogías con las repúblicas hispanoamericanas, cuya experiencia sugería que el avance de la democracia política y económica requería un fuerte y afirmativo poder presidencial.

2. Siguiendo con Jiménez de Asúa, quien a la sazón era el Presidente de la Comisión Parlamentaria constituyente, leemos lo siguiente en uno de sus discursos: «No hablemos de un Estado federal, porque federar es reunir. Se han federado aquellos Estados que vivieron dispersos y quisieron reunirse en colectividad». Observamos cómo en absoluto se concibe el Estado republicano como federal y, de hecho, la Constitución española de 1931, al igual que la de 1978, prohíbe explícitamente cualquier tipo de «federación» entre esas «regiones autónomas» que pudiesen llegar a constituirse (Artículo 13: En ningún caso se admite la Federación de regiones autónomas). Y como ya vimos en otro programa, hablar de un Estado ya unificado como es el Estado español de federalismo es hablar sin saber de lo que se habla.

3. La Constitución protegía los derechos individuales y la propiedad pero, al mismo tiempo, afirmaba en el artículo 44 que las riquezas de la nación podrían ser expropiadas mediante indemnización si convenía a los intereses sociales comunes, haciendo así posible una evolución hacia el socialismo.

4. Nos recuerda Pedro Insua, en su magnífico artículo publicado en El Catoblepas, “¿Republicanizar? Pues republicanicemos”, que, “si bien (en la Constitución de 1931) no se pone en cuestión la soberanía nacional española, tampoco se afirma. Y no se afirma por la supresión deliberada en el Preámbulo de la frase «nación española». Es decir, el término «Nación española» desaparece en la redacción definitiva del Preámbulo para ser sustituido por «España», sin más. Continua explicándonos Pedro Insua que esta supresión es consecuencia de las concesiones hechas al catalanismo y que no pudo evitarse a pesar de recibir enmiendas en contra por parte de algunos diputados. Precisamente con este motivo Menéndez Pidal publica un artículo titulado “Sobre la supresión de la frase ‘nación española’” (El Sol, 27 de agosto de 1931): «Todo lo que el voto particular reconoce a España es mirándola como Estado, no como una Nación». Insua subraya que los diputados andaban más preocupados por la República que por España, olvidando las advertencias de Unamuno al respeto: «Cuando aquí [en las Cortes] se habla de la República recién nacida y de los cuidados que necesita, yo digo que más cuidados necesita la madre, que es España; que, si al fin muere la República, España puede parir otra, y si muere España no hay República posible».

5. Y en este punto llegamos al gran conflicto revolucionario: había que determinar las relaciones entre la Iglesia y el Estado y, como ya hemos comentado, no se trataba únicamente de separar Iglesia y Estado como en otras naciones, sino que había que triturar la influencia católica sustituyéndola por otra laicista, había que eliminar a la Iglesia católica como rival ideológico y había que hacerlo por vía ministerial y de la forma más rápida posible, y a esto, sus Señorías, se le llama “ingeniería social”. Lo mismo opinaba el profesor Adolfo Posada, redactor del primer borrador de la Constitución. Abriremos un apartado independiente para acercar la lupa.

Artículo 26

Recordemos que según el Concordato de 1851 el catolicismo romano era reconocido como la religión oficial de España. Pero el Gobierno provisional de la República había decretado la libertad religiosa y más tarde la Constitución declararía que el Estado español no tenía religión oficial. El Vaticano protestó, pero una parte de los católicos apoyaron la separación entre Iglesia y Estado, es decir, apoyaban la laicidad del Estado, aunque no el laicismo (al tratarse de una ideología anticlerical o anticatólica en general).

En los primeros debates, de tinte moderado, se recogía la separación de Iglesia y Estado, así como la libertad de cultos pero, a la vez, se reconocía a la iglesia católica un status especial como entidad de derecho público reconociendo una realidad histórica y social innegable. La Agrupación al servicio de la República —y especialmente Ortega y Gasset— defendería esa postura por considerarla la más apropiada. Pero esta no fue la postura que finalmente triunfó y si las posiciones se radicalizaron fue a causa de la influencia masónica (que era decididamente anticatólica).

