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El Catoblepas, número 173, julio 2016
  El Catoblepasnúmero 173 • julio 2016 • página 7
La Buhardilla

La conciencia, o la tomas o la dejas (en paz)

Fernando Rodríguez Genovés

De cómo la conciencia individual, inspeccionada e intervenida, registrada y alterada, sale de sí misma y se torna un producto social/socializado.

Día tras día, y a poco que se descuide, la conciencia de un sujeto puede verse seriamente amenazada por múltiples acometidas -proselitistas, publicistas, propagandistas- venidas del exterior. Aunque el allanamiento sea de amplio espectro y de diverso origen, un elemento lo identifica: todas las arremetidas le demandan que tome conciencia de determinada causa o cosa, la cual debe tomar como propia. De tal suerte, si la conciencia inspeccionada queda, finalmente, alterada, entonces, saliendo de sí misma, se torna un producto social, socializado. Mientras tanto, en una esquina de la escena, la política monta guardia y espera. El primer paso para la toma de la ciudadela consiste en que los individuos sean tomados por objetos a concienciar.

El concienciador es idealista, por definición y en términos generales. Los problemas del ser humano pueden determinarse, por otra parte, como problemas de conciencia de clase. ¿De qué clase? No de la propia conciencia (eso no viene al caso), sino de la conciencia de los demás. Dicen que tal actitud ya sería de corte materialista, no idealista, pero ese es otro problema.

El concienciador vindicativo acomete paradójicas filigranas de las que no siempre es consciente, y si lo es, poco le importa. De este modo poco modoso, si el sujeto a objetivar no toma conciencia del problema de aquél, entonces éste es tildado de egoísta, porque sólo se ocupa de sus asuntos; no sería un animal político (como la polis manda) sino un homo oconomicus, libre y desmandado. En otras palabras, y sin tomarme el asunto como algo personal: no meterme en los problemas del otro no supondría, frente a lo que dicta el sentido común, actitud respetuosa y considerada, sino proceder insolidario y muy reaccionario. ¿Por qué? Porque no siento sus problemas como míos. Porque no me pongo en su lugar. Porque yo no soy otro. Porque no soy aquel.

Supongamos el siguiente caso. Un manifiesto pacifista apela a la conciencia del sujeto/objeto a fin de que asuma un programa de desmilitarización total (soberbio ideal, por cierto). A continuación, la desventurada conciencia topa con unos bravos sindicalistas que dicen representar a las fábricas de material bélico Santa Bárbara o Unión de Explosivos Río Tinto o como se llame ahora la industria petarda, porque ven peligrar sus puestos de trabajo, con tanto desarme mundial como hay. Todos reclaman a la vez atención, comprensión y solidaridad; que me ponga en su lugar. En consecuencia, la conciencia (ahora desgraciada) experimentará un dramático desgarramiento que ni el más hegeliano de los esfuerzos sería capaz de armonizar o sintetizar convenientemente.

¿Qué hacer? ¿Qué debe dictarnos la conciencia en estos casos? ¿Qué audaz fenomenología del espíritu (subjetivo y objetivo) puede con estos trajines y enredos? Convengamos en que el espíritu es libre. Así pues, dirá: «¡Deje usted en paz mi conciencia y ocúpese de sus propios asuntos!».

Mas, algo habrá que hacer. Al menos, tal cosa sostiene el ideario activista.

Difícil es tomarse en serio semejante asunto. Pues, ¿qué puede hacerse desde la conciencia sino. tomar conciencia? Difícil es salir de este círculo vicioso. La conciencia sola sólo genera que buena o mala conciencia, generalmente mala, y, casi siempre, culpabilidad.

Si verdaderamente queremos hacer algo, debemos acudir a la responsabilidad, y no a la conciencia. La responsabilidad se desenvuelve en el terreno de la acción; la culpabilidad, en el territorio de la conciencia. La primera es un presupuesto de nuestra conducta; la segunda, una excusa para impedirla. Ser responsable es querer actuar, conducirnos de cara a la acción. Cuando la acción responsable yerra en su conducta, no se paraliza sino que re-acciona, tiende a rehacer lo hecho, a rectificar. La responsabilidad tampoco lleva al arrepentimiento, por ser éste inútil y estéril. La conciencia no puede arrepentirse, la responsabilidad no quiere arrepentirse.

El concienciado no puede sino ofrecer su sentimiento, su sentir, a los demás. ¿Qué otra cosa puede hacer? Su hacer es su sentir. No le hace culpable la acción sino el sentimiento de la acción. Por ello oculta su no-acción en la Fatalidad, la Sociedad, la Mala Suerte, el Sistema, ¡la Realidad!...

Lo más que puede esperarse de un sentimiento (de la conciencia) es que haga emerger su verdadera naturaleza, es decir: su intencionalidad. No su efectividad, porque no tiene.

Déjese en paz las conciencias, que ya tienen bastante con sus propias afecciones y aflicciones. Dejémosla al buen criterio y al juicio de cada cual -si no los tiene, peor para él-, y pasemos a la acción responsable. Comenzando por protegernos de aquellos que pretenden purgar su mala conciencia invadiendo la nuestra. Cuando la conciencia ajena llame a su puerta, con su simpático rostro del anuncio publicitario de Avon, no le dé la bienvenida, sino eche mano del viejo recurso para despedir pelmazos: «De eso ya tenemos en casa, gracias». O, en fin, haga lo que le dicte su conciencia.

 

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