Fortunata y JacintaFortunata y Jacinta
nodulo.org/forja/

Fortunata y Jacinta

Ilustración francesa, racismo científico y América. Hispanofobia 4

Forja 022 · 17 febrero 2019 · 27.44

¡Qué m… de país!

Buenos días sus Señorías, mi nombre es Fortunata y Jacinta, esto es “¡Qué m… de país!” y hoy queremos invitarles a cambiar la “m” del título por la “e” de “electricidad”, a ver qué pasa.

No sé si saben ustedes de dónde surgió el título de este programa. Pues verán, una tarde arrimose Fortunata a mi escritorio y esparciendo una sonrisa inefable que parecía una bendición soltó: ¡Eureka! ¡Qué m… de país! Yo al principio me quedé como una pava, pero inmediatamente la agarré por el brazo y le espeté en tono profético: ¡Tarambana! ¡Cómo que qué m… de país! ¡Como te trinquen te llevan a la Modelo, insensata! Entonces ella, que es una atleta del pensamiento, me explicó lo de Juan Goytisolo.

¿Saben ustedes? Uno de los más depurados ejemplos de hispanofobia de toda la literatura española. Se entretenía mucho este caballero diciendo que este era un país de mierda y que si vaya mierda de país y, entre componenda y componenda, va el Gobierno de España y le otorga el Premio Cervantes. Un gobierno, por cierto, de derechas, para que vean ustedes cómo anda el patio.

Y por eso se le ocurrió a Fortunata aquello de “¡Qué m… de país!”, para ver si podíamos plantar unas buenas barricadas en YouTube y empezar a desautomatizar la “mierda” de marras de Goytisolo y poner en su lugar otras ideas menos perniciosas como, por ejemplo, la idea de milagro, maraca, maravilla o, qué sé yo, electricidad.

Fortunata, desde entonces, trae al retortero a media vecindad: uno la tildó antes de ayer de criptofranquista y otro señor muy agradable la llamó rata eclesiástica. Pero aquí sigue la tunanta empeñada en demoler esa idea de una España impresentable, mostrenca y cerril que decía Goytisolo: una España sin Renacimiento, ni Reforma, ni Ilustración, ni ciencia, ni Revolución Industrial, ni progreso, ni filósofos, ni Mayo del 68, ni reloj de cuco, ni fish and chips, ni inglés, nada de nada. ¡Qué vergüenza, copón! ¡Qué vergüenza!

Vamos a leer con atención esta cita de Don Juan Goytisolo porque encierra todos y cada uno de los tópicos de la Leyenda negra antiespañola: “En el siglo XVI se crea una empresa de demolición de toda la cultura española, llevada a cabo a ciencia y conciencia por el nacionalcatolicismo: expulsión de los judíos y moriscos, destrucción de las cátedras de humanidades, persecución de los erasmistas, de los protestantes, de los místicos y de la naciente ciencia española. Todo es arrasado y, a finales del siglo XVII, España ya es un erial en todos los terrenos. Cuando los franceses llegan en el siglo XVIII, se dan cuenta y acuñan la frase: “África empieza en los Pirineos”. Los ilustrados y liberales españoles se propusieron la europeización de España para superar el retraso, al tiempo que se interrogaban sobre el porqué del mismo”. Ven aquí perfectamente operativa la idea de esa Europa sublime que vendrá a resolver todos los problemas de España.

A todos nos resultan familiares estas ideas porque son las que aparecían en nuestros libros de bachillerato y también las que suelen verse en los documentales de la 2. Es el estado de opinión generalizado entre nuestras élites intelectuales que, como habrán ustedes advertido, son mi grupo social favorito.

