Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 165, noviembre 2015
  El Catoblepasnúmero 165 • noviembre 2015 • página 4
Los días terrenales

Evocación de Jesús Reyes Heroles. La conexión Tuxpan.

Ismael Carvallo Robledo

Sobre el libro Orfandad. El padre y el político, de Federico Reyes Heroles, Alfaguara, México, 2015, 293 páginas.

Para mi padre, Gabriel Carvallo Jiménez, tuxpeño.
Y para don Arturo Núñez Jiménez, reyesheroliano.

«Si la muerte estaba de por medio era lo de menos. Había cosas peores estando vivo. Entenderlo ahora me reconcilia con la vida. Conoció nietos que difícilmente lo conocieron a él. Murió con dignidad y sin arrepentirse de su forma de vida. No hubiera sido lo que fue sin ser lo que era todos los días.»
Federico Reyes Heroles.
Orfandad. El padre y el político.

Jesús Reyes Heroles. 1921-1985 [Jesús Reyes Heroles. 1921-1985]

Tenía mucho tiempo que no hablaba de él, y creo que nunca lo he hecho aquí, pero este libro me lo hizo recordar. Por eso escribo estas líneas. Y es que Jesús Reyes Heroles cumplió un papel definitorio para mí, en una fase muy temprana de mi formación. Y lo hizo además por partida doble. Fue algo así como un troquel, o quizá mejor como un espejo, en el que sin saber muy bien por qué razón, y sin mayor guía o referencia, me quise yo reconocer. Pero no era por cuestiones ideológicas, no. Era otra cosa. Y ahora lo sé: era la conjugación de la política con la historia, que, como si de las variables de una ecuación diferencial se tratara, se co-determinan en un entrelazamiento dinámico produciéndose la metamorfosis que termina en el Estado como figura suprema, y que captura en su decurso al verdadero hombre político, que es lo que yo vi, o quise ver, o creí ver en él.

En primer lugar está su imagen, su semblante, su impronta. Puede parecer subjetivo o psicológico. Y de hecho lo es: es subjetivo y psicológico. Pero así fue como ocurrieron las cosas. Lo digo de verdad. La imagen de Jesús Reyes Heroles, en aquéllas portadas de la edición de sus Obras Completas de pasta verde, editadas por el Fondo de Cultura Económica, ejerció en mí, durante mucho tiempo, hace ya más de quince años, un muy particular efecto de influencia, que terminó siendo decisiva porque ya no me dejó nunca. Esa fotografía, que nos lo muestra mirando hacia su izquierda, con los dedos de la mano sobre la frente en señal inequívoca de atención -acaso crítica, acaso inquisitiva, acaso aprobatoria-, activaba en mi voluntad mecanismos de configuración de un estado de seriedad a través de los cuales me imponía yo la obligación, sin que nadie me lo exigiera, de dedicar mi tiempo en empeños arduos, graves, de estudio, de dedicación y responsabilidad. A mil leguas de las sonrisas de los candidatos en campaña, muchos de los cuales, con excepciones honrosas, han hecho hoy de la política un circo lleno de payasos –simples y efímeros–, sin legitimidad de ningún tipo, ya sea intelectual o militar, o social o revolucionaria, y que por tanto no saben encontrar la manera de justificar su oficio o su puesto para la consecución del cual le han dicho que sí a cualquier cosa y a todos, comprometiéndose con lo que sea y con quien sea; mostrándosenos inseguros porque no creen en nada más que en su ambición; fatuos, con sonrisas impostadas, como si estuvieran pidiéndonos perdón por todo y por estar donde están, sin espina dorsal y como diciendo «por favor vota por mí, que me gusta mucho la política».

Pero esto era otra cosa, que destilaba solemnidad, y yo no sé si grandeza. Por eso me atrapaba. Abrir uno de esos tomos, de aquéllas obras completas de las que poco a poco me fui haciendo según mis posibilidades, era toda una ceremonia, que llevaba a cabo en la cafetería de la antigua librería Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo, al sur de la ciudad de México. Comenzar un sábado por la tarde, con dedicación y detenimiento, y lápiz en mano, el estudio de sus notas sobre Teoría del Estado o de sus discursos sobre petróleo, o sobre historia o sobre política, eran para mí actos de envergadura y entidad definitivas, que me anclaban en el suelo, dándole a mi vida, ahora lo sé también, su sentido fundamental. Me lo imaginaba como un espléndido conversador. Es obvio que nunca sabré si lo fue. Y como un hombre arrastrado por la pasión intelectual, que es la facultad humana en la que se manifiesta todo cuanto de divino hay en el hombre, si seguimos en esto la afirmación hecha para los efectos por Aristóteles, al final de su Ética a Nicómaco.