Esa radicalidad fue asumida por el PSOE y por los radical-socialistas e incluso la Esquerra catalana suscribió un voto particular a favor de la disolución de las órdenes religiosas y de la nacionalización de sus bienes. Eso sí, insistiendo en que no debían salir de Cataluña los que allí estuvieran localizados (vaya, vaya, igualito que los príncipes alemanes de los siglos XVI y XVII seguidores de Lutero: prohíbo la religión católica, pero me quedo con sus bienes y así mato dos pájaros de un tiro).

Desde la proclamación de la República, la propaganda de las logias masónicas tuvo un tinte marcadamente anticlerical y no deja de ser significativo que se nombrara director general de Primera Enseñanza al conocido masón Rodolfo Llopis —que con el tiempo llegaría a secretario general del PSOE, hasta que fue defenestrado por el clan de la tortilla de Felipe González—.

En definitiva, la nueva Constitución proponía la disolución de la Compañía de Jesús prohibiendo a las demás órdenes religiosas católicas no solo la enseñanza, sino también cualquier actividad económica o la beneficencia. Y no olvidemos que si este tipo de medidas resultaron finalmente triunfantes en los debates sobre la Constitución, fue también debido a que los intereses de Manuel Azaña, político declaradamente anticlerical y empeñado en demoler las tradiciones católicas y españolas en general, casaban muy bien con los intereses masónicos (y en 1932 Azaña se dio de alta en la masonería, no por interés en los misterios de los hijos de la viuda sino por interés político; de hecho Azaña no pasó del grado uno: el grado aprendiz).

En resumen, el artículo 26, más que regular el derecho de libertad religiosa regulaba las limitaciones al derecho de libertad religiosa. Por otra parte, era con mucho el más extenso de la declaración de derechos de esa Constitución. Sin embargo, y sorprendentemente, en la misma no se regulaba el derecho de huelga. En definitiva, todo esto y la boutade del artículo 1 de decir que España era una "republica de trabajadores de todas clases" pone de manifiesto que se trataba de una Constitución totalmente apartada de la realidad social y política española.

En enero de 1932 las Cortes aprobaron la ley de secularización de los cementerios y la primera ley del divorcio en España. Se hizo dio mucha publicidad a algunos casos, como el divorcio de la hija de Antonio Maura, pero lo cierto es que la clase media en Madrid y Barcelona aprovecharon esta ley muy pocas veces y en algunas provincias no se dio un solo caso. Por otro lado, la ceremonia de secularización de los cementerios a menudo iba acompañada del ritual de derribo de tapias al son de la Marsellesa, todo ello convenientemente nutrido por la propaganda de que el matrimonio y el entierro civiles eran signos de “cultura”, mientras que las ceremonias religiosas eran signos de superstición. Ese mismo mes, el Gobierno de Azaña decretó la disolución de la Compañía de Jesús y la confiscación de sus propiedades, por considerar a esta Orden religiosa un “peligro” para el Estado, más que nada por su tremenda influencia educativa el poder económico que les daba su riqueza.

España ha dejado de ser católica

De la mano de Marcelino Suárez Ardura, nos disponemos a considerar –en unas breves líneas– las palabras de Manuel Azaña en su famoso discurso en las Cortes del 13 de octubre de 1931: “La premisa de este problema, hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha dejado de ser católica: el problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica el pueblo español”.

Dadas las limitaciones de este formato de programas, no podremos exponer aquí la argumentación completa de Marcelino Suárez Ardura, pero incluiremos el extracto más amplio en el texto escrito que subiremos a la página de nódulo materialista. Y aprovechamos la ocasión para recordar que podéis consultar los guiones de los programas de Fortunata y Jacinta en http://nodulo.org/forja/index.htm.

A lo largo del discurso de Manuel Azaña se hacen muchas alusiones a la pérdida del catolicismo de España y a la idea de que ahora –en el tiempo de Azaña- no hay que atender a la religiosidad –pues es cosa de la conciencia individual– sino a la cultura: “En este orden de ideas, el Estado se conquista por las alturas, sobre todo si admitimos (…) que lo característico del Estado es la cultura”. Aquí vemos la prosapia germana que se revela en el escrito de Azaña. Sobre todo son dos cuestiones, dos de las ideas germanas metafísicas más características de la tradición idealista: en primer lugar, la apelación a la religiosidad como una cuestión de «conciencia» –esa conciencia subjetiva de la que hablábamos en capítulos anteriores– . Por otro lado, tenemos la alusión al «Estado de cultura» que remite a la idea de que las culturas genuinas son precisamente las culturas nacionales y que estas son la expresión del espíritu de cada uno de sus pueblos. Particularmente ésta era la idea del gran filósofo de la Universidad de Berlín Juan Teófilo Fichte (que, como Azaña, era masón).