El auto odio español estalló, dejándolo todo hecho una porquería, con motivo del Quinto Centenario del Descubrimiento de América, de la mano de otro laureado escritor peninsular, Don Rafael Sánchez Ferlosio. El muy peine escribió entonces “Esas Yndias equivocadas y malditas” para decir que aquí nada había que celebrar puesto que todo había sido crueldad y rapacidad por parte de España. Para evitar trifulcas y por si acaso se ofendía a algún oído piadoso, se cambió el lema de la efeméride y en vez de “descubrimiento” se dijo «Encuentro entre dos mundos». Una vez más, el Gobierno de la Nación española decidió otorgar el Premio Nacional de las Letras Españolas al ocurrente odiador, esta vez por iniciativa del gobierno del Psoe.

Este estado de opinión es habitual entre nuestra admirada élite de lechuzos, y tan pronto se manifiesta en un Pérez Reverte diciendo que hace cinco siglos España se equivocó de Dios (por lo de Lutero), como en un Escohotado, que en su magnífica obra “Los enemigos del comercio” se olvida del Imperio español _qué tremendo despiste olvidarse de la Escuela de Salamanca como precursora de la economía científica, o del real de ocho, moneda española que dio lugar al dólar americano y que fue la divisa internacional más estable que el mundo ha conocido_. Tan pronto Goya retrata a Galileo torturado por la Inquisición (cuando tal cosa no tuvo lugar), como un reputado catedrático de filosofía sentencia en tono de púlpito que el Imperio español no fue más que oro y esclavos.

A Fortunata esto de que sujetos de tanta autoridad le comparen el Virreinato de la Nueva España con el Congo belga la pone a hervir la sangre en deseos de revancha.

La primera gran pregunta sería, entonces ¿cómo es posible que personas tan ampliamente instruidas hagan afirmaciones tan poco científicas? ¿Cuál es el elemento distorsionador? Y, sobre todo, ¿qué ha sucedido para que este estado de opinión se haya extendido tanto entre la gente del común? La respuesta es sencilla y complejísima a la vez: desde el siglo XVIII muchos de nuestras lumbreras han confundido la Historia con la Propaganda y han asimilado, sin cuestionarlos, los relatos negrolegendarios. Esto demuestra que existen determinados ámbitos académicos muy resistentes a la razón histórica.

La segunda gran pregunta es ¿qué carajo sucedió en el siglo XVIII para que muchos de nuestros intelectuales se volvieran tan galápagos? Pues verán, sus señorías, lo que sucedió fue la Ilustración.

Recordemos que Ilustraciones hubo muchas, aunque la única que se nos venga a todos a la cabeza sea la francesa. Como ejemplo de la valoración que la historiografía oficial ha hecho de este asombroso fenómeno histórico, les leeré la definición que daba mi libro de texto de Geografía e Historia de 3º de BUP, en el año 1991: “La Ilustración es un movimiento intelectual minoritario, que sustenta sus principios en la Razón, el Progreso, la felicidad del individuo y la lucha contra la superstición y el oscurantismo. Valora especialmente las ciencias experimentales y humanísticas y la crítica histórica”.

En la misma línea, este tocho de “Historia Universal” editado por Espasa, dedica estas palabras al más insigne producto de la Ilustración francesa: la Enciclopedia. Dice así: “Todas las materias estaban tratadas en ella en forma de artículos escritos por especialistas y el resultado fue un compendio racionalista frente a los prejuicios e irracionalidades”.

Esto es lo que dice el relato oficial pero como a nosotros no nos interesan las historietas sino la Historia, vamos a comprobar empíricamente cómo combatían los prejuicios estos supuestos expertos.

Recordemos antes de nada que, por la época de los ilustrados, España traía a sus espaldas 800 años de guerra contra el Islam y otros 200 de sostenimiento de un Imperio transoceánico gigantesco, así que no debería sorprendernos mucho que aterrizara en el siglo XVIII un pelín tocada. Lo cierto es que siguió siendo el hegemón de Europa hasta 1805, fecha en que empieza a declinar en Trafalgar, y siglo que aprovecharon las élites políticas e intelectuales españolas para dar al Imperio el golpe de gracia: ¡Ea, con su pan se lo coma!

