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El Catoblepas, número 176, octubre 2016
  El Catoblepasnúmero 176 • octubre 2016 • página 7
La Buhardilla

Habitantes de la Modernidad

Fernando Rodríguez Genovés

Sobre la cultura del habitar, la habitación, las casas-museo y otros hábitos en la vida moderna.

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Es característica en la mentalidad de la Antigüedad -adherida a los «antiguos» sin apenas excepción, porque ellos constituyen el antes- la creencia según la cual el hombre aspira a ganar la virtud, la notoriedad y aun la gloria en el dominio de la vida pública. La actividad de la vita activa, de cara al exterior, distintiva del hombre caracterizado como «animal político», representaba una categoría superior a la representada por la esfera privada, área reservada, economizadora (oikos), un espacio, afirma Hannah Arendt, adecuado no para el trabajo y la acción, sino para la labor, propia de esclavos, de retirados y castrados sociales, de la mujer y sus labores...

La perspectiva dominante en la Modernidad -que no comparten necesariamente todos los «modernos», después de todo- ha visto redimidas muchas ocupaciones privadas, sean o no circunscritas al ámbito del hogar o la casa, al haber adquirido éstas relevancia, consideración y valor moral. El hombre moderno es un individuo interiorizado. No constituye un hombre aplazado, sino aplacado, civilizado. Cada vez reside más en la ciudad que en el campo, más no por ello es sujeto poco cultivado. Todo lo contrario. Desbastado y pulido merced a la educación del entendimiento y las costumbres, practica (más o menos) la politesse como única manera humana de poder vivir hogaño en la urbe, la renovada, muy poblada y tecnificada polis de antaño.

Ser ensimismado, el hombre moderno se altera (alter, altera, altrum) cuando frecuenta demasiado el exterior, porque se expone. Y, hogar dulce hogar, equipa y guarnece el espacio interior a fin de recuperarse del trajín y la brega comunitaria, allí donde rehacerse y recomponerse. Para la perspectiva moderna, la comunidad no sería aliada del individuo, sino competidora de espacios y funciones. En rigor, la sociabilidad colisiona inevitablemente con la individualidad. Sucede que los intereses de ambas esferas no concuerdan, sino que se oponen.

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Ha llegado a hablarse de «la cultura del habitar de la vida moderna». Los tiempos modernos traen nuevos aires de individualidad, privacidad e intimidad, de recogimiento en el yo y su circunstancia, afán por encontrar el propio lugar en el mundo, para desde uno mismo crearse como sujeto y erigirse, de hecho y de derecho, en centro del universo. Si el espacio característico y relevante en el mundo antiguo lo constituye el ágora, repárese en que René Descartes, el primer filósofo representativo del mundo moderno, sitúa su ámbito en la cama, allí dónde gusta de meditar y cogitar a diario hasta bien entrado el mediodía, de estar bien abrigado y a cubierto. Encamado, yacente y paciente, Descartes fragua los sueños de la razón que alumbraran sus ideas novedosas, un plácido recogimiento cuya deflación y privación, ay, le llevó a la tumba, allá en el invierno sueco del descontento, al ver sustituido el discurso del método por una disciplina horaria impuesta por su pupila, reina de Suecia, con inflexión de catilinaria. El filósofo racionalista murió de un fatal resfriado por vivir destapado.

Por su parte, Blaise Pascal, destacada voz, asimismo, de los tiempos modernos, declara con circunspecta solemnidad: «He dicho a menudo que la desgracia de los hombres proviene principalmente de una sola cosa: no saber permanecer tranquilamente en una habitación». (Pensamientos, 136).

He aquí el descubrimiento del nuevo mundo moderno: el espacio exterior es para descubrir y conquistar; el interior, para el hogar y el holgar.

«Encerrado en el interior, el habitante encontró en la esfera privada la capacidad de retirarse a un espacio preservado de la mirada foránea para constituirse en sujeto escindido de la multitud. Cuando con el avance del siglo las utopías individualistas sustituyeron a las colectivas y derivaron en un desinterés por transformar el mundo y una simpatía por el placer privado, el individuo encontró cobijo de las intromisiones del mundo en el propio domicilio.» (Teresa-M. Sala y Daniel Cid, Las casas de la vida. Relatos habitados de la modernidad).

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El ámbito del domicilio se distingue con claridad del museo. La casa es entendida como morada, espacio soberano de ordenamiento de las costumbres cotidianas, mientras que el museo constituye el templo de las musas, el almacenamiento y clasificación de piezas apreciadas del pasado. Si bien ambos territorios pueden llegar a solaparse. No sorprende, en este sentido, que escritores y artistas, quienes buscan inspiración y atmósfera idónea para escribir, pensar o recrearse, se rodeen en sus residencias de objetos artísticos, muebles valiosos, y a menudo sientan inclinación por el coleccionismo. No resulta tampoco casual ni azaroso que esta aventura del habitar alcance su esplendor en el siglo XVII, con el auge del Enciclopedismo y los salones. La síntesis, que reúne dialécticamente la tesis y la antítesis que señalo, queda patente en dicha circunstancia singular.

A partir de la Ilustración, convergen dos lugares de distinto signo, pero que proveerán de significado el mundo moderno: la casa -reino de la intimidad, espacio inviolable, santuario de la privacidad- y el museo - lugar sagrado que alberga objetos artísticos muy principales, con vocación inicialmente pública, esto es, abierto al público, aun con reservas-. Ambas esferas acaban concurriendo en la casa de las personas célebres y notorias, sea por poder o fortuna, también de los artistas y escritores, bastantes de los cuales no se limitan a residir en una casa sino que viven en su casa.

Muchos domicilios de artista o escritor pasarán así, con el paso tiempo, a convertirse en casa-museo, en institución pública, en estricta expresión de lo siniestro, tal y como lo definió Sigmund Freud: lo que nos era familiar se convierte en extraño. Una sensación ésta que se produce en el momento en que el principio de privacidad y intimidad, así como el anhelo de no ser contemplado por mirada ajena, son develados; cuando, en fin, todo lo que estaba oculto, queda al descubierto. La casa abierta al público deja de ser dominio de residentes y moradores para ser invadida por gente extraña y de paso, curiosos, merodeadores.

Diríase que algo tiene de profanación, el penetrar y curiosear en estas mansiones que una vez fueron hogares, domicilios, dominios privados, viviendas, hoy transformadas en lugar de exposición y exhibición pública, escaparate de objetos sin sujeto, ofrecidos a la curiosidad del forastero, del visitante no invitado, sino colado.

Casa-museo: espacio que un día fue morada y hoy, lugar de merodeo.

 

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