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El Catoblepas, número 174, agosto 2016
  El Catoblepasnúmero 174 • agosto 2016 • página 44
Artículos

Meditatio mortis y filosofía: sobre el legado de Gustavo Bueno

Javier Pérez Jara

Un hecho, desde otras perspectivas trivial, a saber, que un anciano de cerca de 92 años haya muerto por causas biológicas irreversibles, tiene unas repercusiones históricas y culturales que aún son muy difíciles de medir y analizar.

Gustavo Bueno, Javier Pérez Jara y Lino Camprubí[Gustavo Bueno, Javier Pérez Jara y Lino Camprubí]

Cuando Gustavo Bueno murió yo me encontraba en China. Era un momento que temía desde la primera vez que lo conocí en persona, en 2003, cuando Gustavo Bueno, mi principal maestro en filosofía, comenzó a ser también Gustavo Bueno, mi amigo. No mucho después de conocerle en persona por primera vez tuve el gran privilegio de poder quedar con él durante varias horas, gracias a mi desde entonces gran amigo Lino Camprubí. Era mi primer año como estudiante en la Facultad de Filosofía de Sevilla, y le llevaba a Bueno varios folios llenos de preguntas sobre ontología y filosofía del conocimiento. Recuerdo nuestra primera conversación filosófica perfectamente. Muchas charlas con Bueno eran tan clarificadoras y profundas como la lectura de sus libros o artículos. Desde el primer momento me impresionaron su gigantesca erudición, rigurosidad, sistematismo y profundidad. Sin embargo, entre todos los recuerdos de nuestra primera conversación destaca nítidamente uno: el de Bueno diciéndome que, según sus cálculos, le quedaban unos diez años más de vida. Telómeros, radicales libres, posibilidades de fallos multiorgánicos... Procesos biológicos, en suma, que se dan a otros ritmos y escalas a los de la configuración de una obra filosófica gigantesca y titánica como la que Bueno seguía planeando para el futuro. Cuando me dijo que calculaba que le quedaban aproximadamente unos diez años de vida (al final, y afortunadamente, se equivocó por unos tres años más de existencia), también afirmó que al menos necesitaría unos treinta años para terminar los proyectos que tenía entre manos o quería abordar: el cierre categorial, redefinición del materialismo filosófico, filosofía del lenguaje, análisis crítico de la cosmología moderna, filosofía de las relaciones, finalidad y teleología... Evidentemente, con esto no pretendía Bueno decir que con treinta años más de vida podría «acabar» o «terminar» su sistema filosófico, pues el materialismo filosófico no es una philosophia perennis, es decir, un sistema cerrado y clausurado como una suerte de Ley de Moisés, sino, por el contrario, un sistema abierto en constante proceso y ampliación, nutriéndose de los problemas nuevos que surgen del presente de cada momento. Simplemente, Gustavo Bueno estaba muy interesado en seguir desarrollando partes del materialismo filosófico, pero el tiempo necesario para esos desarrollos era, en buena medida, incompatible con sus ritmos biológicos. Es el manido, pero no por ello menos profundo, aforismo latino de Ars longa, vita brevis.

Un hecho, desde otras perspectivas trivial, a saber, que un anciano de cerca de 92 años haya muerto por causas biológicas irreversibles, tiene unas repercusiones históricas y culturales que aún son muy difíciles de medir y analizar. Desde 2003 tuve el enorme privilegio de seguir quedando cada año con Bueno una o varias veces, con mis folios siempre llenos de preguntas, dudas, comentarios... Cuando no podíamos quedar directamente, hablábamos a veces por teléfono. Cada vez que me lo encontraba sentía la emoción y gratitud de poder hablar con la mente filosófica más potente que conocía y sigo conociendo. A lo largo de los años pude presenciar constantemente lo que sabe todo aquel que tuvo verdadero trato con Bueno: que encarnaba a la perfección las virtudes estoicas de la firmeza y la generosidad. Su firmeza y generosidad estaban, además, totalmente entretejidas; muchas veces hablaba, ya fuese conmigo o con otras personas, estando enfermo con gripe, o con dolor de muelas, o con falta de sueño. Bueno, además, fue siempre un hombre muy familiar y cariñoso; disfrutaba con sus hijos, sus nietos, y, por supuesto, con Carmen, su querida y entrañable esposa. Cuando ésta se quedó, por desgracia, postrada en una silla de ruedas, Bueno entró en una nueva fase de su vida que duró hasta el final. No se despegaba de ella; y, aún siendo él mismo muy mayor, no ahorró jamás en ningún tipo de atenciones y esfuerzos para que Carmen se encontrase del mejor modo posible. Veía la tele con ella, jugaban al dominó, le hablaba con ternura y paseaba todos los días con ella. Bastantes personas que no habían leído a Bueno, contemplando cómo se portaba con su esposa, hasta el punto de sacrificar en buena medida una importante parte de sus últimos años de producción filósofica, vieron cómo Bueno y Carmen eran un auténtico modelo de pareja y matrimonio, y Bueno de hombre generoso y fiel.

