El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas

El Catoblepas · número 180 · verano 2017 · página 8
Artículos

Toros, ecología y el Reich animalista

Pablo García-Mancha

Texto de la conferencia pronunciada por el autor en los XIII Encuentros en el Lugar (Carrascosa, Mayo de 2017)

Picasso

En 2007 se batió el récord histórico de festejos con más de mil corridas de toros solo en España, y el descenso hasta la actualidad ha sido superior al 60 por ciento. La verdad es que el hundimiento ha sido brutal. ¿Razones? Muchas. Aquellas vacas gordas provocaron una desmesura de todo, ganaderías, corridas, subvenciones municipales. Se dio el fenómeno del llamado ‘ladrillero’, personajes de fuera de la tauromaquia con mucho dinero que desmesuraron todo, que utilizaron la fiesta para sus intereses y que dejaron con la crisis convertido todo en un erial. Muchos ayuntamientos querían tener en sus plazas de 3.000 personas a las máximas figuras y se acabó arruinando todo. Cuando llegó la crisis económica la gente del toro vio la forma en la que todo se desmoronó y diez años después siguen sin demostrar que no tienen ninguna capacidad de reacción. Ni tienen dinero, y lo que es peor, carecen de ideas para sacar adelante un espectáculo que tiene tantas contradicciones internas que hace que resulte tan cara montar una corrida en un pueblo como éste de Carrascosa como hacerlo en Madrid en esta tarde de San Isidro.

Los toros viven inmersos en una singular encrucijada, quizás la mayor de una historia que se remonta hasta la antigüedad y que cuajó como arte mayúsculo en las primeras décadas del siglo XX; con las vanguardias pictóricas y poéticas nació el arte del toreo, el sentimiento de su belleza y su consideración espiritual como una expresión del alma.

Estamos sumidos en tiempos de prohibiciones. Todos sabemos el drama de la tauromaquia en Cataluña, una parte de España que se ha convertido en algo mucho peor que Trento, en la fiel defensora de la pureza moral de un sentimiento payés mítico y falsamente idealizado frente al libertinaje español que supone el toreo, la literatura de Josep Pla o el teatro de Els Joglars, y finalmente, frente a la sencillez de un mensaje, el de los aficionados, que no postulamos ninguna superioridad moral sobre los que no lo son ni nada por el estilo: te gustan los toros, vas; no te gustan, pues no vas. A estas alturas comulgo exactamente con lo que me dijo el genial dramaturgo catalán Albert Boadella en una entrevista que tuve la suerte de hacerle para mi periódico Diario La Rioja: «Hay una parte del catalanismo que lleva a caminos que acabarán siendo enormemente negativos para su propio territorio, ya que están basados en el odio a España y en una realidad que no ha existido nunca. No es real que España haya odiado a los catalanes ni que Cataluña haya sido alguna vez independiente. Me gusta la lengua que he hablado desde niño, hay paisajes maravillosos... pero de ahí a montar una realidad basada en esos sentimientos y no en la razón me parece un desafuero total. Detrás de todo esto se esconden paranoias y eso es muy peligroso».

Creo en la libertad y pienso que el toreo es inmensamente libre porque nos pone cara a cara frente a la muerte que es nuestro destino; y la burlamos y además, el propio toreo nos enseña cómo engañarla sin mentirle, cómo la seduce sin permitir, a veces, que ni la roce. El toreo, la verdad desnuda del hombre frente al animal, no acepta el yugo de la mediocridad ni de las sociedades pretendidamente civilizadas que esconden en un decrépito baúl sus vergüenzas, en pos de un orden tan ecuménico ante el que plantear cualquier disidencia intelectual supone inmediatamente la muerte civil y la clandestinidad de los que no dicen sí, siempre sí, al amado sistema; al estatus benefactor que propone una sociedad tan idílica como gris, tan organizada como aburrida, tan lamentable que hasta el ocio se codifica y organiza llegando a límites inverosímiles.

La tauromaquia es una sensación múltiple y azarosa en la que converge espiritualmente un núcleo de necesidades comunicativas y sensoriales. Se trata de dominar a un toro, hacerse con él, extraerle la bravura, comunicarse a través de una gramática sorprendente y entregarse a un rito marcado por todo aquello que conmueve al hombre desde que es hombre.

La razón y el intelecto por el camino de la expresión metafórica de la belleza para sublimarlo todo en el toreo, en la culminación heroica de un rito apenas imposible en el que el torero hace y deshace como un sumo pontífice del universo.