Como ustedes sabrán, en el siglo XVIII se produce un cambio dinástico y los Borbones le ganan el puesto a los Austrias. Y así es como Francia coloca en el trono español, su histórico archienemigo, al nieto de Luis XIV: Felipe V. Con los Borbones se produce un cambio en la política imperial, que ahora se vuelve más tendente a la centralización (esta es una constante en la historia de Francia, si ustedes se fijan) y también entra en la Península la corriente intelectual de moda, es decir, la Ilustración francesa, que a pesar del halo de prestigio que la envuelve, estuvo caracterizada por dos fenómenos asombrosos: el racismo científico y la imperiofobia.

Comprobemos, ahora sí, cómo combatían estas claraboyas ilustradas los prejuicios e irracionalidades de la época. Guillaume-Thomas Raynal, un jesuita francés que inhumaba protestantes a cambio de dinero, escribió: “Elle (l’Espagne) resta stupide dans une profonde ignorance”. Se lo pasó pirata el muy tarasca denigrando todo lo español y llenándose los bolsillos de dinero. Llegó a decir que el obrero hispano era tan cazurro que no sabía hacer la “o” con un canuto y que más les valía a los españoles de un lado y del otro del océano, importar obreros cualificados franceses. El historiador argentino Rómulo Carbia, en su “Historia de la Leyenda negra hispanoamericana” publicada en 1943, tuvo el buen gusto de cantarle las cuarenta a este y a otras cuantas luminarias más: “Todos echaron mano de lo que contenía la Leyenda (se refiere a la Brevísima de Fray Bartolomé de las Casas que por aquella época era reeditada sin descanso), porque ese resultaba un expediente a su alcance y porque con ello poníanse en la tónica de la época que aceptaba sin más la patraña secular”. Patraña secular… percibe claramente el historiador argentino cómo ya en el siglo XVII, aceptar los tópicos antiespañoles era garantía de tremendo éxito editorial.

Ocupémonos ahora de Masson de Morvilliers, a quien se encargó la redacción del artículo sobre España para la Enciclopedia Metódica francesa. Entre otras joyas suelta lo siguiente: “Pero ¿qué se debe a España? Desde hace dos siglos, desde hace cuatro, desde hace seis, ¿qué ha hecho por Europa? Nada se le debe”. Y luego seguía el muy tarambana diciendo unas barbaridades tremendas sobre España y sin importarle una higa lo que de ello resultara.

A raíz de esta publicación, que alcanzó una extraordinaria difusión por toda Europa, se desató en España la llamada “Polémica sobre la ciencia” que alcanzó casi rango de conflicto diplomático. Hasta tal punto resultó ofensivo este artículo del peineta francés, que la Real Academia lanzó una convocatoria a través de la Gaceta de Madrid para animar a los especialistas españoles a argumentar en defensa de lo propio.

La descarada ofensiva de Morvilliers recibió contundente contestación, entre otros, por parte de Cavanilles, botánico y naturalista español, y de Carlo Denina, historiador italiano que publicó en Berlín, y en lengua francesa, su defensa de la literatura española en el desarrollo de la cultura europea.

Y atención, señorías, porque fue al calor de esta intensa controversia cuando aparece en España esta recua de pindongones intelectuales que por primera vez asumen la antiespañolidad como marchamo de modernidad. Primero son un puñado de chirigoteros pero hacia la segunda mitad del siglo XVIII se convierten en mayoría: el Imperio está en declive y muchos eximios ilustrados españoles, cobardes tragaluces peninsulares, buscan causas y también alivio psicológico: la culpa no es nuestra sino de nuestros abuelos y tatarabuelos que lo hicieron fatal.

Este desprecio por la trayectoria de una España odiosa, se filtrará en nuestras élites a través del liberalismo y hasta nuestros días, momento en que defender la Hispanidad se convierte en condena segura al ostracismo y a la muerte pública.