Gustavo Bueno no sólo era generoso; era, además, todo menos un cobarde. Jamás fue una víctima; siempre fue un superviviente y un guerrero. En una ocasión contaba que una esas múltiples alimañas que solían insultarlo llamándolo fascista o cualquier otro insulto estúpido y gratuito lo llamó por teléfono en medio de la noche diciéndole «te voy a matar», y Bueno le contestó «si fueses a matarme no me lo dirías, ¡imbécil!», colgándole. Y es que a Gustavo Bueno, siguiendo el espíritu espartano, nunca le tembló el pulso en toda su vida. Cuando murió Franco, es sabido que España se llenó súbitamente de antifranquistas; pero con Franco vivo, muchos de estos antifranquistas no pasaban de ser, llamémosles así, «antifranquistas no prácticantes». Gustavo Bueno, sin embargo, tenía policías en las clases, peligrosas conexiones por aquel entonces con el Partido Comunista, acaloradas broncas con el clero, críticas al gobierno en su despacho y otros sitios que podrían haberlo llevado al despido, o incluso a la cárcel, de haber llegado a los oídos equivocados. Cuando cayó el Franquismo, Gustavo Bueno siguió criticando los mitos o prácticas que le parecían absurdas, estúpidas o perjudiciales. «Maoístas» que no sabían nada de Mao ni de lo que pasaba realmente en China, «grupos de extrema derecha» que no podrían ni escribir los nombres de los principales autores de la Revolución Francesa sin faltas de ortografía ni aunque la vida les fuese en ello, y otras pintorescas tribus urbanas empezaron una nueva Caza de Brujas de la que Bueno fue muchas veces objetivo. La caza de brujas del Rojo y Ateo en el Franquismo pasó a la caza de brujas del Azul y Fascista en la Socialdemocracia. Cazas de brujas ambas, por supuesto, inundadas por hemorragias de mitos que el propio Bueno supo destruir a martillazos, al modo Nietzscheano (o aún más, con su láser de Basilisco, pues el martillo, decía a veces Bueno, dejaba unos trozos demasiado grandes y toscos: el análisis triturador de la filosofía debía ser más fino y penetrante). Aunque la mayoría de sus dogmatizados adversarios, por supuesto, no se enteraron demasiado de sutilezas antimaniqueas.

Bueno, yendo contra la retórica zoroástrica «de ambos lados», supo ver los aspectos positivos y negativos del Franquismo, empezando por triturar el mito en común de defensores y detractores, a saber: el mito del Franquismo como bloque monolítico y homogéneo; semejante caracterización del Franquismo no era sino una ficción jurídica; el Franquismo, Bueno subrayaba, fue muy heterogéneo tanto en el espacio como en el tiempo, las cuatro grandes «familias» del Franquismo a menudo se peleaban entre sí, y la tiranía orwelliana del régimen, cuando la había, venía a menudo más por parte de la Iglesia que por parte del gobierno, una Iglesia que mientras sacaba a Franco bajo palio y bendecía y propagaba evangélicamente la mitología de Franco como un Cid-Mesías enviado providencialmente por el Altísimo contra las Hordas del Mal, no dejaba de dar puñaladas por la espalda al propio régimen, desde el fomento del diálogo cristiano-marxista hasta la propia gestación, parto y crianza de ETA, pasando por todas los centros educativos católicos en Vascongadas o Cataluña donde se fomentaba de modo explícito el secesionismo.