Siempre he creído que el toreo se mueve (y tan poderosamente nos conmueve) por la ilusión que desata, por el qué será, por todo lo que esperamos de una tarde que soñamos como irrepetible, en la que hemos depositado todas nuestras ilusiones, nuestros anhelos, nuestras esperanzas. El toreo también es una experiencia sensorial, un retrato impresionista del hombre que, embutido en un traje de seda y alamares, se perfila ante la muerte para condenarnos a la vida. El toreo es único porque lo que él hace sobrepasa, a veces, los límites de la razón pura para subirse al pedestal del héroe, para darse la mano con el Mito ante la admiración del resto de los mortales. Por eso admiro tanto al torero, porque es capaz de hacer algo que a veces parece una quimera y sobrepasa cualquier razón que subyace en lo cotidiano, que sobrepasa cualquier rutina acumulada. Y a eso se le llama arte cuando además de la sobresaliente técnica fluye el sentimiento, el corazón, las tripas. Cuando se embelesa con el toro para crear, cuando se va a la embestida habiéndola sometido antes a través de una gramática precisa e inquietante: distancia, terrenos, colocación, altura, muñeca, toque, ritmo, suavidad. El toreo, cuando fluye del alma, abstrae la violencia sin un punto de mecanicismo gracias a un juego de pesos y contrapesos absolutamente delicado, vigoroso, extenuante. El toreo surge también como culminación estética: el toreo dicho con profunda desnudez, dicho con la lentitud de los anhelos, con la perseverancia de las derrotas, con el llanto de los desencuentros, con la prisa de los primeros besos, con el pudor de las miradas que se encuentran de improviso; el toreo, en fin, como la propia vida, como la demostración absoluta de que, a veces, lo imposible puede ser real.

El toro bravo es la perfecta idealización de la naturaleza, la conjugación exacta de una estirpe salvaje que la historia y el propio devenir del espectáculo han ido modelando. Es alucinante la labor del hombre para ir afinando la bravura y el tipo del toro hasta convertirlo en el animal que tenemos en la actualidad, un toro que vive a caballo entre la incomprensión y el descrédito, entre la masificación y la decadencia de la bravura, entre la locura de los kilos como ejemplificación del temor y el desconocimiento de una amplísima parte de las sociedad de su verdadera naturaleza.

No quiero hacer ahora un tratado histórico del toro bravo, pero sí conviene depositar la mirada en varios de los momentos fundamentales que han cambiado la singladura y el devenir de este animal en los dos últimos siglos. Desde la más remota antigüedad pastaba en las praderas de la península ibérica un bóvido muy parecido al actual toro de lidia: el uro. Diversos naturalistas opinan que fue un animal que existió en el neolítico en abundancia en la mayor parte de Europa, extendiéndose desde Inglaterra hasta España. A su llegada al continente, los celtas encontraron grandes manadas de toros salvajes, a los que denominaron auroch: aur, que significa salvaje y orch: toro; estableciendo así la primera diferencia con el bisonte, con la que coinciden todos los naturalistas, quienes han encontrado estas diferencias en las pinturas rupestres. Hay pruebas que evidencian que el uro no sólo vivió en Europa, sino que se extendió hasta China y que en Asia fue domesticado, y que en el neolítico fue el origen de otras razas como la suiza de Hereus, que se utilizaba para las peleas y que procedía de Egipto, donde se criaba en la época de los faraones. El toro de lidia actual procede del uro y se trata de su propia evolución, consecuencia de sucesivas transformaciones, dado que el uro primitivo era tan grande como el bisonte, con el que se le confundió hasta la llegada de los celtas al viejo continente. Su alzada podía llegar hasta los 1,85 metros, con pelo menos abundante que el bisonte, y a su vez más liso; en cambio, la cola era más larga y más poblada de pelo, y los cuernos del uro más largos y menos arqueados. El bos primigenius parece que llegó a España a través de los Pirineos y África. Por otra parte, el bos brachyceros europeo se ubica en el periodo glacial en los Alpes, desde donde atravesó Francia y llegó hasta España, ubicándose preferentemente en el sistema pirenaico y en las cimas de los sistemas Penibético y Central, concentrándose en la cornisa cantábrica, donde sobrevive en las últimas etapas del terciario y primeras del cuaternario, dando lugar a las razas del Pirineo, Asturias, Santander, León y Castilla la Vieja. El bos brachyceros africano se establece en los sistemas Bético y Penibético, y su capa, rojiza en principio, evoluciona hasta castaña y origina las razas de las campiñas andaluzas y al final, la de lidia. El famoso cronista del siglo pasado Pascual Millán afirmaba que el toro se escogía antiguamente entre las reses que, destinadas al matadero, mostraban más bravura. Sin embargo, no es hasta el siglo XVIII cuando empiezan a seleccionarse las características que darán pie a las ganaderías actuales y a las diferentes castas primigenias. En 1776, José Daza notificó las características de las vacadas de cada región, lo cual ha servido de base a los historiadores para reconocerlas en la actualidad: fueron las vacadas de José Gijón en Villarubia de los Ojos (Ciudad Real), Hermanos Gallardo en El Puerto de Santa María y Rafael Cabrera, José Vicente Vázquez y el conde de Vistahermosa, cuyas tres vacadas se criaban en los pastos de Utrera. Estas cinco divisas son el origen de todas las ganaderías actuales y prácticamente la mayoría de los hierros de lidia de la actualidad derivan de la del conde de Vistahermosa.

