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El Catoblepas, número 169, marzo 2016
  El Catoblepasnúmero 169 • marzo 2016 • página 8
Artículos

Científicos y periodistas filosofan en torno a las ondas gravitacionales

Carlos M. Madrid Casado

A propósito del «descubrimiento» de la última predicción de Einstein

Uno de los dos sistemas detectores de ondas gravitacionales que conforman LIGO [Uno de los dos sistemas detectores de ondas gravitacionales que conforman LIGO]

1. «Damas y caballeros, hemos detectado ondas gravitacionales». Con estas palabras, científicos a cargo del detector LIGO anunciaban su hallazgo en una rueda de prensa multitudinaria celebrada en Washington DC el pasado jueves 11 de febrero de 2016 a las 16:30 hora española. A cien años exactamente de que Einstein predijera su existencia en 1916. Como ocurriera cuando en 2012 se hizo público el descubrimiento del bosón de Higgs -y analizó agudamente Iñigo Ongay en su artículo «Científicos y periodistas filosofan en Ginebra» (El Catoblepas, nº 80, p. 11, 2008)-, la difusión internacional de la noticia ha conllevado no sólo que se informe a la audiencia de los resultados técnicos o tecnológicos alcanzados, sino también que entre tanto concepto científico se deslice alguna que otra idea filosófica. Es precisamente este cúmulo de ideas filosóficas, que desbordan las categorías científicas, aquello que queremos diseccionar, puesto que oculta una concepción muy concreta de lo que es la ciencia, ligada a la filosofía espontánea de los científicos.

2. La teoría de la relatividad general predice que ciertos sucesos cósmicos muy violentos han de ocasionar fluctuaciones del espacio-tiempo que se manifiesten como ondas gravitatorias. Los científicos del observatorio LIGO (Laser Interferometer Gravitational Wave Observatory) se han servido de la localización de dos agujeros negros gravitando en rotación y colisionando entre sí a 1300 millones de años luz. La fusión, que ha liberado una energía equivalente a billones de bombas atómicas, ha deformado el espacio-tiempo circundante y provocado (supuestamente) una sucesión de ondas gravitacionales que llegaron a la Tierra el pasado 12 de septiembre de 2015. Cuando estas ondas alcanzaron nuestro planeta, contrajeron y expandieron el espacio-tiempo. Y las variaciones, que son minúsculas, fueron detectadas por LIGO.

Si el espacio entre dos personas se estira o se contrae, ninguna de las dos notaría nada extraño, puesto que con el espacio también se estiraría o contraería la barra de medir. Pero la relatividad especial pone una excepción a este fenómeno: la luz, cuya velocidad es invariante. Si el espacio entre las dos personas del ejemplo se estira, entonces un rayo de luz tiene que tardar más tiempo en ir de una a otra. Y esta diferencia prácticamente infinitesimal es lo que se ha medido.

El observatorio LIGO lo forman dos detectores idénticos ubicados en Livingston y Hanford (EE.UU.). Cada uno de ellos es una suerte de interferómetro gigante, que consta de una red de túneles de varios kilómetros de longitud en forma de L, donde se usa luz láser para medir el cambio en la distancia entre los extremos del túnel. Cuando la onda gravitacional procedente de la catástrofe cósmica pasó, los túneles se ensancharon en una dirección de la L y se encogieron en la transversal. Mediante la interferencia de haces de luz láser lanzados en cada una de las direcciones y rebotados en los extremos, los físicos pueden detectar con extraordinaria precisión si la distancia recorrida por los rayos láser ha variado (cuando no regresan al punto de partida a la vez) y, por tanto, si el espacio se ha expandido o contraído en cada uno de los brazos del montaje experimental.

El dispositivo es capaz, en principio, de registrar variaciones del orden de una diezmilésima del diámetro de un protón. Y es que la precisión requerida para detectar una onda gravitacional es, dada su levedad, del orden de 10-23. Una mejora en la precisión del sistema detector que sólo se ha logrado muy recientemente. No sería raro, como han apuntado muchos periodistas, que los científicos protagonistas de la primera detección directa de ondas gravitacionales recibieran el próximo Premio Nobel de Física (de hecho, los físicos galardonados en 1993 lo fueron por hallar la primera evidencia indirecta de la existencia de estas ondas: el ligero cambio en la órbita de un púlsar binario como consecuencia de la liberación de energía en forma de radiación gravitatoria).