De esta polémica de las ciencias nos ocuparemos calmosamente en el próximo capítulo. Ahora nos centraremos en un aspecto muy turbio de la Ilustración francesa que, generalmente, pasa desapercibido: nos referimos a aquello que el historiador alemán George Lachmann Mosse llamó “el lado oscuro de la Ilustración”: nos referimos al supremacismo racial.

Para evidenciar el descaro y la falsedad de muchos ilustrados franceses no podemos perder de vista la delicada situación que atravesaba Francia en el siglo XVIII: Luis XIV gastaba sumas enormes para sus edificaciones de Versalles y a partir de 1688, sostuvo contra Europa entera una guerra que exigía gastos cada vez más cuantiosos. Tras la guerra de Sucesión española (aquello de los Borbones y los Austrias: 1701-13), el déficit aumentó y Francia entró en bancarrota. Ante la terrible hambruna que asoló el país en 1709, escribió François Fénelon: «Los enemigos dicen que el Gobierno de España, tan despreciado, no ha caído nunca tan bajo como el nuestro». En menos de 60 años se registraron 100 levantamientos populares (en España solo es reseñable el Motín de Esquilache). En 1789 no hay en París agua corriente ni saneamiento (recordemos que el sistema de alcantarillado de Madrid se remonta al año 1761, bajo el reinado de Carlos III y que tanto en Méjico como en Lima se habían ya acometido tremendas obras de ingeniería para canalizar los desagües. No en vano tuvieron que reconocer los ingleses que Ciudad de Méjico era la ciudad más rica y más espléndida del mundo). En 1789 el Estado francés acumula una deuda de 600 millones de libras francesas mientras la Corte de Luis XVI y María Antonieta gasta un millón más al día.

Si añadimos que, debido al Tratado de París de 1763, Francia había perdido sus territorios de ultramar, entenderemos lo tocada que estaba la autoestima francesa y el esfuerzo que estos santos ilustrados franceses realizaron para levantar el decaído ego nacional. Fruto de esta redención nacional fueron las tres grandes imperiofobias del Occidente moderno: la rusofobia (de la que ya hablamos en capítulos anteriores), el antiamericanismo y la Leyenda negra antiespañola. Y una cosa hay que dejar muy clara: los ilustrados franceses se metieron todo lo que quisieron con los rusos, los españoles y los norteamericanos pero ni una palabra en contra de Francia.

Resultado de estos prejuicios fue la aberrante Teoría de la degeneración americana, el más vergonzante producto de esta mundialmente endiosada Ilustración francesa. Su artífice fue el Conde de Buffon, naturalista francés, que sostuvo la idea de que toda América era un continente degenerado, lo que las hacía tierras inasumibles para la civilización. La teoría tuvo un éxito tremendo y el holandés de Pauw afirmó que cualquier cosa que llegaba a América empezaba enseguida a degenerar. Sobre sus habitantes decía: “Superiores a los animales, porque usan las manos y la lengua, son realmente inferiores a los más pequeños de los europeos: privados tanto de inteligencia como de perfección.” Y continuaba “No saben reflexionar ni ordenar sus ideas, ni son capaces de mejorarlas, ni aun de pensar, porque en su cerebro sólo circulan humores gruesos y viscosos”. Por paradójico que suene, aquí nace el mito del Buen salvaje.

Para Montesquieu, los españoles éramos la prueba definitiva que confirmaba la teoría, y nuestra barbarie se debía al hecho de haber contaminado nuestra sangre europea con la de los indígenas americanos. A este tipo de insensateces se opusieron Benito Feijoo, el novohispano Francisco Clavijero, el chileno Juan Ignacio Molina, el italiano Gian Rinaldo Carli, y también nuestro José Cadalso, quien denunciaba la falta de reacción por parte de los españoles. Más vivamente se defendieron los políticos norteamericanos, como Jefferson, Franklin y Harrison.