Analizadas las ganaderías por encastes, se observa que el grado de diferenciación genética es muy superior al que hay entre las razas bovinas europeas, por lo que la raza de lidia debería ser considerada como raza de razas, la joya del patrimonio genético español.

El toro es un animal de vida semi-salvaje que está sometido a dos experiencias humanas. La selección de la bravura genéticamente durante siglos, y los avatares del manejo propio de las ganaderías. El toro se cría en un ecosistema único: La dehesa mediterránea. Y el toro de lidia es el perfecto 'guardián' de la 'dehesa ibérica', pues su crianza se extiende por más de 500.000 hectáreas entre España y Portugal, y contribuye de forma extraordinaria a su conservación. Por su parte, la dehesa está considerada por la Unión Europea como espacio de Alto Valor Natural (AVN), porque estamos ante una reserva natural de biodiversidad donde coexisten muchas especies animales y vegetales. Y España es el país europeo que más superficie AVN posee. La dehesa además, es un ecosistema que contribuye a frenar el cambio climático, ya que es un perfecto sumidero de CO2 y un gran productor de Oxígeno. Ayuda igualmente a frenar la tala indiscriminada de encinas, el árbol característico de la dehesa, la expansión del urbanismo indiscriminado e, incluso, la caza furtiva.

Su largo ciclo productivo y sus características de manejo hacen que la cría del toro de lidia sea la producción animal más costosa que existe y que además esté sujeta a riesgos e incertidumbres. Estudios realizados por la Unión de Criadores de Toros de Lidia (UCTL) han mostrado que el coste de producción del toro de lidia es de alrededor de 4.500 euros. Las 540.000 hectáreas de dehesa ibérica dedicadas a la crianza del toro, suponen una superficie superior a la de Cantabria o La Rioja.

La dehesa es un ecosistema propio de los países del sur de Europa, con especial peso en la Península Ibérica. Su origen se halla en la transformación de los bosques mediterráneos, de los que se eliminó parte de su masa arbolada para convertirlos en un territorio que conjuga la actividad económica agrícola con la forestal, la ganadera y la cinegética. Este hecho da lugar a espacios de gran biodiversidad. Históricamente, la dehesa está ligada al avance de la Reconquista, muy especialmente desde el siglo XIII, cuando los ganaderos locales empezaron a vallar sus fincas para cerrar el paso a los rebaños de la trashumancia. De hecho, el término dehesa proviene de defesa, que en latín significa defensa o terreno acotado para uso de los pastos.

La explotación del ganado de lidia se desarrolla en régimen extensivo, permitiendo un aprovechamiento racional y óptimo de los recursos naturales y siendo la base del mantenimiento del ecosistema adehesado y del equilibrio del territorio, por lo que constituye un elemento fundamental para el desarrollo de muchas comarcas rurales desfavorecidas.

Miguel del Pino, biólogo y catedrático de Ciencias Naturales, describió así los tres milagros del Toro de Lidia en un artículo aparecido en Libertad Digital. Resulta insólita la concatenación de fenómenos que se ha producido en la Península Ibérica, también en las marismas del Sur de Francia, que ha conducido a la existencia del toro bravo. En el resto de Europa el ganado bóvido arisco ha sido extinguido por la mayor dificultad de su manejo en relación con el del ganado manso, y si en nuestras tierras no ha sucedido así hay que asociarlo a la costumbre, al menos desde tiempos celtibéricos, de lidiar con estos toros en justas y lides cuyas características y circunstancias hoy desconocemos.

El primer milagro del toro bravo se encuentra en dichas circunstancias históricas y culturales. Sólo en la civilización micénica encontramos restos de algo si no similar, al menos remotamente parecido.

El segundo milagro del toro de lidia es un milagro genético. La selección ganadera desde el Siglo XVII en el que comienza a registrase la evolución de las llamadas "Castas fundacionales" ha ido perpetuando las reatas más agresivas, pero al mismo tiempo eligiendo los ejemplares más bellos y armónicos y los de embestidas más fijas, o si se quiere "nobles", como las califica la terminología taurina.