Por supuesto que se trataba de prefiguraciones (anamnesis) conceptuales en función de las cuales me conducía yo, influido por mi padre o por mis abuelos –el Carvallo, cardenista, o el Robledo, vasconceliano– pero que, por virtud de los efectos estéticos que una imagen como la de Jesús Reyes Heroles producen, terminan fundiéndose en un proceso de identificación y proyección causal (prolepsis) que tiene como resultante la emulación de lo que termina determinando tu voluntad y tus actos por vía de la ejemplaridad. Imagino que esto, o algo como esto es lo que, entre otras cosas, constituye la dialéctica entre el padre y el hijo. Y de alguna manera es esto, quizá, me parece a mí, lo que ha llevado a Federico Reyes Heroles a escribir este libro sobre su padre.

«Fue consecuente. No se proponía vivir mucho sino vivir con intensidad y a plenitud. Lo logró. No hubo decadencia. Llegó a sus últimos días lúcido y sabiendo, sin angustias, que era su final y así lo había construido. No reclamó nada ni a nadie, pues se lo habían advertido con toda claridad.» (p. 123).

Jesús Reyes Heroles murió muy joven, con apenas sesenta y cuatro años de edad, afectado por una cirrosis hepática y un cáncer de pulmón. Nunca le interesó acumular fortuna, y su tesoro, su vida, fueron los libros. Orfandad comienza con el conocimiento de la noticia fatal:

«La tarde del primero de marzo de 1985 recibí una llamada. Era mi padre. Necesitamos platicar todos. El tono no era normal. Todos implicaba los otros tres miembros de la familia: mi madre, Jesús mi hermano y yo. Un par de horas después nos reuníamos en su habitación. Tenía un cigarro en la mano y su rostro mostraba una tristeza profunda. Sin más nos dijo, me voy a morir.» (p. 11).

Fue Secretario de Educación Pública, Secretario de Gobernación, Director General del IMSS, Presidente del Partido Revolucionario Institucional y Director General de Petróleos Mexicanos. Todos esos cargos fueron algo así como nódulos en los que se distribuía su trayectoria laboral, al tiempo de ser también, por sobre todas las cosas, los centros de anudamiento del tejido (symploké) de su vida política, que supongo –qué duda cabe– apasionada, y determinada por la combinatoria caótica de tensiones y equilibrios dinámicos, de voluntad y ambición, de pasión humana, entrelazados con estructuras institucionales y jurídicas, con normas y consensos, con presiones externas y con intereses económicos, elementos constitutivos, todos, de la vida histórica del Estado, que fue tenido siempre por Reyes Heroles como la arquitectura maestra, como la dramática expresión de los empeños humanos por darle forma y embridar el caos trágico de la vida en la ciudad, que carece de sentido si es incapaz de durar y mantenerse en el tiempo. Esto es lo que explica el hecho de que, además de las tareas administrativas o ejecutivas propias de cada uno de sus cargos, Reyes Heroles no haya dejado de hacer política un solo instante de su vida tanto a nivel nacional:

«Su trabajo en el IMSS le encantaba, pero empecé a notar algo raro. Cuando llegaba por él a la oficina para irnos al aeropuerto, normalmente los viernes en la tarde, salían de ella personajes que no tenían nada que ver con el IMSS: diputados y senadores de la oposición, intelectuales que no iban a pedir atención o un aumento en su pensión. Nunca vi a Reyes Heroles hacer tanta política como en esos meses que estuvo en el IMSS como director.» (p. 78),

como internacional:

«Llegué relativamente tarde a la casa. Venía de la Facultad. Reyes Heroles ya estaba allí, reunido con un grupo de personajes que hablaban con acento centroamericano. Estaba en Gobernación. Saludé y noté que mi presencia inhibía la conversación. Vestían con jeans, chamarras, botas y llevaban barbas. Era evidente que no pertenecían a la clase política mexicana o algo así. Tenían un acento que no identifiqué. Cuando se fueron, con gran curiosidad le pregunté a Reyes Heroles, quiénes son. La respuesta me dejó atónito: los revolucionarios de Nicaragua. Las reuniones se sistematizaron, siempre en la casa. Por supuesto, no irían a Gobernación, eran los insurrectos, los subversivos. ¡Cómo explicar sus pláticas con el ministro del Interior!» (p. 247).

Admirador por igual tanto de Mirabeau, sobre quien escribió un texto sublime, «Mirabeau o la política», como de Juan de Palafox y Mendoza, ese contemporáneo al mismo tiempo español y novohispano de Olivares –el par hispánico, a su vez, de Richelieu– cuya biblioteca poblana fue rescatada en buena medida gracias al tesón de Reyes Heroles cuando, en una visita a Puebla, se dio cuenta de la precariedad en la que se encontraba; era el Palafox admirado por él por virtud de haber encarnado la inteligencia y la capacidad para acumular poder, atributos tan caros en política cuando se entiende como un oficio de magnitud catedralicia y de definitiva estirpe cultural, es decir, histórica, que trasciende la trayectoria individual: «o se trabaja para la historia o se navega con bandera de pendejo», dice Federico Reyes Heroles que decía su padre.

