El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas

El Catoblepas · número 180 · verano 2017 · página 6
La Buhardilla

Una mirada al orgullo

Fernando Rodríguez Genovés

Sobre usos propios y perversos de la noción de orgullo

René Magritte
René Magritte, Le faux miroir (1929)

Hay miradas que matan. Y no estoy hablando de la temida mirada del catoblepas, animal mitológico al que “Le atribuían los clásicos la capacidad de matar a quien viera sus ojos –una capacidad en cierto modo inversa a la del basilisco, que destruye cuanto mira– e incluso cierta bondad al no apartar su mirada del suelo, para no ejercer su mortífero poder” (Leyenda incluida en la presentación de nuestra revista), sino de miradas más humanas. Según recreó J.-J. Rousseau en su particular reconstrucción de la historia de la humanidad, la primera mirada que el hombre se echó a sí mismo fue la que produjo el primer movimiento de orgullo. Desde entonces, y siempre según la versión del ginebrino errante, las cosas no le han ido bien a la especie humana. Y todo, según parece, por el maldito orgullo.

Sorprendente concepto éste del orgullo. ¡Cuántos sentimientos y pasiones despierta, y qué distantes entre sí! Significativa y emocionalmente hablando invita a usos laudatorios (pocos) y reprobatorios (muchos) del mismo. Para empezar, el Diccionario de la Lengua Española recoge la ambivalencia del término: “Arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que a veces es disimulable por nacer de causas nobles”. No puede escapar al buen observador lo sesgado de dicha enunciación, al privilegiar a las claras (orden y frecuencia referencial) los vicios sobre las virtudes, advertidos en el sentido y la significación de la noción. Según el DEL, lo mejor que puede afirmarse del orgullo es que es “disimulable”, lo cual, por lo demás, no deja ser aceptable, en cierto sentido. El orgullo, si es virtud, no es atributo a exhibir y menos a reclamar (aunque tampoco a “disimular”); cuando esto ocurre cabe precaverse y sospechar algún género de fraude o estafa.

Lo cierto es que el orgullo, cuando es espontáneo y no impostado, constituye un movimiento positivo de autorrespeto, una consecuencia necesaria del amor propio: “la alegría que surge de la consideración de nosotros mismos se llama amor propio o contento de sí mismo. [..] esta alegría se renueva cuantas veces considera el hombre sus virtudes, o sea, su potencia de obrar” (B. de Spinoza, Ética). El orgullo puede entenderse, en positivo, como una victoria humana en una determinada manera de afrontar la existencia y de tenérselas con la realidad, un reconocimiento del propio valor, de la saludable y tonificante acción.

“Yo me siento mucho más orgulloso de la victoria que sobre mí mismo alcanzo cuando en el ardor del combate me inclino bajo la fuerza del raciocinio de mi adversario, que de la victoria ganada sobre él por su flojedad”. (Michel de Montaigne, Cap. VIII “Del arte de platicar”, Ensayos III.)

El orgullo es rasgo propio de los espíritus nobles, ajeno por completo a los tipos reactivos y laxos, oportunistas y quejosos, a los indignados.

No obstante, el nombre de orgullo es usado frecuentemente para fines perversos, siendo aplicado de manera impropia, farsante, usurpadora, mostrando así un capítulo más de la transvaloración de los valores, de la que nos previno Friedrich Nietzsche. En consecuencia, con desfachatez y alegría (no alegría en el sentido noble empleado por Spinoza; otro caso más de rapacería) hasta el más miserable se siente orgulloso de su miseria, cualquiera está orgulloso de la más insignificante o frívola peculiaridad, se confunde el reconocimiento con el folclore, y en este plan. Ya lo sabemos: la felicidad del miserable y el resentido empieza con pervertir el significado de las palabras como paso previo para arremeter contra los significantes.

Sucede, bien es cierto, que un sujeto puede sufrir un exceso de amor propio, de autoestima, necesarios éstos en la adecuada función de autoconservación y mejora, pero que acelerados en su entusiasmo lo pierda en la autocomplacencia vana y corruptora (de sí mismo y de sus vínculos con otros). En estos casos, tal vez fuese más preciso hablar de “soberbia” o “arrogancia”, derivaciones negativas motivadas por la intemperancia y la desmedida, en vez de “orgullo”, sensu stricto.

Se dice que una persona orgullosa se autoafirma ninguneando al otro: negándose a reconocer en los demás aquello que considera poseer sólo ella y le produce tanta satisfacción. Mas, esto no es, en rigor, orgullo sino presunción, jactancia, petulancia. Orgulloso, en el buen sentido de la palabra, es quien cuida y protege su ámbito propio, aquel que no permite ser impunemente insultado, avasallado, agredido, asaltado, saqueado, desvalijado de lo que, justamente, le pertenece, desde la misma dignidad hasta sus posesiones y bienes.

René Magritte
René Magritte, La Reproduction interdite, c. 1937

¿Qué es lo que muestra la mirada del orgullo? Muestra a un sujeto que se mira a sí mismo, en primer término. Quien actúa para que lo vea el público, ese es un comediante, sea actor, figurante o miembro del coro (corista).

Sea como fuere, resulta prudente y beneficioso distinguir entre ser orgulloso y estar orgulloso. El estar no es sustancial sino circunstancial. El estar comporta acción y resultado, supone un hacer, que cuando es virtuoso es merecedor de la gratificación y el contento que acompañan naturalmente al orgullo.

El orgullo para el que lo trabaja. Porque no existe, en puridad, el derecho al orgullo, esa subespecie subvencionada de “orgullo pasivo”. Ser desprendidos significa prendarnos de lo que nos merecemos; ganar el orgullo para merecerlo.

Desconcertante, ya digo, este concepto de orgullo. Y más pasmoso aún cuando se extiende, por igual y en conjunto, entre la población,entre los que se sienten mejores por lo que son y los que (viéndose injustamente marginados o desposeídos de sus presumidos derechos) quieren ser destacados por lo que son a su vez; sea esto lo que fuere, incluso lo más vil, indecoroso o fútil. El culto a la personalidad, habitual en las doctrinas totalitarias, se mira en este charco, versión canallesca del síndrome de Narciso. Hay más casos, que no ejemplos.

La democratización de los valores exige que nadie se quede fuera en la distribución de orgullo. Miren ustedes el desfile resultante, love parade, la gran mascarada, mezclándose en un totum revolutum, el anhelo totalitario, la parodia y la chanza: el orgullo gay, el black is beautiful, Catalonia is not Spain, fat is beautiful, God is woman, “¡arriba parias de la Tierra!”, “Hacienda somos todos”, “bienaventurados los pobres de espíritu”, el orgullo del pobre, la“alegría de la huerta”, “nobleza baturra”, “sé infiel y no mires a quién”, “¡viva el Betis manque pierda!”, “¡viva la gente”, “¡viva la madre que nos parió!”…

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