Fichte, Hegel y otros filósofos alemanes sostenían que existía tal cosa como el “Espíritu del pueblo” y que este soplaba sobre las naciones étnicas revelándoles su cultura. Y esto es ya simple ideología metafísica. Tan metafísica que la Idea de Cultura no es otra cosa que el proceso de inversión teológica de la Idea mitológica de la Gracia, como ha ensayado Gustavo Bueno en su célebre El mito de la cultura. Leamos ahora este interesante fragmento de Gustavo Bueno: “Y sólo cuando una cultura nacional (una nacionalidad étnica) hubiera sido revelada –dijo Juan Teófilo Fichte– podría constituirse un Estado legítimo, el «Estado de cultura» (no ya el «Estado de derecho», o el «Estado de bienestar»). La lección de Fichte la han aprendido bien algunos gobiernos de comunidades autónomas que saben ha de comenzarse por fundar una cultura nacional propia (catalana, vasca, galaica... acaso berciana o vadiniense) para reclamar a continuación un Estado soberano (el Estado catalán, el Estado vasco... o el Estado vadiniense)”. Más clarito agua.

Haremos una última observación y es que con la frase «España ha dejado de ser católica» Azaña pretende decirnos que se puede constatar positivamente que España «ya» no es católica; que esto es una situación de hecho, algo que se puede describir como un dato empírico; y todo ello a pesar de la existencia de millones de católicos, incluso de católicos creyentes, y a pesar de tener frente a sí, en los debates de las Cortes Constituyentes de 1931, a los apologistas del catolicismo.

Detengámonos en este detalle: precisamente por tener en cuenta a tales apologistas, el discurso de Azaña va referido dialógicamente a otras teorías que afirmarían el catolicismo de España. Y en este sentido el discurso del político republicano lo vemos ahora formulado no ya en calidad de hecho constatable, científico, sino a modo de «máxima pragmática», de donde se desvela su coloración oblicua, es decir, aureolar. Algo así como cuando Pedro Sánchez aseguró, tras su victoria electoral, que «estamos en una nueva época», pretendiendo que esa “nueva época” está ahí y que se puede indicar con el mismo dedo de la mano. Podríamos decir en este punto que Azaña confunde sus propios deseos con la realidad, pues la misma existencia de apologistas del catolicismo en las Cortes demuestra que la realidad es mucho más compleja de lo que él pretende. Dicho en otras palabras: en la frase de Azaña no hay ciencia, hay praxis política. Pero praxis política mala, entre otras cosas porque atiende a intereses ideológicos personales y de partido antes que a la complejidad de la realidad nacional.

Conclusiones

Dice Gabriel Jackson: “La nueva Carta era democrática y laica. Consagraba la supremacía del poder legislativo. Sería compatible con una economía mixta que contendría a la vez elementos socialistas y capitalistas (…) Pero sería inaceptable para la opinión católica, por el artículo 26 y el 48, que declaraba que la educación en todos los grados sería laica”. Y en este punto coincidía con Ricardo de la Cierva, quien escribió: “Era una Constitución de media España contra la otra media: no era una Constitución de la concordia sino de la exclusión y la revancha”.

Ya hemos comentado en la introducción que muchos intelectuales se sintieron decepcionados al ver la forma agresiva con que fue tratada la cuestión religiosa, más teniendo en cuenta que esta no se opuso de forma frontal al nuevo régimen y que suponían una gigantesca fuerza social que se ninguneó y despreció de forma insensata: 30.000 sacerdotes diocesanos, 40.000 religiosas y 40.000 monjas. Ortega y Gasset aplaudía las cláusulas sociales, pero veía a la República minada por el espíritu de facción: el exagerado regionalismo y el exagerado anticlericalismo. Pidió un “Estado integral, superior a todo partidismo” y “un partido de amplitud nacional” que dirigiera desde arriba la necesaria revolución (veían como líder a Miguel Maura, pero este no era aceptado por los monárquicos).