Las cosas tampoco eran lo que parecían con la Democracia; para Bueno ésta no era el Fuego del Olimpo robado por Prometeo para el Progreso de la Humanidad después de cuarenta años de Tinieblas Lovecraftianas; sino, por el contrario, una nueva forma de oligarquía con múltiples líneas de continuidad respecto del anterior régimen, empezando por el innegable y bien recibido progreso económico, tecnológico y educativo español durante buena parte del Franquismo. A Bueno a veces le gustaba hablar de «poliarquía», dado que el término oligarquía tiene el peligro de dar a entender una unidad que no es, en muchos casos, sino puramente ficticia: si acaso la «unidad» de los múltiples partidos políticos e instituciones que conforman el régimen político de España después de la «Caída del Franquismo» es su dependencia al «Juego de Tronos» conformado por la Pax Americana, tanto durante la Guerra Fría como posteriormente.

Ya muchos filósofos griegos conocieron en carnes, como se suele decir, el precio de denunciar los mitos oscurantistas que legitiman y recubren un orden político o social dado. Gustavo Bueno criticaba esos mitos desde un sistema filosófico cuya base ontológica, sobre la que reposan el resto de «partes de la filosofía», se encargó durante décadas de demostrar apagógicamente siguiendo el espíritu socrático-platónico. Es decir, de un modo totalmente crítico, riguroso y fundamentado, bien alejado de toda forma de dogmatismo o pensamiento gratuito. Esto lo separaba radicalmente de muchos autores coetáneos críticos del statu quo a través de sus intervenciones en la radio, columnas en los periódicos, blogs o intervenciones televisivas, pero cuyos «mapas del mundo», al final, reposaban en pies de barro, al no contar con un sistema filosófico fundamentado y consistente.

Sin duda, a lo largo de las décadas, muchos grupos sociales distintos trataron de usar a Bueno, en un momento u otro, para dar autoridad o legitimar sus dogmas. Pero el materialismo filosófico, como ejemplo químicamente puro de verdadera filosofía, nunca encajó en ningún «pack ideológico» dado. Quizá sea necesaria aquí una breve aclaración. La metáfora de «pack ideológico» es sencilla de entender: a menudo en los supermercados o grandes centros comerciales nos anuncian «packs» de productos que no tienen mucha conexión entre sí: llévese esta plancha y le regalamos una crema de cara, un vale para la cafetería y una camiseta. Así, en España podemos encontrar packs ideológicos del tipo: «defienda la nación española y llévese de regalo ser católico apostólico y romano, amante de los toros, defensor del Estado de Israel, defensor de la energía nuclear, antiecologista y negacionista del cambio climático, liberal en economía política y ferviente defensor de la leyenda negra del marxismo». O bien el pack ideológico opuesto, que une, a través de oscuros algoritmos, la defensa del aborto con Palestina, con los nacionalismos fraccionarios, con «políticas verdes» con, pongamos por caso, la mitificación de la Segunda República como una Edad de Oro suspendida entre Dos Edades De Tinieblas. ¿Pero qué conexión lógico-material tienen el aborto, la Franja de Gaza, la energía nuclear, los toros, el cambio climático o la Iglesia Católica? A menudo, cuando hablamos con un desconocido, podemos predecir casi todo su «espectro ideológico» simplemente escuchando si está o no a favor de los toros, la energía nuclear o las bajadas generalizadas de impuestos unidas a la privatización de empresas públicas. Sin duda, estos «packs» se producen por razones sociológicas e históricas bien conocidas; razones que, cuando se ignoran, dan a entender que hay unas fuertes conexiones lógico-materiales entre los diversos productos de cada pack ideológico en el mercado pletórico de ideologías. Que esto es totalmente gratuito se muestra fácilmente haciendo un breve repaso por la Historia: la «estructura patriarcal y misógina» del código cívil napoleónico o de las Cortes de Cádiz; los «reaccionarios» Nixon y Thatcher defendiendo políticas hoy consideradas propias de «fundamentalistas ecologistas»; los desastres ecológicos de los países comunistas, la mayoría de ellos decididos defensores de la energía nuclear; izquierdistas históricos amantes de la tauromaquia y viscerales enemigos de los secesionismos; el puritanismo del desnudo de la Unión Soviética o la China de Mao unido a las playas y lagos nudistas familiares de la Alemania comunista o la Alemania nazi; la homofobia de la mayoría de países comunistas, donde muchos homosexuales eran enviados a manicomios; por no hablar de importantes sectores de la Iglesia Católica bombardeando la unidad e identidad de España a lo largo de los siglos, desde oponerse a la unificación con Portugal, la Sublimis Deus de Pablo III escrita ad hoc contra España, la Leyenda Negra anti-española de Pablo IV, la demonización de los Borgia, al apoyo sistemático de enemigos internos y externos de España, desde Francia, Portugal y las «repúblicas independizadas» hasta las guerras carlistas, el secesionismo catalán y vasco... por no hablar de ETA.