3. Ahora bien, no deberíamos perder de vista lo desmedido del anuncio y la ovación recibida. La noticia ha venido acompañada de una serie de representaciones gráficas y sonoras a fin de convencer a la audiencia de medio mundo de la realidad de las ondas gravitacionales. Pero, desde una perspectiva filosófica, interesa subrayar que las famosas ondas gravitacionales no son «observables» en un sentido clásico. No son, en primer lugar, visualizables. Y ello pese a que en una exagerada animación emitida en televisión se vea cómo esas ondas agitan la Tierra como si fuese una esfera de gelatina. En segundo lugar, tampoco son audibles. El sonido similar al de un leve pitido o una gota de agua cayendo que ha circulado con profusión por Internet no es sino una «traducción» de ciertas frecuencias seleccionadas ad hoc. Estas recreaciones artísticas no son representaciones verdaderas sino apariencias falaces, dotadas -eso sí- de un alto valor pedagógico y publicitario. En suma, las ondas gravitacionales no están dadas a la escala de nuestro cuerpo biológico, del mundus adspectabilis (y nótese cómo esta crítica precisa de movilizar, se quiera o no, ciertas ideas ontológicas relativas al papel del ego en la construcción del mapamundi de la realidad).

Por otra parte, cabe afirmar que el «descubrimiento» de ondas gravitacionales está cargado de teoría. Cuando una teoría T (entre la que se cuenta la hipótesis de existencia de ondas gravitatorias) implica un cierto hecho H, la verificación de H no implica necesariamente la verdad de T. Es la falacia de la afirmación del consecuente: de T→H y H no puede inferirse T. Y es que, en puridad, lo que se ha observado es el retraso o el adelanto en la interferencia de rayos de luz. Un hecho H que, desde cierta teoría T (la teoría general de la relatividad), se interpreta como el paso de una onda gravitatoria a través del sistema detector. No hacemos esta apreciación desde un positivismo o un empirismo ramplón, sino desde las coordenadas materialistas de la teoría del cierre categorial de Gustavo Bueno, que intentan salir al paso tanto del realismo cientificista como del teoreticismo que inunda la física puntera (por nuestra parte, añadir que afirmaríamos la existencia de electrones o positrones por cuanto los físicos logran manipularlos en el laboratorio, pero confesaríamos cierto escepticismo para con las ondas gravitatorias en cuanto no son de momento manipulables sino entidades teóricas, como la función de onda en mecánica cuántica). Y nótese esta vez cómo esta crítica gnoseológica precisa explicitar, aunque sea para impugnarla, la idea (filosófica) de ciencia que se tenga.

Otro aspecto de la cuestión es el de la reproducibilidad de un experimento realmente costoso tanto en el plano económico (donde hay más de 1000 científicos implicados y centenas de sofisticados aparatos) como en el plano práctico (donde se depende de sucesos cósmicos como la colisión de dos agujeros negros). El efecto de una onda gravitacional es tan minúsculo que es muy fácil confundirlo con el ruido presente en el Universo. Y recíprocamente, claro. De hecho, en marzo de 2014 un equipo norteamericano de investigadores articulado en torno al telescopio BICEP2 anunció a bombo y platillo que, después de más de medio siglo de búsqueda, había detectado ondas gravitacionales procedentes de los primeros ecos del Big Bang. Por desgracia, el episodio se cerró con un sonoro fracaso, cuando los investigadores de la Agencia Espacial Europea confirmaron que no había pruebas concluyentes para respaldar el descubrimiento, ya que sus colegas norteamericanos habían confundido señales procedentes del polvo interestelar con ondas gravitacionales.

El análisis de datos que permite separar la parte de la señal que corresponde a la onda gravitatoria del ruido de fondo conlleva técnica estadísticas muy complejas asistidas por ordenador. Básicamente, los científicos identifican patrones de ondas gravitacionales comparando las oscilaciones que se esperan en teoría con las oscilaciones que se registran en el experimento, hasta encontrar un resultado estadísticamente significativo, como el suceso que detectaron la noche del 12 de septiembre, a más de 5 desviaciones típicas de los sucesos habituales provocados por ruidos (aclaremos que LIGO consta de dos detectores idénticos separados tres mil kilómetros para soslayar los falsos positivos debidos a vibraciones locales). Y, por el momento, de acuerdo a lo que los miembros de LIGO contestaron en la última pregunta de la rueda de prensa del jueves 11 de febrero, no han detectado más ondas gravitacionales aparte de la del 12 de septiembre (aunque hay rumores de que hay otros dos sucesos candidatos que están siendo estudiados). Probablemente, hasta que no se crucen datos y un experimento independiente como VIRGO (el sistema detector de ondas gravitacionales de fabricación europea) no capte ondas gravitacionales, LIGO no podrá cantar victoria.