Gabriel Jackson nos recuerda que tanto Ortega y Gasset como Unamuno, que habían protagonizado los debates intelectuales contra la Dictadura de Primo de Ribera, esperaban haber sido escuchados como pensadores veteranos por la generación de republicanos, pero se hallaban conturbados ante lo que habían presenciado durante las Cortes Constituyentes: la demagogia anticlerical, frases incorrectas, malos modales, exigencias, acentos regionalistas varios, las mezquindades y pasiones de los parias sociales, etc. Recordemos que Ortega acababa de publicar La rebelión de las masas en la que hablaba con aprensión de la irrupción de las masas incultas en la vida política europea (aunque también podría haber dicho algo sobre la corrupción de las élites).

Por su parte, Unamuno escribía en relación a aquella República de entonces: “Y no se hable de ideología, que no hay tal. No es sino barbarie, zafiedad, suciedad, malos instintos, y lo que es -para mí, al menos- peor, estupidez, estupidez, estupidez. De ignorancia no se habla. He tenido ocasión de hablar con pobres chicos que se dicen revolucionarios, marxistas, comunistas, lo que sea, y cuando, cogidos uno a uno, fuera del rebaño, les he reprochado, han acabado por decirme: Tiene usted razón, don Miguel; pero, ¿qué quiere usted que hagamos? Daba pena oírles en confesión”.

Tanto Ortega como Unamuno consideraban a Azaña un intelectual secundario y ahora era el dirigente al servicio de las fuerzas anticlericales y antinacionales. En definitiva, vislumbraban que si el Presidente de la República española era un católico y el jefe de su Gobierno era un anticlerical, nada bueno podía esperarse del futuro.

Lo que siguió es que Alcalá Zamora, que había dimitido la presidencia del gobierno en octubre, aceptó el nombramiento como Presidente de la República y pidió a Azaña que continuara como Primer ministro. Poco tiempo necesito este último para echar del gobierno al partido de Lerroux, decisión que Salvador de Madariaga valora de la siguiente manera: “Y así como el río que se abre hacia el mar ha nacido arroyuelo en las alturas, así la guerra civil española puede decirse que comenzó el día en que Azaña expulsó al Partido Radical”.

Y hasta aquí este capítulo de “¡Qué m… de país!”. Damos las gracias a nuestros mecenas y colaboradores y recuerda “Si no conoces a tu enemigo ni a ti mismo, perderás cada batalla”.

Texto de Marcelino Suárez Ardura

A continuación, presentamos el extracto más amplio que Marcelino Suárez Ardura ha desarrollado en torno al citado discurso de Manuel Azaña, “España ha dejado de ser católica”:

Me dispongo, en unas breves líneas, a considerar las palabras de Azaña en su discurso en las Cortes el 13 de octubre de 1931 (Fuente: Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes de la República española, 55, 13 de octubre de 1931, pp. 1666-1672.).

De este discurso se ha destacado muy a menudo la célebre frase en la que el político manifiesta que España había dejado de ser católica. Si seguimos el discurso literalmente, tendríamos lo siguiente:

La premisa de este problema, hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha dejado de ser católica: el problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica el pueblo español.

Pero más adelante vuelve a hacer hincapié sobre ella.

Para afirmar que España ha dejado de ser católica tenemos las mismas razones, quiero decir de la misma índole, que para afirmar que España era católica en los siglos XVI y XVII.

Y, finalmente, la remata –aunque a lo largo del discurso se hacen muchas alusiones a la pérdida del catolicismo de España- en el párrafo siguiente, que desemboca en que ahora –en su tiempo- no hay que atender a la religiosidad -pues es cosa de la conciencia individual- sino a la cultura:

Por consiguiente, tengo los mismos motivos para decir que España ha dejado de ser católica, que para decir lo contrario de la España antigua. España era católica en el siglo XVI, a pesar de que aquí había muchos y muy importantes disidentes, algunos de los cuales son gloria y esplendor de la literatura castellana, y España ha dejado de ser católica, a pesar de que existan ahora muchos millones de españoles católicos, creyentes. ¿Y podía el Estado español, podía algún Estado del mundo estar en su organización y en el pensamiento desunido, divorciado, de espaldas, enemigo del sentido general de la civilización, de la situación de su pueblo en el momento actual? No, Sres. Diputados. En este orden de ideas, el Estado se conquista por las alturas, sobre todo si admitimos, como indicaba hace pocos días mi eminente amigo el Sr. Zulueta, en su interesante discurso, si admitimos -digo- que lo característico del Estado es la cultura.