Pero la impostura y la ceguera crítica caracterizan a la mayoría de ideologías, y así muchos trataron de usar el materialismo filosófico de Gustavo Bueno para sus propios fines propagandísticos e ideológicos. No obstante, el sólido armazón del materialismo filosófico encajó, encaja y seguirá encajando mal en los lechos viscosos constituidos por las ideologías del marxismo-leninismo, la socialdemocracia, el liberalismo económico-político, o la mitología católica cuando los Dogmas de Fe se interpretan, «de verdad», como revelaciones sobrenaturales literales. Muchos «progres», por ejemplo, no podían entender, en su ceguera, cómo Bueno podía reivindicar la importancia de la filosofía escolástica católica y sus sutiles y profundos análisis sobre las ideas de esencia y existencia, categorial y trascendental, material y formal, finis operis y finis operantis, y un larguísimo etcétera. Al fin y al cabo, estos críticos no veían nada raro en que en los antiguos temarios de Historia de la Filosofía de COU se saltase, como en el Juego de la Oca, de Aristóteles a Descartes, ninguneando siglos y siglos de filosofía sin la cual la propia filosofía cartesiana y posterior era, sencillamente, ininteligible.

De modo similar, muchos liberales y católicos no podían entender cómo Bueno, «con su enorme inteligencia», se definía como marxista, aunque fuese de modo heterodoxo, y en la misma línea a como se definía platónico o tomista, pero marxista «al fin y al cabo». Y, peor aún, cómo Bueno había apoyado durante tanto tiempo a la Unión Soviética, con reticencias y críticas, sin duda, pero apoyado también al fin y al cabo. ¿Acaso el «marxismo» no era sino un conjunto de abominaciones teóricas y prácticas que habían dejado al menos cien millones de muertos en la Historia, al abandonar o desconocer la Dignidad Humana y el Derecho Natural descubiertos por primera vez por el Pueblo de Israel y desarrollados en toda su extensión por el Cristianismo? Las montañas de muertos constituidas por las masacres de «paganos» a manos de católicos en el último periodo del Imperio Romano, siglos de guerras brutales entre reinos católicos, siglos de esclavismo masivo que dejaron simplemente muchísimos muertos como consequencia de las penosas condiciones en que eran transportados los esclavos, inquisiciones católicas mucho más sanguinarias que la española como la polaca, colonialismo depredador, masacres de nativos como las realizadas por Portugal o Argentina, hambrunas masivas como la llevada a cabo por Francia en Vietnam, y, en definitiva, un largo y espeso historial de «sangre y fuego», quedaba cubierto bajo el grueso manto de la Leyenda Rosa.