El resultado final es la consecución de una "raza de razas". La más antigua entre las bovinas, ya que el toro de lidia ha demostrado poseer los genes más remotos en comparación con otras estirpes de su especie. Son además representantes de la "condición eumétrica", o de belleza en la especie Bos taurus. Los ganaderos, poco a poco y sin ser conscientes de ello, han reconstruido en sus dehesas y pastizales un animal muy similar a lo que debió de ser el ancestral Uro (Bos taurus primigenius) extinguido en Europa en tiempos medievales.

El tercer milagro tiene que ver con que los toros ariscos se alojaban en las tierras más improductivas desde el punto de vista agrícola, como las salinas, hasta el punto de que los tratados clásicos suelen relacionar la condición agresiva con los pastos salitrosos, en una interpretación sin duda errónea. La sal no hace la bravura. La bravura empujaba a las tierras salinas a los ancestros del toro bravo.

Pero el fenómeno de la mesta hace posible que en nuestros campos se mantengan sin desertizar amplias extensiones de terreno en las que el arbolado no se elimina sino simplemente se aclara. Encinas, alcornoques, robles y quejigos sobreviven entre un mar de pastos que configuran un ecosistema creado por el hombre y muy comparable a la sabana africana. Como ésta, también la dehesa es un paraíso para el mundo animal y en particular para el ganado, bravo, lanar y porcino...

Las corridas de toros no son la fiesta nacional de un Estado, sino la fiesta que han elegido como representación colectiva numerosos pueblos de América y Europa. Y como tal la celebran, con la naturalidad del mito que cohesiona y arraiga, sin trampantojos políticos. Los toros se honran en los montes guipuzcoanos y la huerta valenciana, en el valle del Cauca y las riberas del Douro, en la Camarga francesa y el altiplano andino.

Así comienza el libro ‘Tauronomics; una narrativa al relato antitaurino’, escrito por Juan Medina, doctor en Economía y profesor de la Universidad de Extremadura, militante de Greenpeace y Amnistía Internacional.

Escribe Medina que debido a su profunda huella ecológica, económica y cultural, la tauromaquia representa el enemigo más simbólico a batir por la industria multinacional de alimentos y cuidados para mascotas, cuyas ventas superan los 100.000 millones de dólares anuales gracias su política de humanización de los animales. Su libro no es un tratado, pues no abarca de forma exhaustiva las cuestiones de índole económica que afectan al espectáculo taurino. Tampoco es un ensayo, porque no se vierten las opiniones subjetivas del autor sobre el estado del arte, sino los resultados de una investigación sistemática sustentada en fuentes oficiales y con una metodología acreditada en la literatura académica. Este libro es un argumentario contra la cacería. Un prontuario mínimo y urgente ante la soberbia de un movimiento animalista que trata de imponer un sentimiento privado como moral pública.

Además, en el libro, la economía se alía con el activismo al servicio de la libertad. Y es que hay datos que llaman poderosamente la atención: «El IVA taurino financia 132.000 becas o vacuna a 562.000 niños, a pesar de que los toros son la actividad cultural menos subvencionada en España y a más 15 millones de españoles les interesa la tauromaquia. La realidad es que los toros aportan al Estado el doble de las ayudas que perciben».

Por ejemplo, la propaganda animalista repite que los toros están en decadencia, pero la realidad es que nunca se han celebrado tantos festejos en España como en la primera década del siglo XXI. De hecho, a pesar de la crisis que ha afectado a los toros como al resto de las actividades culturales, se ha organizado un 82% más de corridas por temporada en lo que llevamos de siglo que en el XX.

Otro mantra antitaurino asegura que los toros son minoritarios, pero las encuestas de Gallup y Metroscopia demuestran que 15 millones de españoles tienen interés en los toros, expresión de una formidable demanda que avalan sus 25 millones de espectadores anuales, más del doble que el cine español y el teatro juntos. Una de las cosas que más se escuchan es que los toros reciben multimillonarias subvenciones, pero la realidad es que es el toreo el que financia a las administraciones públicas con sus impuestos: «El impacto económico de todas las manifestaciones taurinas supera los 1.600 millones de euros y la industria taurina garantiza sobradamente el retorno íntegro de las escasas ayudas públicas que recibe. Sólo con el IVA de las entradas y las cotizaciones el Estado obtiene 56 millones de euros. La tauromaquia presenta un saldo fiscal favorable al Estado de 30,5 millones de euros, algo inaudito en el panorama cultural español. El IVA de los festejos taurinos triplica la recaudación del cine español y supera con creces la suma aportada por el conjunto de las artes escénicas».

Para Juan Medina, más allá de que se diga que la tauromaquia es un espectáculo anacrónico, en realidad, «el toreo como el teatro y el arte en general son estrategias simbólicas del ser humano para comprenderse y conferirle sentido a su vida y a su destino mortal. Mientras el arte y la política degeneran hoy en espectáculos carentes de sustancia, la tauromaquia despliega valores éticos y estéticos que son escuela de la vida buena».