Si ustedes han seguido esta serie de capítulos dedicados a la historia de la hispanofobia, se habrán dado cuenta de lo rentable que resulta el argumento racista: la raza española está eternamente condenada primero por la mezcla con los degenerados visigodos, más tarde por su mezcla con moros y judíos, y después por la consanguineidad con los nativos americanos.

Es el mismo argumento que utilizó Hitler: “La América del Norte, cuya población está formada en su mayor parte por elementos germánicos que apenas si llegaron a confundirse con las razas inferiores de color, exhibe una cultura y una humanidad muy diferentes de las que exhiben la América Central y del Sur, pues allí, los colonizadores, principalmente de origen latino, mezclaron con mucha liberalidad su sangre con la de los aborígenes (…) El habitante germánico de América que se ha conservado puro y sin mezcla, ha logrado convertirse en el amo de su continente; y lo seguirá siendo mientras no caiga en la deshonra de confundir su sangre”.

Pues bien, este racismo científico noreuropeo encuentra su origen en la Ilustración francesa. Se trata de un fenómeno inédito porque se presenta a sí mismo como fruto de la escrupulosa racionalidad y del conocimiento científico. Como bien indica María Elvira Roca Barea, ahora será la ciencia y no la mitología la que justifica el racismo como nueva ideología-religión y en nombre de la Razón ilustrada, la Luz y el Progreso, se justificará el supremacismo racial de unas razas frente a otras.

Esta nueva ideología justificó como natural y beneficiosa “la servidumbre natural de los indios” y de otras razas inferiores que habitaban las zonas cálidas del Planeta. Montesquieu, considerado por muchos como el precursor del anti-esclavismo, sostenía que “Estos seres […] son negros […] y tienen además una nariz tan aplastada que es casi imposible compadecerse de ellos. No puede cabernos en la cabeza que siendo Dios un ser infinitamente sabio, haya dado […] un alma buena, a un cuerpo totalmente negro […]. Es imposible suponer que estas gentes sean hombres porque si los creyéramos hombres se empezaría a creer que nosotros no somos cristianos”. También señala Voltaire: “Observamos a los judíos con la misma mirada con la que miramos a los negros, o sea, como una raza humana inferior”.

De aquí nacen las taxonomías de las razas humanas, las que colocan, por ejemplo, a los negros justo por encima de los chimpancés y de los gorilas y justifican los métodos abrasivos del colonialismo del siglo XIX. De aquí nacen también el darwinismo social y la frenología, ciencia que aseguraba poder determinar las cualidades morales e intelectuales de los sujetos humanos a partir del estudio de su morfología craneal.

Este racismo científico fue considerado políticamente correcto en Occidente hasta después de la II Guerra Mundial, pero no hay que olvidar que hasta 1967, por poner un ejemplo, Australia todavía no reconocía a los aborígenes como ciudadanos y no permitía que fueran propietarios de las tierras de sus antepasados.

El modelo antropológico del supremacismo racial nace en Francia y se expandirá por el área de difusión germánica, anglosajona y escandinava. En palabras del filósofo húngaro Georg Lukács, España queda al margen de esta trayectoria irracionalista, también Italia y Portugal, o sea, países mediterráneos, latinos y católicos. Ya iremos viendo que Francia, a pesar de ser las tres cosas, tiene sus particularidades.

Permítanme que les lea ahora dos testimonios: el primero de David Hume, insigne filósofo escocés del siglo XVIII y otro de José de Acosta, jesuita, naturalista y antropólogo español del XVI.