Creía también en la fuerza de las ideas, o en la necesidad –más bien– de apuntalar a través de la acción, dentro de un inevitable campo de fuerzas, ideas políticas talladas a una escala filosófica, y maduradas y templadas por la historia, siglo tras siglo: «la política es acción y discurso creador de sentido».

«Intentó hacer del PRI un partido de una ideología rígida. Sabía que los tiempos cambiaban. Reyes Heroles se tomó muy en serio la intención de transformar al PRI en un partido que no dependiera de la voluntad de un solo hombre. Acotar la voluntad presidencial sólo se lograría con equilibrios internos y, lo más importante, con ideas y fuerza.» (p. 65).

Hay algo muy importante en Orfandad, y es el hecho de que Federico Reyes Heroles nos ofrece el testimonio personal del testimonio –es decir, el testimonio del testimonio– de un hombre público refractado en una vida moldeada por la política y la dialéctica del poder, que es el registro más alto al que puede llegar la pasión humana cuando se proyecta sobre la historia, y que se nos termina manifestando como una escenificación a escala «de un México que está desapareciendo, pero también de un México que todavía explica parte de lo que hoy somos». (p. 272). Esta es la cuestión.

Y es que Reyes Heroles fue el cerebro de la Reforma Política de 1977, dispositivo jurídico que catalizó el proceso mediante el cual se pudo encauzar y despresurizar el antagonismo político–ideológico que tenía como contrapunto fundamental a la izquierda de la revolución socialista, nucleada en torno del Partido Comunista Mexicano. Era Secretario de Gobernación cuando pergeñó la reforma. El ideal de Polibio, o de Winston Churchill, o de Olivares o de Maquiavelo, o de Gramsci: un historiador, un hombre de ideas, en la cabeza del ministerio del interior. Eso es una fortuna para cualquier república.

Quién sabe qué hubiera dicho o pensado Reyes Heroles de haber atestiguado la transformación ideológica de un partido que resumía la dialéctica revolucionaria del México moderno, tanto en su momento liberal decimonónico como en el social y nacional–popular de principios del XX, en el que tantas esperanzas depositó y al que, ya lo vemos, consagró su vida hasta írsele ella misma de las manos. ¿Qué habría pensado ese historiador apasionado de Mariano Otero, del liberalismo mexicano o del cardenismo; ese hombre político de pies a cabeza la vertebración de cuya conducta se definía en función de la separación tajante y radical entre lo que es un empresario, que se debe al interés económico legítimo, y lo que es un político y un servidor público, que se debe al Estado y cuya lealtad civil se endereza atenazada por la idea de la soberanía nacional; qué habría pensado, en definitiva, al ver cómo el PRI, su partido, se convirtió en el último tramo del siglo XX en una burda máquina empresarial socialdemócrata, es decir, neoliberal, y a la que el término «revolucionario» le es ya de todo punto ajeno e incómodo? ¿Qué habría hecho Reyes Heroles de haber vivido cuando se produjo la escisión interna del régimen político que, con motivo de la elección presidencial de 1988, se decantó en un proceso de rearticulación de la izquierda socialista –a la que él, con su reforma, le abrió las puertas del parlamento– cerrando filas en torno de la persona y liderazgo del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas como figura de consenso y condensación histórica del nacionalismo revolucionario?

Saberlo es algo que se mantendrá pendiente, pues nada se nos dice en Orfandad al respecto, lo que no obsta para que se mantenga intacto el interés por este libro, que ha editado e impreso Alfaguara, recién en septiembre de 2015, en la ciudad de México.

***

He dicho en todo caso que Jesús Reyes Heroles jugó un papel definitorio para mí, y que lo hizo, además, por partida doble. Al principio fue su imagen. Después está Tuxpan, lugar donde creció mi padre –nacido en el puerto de Veracruz– de los tres a los dieciocho años. En Tuxpan nació también Reyes Heroles. Y de ahí salió hacia Cuba, una madrugada de noviembre de 1956 que hoy, por sus consecuencias, podemos imaginar apoteósica, el Granma, tripulado por Fidel Castro y un grupo de exiliados cubanos además de un argentino. Es la conexión Tuxpan, sinapsis maestra que de alguna manera, ahora lo sé también, estaba llamada a fungir como pivote de articulación del encadenamiento causal que ha hecho que, hoy, sin haber podido tener consciencia plena en aquél entonces, cuando me abalanzaba para comprar el siguiente tomo de sus Obras Completas de pasta verde, y cuando abría sus notas de trabajo con detenimiento y severidad sin que nadie me lo pidiera ni me lo haya pedido jamás nunca, esté yo donde estoy.

Villahermosa, Tabasco, noviembre, 2015.

 

El Catoblepas
© 2015 nodulo.org