Frente a las calumnias del lobby animalista, este libro demuestra con datos oficiales que la tauromaquia es la industria cultural menos subvencionada de España, con un mercado potencial de quince millones de consumidores y cuya cifra de negocio ha alcanzado su máximo histórico en la primera década del siglo XXI. Una formidable demanda que, bien gestionada, puede reforzar la legitimidad social del toreo y contener el hostigamiento del integrismo antitaurino.

El antitaurinismo se ha puesto de moda merced a varios factores. El primero de ellos es la humanización a la que hemos sometido a los animales. Por cierto, una humanización que ha corrido paralela al ninguneo hacia nuestros propios semejantes, especialmente si no los conocemos. Nos enerva que maten a un periquito en Cisjordania, pero si mueren en Rodesia dos mil personas por hambruna no pasa más allá de ser una nota a pie de página en los telediarios. Se ha extendido la especie de que el aficionado al toreo es algo así como un personaje sanguinario amante de la tortura y que la corrida se basa en la destrucción arbitraria de un animal indefenso. Buena parte de este bulo recae en la incapacidad que tiene el toreo no sólo para defenderse, sino para explicar a la sociedad en qué consiste. A este fenómeno de destaurinización se ha sumado la interesada fijación por parte de la izquierda más ultramontana de identificar el hecho taurino con una determinada ideología (de derechas, claro está), y de los nacionalistas periféricos de borrarlo por ser símbolo del Estado opresor. Pero lejos de reaccionar, seguimos aguantado que nos insulten cada día.

La primera emoción que se siente en una plaza es la admiración. No somos crueles ni sádicos; ni tampoco la corrida es tortura (eso es hacer sufrir a un ser humano indefenso).

Escribe el filósofo francés Francis Wolff que «el respeto absoluto de la vida humana es uno de los fundamentos de la civilización. No sucede lo mismo con la idea de respeto absoluto hacia la vida en general. De hecho, sería contradictorio con la idea misma de vida: la vida se alimenta sin cesar de la vida. Un animal es un ser que se alimenta de sustancias vivas, sean vegetales o animales. Proclamar por tanto que todos los seres vivos tienen derecho a la vida es un absurdo ya que, por definición, un animal sólo puede vivir en detrimento de lo viviente». Ésta es una de las reflexiones de la obra ‘Cincuenta razones para defender la corrida de toros’, un libro esencial en estos tiempos de ‘caza de brujas’ de un sector muy determinado de la política contra el fenómeno taurino. Y es que como dice Wolff, catedrático en la Escuela Normal Superior de la Universidad de París, la muerte del toro es el fin necesario de la corrida. «Podríamos enumerar razones utilitaristas, como que el toro está destinado al consumo humano y en ningún caso puede volver a servir para otra corrida. Pero esto no es lo esencial. Las verdaderas razones son simbólicas, éticas y estéticas. Simbólicamente, una corrida es el relato de la lucha heroica y de la derrota trágica del animal: ha vivido, ha luchado, y tiene que morir. Éticamente, el momento de la muerte es el «instante de la verdad», el acto más arriesgado para el hombre, en el que se tira entre los cuernos intentando esquivar la cornada gracias al dominio técnico que ha adquirido sobre su adversario en el desarrollo de la lidia. Estéticamente, la estocada es el gesto que finaliza el acto y hace nacer la obra; la estocada bien ejecutada, en todo lo alto y de efecto inmediato confiere a la faena la unidad, la totalidad y la perfección de una obra. La ética del toreo está repleta de códigos. Uno de ellos es esencial: «Prueba fehaciente del respeto hacia el toro es que en la corrida sólo se puede dar muerte poniendo el torero en peligro su propia vida. El deber de arriesgar la propia vida es el precio que uno tiene que pagar para tener el derecho de matar al animal». Contrariamente a lo que muchos aducen, al toro se le distingue como un ser vivo individualizado, que cuenta con un nombre propio conocido por todos y con una procedencia genealógica sabida por los aficionados, y al que muchas veces se le aplaude por su belleza, se le ovaciona por su combatividad, e incluso se le aclama como a un héroe. Los animalistas defienden que como «todos somos animales», deberíamos dispensar el mismo trato a los animales que a los hombres. Pero se equivocan, asegura Wolff: «Es justamente porque el hombre no es un animal como los demás por lo que tiene deberes hacia ellos y no al contrario. Estos deberes no pueden, en ningún caso, confundirse con los deberes universales de asistencia, reciprocidad y justicia que tenemos para con los otros hombres en tanto que personas. Sin embargo, está claro que tenemos deberes hacia algunos animales».