David Hume: “Tiendo a pensar que los negros y en general todas las otras especies de hombres (de las que hay unas cuatro o cinco clases) son naturalmente inferiores a los blancos. Nunca hubo una nación civilizada que no tuviera la tez blanca, ni individuos eminentes en la acción o la especulación. No han creado ingeniosas manufacturas, ni artes, ni ciencias. Por otra parte, entre los blancos más rudos y bárbaros, como los antiguos alemanes o los tártaros de la actualidad, hay algunos eminentes, ya sea en su valor, forma de gobierno o alguna otra particularidad. Tal diferencia uniforme y constante no podría ocurrir en tantos países y edades si la naturaleza no hubiese hecho una distinción original entre estas clases de hombre, y esto por no mencionar nuestras colonias, donde hay esclavos negros dispersados por toda Europa, de los cuales no se ha descubierto ningún síntoma de ingenio; mientras que la gente pobre, sin educación, se establece entre nosotros y se distinguen en todas las profesiones. En Jamaica, sin embargo, se habla de un negro que toma parte en el aprendizaje, pero seguramente se le admira por logros exiguos, como un loro que ha aprendido a decir varias palabras.”

José de Acosta: “Es cosa averiguada que más influye en la índole de los hombres la educación que el nacimiento (…) Y en verdad no hay nación, por bárbara y estúpida que sea, que si fuese educada desde la niñez con arte y sentimientos generosos, no depusiese su barbarie y tomase costumbres humanas y nobles. En nuestra misma España vemos que hombres nacidos en aldeas, si permanecen entre los suyos, quedan plebeyos e incultos; pero si son llevados a las escuelas, o a la corte o grandes ciudades, se distinguen por su ingenio y habilidad, y a nadie van en zaga. Más aún: los hijos de los negros etíopes, educados, ¡oh, caso extraño!, en palacio, salen de ingenio tan pronto y tan dispuestos para todo que, quitado aparte el color, se les tomaría por uno de los nuestros”.

Verán ustedes, sin comparación no hay crítica ni juicio posible, así que ahora vamos a comparar y vamos a repasar brevemente cuál fue el enfoque moral de la política española durante su etapa imperial.

Escribe Pedro Insua en su libro “1492: España contra sus fantasmas”: “Si algo clama al cielo en el comportamiento histórico de España, sobre todo en suelo americano, es el carácter mestizo de la demografía hispanoamericana, siendo ello consecuencia de una acción imperial, no colonial”.

Señorías, ya trataremos esto con calma, pero quédense con esto de momento: Imperio generador es mestizaje cultural y de sangres, integra, asimila y sincretiza. Es el modelo romano y el español.

Imperio depredador o colonialismo es excluyente y no genera ni mestizaje ni integración. Es el modelo británico, belga u holandés. También un poco el portugués y el francés.

Señores Goytisolo y Sánchez Ferlosio, en la América española no hubo ni expolio ni exterminio, esas son recetas charlatánicas suyas aplicadas al buen tuntún. Lo que hubo fue integración de pleno derecho en el ordenamiento institucional imperial español. Eso no quiere decir, por supuesto, que la acción del Imperio fuese angelical: clarísimamente hubo abusos individuales igual que los hay en nuestras sociedades actuales a pesar de la ONU, a pesar de la Declaración de Derechos Humanos del 48 y a pesar de nuestras avanzadas democracias y de nuestros refinados códigos penales.

Hay que dejar claro que los atropellos y excesos cometidos en la América española se cometían al margen de la ley, no formaban parte de la política de la Corona española y, siempre que se pudo, fueron perseguidos y castigados. Los nativos americanos fueron considerados desde el primer momento súbditos de la Corona, tan españoles como uno de Cuenca, hecho que fue interpretado por la Europa del norte como una transgresión contra la pureza racial y un atropello a la higiene moral.

Y ahora voy a darme el gusto de cantarle cuatro frescas a los resabiados, para que se vayan a enseñar peines y peinetas a otro planeta. Empezaremos con el Testamento de Isabel la Católica, que era mujer de amazónica fuerza: “Además suplico al rey mi señor muy afectuosamente, y encargo y mando a la princesa, mi hija, y al príncipe, su marido (…) que no consientan ni den lugar a que los indios, vecinos y moradores de las Indias y Tierra Firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas ni bienes, antes al contrario que sean bien y justamente tratados, y si han recibido algún agravio que lo remedien”.

