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El Catoblepas, número 171, mayo 2016
  El Catoblepasnúmero 171 • mayo 2016 • página 2
Rasguños

Pedagogía masculina y pedagogía femenina

Gustavo Bueno

Publicado en «Revista de Educación», 1957, número 56, págs. 70-73.

Nota para El Catoblepas: Pueden reproducir este artículo, publicado hace sesenta años, no tanto pensando en su interés intemporal o absoluto, sino en su interés relativo a la fecha en la que fue escrito, y que es indicio del contexto en el que se publicó. El autor era, en aquellos años, director del Instituto Femenino «Lucía de Medrano» de Salamanca, y catedrático de filosofía en ese instituto. Y sin duda pretendía reaccionar contra la opinión vigente en aquellos años, cuando era frecuente considerar que en un centro de enseñanza femenino no deberían impartir clases profesores varones. No tiene que ver directamente, por tanto, con debates posteriores sobre el feminismo.

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Me parece que la Pedagogía no es un arte neutral, sino que está profundamente influida por el sexo. Todos los intentos de desarrollar la Pedagogía como un arte o una ciencia –por decirlo así– asexuada se estrellan contra la costumbre de los diversos países que siempre, de algún modo, distinguen entre la pedagogía masculina y la pedagogía femenina.

Pero –y es lo que suscita estas reflexiones– el modo de exponer la distinción que nos ocupa no suele estar fundado en un criterio claro; en consecuencia, las aplicaciones que esta distinción inspira son incorrectas y, casi siempre, incoherentes. Hace pocos años, por ejemplo, se presuponía en nuestra legislación que la Pedagogía (al menos la universitaria y media) era un menester masculino y, así, se excluía a las mujeres de las cátedras. Hoy día esta costumbre va borrándose: se concede que también las mujeres pueden ejercitar, de un modo eficaz, las funciones pedagógicas. Sin embargo, aun cuando en ciertas etapas de la selección del profesorado nos regulamos por la tesis de la igualdad –casi diría que como ficción jurídica–, pronto se acaba por desmentir esta supuesta equivalencia y, en formas y matices diversos, se reconoce la distinción entre pedagogía masculina y pedagogía femenina. El modo más frecuente de elaborar esta distinción, el más peligroso, y el que nos importa directamente en este ensayo, es el siguiente: la pedagogía masculina, por lo mismo que es diferente de la femenina, resulta adecuada para los Centros masculinos; la pedagogía femenina, para los Centros femeninos. Así, en la enseñanza primaria, en las Escuelas Normales y en la Enseñanza Media no oficial de nuestra patria (para no citar otros países) prevalece el criterio de la homología del sexo del profesorado y de los alumnos. Incluso se habla de extender este criterio a la Enseñanza Media oficial y aun a la universitaria. Sin duda, los que así piensan se guían por ciertos principios, más o menos oscuramente presentidos, sobre las diferencias entre la Pedagogía masculina y la Pedagogía femenina. Pero me atrevo a afirmar que, pese a ser tan grave la cuestión, no se procede con la reflexión debida. Más bien parece que quienes así razonan son víctimas de una evidencia ilusoria, puramente formal, fundada no en las cosas mismas, sino en un superficial y aun ridículo apetito de simetría: «Lo semejante debe ser producido por lo semejante; de manera que la educación de las mujeres, y la de los varones, al de los varones.» Argumentación de la misma índole que esta otra: «Para obtener vino blanco hay que utilizar uvas blancas, así como para obtener vino tinto hay que utilizar uvas negras.»

Hay una distinción entre Pedagogía masculina y Pedagogía femenina: no es indiferente que el magisterio sea desempeñado por un varón o por una mujer (aun concedida una equivalencia práctica en preparación técnica, vocación y entusiasmo). Pero ¿qué se puede concluir de aquí? Nada, antes de introducirnos en la esencia de la distinción misma. El intento principal que persiguen estas páginas es evidenciar que toda actitud práctica, decorosamente adoptada, ante la cuestión del sexo del profesorado, debe fundarse en una teoría científica –y, como tal, discutible– sobre las diferencias esenciales entre el estilo pedagógico del varón y el de la mujer, y sobre la significación espiritual de estas diferencias.

