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El Catoblepas, número 169, marzo 2016
  El Catoblepasnúmero 169 • febrero 2016 • página 3
Artículos

Del artificio natural de la política I

José Sánchez Tortosa

Notas de lectura del libro I de la Política de Aristóteles para la 2ª sesión de los encuentros de filosofía y cine De Atenas a Casablanca.

Aristóteles y su pupilo Alejandro

En cierto memorable relato, Borges concibe la imposibilidad material del plagio, debido al peso que el momento histórico ejerce sobre las palabras, cuyo significado pierde la inocencia de la atemporalidad. Los mismos vocablos designan significados diferentes en función del marco intelectual afín y hegemónico en cada época. El término revolución, por ejemplo, procede de la geometría y de ahí pasa a la astronomía con el sentido de retorno al punto de origen y, por extensión, del número de vueltas de un cuerpo sobre su propio eje. Etiquetar de revolucionario a un sujeto humano antes de 1789, cuando el uso queda fijado en el plano de lo político{1}, habría podido ser entendido como una suerte de delirio. Borges, por su parte, juega en Pierre Menard, autor del Quijote{2} con la lectura que de la obra maestra de Cervantes se haría de haber sido escrita en el siglo XX y no en el XVII. Con la inteligencia de su ironía, casi un género literario diferenciado, Borges enfatiza la paradoja de una misma combinatoria de signos que, sin embargo, encierra significados históricamente distintos tomando como referencia, precisamente, la Historia:

«Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo,):

... la verdad cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

Redactada en el siglo XVII, redactada por el “ingenio lego” Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:

... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

La historia, “madre” de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales -“ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”- son descaradamente pragmáticas.»

Conviene tener presente esta precaución cuando se aborda el estudio de la teoría política de Aristóteles. Como exige todo gran sistema filosófico, la investigación sobre la política no puede desvincularse de la ontología general del mismo. Sin establecer las conexiones entre la Física y la Política en el caso que nos ocupa, fijando el encaje de lo político en lo físico y, a su vez, en lo ontológico, como campo acotado suyo, como uno de sus casos o expresiones, la comprensión del análisis resulta inviable. Aquí, el polisémico, confuso y, salvo precisión oportuna, metafísico vocablo Naturaleza (physis) desempeña una función clave que requiere la redefinición del mismo desde los parámetros establecidos por la propia metafísica aristotélica. Así pues, para afrontar el estudio de los mecanismos de poder y de la gestión y estabilidad (eutaxia{3}) de los regímenes políticos, se impone la necesidad de determinar el sentido físico y, por continuidad ontológica, político de la noción de naturaleza en Aristóteles.

Con afán de ensayar una definición positiva de lo natural, que, sin forzarlo conceptualmente, permita su comprensión en relación con lo político, sugiero la lectura presentada por el profesor Gustavo Bueno{4} según la cual lo natural alude a las líneas vectoriales que marcan la dirección (física, biológica, política.) de los movimientos, cambios o procesos de los seres que, amontonándose, saturan la realidad. En tal sentido, habría que entender lo natural como la racionalidad estructural, definida en cada campo según sus parámetros de referencia, de cada conglomerado de objetos conectados entre sí, a su vez desconectado en parte de cada uno de los demás conglomerados, sometidos todos ellos, sin embargo, a la impronta teleológica múltiple que les da una unidad ontológica y un orden que no pueden reducirse a lo físico (meta-física). El componente teleológico queda, así, atenuado, precisado, confinado a la dimensión inmanente de los procesos físicos, biológicos y, en el caso que nos ocupa, ese momento o variante específica de lo biológico que es lo político, como condición de lo antropológico. De este modo, la lectura trivialmente ecológica de Aristóteles, esto es, valorativa y sustancialista, queda neutralizada por una visión menos pretenciosa y nebulosa, capaz de barrer cualquier tentación idealista o metafísica (y valorativa) que vea en La Naturaleza una unidad sustantiva dotada per se de una bondad fuera del rango de lo humano. Esta lectura de la teleología aristotélica permite superar la confusión con la cual esa fantasmagoría pseudoconceptual, el paralogismo eidético Naturaleza, ofusca el análisis y le niega la claridad necesaria.