Pues bien, lo primero que observamos es que Azaña formula la frase «España ha dejado de ser católica» desde una perspectiva que bien pudiéramos entender como siguiendo el ordo essendi. Es decir, Azaña está queriendo decirnos que se puede constatar positivamente que España «ya» no es católica; que esto es una situación de hecho, algo que se puede describir como un dato empírico; y todo ello a pesar de la existencia de millones de católicos, creyentes. Y esto lo dice frente a los apologistas del catolicismo:

Sería una disputa vana ponernos a examinar ahora qué debe España al catolicismo, que suele ser el tema favorito de los historiadores apologistas; yo creo más bien que es el catolicismo quien debe a España, porque una religión no vive en los textos escritos de los Concilios o en los infolios de sus teólogos, sino en el espíritu y en las obras de los pueblos que la abrazan, y el genio español se derramó por los ámbitos morales del catolicismo, como su genio político se derramó por el mundo en las empresas que todos conocemos.

Ahora bien, al tener en cuenta a tales apologistas, el discurso de Azaña, como se ve claramente en el ejercicio del documento, va referido dialógicamente a otras teorías que afirmarían el catolicismo de España. Y en este sentido el discurso del político republicano desborda, por decirlo así, el plano del ordo essendi para aparecer formulando la célebre frase desde el plano del ordo cognoscendi. Pero entonces, desde esta perspectiva, ahora, la frase «España ha dejado de ser católica» está formulada ya no en calidad de hecho constatable sino de «máxima pragmática»; de donde se desvela su coloración oblicua, es decir, aureolar. Algo así como quien habla de la globalización desde la globalización incoada pretendiendo que la globalización está ahí y se puede indicar con el mismo dedo de la mano. Por tanto, la frase de Azaña sería una máxima pragmática (es lo mismo que cuando Pedro Sánchez asegura, tras su victoria electoral, que «estamos en una nueva época» -¿acaso el Presidente en funciones está en posesión de la Ciencia Media?-) que no desborda el plano b-operatorio, pero quiere pasar (emic) por ser una descripción a-operatoria.. Dicho en otras palabras, en la frase de Azaña no hay ciencia hay praxis política.

Pero praxis política mala. Porque al decir que España había dejado de ser católica lo que está más que insinuando es que entre «España» y el «Catolicismo» -entendidos como clases lógicas- no hay nada en común «ahora», sin perjuicio de que lo hubiera habido en el siglo XVI. Se podría formular así: en el siglo XVI el catolicismo acaso tuvo influencia en España pero ahora esta influencia ya no existe. A mi juicio, esta formulación solo se puede hacer, tanto en el sentido del catolicismo sobre España como de España sobre el catolicismo, si se toman los conceptos en un sentido metamérico. Pero si optamos por una perspectiva diamérica las cosas cambian completamente.

Una perspectiva diamérica optará por un análisis de las instituciones en cuanto que categorías antropológicas. Desde esta perspectiva la conexión (influencia) o desconexión del catolicismo en España es distinta. Habría que considerar distintos modalidades de influencia como la influencia gravitatoria, la influencia instrumental y la influencia intercalar (Gustavo Bueno, «La influencia de la religión en la España democrática», 1994). Vistas así, las cosas cambiarían mucho; en primer lugar, porque pierden todo su sentido afirmaciones del tipo de las de Azaña, tanto como las contrarias, pues, en efecto, todas ellas se moverían en parámetros diaméricos.

Finalmente, me gustaría tan solo señalar la prosapia germana que se revela –creo– en el escrito de Azaña. Sobre todo son dos cuestiones: la apelación a la religiosidad como una cuestión de «conciencia», es la primera, y, la segunda, la alusión a la idea de «Estado de cultura». Estamos ante dos de las ideas germanas metafísicas más características de la tradición idealista. Así pues, estos son los mimbres con los que bregaba, si no me equivoco, el laicista político republicano español heredadas por nuestra actual democracia de mercado pletórico.

Marcelino Javier Suárez Ardura
Pola de Laviana, 21 de agosto de 2019



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