¿Cómo lograr una caracterización diferencial suficiente? Muchos lectores desearían leer a continuación un resumen de las investigaciones experimentales instituidas sobre los rasgos diferenciales de la psicología masculina y femenina, y de su repercusión pedagógica. Siento tener que defraudarles. Encuentro que, a base del análisis de los casos particulares, según los métodos positivos acostumbrados, difícilmente nos elevaremos en nuestro asunto a una visión esencial. De hecho, de las exposiciones al uso, poco podemos sacar de utilidad y, probablemente, la razón de esta incapacidad del método inductivo reside en la naturaleza misma de la distinción entre lo masculino y lo femenino, que no es una distinción «empírica», sino «ideal». Esto se acepta hoy, como es sabido, no sólo por los metafísicos, sino también, y en términos hormonales, por los biólogos: lo «masculino» y lo «femenino» están siempre mezclados, en diversa proporción, en los individuos concretos. Podríamos decir que no solamente hay una mezcla social, sino también una mezcla individual y orgánica. Sin embargo, no creo que se deba exagerar la idealidad de esta distinción, como algunos intentan, hasta el extremo de interpretar todos los rasgos concretos, somáticos o psíquicos, como derivados de la mezcla de «lo masculino» y «lo femenino». Ello equivaldría a destruir la distinción misma que nos ocupa. Es innegable que, existencialmente, se requiere la mezcla, social o individual, de estos principios para que puedan resultar rasgos reales, pero esencialmente ambos principios se comportan como variables independientes. De este modo cabe, no sólo anatómica y fisiológicamente, sino también psicológicamente, señalar los rasgos que derivan del «principio» masculino y del femenino. Pero como estos rasgos pueden, muchas veces, venir unidos en un individuo empírico, de aquí que prefiera seguir, en la caracterización diferencial, un método axiomático, que nos conduce a la construcción de ciertas estructuras ideales –«lo masculino» y «lo femenino»–, cuya verificación empírica no puede intentarse de un modo puntual, sino regulativo; del mismo modo que las órbitas previstas por la mecánica celeste no se verifican «puntualmente» en las órbitas empíricas, aunque presiden nuestra intelección de ellas. Desconocería la esencia del método axiomático quien pensase que las estructuras ideales construidas son, eo ipso, utópicas: viven de espaldas a la «experiencia». Esto puede resultar cierto en algunos casos; pero, en general, la estructura ideal es precisamente el único modo de asimilar inteligentemente la propia experiencia. La caracterización diferencial que presupongo entre el hombre y la mujer es, por otra parte, verificable del modo más directo y evidente, a saber: al nivel biológico. Sin embargo, esta diferenciación biológica, por evidente que fuera, de nada nos serviría para nuestro intento –sería, simplemente, una tosca teoría– si no lográsemos enlazarla con una diferenciación espiritual, psicológica (la cual, en tanto que fuese introducida autónomamente, quedaría infundamentada). El enlace nos lo ofrecerá la Teoría de la Cultura.

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Presupongo, axiomáticamente, que el hombre no es sólo Naturaleza, sino también Historia (entendida como Cultura, históricamente desarrollada). Presupongo, también axiomáticamente, que la Naturaleza se transmite, de individuo a individuo, por generación y que la Cultura se transmite por educación. La cultura conserva, sin embargo, a la naturaleza y, aun en cierto sentido filosófico, ella misma es naturaleza. De este modo es posible advertir ciertos isomorfismos entre ambos órdenes ontológicos, de los cuales acaso el más intuitivo y de interés para nosotros sea el que media entre las leyes de la herencia, que presiden el proceso de la generación, y las leyes de la tradición, que presiden el desarrollo de la educación. La estricta ley del isomorfismo nos sugiere también, anticipativamente, otra importante consecuencia: que, así como la generación es labor conjunta de ambos sexos, también la educación; la germinación de la vida cultural en el alma de una persona requeriría la colaboración de los dos sexos, cuando tratásemos de convertir esa germinación en un auténtico renacimiento y no en una desmayada prolongación de una misma llama que acabaría por extinguirse, al ir perdiendo gradualmente su energía. De hecho, es innegable que ambos sexos colaboran siempre –no sólo en la forma del profesor académico, sino también en la forma de la madre o del padre, del amigo o del enemigo– desarrollo de la vida espiritual de cada individuo mano; y podemos presumir que si se hiciese la experiencia –irrealizable, por otro lado– de educar varias generaciones por un equipo de pedagogos mismo sexo –homólogo también al de los educandos, para evitar las influencias de los discípulos sobre los maestros–, la energía cultural transmitida iría extinguiéndose paulatinamente y, un día, se apagaría simultáneamente en todas las almas. Del mismo modo a como, hace poco tiempo, comienza a observarse el simultáneo languidecer de la energía vital de los innumerables álamos que viven en puntos muy distintos de la Europa Central. ¿Por qué? Porque todos ellos proceden no de una generación auténtica, sino de esquejes de un solo álamo que hace casi doscientos años daba su sombra en el parque de Wôrlitz. No hay que temer que esto suceda, puesto que, por fortuna, nuestra experiencia es puramente ideal; pero, como tal, sirve para valorar medir las diferentes aproximaciones que guardan, por respecto de ellas, los procesos reales. Del grado mínimo de estas aproximaciones podremos deducir, si no, ciertamente, un pronóstico funeral, sí la tendencia aberrante de la vida cultural del grupo.