Aquí, es obligado referirse al problema de la oposición physis-nomos, conflicto mayor en la trifulca platónica contra la sofística. La ley no es, de hecho, históricamente natural (pero aquí topamos con la indefinición de la expresión de la que estamos tratando de deshacernos: natural), como acaso sostendría toda visión mitológico-teológica del poder político y de la ley legitimada por la tradición. Pero tampoco puede admitirse, contra el convencionalismo sofístico, que no hay nexo alguno entre naturaleza (o racionalidad) y ley, siquiera potencialmente, como posibilidad o dynamis. Ni toda ley es mera convención ni es tampoco herencia eterna de los dioses. Ni se identifica plenamente con lo natural, ni está absolutamente desconectado de ello. La ley es ficción política, artesonado del poder cuya virtud técnica reside en su racionalidad, definida por Aristóteles, precisamente, según la ecuación «ley es razón [nous] sin deseo»{5}. En función de este marco teórico se podrá vislumbrar el uso analítico que de la noción de naturaleza hace Aristóteles en su aplicación a lo político, disipando en lo posible la niebla conceptual que se extiende sobre estas cuestiones. Ésta es la plataforma que impulsa el siguiente trabajo de lectura y anotación del texto de referencia:

1. El fin de toda comunidad. Opiniones erróneas. Planteamiento metodológico (1252a, 1)

El comienzo del tratado aborda una taxonomía o catalogación de los fenómenos categoriales que concurren en el espectro de su estudio, lo político, vinculados, por tanto, a los modos de organización social de los grupos de aquello designado genéricamente en griego como anthropos, en función del encuadre filosófico indicado. Tal clasificación se sustenta en lo que podríamos considerar diferencias cualitativas o específicas (eidei), es decir, no meramente cuantitativas, entre gobernante (politikòn), rey (basilikón), administrador de la casa (oikonomikón) y amo de esclavos (despotikón). Las diferencias entre estos casos son estructurales, o dicho de otro modo, se basan en los tipos de relaciones (familiares, tribales, políticas) que configuran las instituciones correspondientes a esas unidades sociales. Para la definición de los mismos y su estudio, Aristóteles recurre al método analítico con el cual diseccionar conceptualmente un material histórico ya dado a su escala geográfica e histórica, de modo que procede a dividirlo hasta sus componentes más simples.

2. Génesis de la ciudad: familia, aldea, ciudad. Homo Politicus (1252a, 2)

En el marco conceptual sugerido, la unión que forja el origen (archés) de la constitución de los diferentes grupos sociales se da por necesidad natural, por esa tendencia o caída de raíz biológica que, con la ceguera propia del organismo activo, busca (o accede a) la respuesta a impulsos cuya consecuencia es la continuidad supraindividual. Se niega, por tanto, de manera explícita prolepsis o decisión consciente en este marco, general a todo proceso biológico. Y, bajo esta misma concepción de lo natural como entramado de vertientes (vectores) que dirigen o encauzan las metamorfosis de los seres vivos en direcciones acotadas, encajan también las jerarquías sociales y políticas. Sólo descontando el sesgo valorativo podrá comprenderse esta analítica bio-política de las relaciones que se ajustan a unas jerarquías impuestas por su naturaleza misma, por la dirección vectorial que constituye a los sujetos enredados en ellas, en las cuales cada elemento (y proceso) va ajustándose o acomodándose a su lugar específico (topos), teleológica, y no sólo espacialmente, definido. Es en este sentido en el que queda establecida la inferioridad natural (diríamos, vectorial) de los esclavos con respecto a los ciudadanos libres, de los bárbaros (1252b) con respecto a los griegos:

«Es necesario que se emparejen los que no pueden existir uno sin el otro, como la hembra y el macho con vistas a la generación (y esto no en virtud de una decisión, sino como en los demás animales y plantas; es natural [physikòn] la tendencia [ephíesthai] a dejar tras sí otro ser semejante a uno mismo), y el que manda por naturaleza [physei] y el súbdito, para su seguridad. En efecto, el que es capaz de prever con la mente [dianoía] es un jefe por naturaleza y un seño natural, y el que puede con su cuerpo realizar estas cosas es súbdito y esclavo por naturaleza; por eso al señor y al esclavo interesa lo mismo.»{6}

La jerarquización organizativa de lo natural estratifica también ese microcosmos delo biológico que es lo político.

Según esto, las sociedades en estado de barbarie (no digamos ya de salvajismo) están en inferioridad política (natural o vectorial), es decir, en peores condiciones tecnológicas, demográficas, institucionales para persistir en el tiempo. Cabe entender que en los casos en que sociedades teóricamente superiores sucumben (como la caída del Imperio Romano) lo que se produce es un desgaste irreparable, demográfico, militar, policial, de una unidad política e histórica dada, siempre precaria y transitoria, nunca eterna.

En cuanto a la reconstrucción genealógica de las fases previas a la de la ciudad-Estado o ciudadelas, marco de referencia histórico para Aristóteles, se considera la prioridad genética de la casa (oikía prote), como institución dedicada a la satisfacción de las necesidades de la vida cotidiana sobre la tribu o aldea (komé), definida como la unión de varias casas orientada a la satisfacción de las necesidades no cotidianas o diarias. Por eso, la aldea es entendida además, «en su forma natural» (kata physei), como colonia de la casa, cuyos miembros mantienen los vínculos sanguíneos que los anudan en el núcleo familiar. En ellos se sustenta el poder regio. Los lazos sanguíneos son el soporte de la aldea por lo que de ello se deriva necesariamente que el poder en ella se base también en la sangre y que lo ejerza un rey, como sucede en los pueblos bárbaros o étnicos (ethné), aquí en el sentido político de sociedades ancladas en una fase prepolítica, sanguínea o biológica pero no específicamente antropológica del poder. Éste es el motivo por el cual Aristóteles no admite a estos grupos dentro de la categoría de humanos, definida por lo político, esto es, por instituciones que precisan un cierto grado de desarrollo tecnológico e institucional. Si bien no hay humanismo (de raíz cristiana) en el pensamiento aristotélico y griego en general, del que acaso Alejandro Magno y su Imperio quede desmarcado en este sentido, lo cual provocó el distanciamiento entre el joven emperador y su maestro, no hay tampoco racismo. El criterio de demarcación o diferenciación no es biológico o racial. Es bio-político, pero no en el uso que Foucault da a este término, sino en el de la visión de lo político como un fractal{7}, como un caso o subconjunto de lo biológico, no enteramente desgajado de él. Como una desembocadura inexorable del orden de lo real. La ficción de la política, como artificio o constructo humano que se levanta por encima de lo botánico y lo zoológico, es el delta en el cual culmina lo natural, su máximo de complejidad biológica, su corolario teleológico.

El funcionamiento organizativo de estos grupos sociales exige un tipo de leyes en los que rigen relaciones de fuerza primitivas, codificadas en la institución de poder de los grupos de edad (ley del más anciano) y en las leyes de parentesco (tabú del incesto).