A priori hay tres formas de relacionarse con los animales. A los animales de compañía les damos afecto a cambio del que ellos nos ofrecen: por eso, es inmoral traicionar esa relación, por ejemplo abandonando a un perro en el área de servicio de una autopista. A los animales domésticos les proporcionamos ciertas condiciones de vida, a cambio de su carne, leche o cuero...; por eso, es inmoral considerarlos como meros objetos de producción sin vida, como sucede en las formas más mecanizadas de la ganadería industrial; pero no es inmoral matarlos, puesto que con esa finalidad han sido criados. Y, respecto de los animales salvajes, con los que no nos liga ninguna relación individualizada, ni afectiva ni vital, sino solamente una vinculación con la especie, es moral, respetando los ecosistemas y eventualmente la biodiversidad, luchar contra las especies perjudiciales o proteger ciertas especies amenazadas. Ahora bien, ¿qué ocurre con los toros bravos, que no son animales propiamente domésticos ni verdaderamente salvajes? ¿Qué deberes tenemos para con ellos? Esto responde Wolff: «Preservar su naturaleza brava, criarlos respetando esa naturaleza, y matarlos (puesto que solo viven para eso) conforme a su fiereza natural».

Alfred Bosch, diputado de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), publicó un informe titulado ‘Toros & Taxes’, en el que asegura que «sin la subvención de 571 millones de euros la fiesta taurina no sería posible». Este documento, también conocido como ‘Informe Bosch’, sigue presentándose en diferentes ámbitos políticos como ha sucedido recientemente en el Congreso de los Diputados por parte de Gabriel Rufián y se habla abiertamente de 571 millones de euros de subvención anual a los festejos taurinos. Sin embargo, a pesar de que los presupuestos de las Administraciones son públicos, ERC sólo identifica partidas por valor de 30 millones de euros, que corresponden al periodo comprendido entre 2006 y 2012. Por tanto, ‘Toros & Taxes’ identifica el equivalente a 2,5 millones de subvenciones por temporada, apenas el 0,44% de la cifra de 571 millones que traslada incesantemente como un mantra.

Como explica la Fundación del Toro de Lidia, «el 99,56% de los datos de Alfred Bosch se basan en meras especulaciones». Una parte de esos 30 millones de euros que sí vienen respaldados por datos reales en ‘Toros & Taxes’ corresponden en realidad a obras de renovación y mantenimiento de plazas de titularidad pública, mientras que solamente se identifican 936.000 euros en concepto de ayudas a festejos taurinos (350.000 euros en Vitoria, 321.000 euros en Córdoba, 180.000 euros en Valladolid y 85.000 euros en La Coruña). Además, estas cifras están completamente desfasadas, ya que en la actualidad ninguna de dichas ciudades subvenciona sus ferias taurinas. La clave de la manipulación del ‘Informe Bosch’ descansa en dos pilares. Por una parte, ERC asume de manera completamente gratuita que todo festejo taurino celebrado en España recibe una subvención del 33%, y por otro lado infla de manera desproporcionada los costes de los festejos taurinos, apuntando que un espectáculo en plaza supone 600.000 euros y un festejo popular tiene un coste de 60.000 euros. Otro dato que se pone de relieve son las denominadas ‘subvenciones europeas a la tauromaquia’.

La tauromaquia ha sido marginada sistemáticamente en los Presupuestos del Estado, menospreciando su arraigo social y su mayor concurrencia de espectadores, y obviando los generosos ingresos públicos que aporta a la Hacienda española y que benefician al conjunto de la sociedad. En cuanto a las pretendidas subvenciones de la Unión Europea todo es igualmente falso: En los últimos cinco años, el Ejecutivo comunitario ha garantizado por escrito hasta en diecinueve ocasiones que la Política Agraria Común (PAC) no contempla ninguna ayuda específica destinada a apoyar la cría de toros de lidia. Y conviene tener muy en cuenta el siguiente dato: la legislación española para la protección de los animales utilizados en experimentación científica considera que un recinto de nueve metros cuadrados garantiza el bienestar de una res que pese entre 400 y 600 kg. La ganadería extensiva de bravo permite que las 240.000 reses de lidia actualmente censadas dispongan de 20.000 metros cuadrados por cabeza.

En los presupuestos nacionales de cultura, que emanan del gobierno de España, estas partidas recogen exclusivamente una cantidad de 30.000 euros ligados a los toros, en concreto al Premio Nacional de Tauromaquia, lo supone apenas el 0,006% del presupuesto cultural del gobierno de España. En cuanto a las CCAA, la Autonomía de Madrid es la única que mantiene un presupuesto permanente dedicado a asuntos taurinos, si bien conviene señalar que los 1,4 millones de 2013 se financiaron holgadamente con los 2,3 millones que abonó la empresa gestora de la Plaza de Las Ventas en concepto de canon por su explotación. La Fundación del Toro de Lidia recuerda que «la tauromaquia es una actividad cultural legal y también tiene derecho a percibir subvenciones públicas, como sucede con otros espectáculos».