Estas conclusiones, sugeridas por las analogías entre la generación –entendida como propagación de la naturaleza– y la educación –entendida como propagación de la cultura– no ejercerán sobre muchos más impresión que la propia de las puras metáforas. En realidad, tampoco pretendo aquí otra cosa que complicar la cuestión a quienes piensen que es muy sencilla. Encerraré, pues, entre paréntesis tales conclusiones, para reanudar nuestra construcción sobre los cimientos de la distinción axiomática entre Naturaleza y Cultura.

¿Qué nos impide poner en relación esta distinción con la que media entre hombres y mujeres? Basta pensar simultáneamente ambas distinciones para advertir una profunda correlación entre ellas. Estamos tentados a ensayar este esquema, que rectificaremos cuando convenga: los hombres conciben la cultura, como las mujeres conciben la naturaleza. O expresado de un modo más literario: la cultura es el parto del varón. Sin que de aquí pueda deducirse que a la mujer no le corresponda una misión específica en la constitución del mundo cultural, del mismo modo que al varón le corresponde la suya en la concepción natural. Mucho menos estamos obligados a recaer en el tópico antifeminista que asegura la incapacidad de la mujer para comprender o participar las esencias culturales. La mujer puede asimilar, tan inteligentemente como el varón, los diversos contenidos del universo cultural: puede ser excelente pianista, admirable matemática, sorprendente política. En fórmula de Simmel: la mujer puede participar, tan plenamente como el hombre, la cultura objetiva, cuya creación le corresponde al varón. Esta consecuencia es importantísima en orden a la reivindicación de los derechos femeninos. Las mujeres pueden desempeñar las funciones públicas con la misma –a veces superior– eficacia que el varón. Las diferencias entre ambos sexos, en este orden de «ejecución y mantenimiento» de la vida cultural, pienso que hay que buscarlas en otro lugar: no tanto en el contenido de las aptitudes diferenciales, si no en el modo global de ejercitar y actualizar esas aptitudes. La significación de tal modalidad puede ser deducida de los axiomas precedentes: la mujer tiende a vivir la cultura como naturaleza; el varón tiende a vivir la naturaleza como cultura; es decir, a reconstruir los mismos cuerpos naturales, para conferirles el estatuto de la inteligibilidad. No se trata, pues, de diferencias en la categoría de las aptitudes (que las hay) cuanto de diferencias modales, y, sobre todo, axiológicas, relativas a la manera de estimar una conducta concreta equivalente. Vivir el mundo cultural como naturaleza, significa: ser ciego para' estimar formalmente los valores culturales. El espíritu femenino se los apropia como cauces de acción ya delineados, como consignas inconmovibles que deben ser acatadas al detalle, precisamente por ser «naturales». Y, precisamente por ello, al espíritu femenino le corresponde la misión de consolidar, convirtiéndolas en naturaleza –en tradición– las creaciones varoniles; transformar su arbitrariedad lúdica en sino. Sin la influencia de la mujer, una sociedad se consumiría en el fuego disgregador de la revolución incesante; por el contrario, un grupo social, inspirado por el espíritu femenino, vendría a dar en una sociedad estacionaria. Ni siquiera eso: retrogradaría al estado de la «historia sin cultura de las generaciones sucesivas» (Spengler).

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Estas hipótesis generales sólo tienen la pretensión de colaborar en un planteamiento suficiente de la cuestión que nos ocupa: el análisis de la actividad pedagógica en su relación con el sexo.

Conviene, ante todo, tener presente que la actividad pedagógica es, por lo pronto, una realidad cultural: representa el crecimiento mismo de la cultura y, con él, la garantía de su fortaleza. Ahora bien: si de nuestros principios podría inferirse, en un cierto sentido, que el arte pedagógico, en cuanto creación cultural, es empresa originariamente varonil, también nos invitan ellos a reflexionar hasta qué punto es aquí, en la tarea pedagógica, donde la mujer más adecuadamente puede participar de la creación masculina: incluso a considerar a la Pedagogía –con más precisión: a la pedagogía de la cultura más «naturalizada», a los estratos más fundamentales y elementales de la cultura– como arte originariamente femenino. Si el varón puro tiende a consumirse en la creación, es a la mujer a quien corresponde conseguir la consolidación de lo que el varón ha creado repitiéndolo, difundiéndolo, inculcándolo. Cada vez mejor, los psicoanalistas nos enseñan la importancia decisiva de la madre en la configuración espiritual de los hijos y, singularmente, del instrumento primero de toda vida superior: el lenguaje.