El gobierno de los dioses es de esta naturaleza, patriarcal, es decir, sostenido por lazos sanguíneos, por vínculos sexuales, que son los que conforman el contenido de los relatos míticos. Mientras que el mundo de los dioses olímpicos depende de sus caprichos y excluye una reconstrucción no arbitraria de sus fenómenos, como la esbozada laboriosamente por los protofilósofos presocráticos, también el jefe o rey es, en ese estadio primitivo, un legislador más o menos caprichoso del microcosmos de la sociedad, en su calidad de sujeto operatorio afectivo ajeno al cumplimiento de la ley, ciega racionalidad del orden de lo político, y por debajo de ella. Y en esa imagen se ve reflejada la organización política de los pueblos bárbaros. En paralelo al intento por eliminar la subjetividad irrepetible e insustituible de la divinidad en el orden de los sucesos naturales, la racionalidad filosófica, al reemplazar los lazos de parentesco por leyes de identidad objetiva, en las cuales la subjetividad es cantidad despreciable, habría posibilitado una lectura del poder político no sanguínea.

Homero expone como caso paradigmático de salvajismo el de los Cíclopes:

«Desde allí, con dolor en el alma, seguimos bogando hasta dar en la tierra que habitan los fieros cíclopes, unos seres sin ley (áthemíston). Confiando en los dioses eternos, nada siembran ni plantan, no labran los campos, mas todo viene allí a germinar sin labor ni simienza: los trigos, las cebadas, las vides que dan licor generoso de sus gajos, nutridos tan sólo por lluvias de Zeus.

Los cíclopes no tratan en juntas ni saben de normas de justicia; las cumbres habitan de excelsas montañas, de sus cuevas haciendo mansión; cada cual da la ley a su esposa y sus hijos sin más y no piensa en los otros.»{8}

En las sociedades primitivas se puede percibir cómo el modelo estructural, es decir, normativo, jurídico, jerárquico de la casa se perpetua a escala en la aldea. Esto explica la dispersión (sporádes) y la atomización de las sociedades primitivas, reguladas por las leyes de parentesco, y a la condición de conflicto perpetuo entre ellas, que el tabú del incesto, reverso de la división del trabajo, habría posibilitado adormecer o contener en estado latente, al propiciar lazos no bélicos entre ellas:

«Pero es Maine el primero en subrayar, de forma clara, que el parentesco proporcionaba el principio básico de organización de la sociedad primitiva, y fue el análisis de McLennan sobre la exogamia y endogamia el que marcó el comienzo de la discusión en torno al origen de la universal prohibición del incesto dentro de la familia nuclear:"puesto que en las condiciones de aquellos tiempos la misma manera de obtener una mujer sujeta y esclavizada sería a través de la captura; y la prohibición que se aplicara a la captura se aplicaba al matrimonio. El matrimonio con una mujer de la misma ascendencia sería un crimen y un pecado. Sería incesto".

Será, sin embargo, el ya mencionado Tylor el primero en comprender el incesto en función de sus posibles ventajas de carácter cultural. La exogamia, para Tylor, es una especie de alianza que auto conserva el entramado político, puesto que sólo a través del matrimonio es posible establecer alianzas de modo que la sociedad funcione y mantenga sus límites máximos y mínimos.»{9}

No deja de resultar llamativo hasta qué punto hoy día la tentación del nepotismo, del fortalecimiento del poder por medio de los lazos familiares, con la consecuente fidelización de sus agentes al objetivo compartido de perpetuarse en el mando, sigue vigente en el ámbito de lo público y en el de lo privado. Y no ya en lo que hoy es designado como monarquías, sino también en formaciones y gobiernos reputados como republicanos y en los niveles más bajos de la escala política: desde lo estatal hasta lo municipal o lo gremial.

Con la consecución de la autosuficiencia (autarquía) se alcanza ese grado de sofisticación histórica y genealógica que puede ya ser considerado, según este recorrido, como propiamente político, pero que, por los mismo motivos, requiere unas condiciones técnicas y materiales concretas. Por ejemplo, unos límites territoriales y demográficos que permitan su subsistencia, su resistencia ante las amenazas externas y los conflictos internos. En este escrúpulo técnico encajaría el rechazo teórico (conceptual) y práctico (histórico)al macroestado o Imperio, acaso asimilable más al modelo del estado de barbarie que al de la polis propia de la civilización griega, según Aristóteles{10}.En esa oscilación taxonómica, no tabulada más que en el momento del análisis categorial, es decir, al aplicar la plantilla conceptual que Aristóteles sugiere, se agitan y encajan los regímenes políticos realmente existentes, con los matices que en cada caso sea pertinente establecer.