Podría seguir con muchos otros ejemplos, pero creo que queda clara la idea que trato de defender: Gustavo Bueno, como gigante de la Historia Universal de la Filosofía, no sólo era indisoluble en el agua bendita del catolicismo, sino también en las aguas no menos benditas de la socialdemocracia, el marxismo-leninismo, el liberalismo y, en fin, los principales tigres de papel, por decirlo al modo de Mao, que rodearon a Bueno durante toda su vida. Frente a las diversas «papillas ideológicas» que nos rodean, Bueno proponía un racionalismo crítico y dialéctico, bien fundamentado en saberes de primer grado, y decidido enemigo de lo que podríamos llamar «Zoroastro y sus esbirros». Esto no significa, naturalmente, que Bueno realizase «enmiendas a la totalidad» a las ideologías del presente. Bueno, como digo, siempre criticó los dualismos zoroástricos o maniqueos; lo que hacía, por lo pronto, era denunciar, «a nivel formal», las estructuras dogmáticas y «talmudistas» de las ideologías que lo rodeaban, y «a nivel material», sus contenidos gratuitos, contradictorios u oscurantistas. Caído el zoroastrismo o maniqueísmo, también caían para él los falsos dilemas, del tipo «aceptar a Marx o Santo Tomás en su integridad, o aborrecerlos en su totalidad». Crítica, le gustaba subrayar, venía etimológicamente de cribar; es decir, de separar el grano de la paja. De este modo, la destrucción ejercitada por Bueno estaba a mil leguas de ser un ejercicio nihilista; todo lo contrario: era una destrucción generadora. De las ruinas de los sistemas mitológicos, metafísicos o filosóficos del pasado siempre había multitud de piezas valiosas que podían aprovecharse, reconstruyéndolas o ensamblándolas de otro modo. Así, por ejemplo, «la vuelta del revés de Marx»; interpretar al Deus Absconditus de la escolástica como una forma metafísica de designar a la Materia ontológico general (M), y no al revés; criticar la hipostatización del reino platónico de las Ideas a la vez que se subraya el genial descubrimiento de Platón de la «estructura enclasada» del mundo, la symploké entre las ideas, su independencia respecto de nuestra «voluntad», etc., etc.

En resumidas cuentas, Bueno, con su penetrante mirada de Basilisco, jamás ninguneó la tradición, sino que se nutrió de ella tanto como del presente, aprovechándola para perfilar cada vez con más agudeza su sistema filosófico. Su saber enciclopédico no era un fin en sí mismo (como parece serlo, pongamos por caso, para algunos participantes de programas televisivos como Saber y Ganar), sino un medio para desarrollar la necesaria artillería conceptual y crítica con la que abordar los problemas más profundos del presente. Y es que Bueno, al contrario que otros filósofos como Zubiri, siempre subrayó la herencia histórica de la mayoría de sus ideas y tesis; siempre rechazó el cauce «oracular» para presentar el caudal de su filosofía. Ninguna entidad imaginaria, tipo Enlil, Shamash, Marduk, Yahvé, Ahura Mazda, la ninfa Egeria, Júpiter, Alá, o el «cerebro creador» en nuestros días, revelaron sobrenaturalmente a Gustavo Bueno las principales líneas directrices de su sistema; por el contrario, el materialismo filosófico es un producto histórico que ha ido constituyéndose a lo largo de milenios (sería impensable, pongamos por caso, en la época de los sumerios), y que a través de Gustavo Bueno alcanzó su forma más refinada y profunda, no sólo en el ejercicio, sino también en su representación, si es verdad que toda verdadera filosofía es materialista, en tanto que una filosofía que se base en (para)ideas espiritualistas o idealistas no es sino una pseudofilosofía o apariencia falaz de sistema filosófico.