Sin embargo, a medida que ascendernos en los grados del mundo cultural, las posibilidades verdaderamente pedagógicas de la mujer son más limitadas. Muchos de los elogios que suelen dedicarse a la «genial sencillez pedagógica» de las mujeres son injustos: la celebrada sencillez es, en rigor, obtenida a costa de una falsificación, consistente, por ejemplo, en una retrogradación del objeto cultural a las fases primarias, mágicas, de la Humanidad. Por citar algo concreto, haré mía la crítica que G. Bachelard dirige contra el libro de María Montessori: Del niño a la adolescencia. Dice así la ilustre pedagoga, para explicar por qué el agua absorbe anhídrido carbónico, recibiendo su carácter ácido: «El agua es, pues, activa, glotona, capaz de contener una enorme cantidad de este gas de la que ella está ávida y que es su colaboradora en esta obra importante que consiste en devorar la piedra.» Bachelard ha subrayado estas tres palabras; tres palabras –dice– que no tienen necesidad de ser enseñadas, puesto que están en el inconsciente de todos los niños. Más bien deberían ser olvidadas. Y, por no hacerlo así, la maestra se infantiliza, observa Bachelard {1}.

Pero lo que de ningún modo puede transmitir la mujer es el fuego mismo del creador por su obra. La mujer puede transmitir contenidos, pero no, directamente, valores. Una mujer, por el mero hecho de serlo, carece de la posibilidad de transmitir los contenidos culturales en status nascens en su frescura y confusión original: porque este fuego no se transmite sólo por las significaciones representativas de las palabras, sino por la expresión misma de la persona que se ofrenda en la exposición hablada. Es la personalidad del varón la que puede ir disuelta, por decirlo así, en la palabra viva. Cuando la mujer pretende miméticamente expresar su personalidad en una exposición no elemental, traiciona su destino, y su entusiasmo se convierte en beatería.

Ahora bien: si la mujer carece de esta intuición axiológica directa e inmediata de los contenidos culturales –en concreto, de la materia didáctica–, en cambio posee la capacidad de vivirla a través del varón, como un acto de fe en el varón. Esta vivencia es, al propio tiempo, inspiración y motor del propio varón, pues la mujer cultivada y espiritual posee el don exclusivo de admirar numinosamente al varón concreto y con esta admiración, gloria del genio, estimularlo (pienso en Bettina Brentano). Pero esto significa que es absolutamente necesaria, en la mecánica sociológica del desarrollo cultural, la existencia y la presión de las mujeres capaces de estimar y respetar la significación de la creación cultural; y en nuestra civilización occidental, de la ciencia. Sospecho que en la decadencia científico-cultural de nuestra patria a partir del siglo XVII ha influido decisivamente el prosaísmo de la mujer ibérica, su tabla doméstica de valores, con la subterránea influencia de su magisterio en la conducta de los españoles.

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Y cómo podrá aprender y ejercitar la mujer esta fina percepción del valor del creador de cultura si no es en la directa experiencia del magisterio masculino? Cómo podrá un claustro de mujeres transmitir a sus alumnos lo que es de suyo intransmisible, porque debe ser arrancado de la cantera misma donde reside, que es el alma varonil? Sólo vagas palabras grandilocuentes, pero vacías de poderío espiritual. Por eso debe conceptuarse como peligrosísimo experimento el abandonar a las mujeres la formación íntegra de los jóvenes, ¡sobre todo, de las demás mujeres! Porque no puede olvidarse que lo que verdaderamente importa en la educación de la mujer –en orden a la prosperidad cultural: política, científica, técnica, artística, una sociedad– es, tanto o más que los contenidos concretos, incluso que el sistema de ellos, la ardiente y sincera valoración adecuada de los mismos. Valoración que ejercerá fulminantemente sus efectos sobre los varones de su mundo. Menos peligroso sería el experimento de confiar a !as mujeres la educación de los jóvenes: éstos verían surgir en sí mismos, con gran probabilidad, el pathos íntimo de la vida espiritual, y el estímulo serían las propias profesoras. Pero, según nuestras cuentas, el ideal es conseguir la colaboración del estilo pedagógico masculino y del femenino en la formación, tanto de los futuros hombres como de las futuras mujeres. La pedagogía femenina desempeña una función insustituible; pero siempre, in adjutorium viri.

Notas

{1} Pueden verse estas críticas y otras semejantes en Le matérialisme rationnel, P.U.F.; 1953, págs. 30-31.

 

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