Pero lo político tampoco puede separarse de lo ético, componentes ambos de las funciones biológicas específicas de la forma de vida hablante. La buena vida, concebida como finalidad (racional, ergo natural) de la polis, precisa un marco institucional en el cual, dominada la escritura y los rudimentos de la discusión dialógica (jurídica, política, científica, académica), puedan desarrollarse al máximo las potencialidades para las cuales el animal simbólico está genéticamente (naturalmente)diseñado{11}.El Logos, la capacidad para discernir lo justo de lo injusto, lo verdadero de lo falso, el concepto del mito, es el arché de lo político, de esos complejos de relaciones de muy distintos tipos que cristalizan en el Estado.

Sólo desde este prisma conceptual podrá evitarse la confusión acerca del carácter natural de la polis, del Estado. Lo político es una tendencia antropológica que discrimina jerárquicamente formas de vida diferentes en el panorama de la biología. No cabe, por ello, negar lo político más que en dos límites, fuera de los cuales no hay humanidad, esto es, civilización: Los dioses, por exceso. Las bestias, por defecto. En ambos casos, el sujeto apolítico no puede ser más que amante de la guerra, viviendo en un conflicto incesante (heraclíteo), que sólo los engranajes vectoriales (naturales, racionales) de las sociedades políticas (con Estado) pueden apaciguar someramente, siempre en estado perpetuo de precariedad, de peligro de descoserse, como la Historia enseña.

Sin ley, sin justicia, sin Estado, el hombre, la mejor de las formas de vida, es la peor de las bestias{12}. A expensas de la arbitrariedad afectiva y sentimental, cristalizada ideológicamente en populismos y fanatismos de amplio espectro, sin la horma precaria de la racionalidad de la ley, de su impersonalidad objetiva, los humanos, dotados tecnológicamente más que otras especies, son capaces de los mayores desastres. Los genocidios, esa fatalidad de las sociedades históricas, que, lejos de haberse superado, persisten como un impulso recurrente, confirman el diagnóstico aristotélico formulado hace 25 siglos.

Sin Estado no hay justicia. Fuera del Estado no hay ley. El Estado es condición necesaria, pero no suficiente, para la justicia. El salvaje carece de ley, es pura impulsividad botánica. El bárbaro carece de ley política, aunque tiene ley sanguínea o tribal, esto es, animal. Por todo ello, la fuente de la que emana la ley y la justicia para Aristóteles no puede ser ningún ente trascendental. Ni Naturaleza, hipostasiada por encima de los divergentes y aun conflictivos procesos múltiples que concurren en los cuerpos dotados de movimiento y cambio, ni Dios o dioses que graciosamente encarnen una Justicia eterna, supranatural. Acaso sea útil recordar que, mientras que la noción de Naturaleza se consolida en la modernidad por desplazamiento del Dios Absoluto y asunción de su trono metafísico, dejando intacto su contenido vacío, su función distorsionadora y consoladora, la noción de Naturaleza en el pensamiento griego (lo físico) se erige contra las subjetividades suprahumanas de las divinidades, abriendo la posibilidad de reconstruir a la escala virtual del pensamiento, fragmentos del orden objetivo que determina los procesos dados a la observación. A través del cristianismo, la Naturaleza regresa al seno metafísico de la divinidad, donde permanece firmemente acomodada en la postmodernidad, imponiéndose como un absoluto en la tabla hegemónica de los valores, cuya mera crítica es confinada por la sociedad biempensante a las tinieblas del negacionismo.