Como escribe Mario Vargas Llosa la fiesta de los toros no es un quehacer excéntrico y extravagante, marginal al grueso de la sociedad, practicado por minorías ínfimas. En países como España, Portugal, México, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y el sur de Francia, es una antigua tradición profundamente arraigada en la cultura, una seña de identidad que ha marcado de manera indeleble el arte, la literatura, las costumbres, el folclore, y no puede ser desarraigada de manera prepotente y demagógica, por razones políticas de corto horizonte, sin lesionar profundamente los alcances de la libertad, principio rector de la cultura democrática.

Prohibir las corridas, además de un agravio a la libertad, es también jugar a las mentiras, negarse a ver a cara descubierta aquella verdad que es inseparable de la condición humana: que la muerte ronda a la vida y termina siempre por derrotarla.

A juicio de Luis Francisco Esplá, hay tres aspectos esenciales en la ética del toreo: la relación entre el torero, el artista, y su «materia», el toro; la ética interna de la historia del torero y el toro; y el debate final, determinante, de la articulación práctica de esas relaciones, a lo largo de una faena que no podrá repetirse: «Un poeta, un escritor, un escultor, pueden trabajar su obra una y otra vez. Un torero está condenado a realizar su faena una sola vez. Se lo juega todo». De entrada, Esplá considera que la «materia» del arte del toreo, el toro, «es un material sublime. El toro aporta la conciencia de la tierra, la relación de esa conciencia animal con su espacio, con su entorno, su vehemencia». Con ese «material», al que se respeta, se admira, el maestro debe realizar una faena a través de la disciplina de su arte, que tiene muchas cosas en común con la religión (el rito, la ceremonia), con la milicia (la disciplina, el deber, la soledad última ante la muerte), con la coreografía (preparando su faena), con la música (soñando una sinfonía), con el teatro y la dramaturgia más altas (puesta en escena de un rito)...

El proceso creador del gran arte del toreo se consuma a través de un «diálogo», mortal, entre la animalidad noble y sublime del toro y la sabiduría técnica y estética de un torero intentando plasmar su inspiración.

El arte del toreo, prosigue Esplá, nos recuerda cada tarde muchos valores esenciales, olvidados por nuestra sociedad: la honestidad del hombre y el toro, solos; la sinceridad absoluta de quien se lo juega todo con un gesto; la fidelidad a unos principios de comportamiento, incluso a la hora de matar: el torero mira de frente, no engaña, y oficia un sacrificio ritual, con arte, un arte indisociable del gran teatro, la gran dramaturgia, pero un teatro y una dramaturgia en la que está en juego la vida misma».

Uno de los sectores taurinos que más está sufriendo la crisis es el de las novilladas, tanto con picadores como sin caballos, y es el futuro. Los gastos de Seguridad Social e IVA de estos espectáculos los hacen absolutamente inviables en la mayoría de los casos. Pues bien, no ha habido la más mínima respuesta del sector para plantear a las instituciones la necesidad de revisar todas estas cuestiones. Se da la paradoja que un veterinario de una novillada puede cobrar más que un banderillero. Pero han sido incapaces de plantear nada. Durante los años de la burbuja en las plazas de propiedad pública se licitaban los cánones de arrendamiento con unas exigencias a los empresarios casi rocambolescas. Pero como todo el mundo las quería, las mejoras de los propios empresarios hicieron que aquellos cánones se sacaran de madre mucho más todavía. Ahora, con todo al revés, los pliegos siguen siendo inaceptables por irreales. No se pueden programar corridas en Valencia a las cinco de la tarde el lunes previo al día grande de las fiestas. La forma de vivir el ocio de los españoles ha cambiado y el toreo no puede seguir instalado en modelos decimonónicos.

Pero a nadie le asusta que, dejando de lado las consideraciones éticas sobre lo que supone para un animal ser convertido en una mera posesión doméstica o un juguete vivo y pasar el resto de sus días solo y encerrado en una pecera, un terrario, una jaula o un piso (que es una jaula algo mayor), la posesión de mascotas, una moda en auge en el mundo rico, está adquiriendo un impacto ambiental insospechado y preocupante.

La revista Digital Ecoavant, de Greenpeace, publicaba una serie de datos al respecto a los que me atrevo a calificar como aterradores. Veamos:

El mantenimiento de un perro mediano puede dejar una huella ecológica superior a la de un gran vehículo 4x4, y la de un gato, a la de un turismo; los animales domésticos están acabando con especies autóctonas en la mayor parte del globo y hasta la recogida de las heces de los canes en las calles –cuando se recogen– supone el gasto de millones de bolsas de plástico diarias que no se podrán reciclar.