Los adversarios de Bueno, incapaces de enfrentarse a la potencia de su filosofía, a menudo sólo echaban mano de las tretas sofísticas más baratas: atacar a su persona, en vez de a sus argumentos; transformar, mediante la varita mágica de «Aprendiz de Sofista», sus argumentos en grotescos hombres de paja; y, por supuesto, cambiar de tema, mucho cambiar de tema. Bueno, al igual que Platón, sabía perfectamente que, por motivos sociales y culturales, era imposible una «república de filósofos»; el racionalismo dialéctico y crítico está condenado, de modo estructural, a ser totalmente minoritario. Pero no es éste un elitismo aristócrático, o clasista, o racista, o sexista; todo lo contrario: mujeres igual que hombres, chinos o alemanes igual que mejicanos, japoneses o españoles, pobres con acceso a internet igual que ricos, pueden ejercitarlo. Esta minoría crítica de personas es absolutamente necesaria; sin ella, las sociedades regresarían a los niveles más disparatados y oscurantistas de delirio, fanatismo y estupidez. El martillo (o el láser, en el siglo XXI) del filósofo sigue siendo hoy tan necesario como siempre, en esta época donde tanta gente cree, en su borreguismo, que, «como todos somos filósofos», cualquiera puede hablar de las grandes cuestiones filosóficas en torno a la materia, la ciencia, Dios, la libertad, la persona, la justicia, el Estado, la ética o la religión, sin necesidad de un «entrenamiento previo» consistente en miles de horas de lecturas, debates, pensamientos y escrituras.

Gustavo Bueno, mi maestro y amigo, ha muerto. Vivió una vida plena, larga y fructífera rodeado de familiares, amigos y discípulos que lo querían. La última vez que tuve el privilegio de quedar en persona con él, hace ya más de un año, hablamos durante varias horas de temas tan variopintos como la ontología de la posibilidad y el argumento victorioso de Diodoro Cronos, relaciones y conexiones en la ontología de los tres géneros de materialidad, las raíces semítico-cananeas de buena parte de la mitología hebrea, el papel del sistema nervioso en la constitución del segundo género de materialidad, hasta las relaciones actuales entre China y Estados Unidos, o los problemas presentes y futuros de España. Unos días más tarde me fui a Taiwán, y posteriormente a China continental, donde actualmente tengo mi residencia y trabajo. La última vez que lo vi, Bueno estaba pletórico de energía y entusiasmo, con varios proyectos para el futuro. No pensaba que tan sólo un año más tarde vendría el momento que tanto venía yo temiendo desde la primera vez que quedé con él, con mis folios llenos de preguntas.

Ya nunca más podré quedar con él, aprender de su magisterio y erudición, disfrutar de su amistad, su humor y generosidad. Pero al igual que el ateo esencial negativo no ve la imposibilidad e inexistencia de Dios como una privación (como la vivía, pongamos por caso, Unamuno), así tampoco ve la constitutiva finitud de nuestra existencia como una «privación». Sólo el ateo que niegue en sentido privativo a Dios y la inmortalidad del alma como únicos posibles garantes del sentido del Universo y la vida, verá la existencia como «absurda». El ateo privativo, aun negando la existencia del alma inmortal, la añorará de modo desgarrador. Acaso buena parte del «nihilismo» de Nietzsche, antes del salto al «Superhombre», o de la filosofía existencial de Unamuno o Sartre van por este camino. Pero el materialismo filosófico, al ver las ideas tradicionales de Dios, Alma Inmortal, o Destino de la Humanidad como (psuedo)ideas contradictorias, cuyas fuentes históricas conoce perfectamente, podrá negarlas sin caer por ello en el pesimismo, o convertirse en un «pirómano del suicidio», como Ciorán. Sólo entonces la meditatio mortis, o el ars moriendi, podrán convertirse en verdaderos ejercicios filósoficos, libres de los lastres del pensamiento mitológico tradicional. Sin duda, la muerte, desde el materialismo, no perderá su tonalidad sombría, y, en multitud de casos trágica. Pero el salto de la tonalidad sombría y trágica de la muerte al nihilismo metafísico, como cosmovisión general, es un salto mortal que sólo quien esté aún preso de viejos esquemas mitológicos podrá llevar a cabo.

Por mi parte, estoy satisfecho y contento de poder haber disfrutado de Gustavo Bueno, el individuo, durante varios años. Y ahora, todos nosotros, y los que vendrán después nuestra, podrán disfrutar de su persona y su legado mientras haya interés por la filosofía y sus grandes titanes, tanto dentro como fuera de España. Hemos entrado en una nueva era de la Historia de la Filosofía en general, y de la cultura española en particular.

Así sea.

 

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