ondas gravitacionales [La onda gravitacional fue detectada casi simultáneamente en los dos interferómetros que conforman el observatorio LIGO (las frecuencias de la gráfica son el resultado del análisis estadístico con supercomputadoras, que han eliminado todo ruido de fondo)]

Ciertamente, se espera que el equipo de LIGO tenga suerte, pero uno ha de saber que lo que le sucedió al equipo de BICEP2 no es una novedad. Remontándonos en el tiempo de la mano de Harry Collins (Harry Collins & Trevor Pinch, El gólem. Lo que todos deberíamos saber acerca de la ciencia, Crítica, Barcelona, 1996; Harry Collins, Gravity's Shadow. The Search for Gravitational Waves, The University of Chicago Press, 2004; Harry Collins, Gravity's Ghost. Scientific Discovery in the Twenty-First Century, The University of Chicago Press, 2010), podemos contar una historia poco conocida. Una historia no contada, que no suele aparecer en los libros de texto: que las ondas gravitacionales fueron (supuestamente) detectadas en 1969 por Joseph Weber, de la Universidad de Maryland. Este ingeniero eléctrico fue el pionero de una de las dos técnicas ordinarias para detectar ondas gravitatorias: las antenas de barra (la otra técnica es, como hemos visto, los interferómetros).

La antena de Weber constaba de una barra pesada en una cámara de vacío y de algunos aparatos para medir sus vibraciones y amplificarlas, registrándolas en una gráfica, donde una aguja garabateaba una línea quebrada, con crestas y valles dispuestos aleatoriamente. El problema estadístico latente consistía, como ya sabemos, en distinguir las vibraciones extremadamente débiles causadas por una onda gravitatoria de las mucho más fuertes debidas a otras fuerzas, a ruido no deseado. Con otras palabras: en diferenciar, a partir de cierto umbral, qué crestas eran accidentales y qué crestas indicaban el paso de una onda gravitatoria. En 1969 Weber anunció que recibía el equivalente a unas siete crestas por día que no podían atribuirse únicamente a ruido.

Sin embargo, la aseveración de Weber se topó con un escollo insalvable. La radiación gravitatoria que halló era, con mucho, excesiva para las predicciones teóricas disponibles (entonces y hoy). Weber contraatacó argumentando que dos detectores construidos por él y separados más de mil kilómetros uno de otro recibían simultáneamente las mismas crestas sobresalientes. Además, subrayó que los picos de actividad de sus detectores se repetían con una periodicidad aproximada de 24 horas, es decir, que había una correlación sideral, con una hipotética fuente extraterrestre.

No obstante, ningún grupo de investigación independiente logró confirmar el descubrimiento de Weber, y para 1973 se publicaron -conforme aumentaba la sensibilidad de los aparatos- resultados negativos en prestigiosas revistas científicas. Además, Weber no consiguió -a medida que mejoraba su antena- purificar la señal, hacerla más intensa. Lo que zanjó definitivamente el debate fue, pasados los años, una amalgama dialéctica de teoría y experimentación. La ventana al Universo que Weber creía haber abierto en 1969 se cerró estrepitosamente hacia 1975. Cuarenta años después parece que ha vuelto a abrirse.

4. El descubrimiento de LIGO ha generado grandes expectativas entre científicos y periodistas. «La Humanidad ha vuelto a hacer historia» era un titular bastante repetido en los periódicos y telenoticias del Primer Mundo, del mundo occidental. Muchos han señalado -como Stephen Hawking- que acaba de iniciarse una nueva era en el estudio del Universo a través de la gravedad en lugar de la luz, e incluso han especulado con posibles aplicaciones en el futuro. Ante semejante derroche de imprudente fundamentalismo científico, la labor de una filosofía crítica como el materialismo filosófico ha de ser poner coto a los mitos de nuestro tiempo, subrayando que las ciencias no componen un cuadro perfecto del Universo sino a lo sumo un mosaico inacabado, donde unas veces faltan teselas y otras veces algunas teselas no encajan bien entre sí.

 

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