En su libro ¿Hora de comerse al perro? La guía real para una vida sostenible, donde analizan el impacto para el planeta de nuestros hábitos y decisiones cotidianas, Robert y Brenda Vale, una pareja de arquitectos especializados en viviendas ecológicas de la Universidad de Victoria (en Wellington, capital de Nueva Zelanda), calcularon que para alimentar a un perro mediano tal y como lo hacen hoy los propietarios urbanos de animales de compañía hacen falta unas 0,84 hectáreas de terreno.

A modo de comparación, para compensar las emisiones de un Toyota Land Cruiser que recorriera 10.000 kilómetros al año bastarían 0,41 hectáreas. De acuerdo con sus estimaciones, un gato casero de los que languidecen en tantos apartamentos tiene el mismo impacto en el medio ambiente que un Volkswagen Golf: ambos consumen los recursos de 0,15 hectáreas. Peor y más triste aún: con datos de 2004, un ciudadano vietnamita podía mantenerse con 0,76 hectáreas, y un etíope con 0,67.

El gasto medio anual en un perro (sumando comida, medicamentos, gastos veterinarios, complementos...) oscila en España entre los 700 y los 1.500 euros, lo que ha generado un enorme volumen de negocio: el sector facturó en España 848 millones de euros en 2014, año en el que había en el país 5.000 tiendas especializadas y 6.000 clínicas veterinarias, según la Asociación Nacional de Comercio de Animales de Compañía.

Pero el coste para el planeta de someter de por vida a otros seres vivos al antojo de un humano no se queda aquí. La enorme proliferación de mascotas las ha convertido en un grave peligro para la fauna autóctona, ya tan puesta al límite por la manera de vivir de sus dueños. Sea matando directamente a los animales salvajes –por mucho que se les vista con jerséis y lacitos, perros y gatos son depredadores–, estresándolos con su presencia o introduciendo enfermedades en sus hábitats, los llamados animales de compañía son una amenaza para especies en muchos casos en peligro de extinción.

La asociación suiza ProNatura ha calculado que, en un mes de primavera, los gatos domésticos de aquel país pueden eliminar a un millón de ratones, 400.000 insectos, 350.000 pájaros y 50.000 ranas y sapos, además de ser la primera causa de muerte del escasísimo lagarto de arena, y ha reclamado que se cobre un impuesto de 370 euros a los propietarios de gatos sin castrar en un intento de contener su número.

En Australia, las autoridades estiman que 75 millones de animales endémicos (la cifra incluye pequeños vertebrados e invertebrados) mueren cada día en las garras de unos 20 millones de gatos domésticos que viven más o menos asilvestrados. En el XII Congreso Internacional de Manejo de Fauna Silvestre en la Amazonía y Latinoamérica celebrado en Quito (Ecuador) se difundió una encuesta realizada a 400 personas en la India rural en la que un 67% de los entrevistados dijo haber visto a perros persiguiendo o atacando venados o animales de similar tamaño, un 17% observó ataques a zorros, un 7% a conejos, un 5% a monos y un 4% a ardillas. Y eso, en mayor o menor medida, sucede en todas las zonas habitadas por el hombre en el planeta.

Según el Informe de análisis y caracterización del sector de los animales de compañía del Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente, en 2012 había en España 3.588.016 hogares con al menos un perro, que en 2015 habían subido hasta 3.929.755. El estudio estimaba que el año pasado había unos 5.147.980 perros y 2.265.980 gatos en los domicilios del país. Respecto a 2012, eran un 10,37% más de perros y un 9,01% menos de gatos. En Estados Unidos, en 2012, eran 69.926.000 perros y 74.059.000 gatos. Los primeros salen cada día a evacuar en los espacios públicos de nuestras ciudades, mientras pasean cansinamente atados por el cuello al paso de un humano pendiente de su teléfono móvil en su único momento de semi-libertad diario.

Pero el problema son las corridas de toros.

Como asegura André Viard el animalismo choca con la ética occidental, la cual, desde Aristóteles hasta Kant, trata de la relación del ser humano con sus semejantes y no con los animales, como pretende esta especie de budismo que quieren imponernos estas sectas norteamericanas, que poco a poco invaden nuestras conciencias y nuestra sociedad gracias al mutismo de ciertos políticos. El animal, la única ética que tiene es la de sus instintos, y al menos de considerar la ley de la jungla como un progreso moral, el querer hacer del animal el igual del ser humano, y otorgarle derechos semejantes a los nuestros es una barbaridad mucho más grande que matar al toro en una plaza.

El Catoblepas
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