Semejante conclusión libera de la atribución idealista a un referente moral absoluto, previo o ajeno a esa compleja red de instituciones históricas que llamamos Estado:

«La justicia [diké], en cambio, es un valor cívico, pues la justicia es el orden de la comunidad civil [politikés koinonías táxis], y la virtud de la justicia es el discernimiento [krísis] de lo justo.»{13}

No hay ley ni justicia sin Estado. No hay, por tanto, libertad fuera de él. El análisis aristotélico devasta, más allá de sus limitaciones conceptuales y empíricas, las ensoñaciones del buen salvaje y de los indigenismos de moda, metafísicas de saldo que se empecinan en la cíclica búsqueda de Absolutos (Dios, Naturaleza, Raza, Nación, Lengua, Pueblo, Gente) que legitimen el delirio político y, consecuentemente, en sus casos más extremos pero no los menos verosímiles, el desastre histórico y el crimen en masa.

Madrid, 6 de febrero de 2016.

Notas

{1} «¿Hubo revolución antes de eso que Rousseau atisba y que sólo 1789 dará a luz? No. Hubo desorden, desórdenes. En su casi infinita gama. A lo largo de los siglos. Antes de la memoria. El desorden es el sello -porque el orden lo es- de la condición humana. Revolución, no. Salvo por uso peligrosamente retrospectivo de los sustantivos: los historiadores no siempre son lo bastante cautos con el diccionario. Pero el anacronismo léxico engaña siempre. Más cuando, como aquí, hemos de vérnoslas con una palabra que forja red imaginaria, red de sentido. Y la forja a fecha fija: entre 1789 y 1794. Cuando lo que tenemos delante es una maquinaria de producir subjetividad. Lo que Platón y Aristóteles llaman metabolé puede traducirse como se quiera; nada tiene que ver con este absoluto constituyente, al cual el siglo XIX fija con el nombre de revolución.» (G. ALBIAC, Diccionario de adioses, Barcelona, Seix Barral, 2005, pp. 251).

{2} En El jardín de senderos que se bifurcan, 1941.

{3} «no debe considerarse democrático ni oligárquico aquello que haga que la ciudad se gobierne más democrática u oligárquicamente, sino lo que la haga durar el mayor tiempo posible.» (VI, 1320a)

{4} G. Bueno, Sobre la finalidad y la teleología.

{5} «ο νομος εστιν.» (Política, III, 1287a). Véase «Del artificio natural de la política II» (notas de lectura del libro III de la Política de Aristóteles).

{6} Política, I, 1252a.

{7} Por fractal entiendo, siguiendo el modelo geométrico, la repetición a diferentes escalas del mismo patrón o estructura básica. En este caso, se pretende aplicar la noción de fractal a la escala especial de lo político dentro de la ontología general aristotélica (biológica, física y metafísica), como el marco de líneas maestras que trazan las tendencias vectoriales de los cuerpos sometidos a movimiento y cambio en diferentes planos categoriales.

{8} Odisea, IX, 105-115

{9} G. Bueno y A. Hidalgo, Symploké, Júcar, Madrid, 1987, p. 427. «Pero la intimidad funcional más propia de los miembros del grupo humano, en tanto están siempre vinculados por relaciones de parentesco, está constituida principalmente por los contenidos de la conducta sexual de los padres ante los hijos (o recíprocamente), o de los parientes entre sí: todo esto tiene que ver con el tabú del incesto. Incluso algunas especies de primates (colobos, por ejemplo) se distancian del grupo en el momento de llevar a cabo sus relaciones sexuales. Las normas que prescriben la necesidad de mantener en privado la vida sexual íntima son tanto normas morales (por cuanto su funcionalismo tiene que ver con la estructura parental del grupo) cuanto normas éticas (por cuanto su violación puede lesionar la sensibilidad propia de los afectados, principalmente de los hijos).» (G. Bueno, «Eva la mala», en Interviú, nº 1303, 16 de abril de 2001)

{10} Política, VII, 1326b.

{11} Ética a Nicómaco, I, 5, 1097b14.

{12} Política, I, 2, 1253a.

{13} Política, I, 1253a.

 

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