En 1512 se firman las Leyes de Burgos, que establecen entre otras cosas la naturaleza jurídica del indio como hombre libre con todos los derechos de propiedad; no podía ser explotado y podía trabajar a cambio de un salario justo; se establecen horarios laborales, se exime del trabajo a los menores de catorce años, se respeta la situación social de los indios caciques y de sus descendientes, se prohíben los castigos físicos, etc.

Hay que tener en cuenta que esta legislación resultaba radicalmente adelantada para la época y que trajo muchos problemas, entre otras cosas porque no siempre se cumplió. La prohibición de esclavizar al vencido la hace Isabel la Católica, la soberbia criminala, según muchos lechuzos. Pero es que la esclavitud formaba parte de las estructuras socioeconómicas convencionales así que el arreglo de la criminala supuso tal revolución conceptual que resultó incomprensible para mucha gente de la época. Todas las sociedades eran esclavistas, incluidas las prehispánicas en América, a ver si nos enteramos. Hubo que organizar una nueva junta para tratar de reconducir la situación y en 1542 se promulgan las Leyes Nuevas.

Algunos ya andarán con el castañeteo de dientes, pero todavía queda lo mejor, señores, no se extravíen. En pleno apogeo de su poder, Carlos I detiene la conquista para determinar si es o no legítima desde el punto de vista moral. Vamos a ver si explicamos esto bien: el derecho de conquista se basaba en tres fuentes: por derecho romano (el descubrimiento y ocupación territorial era título suficiente para ejercer el dominio); el derecho medieval (los indios carecían de personalidad jurídica y no eran sujetos de derecho); por derecho Pontificio (el Papa, suprema jurisdicción internacional, había otorgado a España el derecho de conquista para evangelizar). España cumplía con los tres requisitos así que, desde esa perspectiva, la conquista era estrictamente legal.

Pero ante los testimonios que llegaban de América denunciando los abusos, Carlos I detiene la conquista y convoca de nuevo a los expertos. Tiene lugar entonces lo que llamamos la Controversia de Valladolid donde se cuestionan estos tres derechos y de donde sale la figura del "protector de indios" y el moderno derecho de gentes. Nunca antes se había preguntado un pueblo vencedor dónde empezaban los derechos propios y dónde empezaban los del vencido. Por primera vez en la historia el poder político se somete a la filosofía moral y son los juristas y teólogos de la Escuela de Salamanca quienes realizan esta labor prefigurando el Derecho internacional y los derechos humanos.

Este hecho nos agiganta frente al resto de potencias colonizadoras y este hecho es el que la mayoría de la gente desconoce, y si lo conoce prefiere no entenderlo porque es más fácil alinearse con los sujetos de autoridad como Goytisolo y Sánchez Ferlosio y otros zurcidores de la moral biempensante, antes que enfrentarse a los hechos. Todo esto lo aporta España objetivamente, insisto, no es una interpretación ideológica o interesada que haga la tarambana de la Fortunata, sino una realidad que se ha ocultado a dos generaciones de españoles y de hispanoamericanos.

España nunca se vio comprometida de modo sistemático ni con la explotación esclava, ni con la exclusión social, ni mucho menos con la aniquilación deliberada de pueblos enteros por motivos raciales.

La España peninsular apela hoy a la Hispanidad no como madre de las naciones hispanoamericanas sino como hermana suya, porque todos fuimos españoles y tan españoles o más fueron los novohispanos de la Nueva España como los castellanos de Zamora. Y punto, pelota y se acabó.

En próximos capítulos abordaremos el espinoso asunto de la España incapacitada para el progreso y la ciencia, así como el tema de la Inquisición francesa haciendo una comparativa con la española.



un proyecto de Paloma Pájaro
© 2019